La profecía 2013 (15 page)

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Authors: Francesc Miralles

BOOK: La profecía 2013
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—¿Van a Kruja? —preguntó el taxista.

—No. ¿Dónde está eso?

—Es una fortaleza cerca de Tirana. Allí resistió Skanderbeg, nuestro héroe nacional, el ataque de los turcos. ¡Hasta cuatro asedios! —tras explicar esto, su tono de voz se dulcificó—. Si quieren que vayamos, les puedo arreglar el precio.

—Tal vez en otra ocasión —contesté tratando de ser diplomático—. Queremos ir a la playa.

—Magnífico. Si van a Durrés, a Vlora incluso, también les puedo llevar. No tomen el autobús, es muy incómodo.

—De hecho, vamos más al sur: a Saranda.

—Saranda... —musitó sorprendido—. Es un lugar fantástico, pero no puedo llevarles hasta allí.

—¿Por qué? Tengo entendido que son 270 kilómetros.

—Por eso mismo. Mañana al mediodía bautizan a mi nieto por el rito ortodoxo. No puedo faltar.

Dado que aún no eran las siete de la mañana, no comprendía por qué un bautizo que se celebraba un día después impedía ir y volver de Saranda. Aún no conocía la carretera albanesa norte-sur.

La estación de autobuses de Tirana resultó ser una calle polvorienta en las afueras de la ciudad, donde los conductores de furgonetas privadas vociferaban enloquecidos para captar viajeros.

A recomendación del taxista, desoímos los cantos de sirena y optamos por el autobús público que estaba a punto de salir. Me sorprendió que a aquella hora temprana, siendo finales de junio, estuviera a rebosar de pasajeros.

—A los albaneses, cuando tienen que viajar, les gusta madrugar —explicó el taxista—. Ya sabrán por qué.

Tras acomodar nuestro equipaje en las bodegas del autobús, encontramos un par de asientos en la penúltima fila. Minutos después iniciamos la marcha por los barrios periféricos de Tirana, donde el autobús se detuvo una docena de veces a recoger pasajeros. Un eficiente cobrador dirigía la logística correteando por el pasillo con un voluminoso monedero atado al cinturón.

Elsa había vuelto a sucumbir al sueño y se había plegado sobre mis piernas con mi americana como almohada. Por mi parte, me había entregado a la contemplación de aquel país inesperado, que corría frente a mi ventana con una lentitud exasperante.

Hasta la salida de Tirana habíamos pasado por innumerables gasolineras, a veces separadas entre sí por sólo unos cientos de metros. Daba la impresión de que vender gasolina era el único negocio rentable en Albania.

Una vez fuera de la capital, desfilamos por una carretera infernal en medio de un paisaje árido y montañoso. Además de transitar a paso de caracol, el autobús se detenía cada pocos kilómetros a causa de obras de reparación que obligaban a hacer complicadísimas maniobras para superar el tramo.

Llevábamos poco más de cincuenta kilómetros recorridos en dos horas, cuando una excavadora que llenaba un enorme socavón en el firme nos paralizó definitivamente. El autobús abrió puertas y el pasaje bajó resignado a tomar el aire.

Yo no podía moverme porque Elsa dormía profundamente sobre mi regazo, donde emitía periódicamente suspiros entrecortados, así que tomé el libro de Jung mientras los pasajeros fumaban y charlaban afuera.

Volví sobre el capítulo dedicado a los arquetipos, un tema que también parecía interesar al enigmático Kynops. Al parecer, Jung había utilizado por primera vez aquel término en 1919, aunque era algo a lo que daba vueltas desde hacía años.

Entre los personajes que habitan el inconsciente colectivo —leí— está el anciano sabio, al cual encontramos en todas las épocas y culturas. En la mitología celta se identifica con Merlín, por ejemplo, y en el tarot se correspondería con el Ermitaño.

Las leyendas y cuentos de hadas de todas las tradiciones comparten una galería de arquetipos asombrosamente coincidente. Algunos seres simbólicos que aparecen en ellos son herencia de un pasado prehumano: la serpiente embaucadora, el dragón que escupe fuego, los demonios y otros monstruos pertenecen a un tiempo ancestral mitológico, pero por algún motivo siguen habitando nuestro inconsciente.

Entre las figuras humanas que encontramos en el ADN común de la humanidad está el héroe que lucha contra seres maléficos —llamados por Jung sombras— y que debe rescatar la princesa o doncella, un arquetipo que representa la pureza.

Me divirtió leer que George Lucas había procurado que en la primera parte de
Star Wars
aparecieran los arquetipos fundamentales. A fin de cuentas, es la historia de un héroe, Luke Skywalker, que debe rescatar a la princesa Leia de las fuerzas del mal, guiado por el anciano sabio: primero Obi Wan Kenobi y luego el maestro Yoda.

También el hombre original —Adán y Eva para los occidentales— y el concepto de Dios son universales. De hecho, Jung afirmaba que tras muchos ritos religiosos se oculta la celebración ancestral de los arquetipos. Así, el cristianismo encarna en la Virgen María la figura eterna de la madre, y la adoración navideña del niño Jesús es una manifestación del arquetipo niño, que también simboliza el futuro.

La salida del sol tiene asimismo un significado sagrado para todas las culturas, y ha sido utilizada por las religiones desde las civilizaciones más primitivas. Todo eso significaba que los seres humanos somos poco originales a la hora de escoger nuestros símbolos.

Dejé la lectura en este punto, agotado por la falta de sueño y por el sol que había convertido el autobús en un horno, ya que al detenerse cesaba el aire acondicionado.

Mientras se me cerraban los ojos, entendí que las compuertas del sueño se abren para que en el teatro universal de los arquetipos se represente una función simbólica. La mayoría de estos mensajes quedaban albergados para siempre en el inconsciente, y sólo aflorarían al conocimiento en forma de intuición.

Sólo por alimentarla ya valía la pena echarse a dormir.

13

Cinco horas después de haber partido, aún no habíamos alcanzado el ecuador del viaje. Tras un penoso traqueteo por la indefinible carretera norte-sur, el autobús se detuvo en algo parecido a un área de servicio.

Había un bar de la cadena Don Café, donde curiosamente no se podía tomar esa bebida ni ninguna otra caliente.

—No energía —dijo el propietario encogiéndose de hombros.

Decepcionado, fui a sentarme a la terraza desde donde Elsa contemplaba el paisaje a través de sus gafas de sol. Teníamos ante nosotros una barrera de montañas rojizas que parecían incandescentes bajo el resplandor del mediodía.

Un grupo de ancianas discutían animadamente ante el lavabo de hombres, que junto al muñeco masculino mostraba el rótulo burra. Supuse que significaba
hombres.

Al otro lado de la carretera, un bunker cubierto de pintadas brotaba de la tierra como una seta de hormigón. Había leído en la guía que eran prácticamente indestructibles, por lo que el gobierno ya había renunciado a tratar de desarmarlos.

Me acerqué a mirarlo de cerca, pero un olor nauseabundo hizo que diera marcha atrás. El cobrador del autobús, que había observado divertido la escena, levantó la voz para decirme en un inglés pedestre:

—¿Sabía que en Albania tenemos la mayor red pública de lavabos del planeta?

Antes de que pudiera responder, el hombre concluyó:

—Setecientos mil búnkers repartidos por el país donde se mea todo el mundo.

Cerró estas palabras con una sonora carcajada. Luego alzó la mano a modo de despedida y subió nuevamente al autobús, que ya tenía el motor en marcha.

Diez horas más tarde de haber salido de Tirana logramos completar los 270 kilómetros hasta Saranda. El último tramo había sido épico, ya que el viejo autobús tuvo que encaramarse por una pista de montaña, bordeando precipicios, y luego bajar por la ladera opuesta.

Y de repente vimos el mar.

Después de toda una jornada por valles áridos, el manto azul del Mediterráneo surcado por las nubes refrescaba el ánimo. También Elsa rompió un largo silencio y, sonriendo abiertamente, me cantó al oído entre susurros:


La mer au del d'été confond ses blancs moutons avec les anges si purs
...
[5]

—Conozco esa melodía —dije de buen humor—. Creo que alguien la cantaba en inglés.

—Es posible, porque hay más de cuatrocientas versiones de esta canción. Todo un récord.

—¿Cómo sabes esas cosas?

—¿Esas cosas inútiles, quieres decir? Hice un trabajo sobre el autor, Charles Trenet, cuando estudiaba francés en el instituto.

El autobús completó la bajada por la ladera hasta entrar en una selva de bloques de apartamentos, la mayoría en construcción. Tras bordear varias calles llenas de familias que paseaban distraídamente, finalmente estacionó en un descampado. La voz estridente del conductor por los altavoces confirmó que habíamos llegado:

—Saranda.

Nos habíamos dejado llevar por la insistencia de un guía local, que no se despegó de nosotros hasta que aceptamos alojarnos en el Kaonia, un hotelito en primera línea de mar regentado por un griego.

Por tres mil lëkë —unos veinticinco euros— obtuvimos la única habitación libre de todo el hotel. Al parecer se había llenado con una promoción destinada a funcionarios albaneses que adelantaban sus vacaciones para cubrir el turno estival de sus compañeros.

—Si nos dan una cama de matrimonio, vas a dormir en el suelo —me advirtió ella tratando de parecer seria.

Afortunadamente, bastó con la documentación de Elsa para inscribirnos. Junto con la llave, el recepcionista nos entregó un sobre. Supuse que se trataba de folletos turísticos con actividades que se podían hacer en Saranda, que era mucho menos bucólica de lo que me figuraba.

Mientras subíamos al primer piso por unas escaleras impolutas experimenté, por primera vez desde que había salido de Gerona, una repentina sensación vacacional. Al mismo tiempo tenía mala conciencia de sentirme así, por todo lo que había pasado y porque hacía dos días que no hablaba con Ingrid. Mientras Elsa abría la puerta de la habitación, me prometí llamarla aquella misma tarde.

Había una sola cama de matrimonio, pero por la risita picara de mi acompañante entendí que no tendría que dormir en el suelo.

Tras soltar nuestro equipaje y explorar la vista desde el balcón —a aquella hora el mar mostraba una tonalidad azul cobalto—, me senté al borde de la cama para abrir el sobre. Al ver su contenido estuve a punto de caerme al suelo: eran cartas de tarot.

Por el estilo de las ilustraciones y el grosor del cartón, pertenecían al mismo juego del que ya tenía cuatro cartas. Estaban unidas por una goma idéntica a la que había encontrado en la caja sellada.

—Este Kynops debe de ser mago —dije mirando justamente ese arcano encima del montón—. De otro modo, no entiendo cómo ha sabido que acabaríamos aquí.

—No seas ingenuo —respondió Elsa—. ¿Por qué crees que el guía tenía tanto interés en traernos? Ni siquiera ha esperado a que le diéramos propina.

—Entonces estamos vigilados.

—Más que eso: nuestra vida está en sus manos. ¡Esto es el culo del mundo! Nada más fácil que hacer desaparecer a un par de extranjeros molestos y luego arrojarlos al mar.

—¿Sugieres que el millonario puede tener interés en matarnos? ¿Qué sentido tendría entonces hacernos venir hasta aquí? Ha tenido cien ocasiones en Tirana para eso.

—No sé quién es Kynops —dijo Elsa con la mirada fija en el mar—, pero intuyo que se trata de un tipo teatral. Ha demostrado que no le gustan las cosas sencillas. Necesita escenificar sus paranoias.

—Eso explicaría la cita en el teatro griego de Butrint —añadí sorprendido por aquel arrebato de lógica.

—Lo del teatro es la mejor noticia que hemos tenido hasta el momento. Al menos garantiza que nos divertiremos esta noche.

—¿Por qué lo dices?

—Porque significa que seguiremos con vida al menos hasta mañana al mediodía.

14

A las seis de la tarde todavía quedaban unas horas de claridad, así que celebramos que seguíamos vivos con un poco de playa. La mayoría de los bañistas ya se habían retirado al hotel a cambiarse para la cena. Sólo tuvimos que cruzar el paseo marítimo para encontrar todo un arenal para nosotros.

Un suave viento marino había desplazado el aire tórrido. Mientras contemplaba el horizonte, me dije que aquél hubiera sido un momento idílico, a no ser por los altavoces instalados en la misma playa, que escupían música máquina sin cesar. Los hilos musicales atronadores eran una constante en aquel país.

Mientras yo dudaba entre darme el primer baño de la temporada o bien holgazanear en la toalla, Elsa se quitó en un suspiro su vestido de verano y arrancó a correr en biquini hacia el agua. Contemplé admirado como, sin pensárselo dos veces, se zambullía en un mar que aún debía de estar frío. Las rápidas brazadas que daba para calentarse me acabaron de convencer de quedarme en seco.

Me tumbé sobre la toalla mientras sonaba el hit de Poni, el mismo que había puesto el taxista en Tirana aquella misma mañana. También la capital de Albania empezaba a quedar lejos. Tal vez fueran los efectos colaterales de vivir peligrosamente.

Estaba pensando en el invisible Kynops y sus malditas cartas —las de Jung y los arcanos—, cuando Elsa me cayó encima como un anfibio mojado. Con un rápido movimiento me había inmovilizado manos y pies, mientras de su cuerpo resbalaban sobre el mío gotas saladas.

—¡Trata de liberarte! —me desafió en un tono casi infantil.

Incluso desde una distancia tan corta —Elsa estaba a cuatro patas—, quizás por efecto del agua fría su cuerpo escuálido se veía tenso como el de una chica. Sus cabellos mojados me hacían cosquillas en el pecho.

—Tengo que reservarme para cuando llegue el verdadero peligro —dije aparentando tener el control de la situación—. No puedo dilapidar energías hasta entonces.

—Habló el chico zen —repuso burlona—. Y ¿qué consideras tú que es el verdadero peligro?

—Es cuando ya no puedes elegir entre permanecer pasivo o actuar, porque la inacción conduce a la muerte. En esas situaciones tenemos el instinto de supervivencia como piloto automático.

Elsa me soltó súbitamente y se dejó caer enfurruñada a mi lado, como si no le hubiera gustado lo que había dicho. Luego cerró los ojos y me dio la espalda.

Al caer la noche abandonamos la playa para curiosear por el animado paseo marítimo. Había un pequeño parque de atracciones infantil y muchos puestos donde vendían mazorcas de maíz tostado.

La mayoría de los paseantes eran familias vestidas con sus mejores galas, en la mayoría de los casos más bien modestas. También había pequeños grupos de hombres jóvenes, que caminaban muy erguidos con los pantalones ceñidos. Aquel ambiente equivalía al de una pequeña y conservadora aldea americana un sábado por la noche.

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