Read La práctica de la Inteligencia Emocional Online
Authors: Daniel Goleman
Tags: #Autoayuda, Ciencia
En los Estados Unidos, la falta de expresividad emocional suele ser considerada negativamente como una muestra de distanciamiento e indiferencia. Un estudio llevado a cabo con unos dos mil supervisores, directores y ejecutivos de empresas de nuestro país reveló
la existencia de un poderoso vínculo entre la falta de espontaneidad y el bajo rendimiento laboral.
Así, mientras los directivos "estrella" eran más espontáneos que sus colegas mediocres, los ejecutivos —en tanto que colectivo— eran mucho más comedidos en su expresión emocional que los jefes de niveles inferiores. Es como si los ejecutivos
concedieran más importancia al impacto que pueda tener el hecho de expresar un sentimiento "inadecuado".
El estilo comedido que impera en los niveles más elevados nos transmite la sensación de que el entorno laboral es un caso aparte en lo que concierne a las emociones, una "cultura" ajena al resto de la vida. En el entorno íntimo de los amigos o de la familia,
no sólo podemos sacar a relucir y lamentarnos de cualquier cosa que nos apesadumbre, sino que debemos hacerlo, pero las reglas emocionales del mundo laboral son muy diferentes.
La autorregulación —
la capacidad de controlar nuestros impulsos y sentimientos conflictivos
— depende del trabajo combinado de los centros emocionales y los centros ejecutivos situados en la región prefrontal. Ambas habilidades primordiales —el control de los impulsos y la capacidad de hacer frente a los contratiempos— constituyen el núcleo esencial de cinco competencias emocionales fundamentales:
• Autocontrol
: Gestionar adecuadamente nuestras emociones y nuestros impulsos conflictivos
• Confiabilidad:
Ser honrado y sincero
• Integridad:
Cumplir responsablemente con nuestras obligaciones
• Adaptabilidad:
Afrontar los cambios y los nuevos desafíos con la adecuada flexibilidad
• Innovación:
Permanecer abierto a nuevas ideas, perspectivas e información
AUTOCONTROL
Mantener bajo control las emociones e impulsos conflictivos
Las personas dotadas de esta competencia
• Gobiernan adecuadamente sus sentimientos impulsivos y sus emociones conflictivas
• Permanecen equilibrados, positivos e imperturbables aun en los momentos más críticos
• Piensan con claridad y permanecen concentrados a pesar de las presiones
«Bill Gates está enojado. Sus ojos saltones resaltan tras sus grandes gafas, su rostro está enrojecido y, al hablar, la saliva sale despedida de su boca... Se halla en una pequeña pero abarrotada sala de conferencias del campus de Microsoft acompañado de veinte personas reunidas en torno a una mesa ovalada y que, en el caso de atreverse a mirarle, lo hacen con evidente temor. El miedo se palpa en el ambiente.»
Así comienza la crónica de una demostración del gran arte de manejar las emociones. Mientras Gates prosigue su airada perorata, los atribulados programadores titubean y tartamudean, tratando de convencerle o, por lo menos, de calmarle. Pero nada parece surtir efecto, nadie parece hacer mella en él, excepto una pequeña mujer chinoamericana y de hablar dulce que parece ser la única persona que no está impresionada por la rabieta del jefe y que, a diferencia del resto de los presentes —que evitan todo contacto ocular—, mira directamente a Gates a los ojos.
La mujer interrumpe en un par de ocasiones la charla de Gates para dirigirse a él en un tono muy tranquilo. La primera vez sus palabras parecen surtir un efecto calmante, pero inmediatamente Gates reanuda su enojado discurso. La segunda ocasión, en cambio, Gates escucha en silencio, con la mirada clavada pensativamente en la mesa. Luego su enojo parece diluirse súbitamente y le responde: «De acuerdo. Eso me parece bien. Sigue adelante». Y con ello da por terminada la reunión.
A pesar de que las palabras de esta mujer no diferían gran cosa de lo que habían dicho sus otros colegas, fue posiblemente su serenidad la que le permitió expresarse con más claridad, en lugar de hacerlo agitada por la ansiedad. Su comentario transmitía el mensaje de que la diatriba no había logrado intimidarla, de que podía escuchar sin descolocarse, de que, en realidad, no había motivo alguno para estar agitada.
En cierto modo, esta habilidad es invisible porque el autocontrol se manifiesta como la ausencia de explosiones emocionales. Los signos que la caracterizan son, por ejemplo,
no dejarse arrastrar por el estrés o ser capaz de relacionarse con una persona enfadada sin enojarnos.
Otra muestra cotidiana de esta capacidad nos la proporciona, por ejemplo, la forma en que distribuimos nuestro tiempo. Atenernos a un programa diario exige autocontrol, aunque sólo sea para resistirnos a las demandas aparentemente urgentes —aunque, en realidad, triviales— o a las distracciones que sólo nos hacen perder el tiempo.
El acto fundamental de nuestra responsabilidad personal en el trabajo es el de asumir el control de nuestro propio estado mental. El estado de ánimo influye poderosamente sobre el pensamiento, la memoria y la percepción. Cuando nos enojamos, tendemos a recordar con más facilidad incidentes que alientan nuestra ira, nuestros pensamientos giran incesantemente en torno al objeto que suscitó el enfado y la irritabilidad sesga de tal modo nuestra visión del mundo que cualquier comentario que, en otras circunstancias, sería interpretado positivamente, se percibe como una muestra de hostilidad. Así pues, el hecho de saber superar la tiranía de los estados de ánimo resulta esencial para llevar a cabo un trabajo productivo.
Cuando el trabajo es un infierno
Hace muchos años tuve un jefe —al que acababan de ascender— que me pareció excesivamente ambicioso. Su estrategia para afrontar su nuevo cargo consistía en contratar a escritores nuevos —a los que llamaba «su gente»— y asegurarse de que sus trabajos merecieran una atención especial, de modo que invertía la mayor parte de su tiempo con los nuevos ignorando sistemáticamente a los más antiguos.
Yo no sabía por qué actuaba así. Tal vez —pensaba— mi jefe se hallaba sometido a la presión de su propio jefe. Pero cierto día, para gran sorpresa mía, me invitó a tomar un café en el bar de la empresa. Una vez allí, tras unas pocas palabras de cortesía, me espetó súbitamente que mi trabajo no alcanzaba los mínimos exigibles. No explicó, sin embargo, con claridad, cuáles eran los fallos que advertía en un trabajo que, dicho sea de paso, había merecido el elogio de mi jefe anterior. En cualquier caso, la advertencia era clara: si no mejoraba, se vería obligado a despedirme.
Huelga decir que aquella conversación me causó una gran ansiedad porque necesitaba desesperadamente aquel trabajo, ya que tenía algunas deudas y sobre mí pesaba el próximo ingreso de mis hijos en la universidad. Pero lo peor de todo es que la tarea de escribir exige una gran concentración y aquellos temores no hacían más que entrometerse, distrayéndome con vividas imágenes acerca de la inminente catástrofe profesional y económica que se cernía amenazadoramente sobre mí.
Lo que me permitió mantener a salvo la cordura en aquellos momentos fue una técnica de relajación que había aprendido tiempo atrás, una sencilla técnica de meditación que había practicado de manera irregular a lo largo de los años. Pero, si bien hasta entonces mi práctica había sido ocasional, en aquellos días me apliqué a ella con asiduidad, haciendo un hueco de media o incluso una hora para poder practicar aquel ejercicio de tranquilo centramiento cada mañana, antes de iniciar mi jornada.
Yo hacía todo lo que estaba en mis manos para mantenerme cuerdo y escribir concienzudamente todos los artículos que se me pedían hasta que llegó una solución inesperada cuando mi insoportable jefe fue ascendido y trasladado a otro departamento.
Las personas más diestras en afrontar la ansiedad disponen de alguna técnica semejante a mi meditación —un largo baño, un poco de ejercicio o una sesión de yoga, por ejemplo— a la que recurrir en momentos de necesidad.
Pero, esto no obstante, no implica que ocasionalmente no nos sintamos alterados e inquietos. En todo caso, el ejercicio diario de una técnica de relajación parece reajustar el punto crítico que desencadena la señal de alarma de la amígdala, un reajuste neurològico que nos brinda la posibilidad de recuperarnos más prontamente del secuestro amigdalar e incluso disminuir su frecuencia.
El resultado neto, en suma, es que no sólo disminuirá nuestra vulnerabilidad a la ansiedad sino que sus ataques serán más breves.
La sensación de impotencia
La sensación de impotencia que acompaña a las presiones laborales es, en sí misma, perniciosa.
Los propietarios y empleados de pequeños negocios que sienten que poseen cierto control sobre lo que ocurre en sus vidas muestran una menor tendencia al enojo, la depresión y la agitación cuando se enfrentan a las tensiones y conflictos propios de su trabajo pero quienes, por el contrario, sienten que carecen de este control, son más propensos a alterarse o incluso a abandonar su trabajo.
En un estudio realizado con 7.400 mujeres y hombres que trabajaban en el servicio civil en Londres, las personas que sentían que debían plegarse a los objetivos impuestos por sus jefes o tenían poca influencia sobre el modo en que debían llevar a cabo su trabajo o con quién debían trabajar, presentaban un riesgo de desarrollar síntomas de alguna enfermedad coronaria un 50% superior a quienes disponían de mayor flexibilidad. Así pues,
la sensación de que carecemos de control sobre las exigencias y presiones que nos impone el mundo laboral nos coloca en una situación más propicia para desarrollar síntomas de enfermedades cardíacas como, por ejemplo, la hipertensión.
Tal vez sea ésta la explicación del hecho de que, entre todas las relaciones que establecemos en nuestro entorno laboral, las que mantenemos con nuestro jefe o supervisor tienen un mayor impacto sobre nuestra salud física y emocional. En una unidad británica de investigación de la gripe se expuso a diferentes voluntarios a la acción del virus y se les sometió a un seguimiento de cinco días para comprobar quiénes caerían finalmente enfermos, descubriéndose que aquéllos que estaban sometidos a algún tipo de presión social eran también los más vulnerables a la acción del virus. Un día nefasto en la oficina no implica ningún problema, pero un conflicto persistente con un superior es una circunstancia lo suficientemente estresante como para acabar minando nuestra resistencia inmunológica.
Los centros emocionales desempeñan un papel fundamental en los recién descubiertos vínculos anatómicos existentes entre el cerebro y el cuerpo, es decir, en la relación existente entre nuestro estado de ánimo y nuestra salud física. Existe una red sumamente compleja de conexiones entre el sistema inmunológico y el sistema cardiovascular, lazos biológicos que nos permiten explicar por qué los sentimientos perturbadores —como
la tristeza, la frustración, el odio, la tensión, la ansiedad intensa etcétera—duplican el riesgo de que las personas que padecen una dolencia cardíaca experimenten, a las pocas horas de haber padecido este tipo de sentimientos, un peligroso descenso del flujo de sangre que llega al corazón, un descenso que a veces puede bastar para desencadenar un ataque cardíaco.
Pero esto no es ninguna novedad para las madres trabajadoras que a la carga fisiológica de su trabajo diario se les suma la tensión mental que conlleva el hecho de estar "a la expectativa" de algún problema familiar inesperado, como, por ejemplo, la enfermedad de un hijo. Tanto las madres casadas como las solteras que desempeñan trabajos de nivel intermedio en los que tienen muy poco control sobre lo que hacen, presentan niveles de Cortisol —la hormona del estrés— sustancialmente más elevados que las compañeras de trabajo que no tienen niños a su cargo.
En niveles reducidos, el Cortisol puede ayudar a que el cuerpo luche contra un virus o recomponga un tejido dañado, pero su exceso acaba minando la eficacia del sistema inmunológico. Como señalaba un investigador del National Institute of Mental Health: «Si se queda sentado contemplando impotente una caída de la bolsa, el estrés psicológico consiguiente provocará un aumento de su tasa de Cortisol. Y si alguien tose entonces cerca de su cara, hay muchas probabilidades de que termine resfriándose».
Los beneficios de la conciencia de uno mismo
Cierto profesor universitario aquejado de problemas coronarios llevaba consigo un monitor que le permitía controlar su pulso cardíaco, ya que, cuando el ritmo de las pulsaciones superaba las ciento cincuenta por minuto, no llegaba suficiente oxígeno al músculo cardíaco. Un buen día acudió a una de esas reuniones regulares del departamento, aparentemente interminables, que se le antojaban una completa pérdida de tiempo.
Fue entonces cuando su monitor le advirtió que, si bien su mente se mantenía escéptica y distanciada, los latidos de su corazón rondaban niveles peligrosos. Hasta aquel momento no había caído en cuenta de la alteración emocional que le producían las pequeñas controversias cotidianas de la política universitaria.
El
autoconocimiento
constituye una capacidad clave que desempeña un papel fundamental en el control del estrés porque —como le ocurría a nuestro profesor universitario— a falta de una atención cuidadosa podemos permanecer completamente inconscientes de las situaciones estresantes de nuestra vida laboral.
El simple hecho de ser conscientes de los sentimientos que bullen en nuestro interior puede tener un efecto muy positivo sobre la salud. En la Southern Methodist University se llevó a cabo un estudio sobre sesenta y tres directivos que habían sido cesados y que se hallaban —muy comprensiblemente, por otro lado— en un estado de ánimo enojado y hostil. Se pidió a la mitad de ellos que dedicaran veinte minutos, durante los cinco días siguientes, a llevar un diario en el que recogieran sus reflexiones y sentimientos más profundos acerca de la situación que estaban atravesando. En definitiva, la misma probabilidad de riesgo de padecer una enfermedad coronaria que quienes explotan, necesitan aprender también a gobernar sus reacciones ante la angustia.
El resultado fue que quienes perseveraron en esta práctica encontraron trabajo antes que quienes no hicieron lo mismo. Cuanto mayor sea la precisión con que monitoricemos nuestras alteraciones emocionales, más rápidamente podremos recuperarnos de sus efectos perturbadores o, al menos, eso es lo que parece demostrarnos cierto experimento en que los participantes debían presenciar la proyección de una película de prevención de los accidentes automovilísticos debidos al exceso de alcohol y cargada de escenas muy sangrientas. Durante la media hora siguiente a la proyección, los espectadores informaban que se sentían angustiados y deprimidos, y que su mente volvía una y otra vez a las perturbadoras imágenes que acababan de contemplar. Y, quienes se recuperaron con más prontitud fueron precisamente quienes tenían una conciencia más clara de sus sentimientos. Así pues, según parece, la
claridad emocional nos capacita para controlar nuestros estados de ánimo negativos.
Sin embargo,
la impasibilidad no significa necesariamente que hayamos conseguido encauzar adecuadamente nuestros sentimientos porque, aun cuando la persona pueda mantenerse aparentemente imperturbable, el hecho de que algo siga bullendo en su interior es el signo indudable de que todavía quedan cosas por hacer con el sentimiento conflictivo.