La Prisionera de Roma (30 page)

Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
7.79Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, pero nosotras debemos pagar además a nuestros protectores y los gastos de las fondas donde recibimos a nuestros clientes, y no siempre logramos que abonen nuestros servicios.

—Hablaré con mi esposo y le expondré vuestra queja.

—Os lo agradeceremos, mi señora. Lo justo sería volver a los viejos tiempos en los que nuestras antecesoras en este oficio pagaban el equivalente a un servicio por cada día.

—¿Y cuántos servicios diarios soléis prestar? —demandó Zenobia.

—Las que más trabajan, alrededor de diez; las que menos a veces no llegan ni siquiera a uno.

—En ese caso, lo que me propones me parece injusto —alegó Zenobia ante la morena bajita y regordeta que se había erigido en portavoz de las prostitutas.

—Pero, señora… —La meretriz alzó sus brazos mostrando sus dedos, como salchichitas, repletos de anillos, y sus gruesas muñecas cubiertas de brazaletes de plata.

—Lo justo es cotizar un porcentaje de cuanto se ingresa, de manera que la que más gane de vosotras, más pague. Si sólo se abona por el primer servicio, las más ricas de las hetairas pagarán menos que las más pobres.

—Agradeceremos cuanto hagas por nosotras, señora.

—Mediaré ante mi esposo y ante el senado de la ciudad y propondré que se disminuya el porcentaje que ahora os imponen, pero os aseguro que Palmira necesita de todos los recursos que pueda recaudar, y no resultará nada fácil reducir los tributos.

Meonio había asistido a cierta distancia al encuentro de Zenobia con las prostitutas; iba acompañado de dos acólitos a los que comentó:

—La esposa de mi primo parece encontrarse a gusto con las putas de Palmira; una mujer digna jamás se relacionaría con esa escoria.

Y escupió al suelo, pese a que era uno de los principales clientes del mejor y más caro de los burdeles de la ciudad, en el que solía dejarse mucho dinero un par de veces a la semana.

Durante el verano, Odenato envió algunas patrullas a vigilar los caminos de Mesopotamia. Sapor I había recibido una lección, sin embargo el soberano persa, pese a que su edad era avanzada, continuaba siendo un peligro. Había sido derrotado a las mismas puertas de Ctesifonte, pero su ejército mantenía una notable capacidad operativa y en cualquier momento podía organizar un contraataque contra Palmira para resarcirse de los daños ocasionados.

Zabdas y Giorgios salieron en varias ocasiones al frente de alguna de aquellas patrullas y comprobaron que los persas no estaban preparando ninguna ofensiva. Las caravanas fluían con seguridad a través de Palmira y, a pesar de las permanentes hostilidades entre el mundo romano y el persa, ambos consentían que sus mercaderes mantuvieran abiertas las rutas y continuaran intercambiando productos, pues los impuestos que abonaban eran imprescindibles para mantener la riqueza de las ciudades de ambos imperios.

Los sagaces mercaderes de Palmira se habían extendido por todo el mundo. Algunos de ellos habían llevado sus productos hasta el extremo occidental del Imperio romano. Los legionarios y sus esposas eran abastecidos de lujosos productos orientales por comerciantes parlmirenos incluso en los campamentos ubicados en el
limes
norte de Britania. Todavía se recordaba en Palmira a Barates, quien había establecido una delegación en las afueras de un campamento llamado Luguvalium, situado muy cerca de la muralla de Adriano; hasta allí acudían las esposas de los oficiales de la VI Legión Victrix, acantonada en la ciudad de Eboracum, para hacer sus compras de productos orientales de lujo. En los últimos tiempos el comercio con occidente había decaído de modo muy notable ante la carencia de recursos y el empobrecimiento de esa zona del Imperio, y los viajes a aquel extremo del mismo habían quedado interrumpidos.

Por el contrario, los palmirenos seguían recorriendo las rutas hacia las cálidas costas del océano del sur, por las que el comercio fluía con intensidad. Las caravanas de camellos que atravesaban el desierto sirio y que recalaban en Palmira continuaban hacia el este, hasta el Eufrates; en Dura Europos o en algunos de los otros puertos fluviales del curso del gran río se embarcaban las mercancías en balsas y barcas y se trasladaban aguas abajo hasta una ciudad persa llamada Spasinu Charax, donde confluían los dos grandes ríos de Mesopotamia, el Tigris y el Eufrates, poco antes de desembocar juntos en el océano a través del gran golfo de Persia. Desde allí, embarcaciones más sólidas recorrían el litoral del sur de Asia hasta alcanzar la India, en cuyas ciudades costeras también se habían establecido nuevas delegaciones de comerciantes palmirenos.

A comienzos del verano, aprovechando los vientos dominantes que soplaban constantes hacia el este durante varias semanas, la flota mercante salía al mar abierto y navegaba hacia la India, cargada con ánforas de vino de Siria y de Grecia, con vasijas de vidrio y corazas y dagas de Damasco y Antioquía, con barras de plomo, hierro y plata de Anatolia, monedas de oro y de plata acuñadas en Roma, paños de suave lana de Cilicia y Capadocia y de lino de Alejandría, papiros de Egipto e incienso de la Arabia Feliz. Tardaban unos cuatro meses en llegar hasta las costas hindúes, navegando siempre de cabotaje, con la costa del sur de Asia permanentemente a la vista. Esa misma flota regresaba a comienzos del invierno, empujada ahora por los vientos húmedos que soplaban del este, con sus bodegas repletas de perfumes, especias, piedras preciosas, perlas, marfil y seda.

En Palmira, Giorgios no había dejado de recelar ni un solo día de Meonio.

—El primo de Odenato siempre está merodeando como un inoportuno moscardón —le comentó a Zabdas.

—Es un miembro destacado del linaje de nuestro señor.

—Su mirada es la de un ave carroñera y su actitud la de un chacal rastrero.

—No deberías hablar así de un miembro de la familia real. Tal vez algún día tengas que servir a sus órdenes. No olvides que, por su parentesco, puede ser elegido sucesor de Odenato.

—El príncipe ya tiene sucesor, su hijo Hairam, y si falleciera, todavía quedarían los tres hijos de Zenobia.

—Sí, pero Hairam podría morir y sus otros tres hijos son demasiado pequeños.

Barbilampiño, acostumbrado por su linaje y posición a recibir halagos y lisonjas, Meonio había permanecido a la sombra de su poderoso primo, pero no era de los que se resignaban a permanecer siempre en un segundo plano.

—Ese patituerto…

—¿Cómo lo has llamado? —sonrió Zabdas.

—Patituerto; es un insulto que usan los legionarios de los campamentos del Danubio para definir a quien no camina recto; también lo empleamos para definir a los que no son de fiar. Ese patituerto —continuó Giorgios— adula en público hasta el servilismo más cobarde a su primo, pero estoy seguro de que lo odia en lo más profundo de su corazón. Ese tipo es taimado y astuto, pero no creo que su cabeza esté dándole vueltas a cómo liquidar a Odenato para hacerse con el poder en Palmira. No es idiota, y sabe que no tendría la menor posibilidad de triunfo si encabezara una revuelta contra su primo, porque, aunque lograra eliminarlo, Odenato concita el afecto de la inmensa mayoría de los palmirenos y goza de la absoluta lealtad del ejército y de todos sus oficiales.

—Tal vez, amigo, pero creo que no renunciará a lograr, mediante alguna treta, la desaparición del
dux
de Oriente. Sería la única manera para hacerse con el trono de Palmira —supuso Zabdas—. Si consiguiera eliminar a Odenato, todavía quedaría Hairam, y los otros tres hijos pequeños, y la propia Zenobia. Para hacerse con el poder en Palmira tendría que eliminar a toda la familia real, y eso le resultaría muy difícil.

—Sí, el heredero es un escollo en sus planes, pero el joven príncipe Hairam es inexperto y vulnerable porque se siente demasiado atraído por el lujo y las mujeres. Creo que Meonio está convencido de que una vez desaparecido Odenato, Hairam no sería enemigo para él. Los tres hijos de Odenato y Zenobia tampoco resultarían mayor problema, pues dada su corta edad los podría neutralizar sin dificultades. El principal escollo para sus planes es Zenobia. Meonio está convencido de que si lograra eliminar a Odenato, su joven esposa lucharía con todas sus fuerzas para conseguir asentar los derechos de sus hijos al trono de Palmira, por encima del propio Hairam, y eso enfrentaría a los hijos de Odenato entre sí, lo cual significaría una oportunidad para Meonio.

—Me parece que cuanto imaginas son fabulaciones tuyas, pero permaneceré atento a lo que haga Meonio. Y en cuanto a Zenobia, no te preocupes demasiado por ella, sabe defenderse sola.

Zenobia. Aquella hermosa mujer atraía a Meonio, y en alguna ocasión había intentado acercarse a ella para ganarse su confianza, pero desde el primer momento ella lo había rechazado, pues a la señora de las palmeras le repugnaba la actitud de chacal ruin y ventajista al acecho de una confiada presa y lo consideraba un peligro, a pesar de que su esposo favorecía a su primo con cargos importantes y lo mantenía a su lado en la corte palaciega.

CAPÍTULO XVIII

Palmira, finales de 266;

1019 de la fundación de Roma

Aquella tarde, demasiado brumosa y húmeda para lo que solía ser habitual en la ciudad del desierto sirio, Giorgios cenó con Zabdas en el cuartel general del ejército. Los dos generales aprovecharon la cena para intercambiar opiniones sobre nuevos movimientos y maniobras a realizar por la caballería pesada palmirena.

Giorgios había logrado que los jinetes acorazados de Palmira —los nuevos escuadrones de catafractas equipados al estilo de los persas pero organizados como las cohortes de la infantería legionaria romana que el ateniense estaba adiestrándose desplazaran como un solo hombre y realizaran las cargas de caballería con una coordinación asombrosa. Ya eran considerados como la fuerza de choque determinante en el ejército de Odenato.

El segundo cuerpo de élite del ejército palmireno lo constituían los afamados arqueros, cuya preparación y precisión era considerada como la mejor del mundo. Los jóvenes de Palmira practicaban, desde que eran muy pequeños, el tiro con arco, tanto en posiciones estáticas y sobre blancos fijos como desde el caballo a la carrera y sobre blancos móviles, de modo que la mayoría lo manejaba con una puntería extraordinaria.

—Estamos probando una nueva manera de disparar el arco —le comentó Giorgios a Zabdas—. Observa. —El ateniense cogió un arco y colocó una flecha—. Hasta ahora nuestros arqueros han tensado la cuerda del arco con la fuerza de las yemas de los dedos, sujetando la pluma de la saeta con las dos primeras falanges del dedo índice y la primera del pulgar, y la cuerda se estiraba hasta aquí, delante del pecho del arquero.

El ateniense tensó el arco y disparó sobre una palmera, ubicada a unos treinta pasos de distancia; la flecha penetró unos seis dedos en el tronco.

—Este sistema es eficaz si se trata de acertar con precisión a un blanco débil o a una distancia no muy lejana, pero carece de fuerza ante un blanco fuerte y a mucha distancia; un catafracta persa equipado con coraza de hierro, por ejemplo. Pero fíjate en este nuevo sistema de tensar la cuerda que estamos probando.

Giorgios colocó la pluma de la flecha entre las falanges de sus dedos índice y anular, protegidos con un guante de cuero, y con la parte interna de ellos tensó la cuerda del arco hasta llevarla a la altura de su oreja, por detrás del plano de visión de sus ojos, un palmo más que con el sistema anterior.

Tensó el arco de la nueva manera y disparó. La flecha penetró ahora casi un palmo.

Los dos soldados se acercaron a la palmera.

—¡Casi el doble de penetración en el segundo disparo! —exclamó Zabdas al cotejar el impacto de las dos saetas.

—Existe un inconveniente: disparando de esta nueva manera, los dedos del arquero sufren mucho, e incluso pueden resultar gravemente heridos por la cuerda.

—¡Por eso has utilizado un guante!

—Ya lo hemos probado, pero se pierde precisión en el disparo y pueden producirse lesiones en la muñeca, por ello deberemos utilizar, además, una muñequera.

—En cuanto los arqueros se acostumbren eso no será un problema. Tenemos tiempo para ello.

—Como ordenes.

—¿Y en cuanto a la caballería? —le preguntó Zabdas.

—Funciona con la precisión de los mejores manípulos de la infantería legionaria y creo que ya están a la altura de los catafractas persas, pero para imponernos a los sasánidas necesitamos una infantería mucho más contundente. Ahí radica nuestro punto débil y deberemos trabajar más para estar a la altura de la infantería de la mejor de las legiones si algún día queremos entrar triunfantes en Ctesifonte —comentó Giorgios.

—Tienes razón; lo que hemos conseguido con la caballería pesada también hemos de lograrlo con la infantería. ¿Y qué propones?

—Equiparlos con el mismo armamento que los legionarios; en cuanto a las armas ofensivas, una lanza de madera con la punta de hierro, un
pilum
, una espada corta de estilo hispano y un puñal; y por lo que respecta a las defensivas, escudos de al menos dos codos de alto por uno y medio de ancho con umbo agudo de metal para poder percutir sobre el enemigo en caso de lucha cuerpo a cuerpo, una coraza de láminas de hierro sujetas con correas de cuero, falda hasta las rodillas de tiras de cuero grueso claveteadas con remaches de hierro o de bronce, grebas de hierro o de bronce que protejan desde los tobillos hasta justo debajo de las rodillas y casco de metal con carrilleras y cubrenuca. Además de sandalias remachadas con suelas de clavos para el verano y botas para el invierno.

—¿Y quién pagará todo eso?

—Como ocurre en las legiones romanas, a cada soldado se le descontará de su paga el coste de sus armas y de su equipo, que podrá recuperar en caso de que se obtenga un buen botín —propuso Giorgios.

—¿Algo más?

—Necesitaremos más instructores; no estaría mal contar con algunos veteranos centuriones romanos.

—Búscalos; les doblaremos la paga que reciban en su legión —ordenó Zabdas—. Y procura convencer a los más expertos para que se unan a nosotros.

—Enviaré mensajeros a los centuriones de la III Gálica, quizá algunos acepten.

Giorgios se despidió de su superior y con las últimas luces del atardecer se dirigió hacia su casa, un pequeño inmueble que había alquilado cerca de la puerta de Dura Europos, pues aunque disponía de un par de salas para su uso personal en el cuartel general, donde había habitado algún tiempo, ahora prefería vivir ajeno a la rutina cotidiana del cuartel. Las calles de Palmira estaban desiertas a esas horas. El viento del norte, helado y cortante, había disipado la bruma vespertina y barría los pórticos arrastrando algunas molestas partículas de arena que se colaban inoportunas en sus ojos.

Other books

Off the Wall by P.J. Night
The Survivors by Robert Palmer
Conspiracy by Buroker, Lindsay
Los perros de Riga by Henning Mankell
Sketch a Falling Star by Sharon Pape
The Viceroy of Ouidah by Bruce Chatwin
Don't Cry Now by Joy Fielding