Odenato se había labrado enemigos muy poderosos, pero a la vez se había convertido en el héroe de los habitantes de las provincias orientales del Imperio, que lo consideraban el único capaz de detener las ofensivas de los persas en la frontera de Mesopotamia y de asegurar el desarrollo del comercio y el libre tránsito de las caravanas. En cualquier caso, y a pesar de la declaración de culpabilidad y la ejecución de Meonio, la autoría de su asesinato no dejó nunca de ser un misterio sin aclarar.
Longino, convertido en consejero principal, acababa de urdir un informe en el que justificaba la herencia de Zenobia y sus derechos históricos al trono de Palmira y al gobierno de todo Oriente. Satisfecho de su trabajo, decidió presentarlo al fin ante la corte.
—Según mis investigaciones, en las que me ha ayudado el historiador Calínico, nuestra señora, la augusta Zenobia, es descendiente de dos soberanas: la reina Dido de Cartago y la reina Cleopatra VII de Egipto.
»Su parentesco con la reina Dido procede de su abuelo paterno, el rey Juba II de Mauritania, un descendiente de la hermana del general cartaginés Aníbal, descendiente a su vez del hermano menor de Dido. Así lo narra el solvente escritor romano Lucano, una autoridad incontestable, en su obra
Pharsalia.
»En cuanto al parentesco con Cleopatra, deriva de Drusilla, una de las hijas del rey Ptolomeo y de la reina Julia de Mauritania, quien fuera a su vez descendiente de una hija de la reina Cleopatra VII y del noble romano Marco Antonio. Drusilla, en quien confluían los linajes de Dido y de Cleopatra, se casó con un príncipe de la familia real de la ciudad de Emesa llamado Sampsiceramo. En la cuna de este mismo linaje nació la emperatriz romana Julia Domna, hija de Gaio Julio Bassiano, sumo sacerdote del templo dedicado al dios Sol enEmesa, esposa del emperador Septimio Severo y madre de dos emperadores, Caracalla y Geta. De ese tronco familiar desciende el padre de Zenobia.
»Es decir, que nuestra señora reúne en su sangre la herencia real de Egipto, de Cartago, de Siria y de la misma Roma. Nadie más que ella y su hijo Vabalato atesoran una tan alta estirpe como para ser proclamados emperadores de Oriente.
—Supongo que esos datos son ciertos —intervino Zabdas.
—Hasta el último detalle; Calínico es un historiador fiable y riguroso. Todos los personajes que he citado y que forman parte del linaje de Zenobia son históricos; no hemos inventado nada. Ahí están las citas precisas de los prestigiosos autores de los que hemos obtenido la información —se justificó Longino.
—¿Y la madre de Zenobia? —preguntó Giorgios.
—Se trataba de una esclava egipcia. No hemos logrado averiguar el menor atisbo sobre su origen. Zabaii ben Selim la debió de adquirir durante alguno de sus viajes a Egipto, se prendó de ella y la convirtió en su esposa. Calínico no ha podido certificar ni un solo dato de su pasado: ni siquiera ella misma lo sabía, pues antes de morir conversamos en un par de ocasiones y nada me comentó sobre sus orígenes. Desde luego, poseía conocimientos sobre Egipto, hablaba su lengua y sabía de sus tradiciones, pero jamás se refirió a su familia o a su origen; probablemente era demasiado humilde o demasiado terrible, quién sabe.
Habían pasado varias semanas desde la autoproclamación de Zenobia y Vabalato como augustos y reyes de Oriente, y Roma no daba señales de vida.
Galieno no era tan cobarde como muchos suponían y como sus abundantes detractores se encargaban de difundir. Si no había reaccionado ante la proclamación de independencia de Palmira no era por cobardía, sino porque todas las provincias del Imperio andaban revueltas contra su emperador. En la lejana Galia, y a manos de sus propias tropas, había sido asesinado Postumo, el general que había gobernado con plena soberanía esa extensa provincia occidental, donde había tenido que enfrentarse a varias incursiones de tribus germanas. Pero otros generales y caudillos como Quieto, Victorino y el senador Tétrico habían mantenido viva la revuelta de la Galia, y en todas las provincias, especialmente en las fronterizas, cualquiera que tuviera a sus órdenes un puñado de soldados se atrevía a desafiar a Galieno y a propugnarse como futuro augusto. Y los bárbaros, sobre todo varias tribus de germanos, no cesaban de acosar el
limes
en las fronteras del Danubio y del Rin y habían penetrado otra vez en sus fulgurantes incursiones hasta la misma Atenas, amenazando con derrumbar todo el sistema de fortificaciones creado por los romanos durante tres siglos y poner fin al mundo civilizado.
Los conspiradores abundaban por todas partes y algunos de ellos rondaban el círculo más próximo a Galieno. Los propios legionarios encargados de proteger al emperador fueron quienes lo asesinaron, dejando al Imperio sin emperador y sin heredero legítimo. Poco antes de morir, incapaz de reprimir tantas revueltas, Galieno había mostrado su disposición a reconocer a Vabalato como rey de Oriente y a su madre Zenobia como corregente hasta que el niño alcanzara la mayoría de edad. Tal vez por ello fue ejecutado por instigación de poderosos intrigantes que sobornaron a los guardias de su escolta.
El núcleo del ejército que ahora apoyaba a Galieno, el mismo que antes había aupado al cargo a su padre, el desaparecido Valeriano, mostró su disgusto con el asesinato del emperador, pues Galieno había concedido importantes mejoras y no pocas dádivas a los legionarios. Pero el malestar se calmó cuando el general Marco Aurelio Claudio, que adoptó el nombre de Claudio II, fue proclamado sucesor como nuevo augusto y se ganó la lealtad de los soldados al ordenar que se abonaran veinte piezas de oro a cada uno de los legionarios fieles a Roma, es decir, fieles al propio Claudio. El prestigioso general fue designado emperador por un grupo de oficiales a los que encabezaba mientras acosaba a Aureolo, uno más de los usurpadores, que se había hecho fuerte en la ciudad de Milán.
—¡Los dioses están de nuestra parte! —Zabdas lucía su mejor sonrisa a pesar de que el día anterior había perdido cincuenta sestercios en una apuesta en una carrera de camellos.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Giorgios.
—¿Aún no te has enterado? El emperador Galieno ha sido asesinado cerca de Milán, una ciudad del norte de Italia; su asesino es un tal Cecropio, gobernador de la provincia de Dalmacia, que le ha dado muerte con su propia espada ayudado por soldados de la escolta del mismo emperador.
—¿Cómo ha ocurrido?
—Según me han dicho, varios oficiales de la plena confianza del emperador tramaron una conspiración en secreto. Le tendieron una celada mientras descansaba en su pabellón protegido por su guardia. Hicieron sonar las trompetas de alarma indicando que se estaba produciendo un ataque enemigo a su campamento y cuando Galieno salió de manera precipitada de su tienda y sin tomar precauciones a causa de las prisas, se abalanzaron sobre él y lo acuchillaron.
—El Imperio se derrumba, amigo.
—Un notable general llamado Claudio ha sido proclamado nuevo emperador, aunque, al parecer, es demasiado viejo y se comenta que no durará demasiado tiempo. Pero ahí no acaban nuestras alegrías: Postumo, aquel potentado que se autoproclamó emperador hace unos años en la Galia, ha sido depuesto por los propios soldados que lo auparon y también ha sido eliminado; y dos de sus generales, Victorino y Laelino, se han rebelado en Colonia Agripina y en Maguncia, los dos campamentos legionarios más importantes de la frontera del Rin. El desgobierno es absoluto: cualquier general con mando sobre una legión se autoproclama emperador en cualquier rincón del Imperio; entre tanto, los germanos acosan las guarniciones del norte y recorren los mares y las provincias del este de manera impune. Todas las provincias arden en revueltas internas o son saqueadas por los bárbaros, por bandidos o por los propios soldados romanos. Roma está rota; en estas circunstancias no podrá enviar a ningún ejército contra nosotros.
Los dos generales esperaban en la sala de audiencias del palacio la presencia de Zenobia, que los había convocado con urgencia ante las noticias llegadas de occidente.
Ambos jefes del ejército palmireno se inclinaron ante su señora y la saludaron.
—En el Imperio reina la anarquía; asesinado Galieno, Roma carece de un soberano legítimo —dijo Zenobia.
—Perdona, mi señora, pero se asegura que Galieno nombró sucesor a Claudio poco antes de morir, y el Senado lo ha confirmado como nuevo augusto.
—Pero Palmira no lo reconoce como tal. No menos de media docena de generales y caudillos romanos, ilirios, dálmatas y galos se han proclamado augustos en los últimos años en diversas ciudades y provincias del Imperio. ¿A cuál de ellos reconocemos? La realidad es que el Imperio de Roma agoniza y es hora de que brille el Imperio de Palmira. Os encomiendo que preparéis la ceremonia pública para la coronación de mi hijo Vabalato como soberano de Palmira —les anunció.
—¿Soberano? ¿Con qué título? —preguntó Zabdas.
—La coronación se hará con el título de
rex
. —Zenobia pronunció la palabra «rey» en latín.
Zabdas miró a la reina con los ojos abiertos y con una mueca de enorme sorpresa y luego se volvió hacia Giorgios encogiéndose de hombros.
—¿Has dicho
rex
, mi señora?
—Sí. Aunque mi hijo y yo hemos asumido el título de augustos, he decidido fundar un nuevo reino en Palmira, y Vabalato será su rey. Hasta que cumpla la mayoría de edad para poder gobernar por sí mismo yo lo haré en su nombre, como ya se aprobó en el Consejo de magistrados, y vosotros dos me ayudaréis como consejeros áulicos. Poco antes de morir, el emperador Galieno no puso inconvenientes en que se asignara a mi hijo ese título; el nuevo emperador Claudio también lo admitirá.
»Quiero, además, ratificar como consejero principal del nuevo reino a mi preceptor Casio Longino. También pasarán a formar parte del Consejo Real el historiador Calínico Dutolio y Nicómaco.
—¿Nicómaco…? —se extrañó Zabdas.
—Está haciendo un buen trabajo como tesorero. Fue colaborador de mi padre y de su socio Antioco Aquiles. Les llevaba las cuentas de sus negocios con eficacia y rigor y ha seguido haciéndolo todos esos años. Necesito a alguien que conozca la aritmética para revisar los números del erario y confío plenamente en él. Además, mantendré a Pablo de Samosata como procurador ducenviro de Antioquía, aunque sin otorgarle ninguna competencia efectiva; de momento es mejor que ese alocado clérigo se quede aquí, pues hasta ahora no ha hecho otra cosa que desatar problemas y tensiones entre la comunidad de cristianos de esa ciudad.
—Mi señora, Pablo de Samosata es un personaje muy conflictivo. Su doctrina ha sido condenada en Antioquía por la inmensa mayoría de las autoridades eclesiásticas de los cristianos allí reunidos en una asamblea que ellos llaman concilio y ratificada después por ochenta obispos, casi todos los de Siria, Egipto, Asia y Mesopotamia, y no faltan las acusaciones de soborno y de corrupción contra él en sus funciones como procurador…
—Está refugiado aquí, en Palmira. He hablado con él y obedecerá mis dictados. Lo sigo considerando un hombre válido; pese a su radicalismo en materia de religión, es un hombre sabio. —Zenobia cortó de golpe las alegaciones de Zabdas—. Además, cada día aumenta el número de cristianos en las provincias de Siria y de Asia. Ya son mayoría en algunas aldeas al norte de Damasco; si su número continúa creciendo, puede que pronto lo sean en todos los territorios de Oriente. Tener de nuestro lado a Pablo puede sernos muy útil.
—Si me permites, mi señora… Roma entenderá la proclamación del reino de Palmira como una cuestión de soberanía y no dudará en declararnos la guerra y en atacarnos. La adopción de los títulos imperiales que llevaste a cabo la primavera pasada no dejaba de ser una especie de continuidad con lo que significaba tu esposo, pero una coronación como la que planteas supone la ruptura definitiva con nuestra tradicional amiga y dejaremos de ser sus aliados para convertirnos en sus enemigos. Si sucede así, nos encontraremos entre dos adversarios poderosísimos. A pesar de los tratados que hemos firmado con ellos y de los acuerdos comerciales en vigor, los persas no han olvidado sus derrotas y aguardan pacientes el menor síntoma de debilidad por nuestra parte para vengar el daño que les causamos en las campañas en Mesopotamia; y no han renunciado a recuperar esa provincia ni a vengar las humillaciones que les infligimos. Si Roma nos ataca por el oeste y Persia lo hace desde el este, Palmira estará perdida —Giorgios expuso sus temores con elocuencia.
—Los romanos me siguen acusando de haber sido la instigadora del asesinato de mi esposo y de Hairam. Me calumnian y se refieren a mí como si fuera una vulgar prostituta y no la esposa legítima del augusto de Oriente y la madre de su único heredero, Vabalato.
»Me han condenado sin siquiera molestarse en escucharme. ¿Os vais a comportar vosotros de la misma manera? ¿Qué creéis que harán los romanos cuando se presenten en Palmira? ¿Dejarnos en paz, concedernos su amistad o quitarnos de en medio?
»O nos hacemos fuertes o acabarán conmigo y, por tanto, con vosotros dos y con Palmira, salvo que decidáis traicionarme y os paséis al bando de los romanos; os pagarían bien por ello, de eso estoy segura.
Zabdas y Giorgios se miraron y en los ojos de ambos se hizo patente la misma admiración por la clarividencia y la determinación de aquella hermosa mujer.
—Mi señora, ¿cómo puedes dudar de nuestra lealtad? Estamos contigo, pero no podremos ganar una guerra contra Roma y contra los persas a la vez, no disponemos de suficientes fuerzas —alegó Zabdas con cierto aire de resignación.
—Pues luchemos contra ellos por separado. Mi esposo, con vuestra ayuda, derrotó a los persas en cuantas batallas se enfrentó a ellos. Os recuerdo a los dos: a ti, Zabdas, planeando la estrategia en el campamento antes de cada batalla, y a ti, Giorgios, dirigiendo a nuestros catafractas y resultando triunfador en todas las cargas de caballería. A ninguno os tembló jamás la mano en el combate. Si hemos vencido a Persia, podemos vencer a Roma.
Zenobia hablaba como una heroína de epopeya, henchida de orgullo, sin duda influida por las lecturas de las obras de Homero que había realizado a instancias de Longino, por los relatos sobre la enigmática y subyugante Cleopatra, la legendaria reina de Egipto a la que tanto admiraba, y por las conquistas de Alejandro de Macedonia, cuya biografía acababa de leer y sobre la cual había escrito unos comentarios.