La Plaga (32 page)

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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

BOOK: La Plaga
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24

Kendra Freedman esperaba vivir para siempre, doscientos o trescientos años como mínimo. La destrucción de las células cancerígenas era sólo el principio. La nanotecnología Arcos tenía la capacidad de eliminar del cuerpo todas las enfermedades y toxinas. Existía la posibilidad de vencer a la vejez, acabar con las placas o depósitos grasos, reconstruir huesos minados por la osteoporosis, regenerar los tejidos del corazón, el hígado o el estómago.

Tal vez la generación de sus padres fuera la última en morir.

Si podían llegar a los doscientos años con buena salud para continuar con su trabajo, y permitir el avance de otras tecnologías médicas, podían convertirse en auténticos inmortales.

Cuatro años antes de la plaga, a Al Sawyer le surgió la oportunidad de trabajar con Freedman. No buscaba como ella alcanzar la inmortalidad. Ese ámbito estaba lleno de chiflados entusiastas que proponían de todo, desde ordenadores inteligentes insertados en el nervio óptico hasta la fusión fría en una botella de coca cola. Se unió a Freedman porque era una investigadora independiente, le ofrecía la libertad que quería y contaba con dinero.

Casi dos décadas de promesas desorbitadas seguidas de avances más realistas en nanotecnología habían agotado los fondos a medida que los inversores se desilusionaban, pero Freedman tenía un amante adinerado, un hombre rico que no quería darse por vencido.

Ofreció a Sawyer un sueldo de seis cifras y comprar o alquilar el equipo que quisiera. Era un trato atractivo, tal vez demasiado para un recién doctorado, y Sawyer pronto descubrió por qué. Su contrato era muy estricto en cuanto a los derechos de propiedad intelectual. No iba a ser dueño de nada de lo que diseñara, Freedman siempre iba a tener acceso libre, y entre tanto tenía prohibido publicar nada. A Sawyer no le importaba. Si hubiera querido ser famoso habría aprendido a tocar la guitarra.

Freedman era una ingeniera genial y no necesitaba ayuda para construir su aparato. Contrató a Sawyer para que le enseñara a su criatura a multiplicarse. Había hecho la tesis sobre algoritmos de reproducción, como tantos de sus coetáneos. Un automontaje impecable era el último gran obstáculo en nanotecnología, y había cientos de científicos famosos en todo el mundo que registraban patentes por cada mínima mejora y nueva teoría. Pronto alguien daría el paso decisivo y obligaría a todos los demás a comprar los derechos, menear la cabeza durante el resto de su vida y murmurar lo cerca que habían estado. Él no quería ser uno de los perdedores.

Kendra Freedman, una mujer negra en un mundo de hombres blancos, tenía más reproches que hacer al mundo que Sawyer. Eso era un punto de partida, algo en común, y fomentó una actitud de «nosotros contra ellos» que se convirtió en su motivación. Ella ya trabajaba sesenta horas a la semana antes de que apareciera Sawyer, y una competición tácita los mantenía a ambos en el laboratorio durante setenta, ochenta o más horas. Y proseguían por la noche o durante el fin de semana. El tema del sexo tenía poca importancia en su relación. Ambos estaban demasiado exhaustos, y de todos modos Freedman medía metro y medio y pesaba ochenta y cinco kilos. Tenía forma de pera. Seguramente ésa era una de sus motivaciones para crear nanos que arreglaran el cuerpo.

En aquella época tenían su laboratorio en las afueras de Stockton porque ella tenía familia cerca y se ahorraba bastante dinero en el alquiler. Freedman había visto que a demasiados rivales se les agotaban los fondos y que todas sus instalaciones acababan en una subasta judicial.

Todo cambió cuando Sawyer hizo su primer simulacro informático con éxito, apenas tres años después de firmar. El patrocinador de Freedman se estaba impacientando, tenía sesenta y dos años, y, pese a que ella no había dejado de mejorar los componentes de su aparato, no se habían producido avances suficientes en la programación, en parte porque tenían un número limitado de prototipos disponibles para pruebas. Tras ese éxito, Freedman apartó a todo el mundo de sus responsabilidades para que ayudaran a Sawyer, incluida ella misma.

Al principio el prototipo de Sawyer era propenso al error, pero siempre rápido. Y fue el impulso que necesitaba Freedman para recuperar el interés de su patrocinador. Aportó viejos amigos, nuevos fondos, y Freedman gastó decenas de millones mejorando los ordenadores y los aparatos de fabricación. Sin embargo, incluso cuando recibieron este equipo, su patrocinador insistió en que se mudaran. Su nuevo socio les ofrecía un laboratorio más espacioso en Sacramento, no muy lejos de la universidad, así como una colaboración flexible con dicha institución que permitiría a Freedman emplear a estudiantes de postgrado de ciencias computacionales. El traslado a una ciudad importante también facilitaría la atracción de otros inversores.

El nuevo laboratorio incluía un nuevo sistema de aislamiento, una cámara hermética lo bastante grande para albergar una zona de trabajo. El mecanismo de reproducción del prototipo de Sawyer tenía un «inicio» pero no un «final», y de hecho esperaban no obstruir su programa con un comando de finalización. Lo ideal sería que un Arcos bien integrado devorara todas las células cancerígenas, y sólo ésas, y que dejara de reproducirse cuando el tejido enfermo hubiera desaparecido. Sin embargo, de momento su nano a medio terminar parecía capaz de multiplicarse sin cesar, algo que resultaba al mismo tiempo maravilloso y aterrador.

Freedman era prudente. Había insertado el fusible hipobárico en el núcleo de su dispositivo al principio, y como medida preventiva era infalible. Las series de pruebas se iban a llevar a cabo dentro de campanas de atmósfera en la sala grande, para tener doble garantía. Era poco probable que el Arcos pudiera escapar de esas campanas, pero la presión en el interior de la cámara hermética se mantenía por debajo de la autodestrucción y la única manera de entrar y salir era a través de una cámara de aire.

Escogió dos tercios de una atmósfera estándar como disparador porque era una caída importante pero aun así tolerable para animales de prueba y personas. Para simplificar consideró redondear del 66,6 por ciento al 65, pero su prudencia la llevó a establecer el 70 por ciento, ya que tardaría un poco menos en compensar la cámara de aire en ese nivel. Cada mes se ahorrarían unas horas de trabajo, además de unos dólares en la factura de la luz.

Existían peligros mayores, los llamados desastres naturales, terremotos, incendios, inundaciones, pero programaron las campanas de atmósfera de manera que ante la primera insinuación de cualquier amenaza sirvieran de contención.

Fue el jefe de su equipo de programación quien liberó Arcos, un hombre llamado Andrew Dutchess.

A sus cincuenta años, Dutchess era el miembro de más edad del grupo. Una víctima del desplome en Bolsa de la burbuja tecnológica de finales de los años noventa, había sido el director de operaciones de una importante empresa que trabajaba en nuevos métodos de revisión para el cáncer de próstata. Era de familia rica y había sido millonario en acciones, casado y padre de una parejita.

La recesión y el fracaso de su empresa no fueron el único motivo para su divorcio; como todos, trabajaba demasiadas horas. Años después nadie más sería responsable de su decisión de robar el Arcos. Pero Dutchess nunca había tenido el éxito de Sawyer. Estaba bajo una presión creciente a medida que Freedman lo instaba a cumplir con las expectativas.

Demasiado tarde, hambriento y helado en aquella desolada cima rocosa, por encima de Bear Summit, Sawyer pensó que probablemente Dutchess en realidad no lo hizo por dinero.

Dutchess colocó una silla entre las puertas externas de la cámara de aire, y las interiores no se podían abrir hasta que el cierre se igualara. Freedman y Sawyer aún estaban dentro. No cabía duda de lo que Dutchess había hecho, pero al principio ninguno de los dos lo entendió. Se pusieron a dar golpes en el cristal de ocho centímetros y a gritar.

Jamás lograrían salir a golpes. La diferencia de presión ejercía una fuerza de cinco toneladas en las puertas. Si se introducían los códigos adecuados, las bombas de la cámara aumentarían la densidad del aire en el interior para adaptarse al mundo exterior, y les permitiría escapar... pero Dutchess había desactivado el sistema dándole golpes al chip. No había línea telefónica. Podrían empalmar un cable cortado, así que la había quitado del todo.

Miró atrás, hacia ellos, varias veces mientras introducía discos en los muchos ordenadores que había fuera de la cámara. No sólo descargaba archivos, también borraba los discos duros. Entre tanto Freedman contaba muestras. Faltaban muchas, junto con la mayor parte de la programación y algunos objetos que no tenían sentido, como la agenda electrónica de Sawyer. Parecía que Dutchess hubiera caído presa del pánico, ya que la cámara hermética no era enorme, debía de estar a sólo unos metros de ellos cuando se llenó los bolsillos, y había arrasado con todo lo que quedaba a mano antes de escabullirse.

Era un viernes por la tarde. Dutchess había realizado su jugada en el mejor momento posible. No se esperaba que llegara nadie más al laboratorio hasta el lunes, y ni Freedman ni Sawyer tenían citas con gente que pudiera darse cuenta de que no se habían ido del trabajo. Dutchess había calculado que tendría una ventaja de más de cincuenta horas, pero el domingo por la tarde ya se fue la luz.

Las baterías de emergencia y luego los generadores de reserva mantuvieron las luces encendidas y la cámara segura. La red eléctrica volvió a entrar en funcionamiento dos veces y falló de nuevo. Se hizo de noche antes de que el sistema autónomo del laboratorio consumiera sus reservas de energía.

Sawyer y Freedman habían estado todo el tiempo tratando de romper los sellos de goma de la puerta, utilizando varillas de las jaulas de los conejillos de indias y, sin el constante esfuerzo de las bombas, la cámara había perdido poco a poco la presión negativa.

Lograron abrir las puertas poco después de las tres de la madrugada del lunes. Y salieron al caos.

Era imposible que hubiera una persona viva que supiera con exactitud lo que había ocurrido. Durante el encierro en el laboratorio, Freedman elaboró la teoría de que Dutchess debía de estar en un avión hacia Europa o Asia, pero el Arcos se había liberado en la zona de la bahía mientras ella y Sawyer discutían, forzaban las puertas de la cámara hipobárica o hacían turnos para orinar, avergonzados, en un rincón.

Tal vez Dutchess vendió la nanotecnología a alguien que luego abrió una muestra pese a las advertencias, para comprobar qué había comprado. Lo más probable era algo tan prosaico y tonto como un accidente de coche, Dutchess nervioso, a toda velocidad... las muestras liberadas por la colisión... Tal vez cruzó la calle sin mirar.

Las primeras infecciones de las que se tuvieron noticia fueron en Emeryville y Berkeley, y nunca hubo posibilidad de contenerlas.

Kendra Freedman se quedó para alertar a las autoridades. La última vez que Sawyer la vio iba hacia el oeste, hacia la ciudad, bajo una débil lluvia de marzo y con un tráfico caótico. Él se fue al este.

No quedaba ni una sola prueba de si ella llegó a los edificios principales o incluso a una comisaria. La plaga aún no había llegado a Sacramento, pero el pánico ya había asolado la ciudad. Sus esfuerzos fueron en vano.

Sawyer fue lo bastante inteligente para darse cuenta de que las carreteras interestatales 80 y 50, las principales rutas hacia el lago Tahoe, no eran una buena opción. La gente aún no había relacionado la altura con la seguridad, pero había miles de personas huyendo en todas direcciones, las calles eran un caos, y sabía que la 80 podía ser un cuello de botella incluso en una situación normal.

Andrew Dutchess esquiaba, se llevaba a los niños a la montaña cuando los tenía el fin de semana. En el trabajo siempre se quejaba del trayecto en coche.

Sawyer se dirigió al sur, pasó un control de carretera de la Guardia Nacional, luego por fin volvió a girar al este, en la carretera 14, tras pasar junto a restos de todo tipo y atascos. Aquella carretera no estaba tan transitada en comparación con la autopista interestatal, y ahorró tiempo.

Por encima de los dos mil metros la lluvia se convertía en nieve.

Más de una vez estuvo a punto de contar la verdad a Cam, Erin o incluso Manny, para aumentar las probabilidades de que su conocimiento perviviera, pero el riesgo para él era demasiado grande. En cualquier caso, Sawyer siempre había sabido que la mayoría de los esquemas y prototipos del Arcos se habían perdido para siempre.

25

Cam encontró a Ruth esperándolo fuera de la cabaña. Hacía más de veinte minutos que había salido, el tiempo que se tardaba en limpiar a Sawyer y volver a acomodarlo. Al parecer Ruth tenía preguntas que no quería que Sawyer oyera. Estaba sentada de lado en el primer escalón de los tres de delante, utilizaba el más alto como escritorio para el portátil, y cuando levantó la mirada tenía el semblante iluminado por el brillo azul de la pantalla.

La turbación de Ruth lo tranquilizó. Era respuesta suficiente para la mayoría de las preguntas que Cam quería hacerle a su vez.

El sargento Gilbride estaba detrás de ella, pero el otro soldado debía de haber ido al campamento a comunicar la noticia. En aquel momento el enorme avión irradiaba luz, con los faros blancos y rojos en la alta cola y las alas, y el cuadrado iluminado de la puerta trasera lleno de gente. Se movían linternas entre las siluetas de las tiendas, como si las agitara el viento que se había levantado.

Cam se quedó vacilante en la puerta, dejó que una ráfaga de aire frío entrara en la cabaña, por miedo a pisar el equipo de Ruth.

—¿Cómo está? ¿Se ha vuelto a dormir? —dijo Ruth.

—Eso espero. —Mientras Cam observaba, cuatro siluetas subieron una caja al avión. No creía que fuera más tarde de las once—. No podéis despegar a oscuras, ¿verdad?

—Probablemente puedan. —Ella tenía los ojos abiertos de par en par y la sonrisa amplia, animada—. Pero estoy segura de que no se van a arriesgar.

—No partiremos hasta que no haya luz —les informó Gilbride, con la misma seguridad que empleaba el comandante Hernández—. Vamos a necesitar fotografías de satélite para ver dónde podemos aterrizar.

Ruth apartó el portátil, limpió el peldaño superior y se puso en pie mientras Cam bajaba. Ella tenía la cara eclipsada por la sombra, excepto una mejilla y algunos rizos del flequillo.

—Gracias —dijo ella—. Muchas gracias.

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