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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (28 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Se trata de una más de sus muchas fantasías, con las que engatusan a incautos y a ilusos que son incapaces de pensar por sí mismos —dijo Longino.

—Pues te aseguro que aquel hombre murió sonriendo. He visto caer a muchos compañeros en el combate y sus rostros estaban agarrotados por rictus de miedo y crispados de terror; jamás vi a nadie sonreír en el momento de su muerte, sólo a aquel cristiano.

—Existe demasiada tolerancia hacia ellos.

—En ocasiones han sido perseguidos e incluso algunos de ellos han perecido ejecutados en las arenas de los circos por defender su fe —le recordó Giorgios.

—Eso es lo que ellos propalan, pero sólo son ejecutados aquellos cuyos actos atentan contra la legalidad del Imperio, como ocurre con cualquier otro delincuente. Si los cristianos aceptaran la coexistencia pacífica de todas las creencias y religiones y admitieran el culto al emperador, me bastaría para reconocer su religión como una más, pero son sectarios y excluyentes. En el fondo, lo que pretenden es que la suya sea la única religión existente y que todas las demás desaparezcan. —Longino seguía en esta cuestión la condena que hacia el cristianismo habían propuesto los filósofos Plotino y Porfirio, a los que consideraba sus maestros, aunque no era tan radical como Tertuliano, quien en su obra
Apologetica
realizara el ataque más duro que se había hecho jamás contra los cristianos, a los que acusaba de infiltrarse en el ejército para acabar desde dentro, como la carcoma, con la cultura pagana.

—Pero predican la paz entre los hombres, la búsqueda de la felicidad…

—Lo hacen de manera hipócrita para debilitar nuestras creencias y nuestras costumbres y socavar nuestro ideal de vida. En estos tiempos en los que la zozobra y las convulsiones sacuden todo el Imperio se están perdiendo las virtudes tradicionales que han hecho grande nuestra civilización: el valor de la honradez en la gestión de las cosas públicas, la fuerza de la virtud de la república, el honor y la honestidad, la defensa de la superación individual, la condena de la corrupción… Los cristianos saben que atacando la esencia de nuestros valores debilitan nuestro modo de ser, socavan la moral de nuestros jóvenes y ganan espacio y tiempo para imponer la dictadura de sus ideas. Es por ello que se alían con los enemigos del Estado, con los esclavos, con los rebeldes, con los ladrones, con los bárbaros si es preciso. Si al fin se impone el cristianismo en todo el Imperio, te aseguro que eso significará el triunfo de la insensatez sobre la razón y el de la barbarie sobre la civilización. Ahora, el hombre es el centro del mundo, la piedra angular del universo, pero si triunfan los cristianos el centro lo ocupará su dios, y con ello se acabarán la filosofía, la ciencia, la inteligencia y la grandeza humanas. Propagarán por todas partes el oscurantismo, el miedo y la sinrazón y regresaremos a una caverna en la que estaremos rodeados de sombras y de tinieblas. Si eso sucede, si se apaga la luz de la razón y el brillo de la sabiduría, todo lo conseguido por los grandes filósofos que nos enseñaron a comprender el mundo, desde Heráclito, Sócrates, Platón y Aristóteles hasta Cicerón, Séneca, Plotino y Porfirio, no habrá servido para nada, para nada, para nada… Si al fin triunfan los cristianos, la sabiduría desaparecerá arrollada por una vorágine de odio, intransigencia y miedo.

Longino aspiró una bocanada de aire cálido y húmedo y se recostó sobre un banco de mármol. Parecía estar de vuelta de muchas cosas, pero, sobre todo, a Giorgios le dio la impresión de que era un hombre que se aburría y al que le interesaban cosas muy ajenas a los asuntos cotidianos que inquietaban a los ciudadanos de Palmira.

CAPÍTULO XVI

Montañas al norte de Palmira, finales de otoño de 265;

1018 de la fundación de Roma

Zenobia le había pedido a su esposo que organizara una partida de caza en las montañas del norte. Aquel año estaba siendo inusualmente húmedo; a principios del otoño habían caído algunas lluvias, una rareza en esas fechas en el desierto de Palmira, y había una cierta abundancia de pastos frescos, reverdecidos tras los rigores del estío, lo que atraería a gacelas y antílopes y, por tanto, a algunos leones, osos y leopardos.

Odenato también tenía ganas de cazar. Había pasado el verano en Palmira ocupándose de tediosos asuntos burocráticos, de complejas reformas urbanísticas y de pesadas e interminables negociaciones con los mercaderes sobre la subida de los impuestos y las nuevas tasas que publicar en la estela de la plaza de la Tarifa. Necesitaba algo de acción y ejercitar de nuevo los músculos con el manejo de la lanza y el arco, pues tramaba un nuevo ataque contra los dominios de Sapor I.

Ahora que era dueño de Oriente podría reunir cinco o tal vez seis legiones para lanzar la ofensiva definitiva contra el reino de los sasánidas y conquistar al fin Ctesifonte. Se había jurado a sí mismo que algún día sus caballos mojarían sus pezuñas en las aguas de las doradas playas de la desembocadura del Tigris y del Eufrates, en el gran golfo del mar al sur de Mesopotamia.

Para ello había planeado formar un poderoso cuerpo de ejército con los legionarios veteranos de la III Legión Gálica, acantonada en Emesa y Rafaneas, entre cuyos oficiales todavía perduraban ávidos deseos de venganza tras las derrotas que les infligieran los sasánidas siete años atrás, además de la III Cirenaica, con base en Bosra, la II Trajana, destinada en Egipto, y tal vez las I y III Parthicas. Para hacerse con el control de esas tropas tuvo que liquidar a un general, de nombre Ballista, que había planeado proclamarse emperador en Emesa.

Con todo ello, más los efectivos de Palmira, se podían configurar seis legiones a las que se añadirían como auxiliares cuantos mercenarios pudiera reunir en las provincias de Siria, Armenia y Capadocia y en las tribus beduinas de los desiertos de Siria y Arabia. Y, además, los regimientos de catafractas dirigidos por Giorgios, una fuerza de choque que en igualdad de efectivos se había mostrado invencible, y los de arqueros, tanto a pie como a caballo, considerados los más certeros del mundo.

Pero ahora llegaba el momento de disfrutar de la caza y del aire libre y olvidar por unos días las preocupaciones de gobierno.

La partida de caza se organizó como una verdadera campaña militar. Zenobia había insistido en que los acompañaran sus tres hijos menores: Hereniano, de cuatro años, Timolao, de casi tres, y Vabalato, que acababa de cumplir año y medio y ya era capaz de caminar por sí solo. A Zenobia no le gustaba separarse del pequeño y Odenato cedió a la petición de su esposa a pesar de que la presencia de los tres niños podría molestar en la cacería.

Para evitar cualquier contratiempo, Odenato dejó la defensa de Palmira a cargo del general Zabdas y de su heredero Hairam, quien protestó cuando supo que no iba a participar en la cacería pero acabó conformándose cuando su padre alegó que la responsabilidad que le otorgaba era mucha, pues por primera vez tendría la oportunidad de gobernar Palmira en su ausencia aunque, eso sí, bajo el consejo de Longino y la mirada atenta de Zabdas, que siempre tendría la última palabra. Meonio quedó como segundo de Zabdas, lo que le causó un profundo malestar que apenas pudo disimular.

Cien soldados fueron seleccionados para escoltar a los príncipes en su cacería; el escuadrón sería mandado por el general Giorgios, quien llevó consigo a Kitot.

Instalaron el campamento al pie de las montañas, a unas treinta millas al norte de Palmira, junto a un pozo que a finales de aquel otoño disponía de agua suficiente gracias a las inhabituales lluvias caídas seis semanas antes. El inmenso y lujoso pabellón de Odenato y Zenobia, el mismo que habían capturado a Sapor en Mesopotamia y al que sólo habían cambiado los emblemas reales persas por los palmirenos, se desplegó en el centro del campamento, rodeado de las demás tiendas.

El griego fue invitado a cenar a la mesa de Odenato, a cuya derecha estaba Zenobia. Durante la larga jornada de viaje desde Palmira hasta las estribaciones de las montañas, Giorgios había escoltado a la reina, pero apenas la había visto porque en esta ocasión viajaba en un enorme carro cubierto con un grueso toldo de fieltro donde también lo hacían sus tres hijos, varios esclavos castrados del palacio y algunas esclavas de su servicio personal.

La cercanía de aquella mujer seguía inquietándolo. Siempre que podía procuraba acercarse a ella, pero no disponía de demasiadas ocasiones para hacerlo. En las audiencias oficiales, a las que asistía como general del ejército, tenía que estar pendiente de la seguridad de la corte y no podía hacer otra cosa que admirar su belleza, siempre vestida con las mejores sedas y engalanada con las más lujosas joyas para impresionar a los embajadores. En algunas ocasiones la había escoltado por las calles de Palmira, cuando salía de palacio a visitar las tiendas de los mercaderes, a celebrar alguna ceremonia en alguno de los templos de la ciudad o a entrevistarse con algunas de sus amigas.

Muchas veces lo asaltó la tentación de cogerla en sus brazos y de besarla, pero aquello hubiera significado su muerte, pues aunque Zabdas le había dicho en una ocasión que Zenobia lo miraba con cierta atención, él no percibía en los ojos de aquella hermosa mujer sino indiferencia.

En ciertos momentos, cuando se encontraba muy cerca de ella, podía aspirar su delicada y embriagadora fragancia, una exquisita mezcla de áloe, esencia de narciso, algalia, aceite de mirra y almizcle que al contacto con su piel desprendía un aroma especial e inconfundible de una atracción y una sensualidad extraordinarias.

Poco antes de acabar la cena, Odenato se encontró indispuesto. Había comido en abundancia y había bebido agua demasiado fría. Sintió su estómago revuelto y se retiró a descansar.

Al incorporarse su señor, Giorgios hizo ademán de marcharse también, pero Odenato le indicó que podía quedarse en la tienda hasta finalizar la cena.

El griego y Zenobia permanecieron solos y en silencio un buen rato. Un esclavo castrado acababa de servir pasteles de pistachos y miel y vino dulce de malvasia.

La señora de Palmira apuró su copa de un trago y extendió el brazo para que el esclavo volviera a llenarla. Giorgios hizo lo propio.

—¿Te apetece que salgamos fuera, general? La noche luce en todo su esplendor y quiero respirar aire fresco.

—Estoy a tu servicio, mi señora.

En el exterior de la enorme tienda, dos pebeteros alimentados con leña impregnada de betún iluminaban la entrada. El relente de la noche les provocó una sensación fría. Sobre sus cabezas titilaban como puntas de agujas brillantes las cinco estrellas de la constelación del Auriga; a su izquierda Géminis, con las luminosas Cástor y Pólux, que representaban a los dos gemelos mitológicos, y a su derecha la de Perseo; sobre el horizonte del sur lucían las estrellas de Orión, la más radiante de las constelaciones del firmamento, con sus dos mayores estrellas, una roja y otra blanca en los extremos, y las tres hermanas alineadas en su cinturón, y más al sur todavía Sirio, hermosa y brillante como un diamante hindú.

—¿Crees que son dioses? —le preguntó Zenobia mientras se arrebujaba en su manto de lana y contemplaba la bóveda celestial estrellada.

—Yo sólo creo en Mitra.

—El dios de los soldados. Es curioso: luchas contra los persas y crees en un dios de origen persa.

—Creo en el dios que me protege.

—Yo también creo en el dios Sol. Como señora de Palmira tengo que rendir culto a todos los dioses que se veneran en mi ciudad, pero hay algo en mi interior que me dice que existe un único dios y que ese dios es el Sol, o que es en ese astro donde se manifiesta. El nos da la existencia, por él florecen los frutos y granan las cosechas. Su calor y su luz es la fuente de la vida. Sin el sol, no existiría la vida.

—Los atenienses creen en muchos dioses y los ubican en la cima del Olimpo, la montaña sagrada que se eleva majestuosa en el norte de Grecia.

Zenobia se acercó a Giorgios y le cogió la mano. El general miró a su alrededor preocupado por si alguien podía verlos; un simple gesto como aquél bastaría para condenarlo a muerte. Estaban solos bajo las estrellas.

—Háblame de Atenas —dijo ella.

—Es una ciudad que atrapa como ninguna otra.

La mano de Zenobia era cual tantas veces la había recordado, suave como la seda y, pese al frío de la noche, estaba cálida.

—Así debe de ser, porque Longino, que no es ateniense pero que vivió allí algunos años, la añora.

Giorgios no pudo contenerse; abrazó a Zenobia por la cintura y la apretó contra su cuerpo. El perfume de la señora de Palmira penetró por su nariz y la inundó de un aroma embriagador.

—Mi corazón me empuja a besarte, mi señora, pero mi cabeza me ordena que no lo haga.

Los labios de los dos estaban muy juntos, apenas mediaba la distancia de un dedo. Pese a su iris negro, los ojos de Zenobia brillaban como la más fulgurante de las estrellas.

—¿Y qué puede más, ateniense, tu corazón o tu cabeza? —le preguntó.

—Perteneces a otro hombre, al que además admiro y a cuyas órdenes sirvo. No puedo traicionar a Odenato. Soy un soldado y me debo a mi señor.

Un inconfundible rugido llamó su atención; en el silencio de la noche un león reclamaba el dominio sobre su territorio.

Instantes después apareció Kitot; en su mano portaba su maza.

—¿Has oído eso, mi general? —preguntó.

—Ha sido un rugido muy poderoso.

—Ese león se encuentra a menos de una milla de nosotros.

—Ordena a los soldados que refuercen la guardia y que mantengan los fuegos encendidos y los ojos y los oídos bien abiertos.

Giorgios se había alejado un par de pasos de Zenobia, a la que Kitot saludó inclinando su cuerpo hacia adelante.

Al amanecer, Kitot se levantó temprano para ofrecer un sacrificio al Sol. El gigante no creía en ninguno de los dioses del panteón griego y latino, ni en las misteriosas deidades orientales, ni siquiera en Mitra, el dios de los soldados. En su etapa de gladiador solía ofrecer un tributo a la diosa Victoria antes de salir a la arena para entablar un combate, pero lo hacía de manera mimètica, como un gesto ritual repetitivo porque lo había visto hacer a sus compañeros gladiadores tomo una ayuda para luchar por su vida.

En su tribu de las montañas de Armenia se adoraba al fuego, y él había cumplido desde niño un rito que consistía en derramar unas gotas de leche cada amanecer para pedir a los espíritus del fuego que le fueran propicios durante toda la jornada. Recobrada su libertad, solía hacerlo de nuevo, tal vez porque así recordaba sus años de niño o porque rememoraba los tiempos en los que fue libre.

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