La pista del Lobo (17 page)

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Authors: Juan Pan García

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: La pista del Lobo
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Llegaron por fin a una higuera que estaba situada bajo un peñasco de unos cincuenta metros de altura. Se bajaron de los caballos y depositaron la bolsa con las cien mil pesetas, una cantidad suficiente como para pagar el salario de un día a… diez mil jornaleros. Don Manuel se montó de nuevo en su caballo y echó una mirada hacia los montes, como si estuviera tratando de comunicarles a los invisibles secuestradores: «Aquí está el dinero. Yo he cumplido; ahora os toca a vosotros». Caracoleó unos momentos con su caballo y luego volvió sobre sus pasos unos cien metros, se detuvo y esperó, mirando hacia la higuera.

Mientras tanto, el Lobo estaba olfateando entre el matorral. Atravesó el río saltando por las piedras y se paró al otro lado. Pronto encontró una pista y comenzó a subir por el monte, guiándose por su olfato. En un espino de esparraguera encontró un trozo pequeñísimo de tela, más bien dos o tres hilos juntos, de la camisa de Pedrito. El perro echó a correr hacia arriba, parándose de vez en cuando y olfateando alrededor, hasta que se perdió de vista en el monte.

–¡Abuelo…! ¡Cómo podía descubrir el perro el camino que habían tomado los secuestradores si ya habían pasado dos días! –exclamó Rebeca, interrumpiendo el relato de su abuelo y obligándolo a removerse nervioso en su silla.

–¡Los perros tienen un olfato especial, son capaces de oler a personas atrapadas bajo varios metros de tierra! El perro del cortijo encontró la pista de Pedrito y la siguió, eso es todo.

–Vale, abuelo… No te enfades, no lo sabía –dijo la niña abrazando al viejo.

–Pues entonces no me interrumpas, cariño. El abuelo te explicará todo lo que no entiendas luego, cuando acabe –dijo el anciano besando a la chiquilla y lamentando su mal humor–. Ahora voy a continuar, escucha, cariño, lo que nos pasó esa misma noche del día 2 de agosto a nosotros en el rancho:

Estábamos alrededor de la mesa camilla, cenando. Mi madre nos había preparado unas migas, el plato único en las casa de los jornaleros pobres. Se trataba de una receta sencilla y barata: en una sartén grande se vertía un vaso de aceite y se freían dos tomates con tres o cuatro ajos picados. Cuando el tomate estaba frito se llenaba la sartén con migas de pan, se removía todo y se añadía el agua y la sal; luego se dejaba hervir hasta que se consumiera el agua totalmente. Resultaba así una masa de miga de pan caliente, como si fuera puré, con sabor a ajo. Como no había segundo plato, solíamos rebañar la sartén con pan. Precisamente estábamos haciendo eso cuando oímos en el porche el ruido de cascos de caballos. Nos quedamos callados, esperando. Poco después llamaron a la puerta.

–¿Quién es? –preguntó mi padre, cogiendo el hacha.

–La Guardia Civil. ¡Abran la puerta!

Mi padre abrió la puerta lentamente, dejó el hacha en su sitio y salió de la casa.

–Ustedes dirán, señores. ¿Qué les trae por aquí a estas horas? Ya nos íbamos a acostar…

–Es sólo un momento. Queremos entrar para echar una mirada y hacerle unas preguntas.

–Pues pasen ustedes –dijo mi padre–. Niños, dejadles las sillas para que se sienten.

Los guardias ataron sus caballos a la parra que crecía junto al porche y entraron en la casa. Uno de ellos entró en el dormitorio y miró alrededor y bajo las camas; luego volvió y se sentó en mi silla, junto a la mesa camilla.

–¿No han visto gente extraña por aquí? –nos preguntó uno.

–¡Pues eso! Gente extraña, desconocida, con armas… Maquis, por ejemplo –dijo el otro al ver la cara de sorpresa de mis padres, que no entendían la pregunta.

–Siempre ha pasado gente desconocida por el camino. Unos venían a pedir limosna en el molino; otros eran jornaleros de otros pueblos que buscaban trabajo en el cortijo –dijo mi padre–. El otro día vino un hombre que parecía un mendigo: era un maestro ambulante que va por las casas enseñando a leer y escribir. Los niños estaban solos y se asustaron al verle.

–¿Y no ha vuelto? –preguntó un guardia.

–¿Para qué? Nosotros no tenemos ni para comer, ¿cómo vamos a pagarle a un hombre para que venga y nos enseñe a leer?

–Bueno, nosotros vamos a pasar la noche por aquí cerca, para controlar el camino; hay mucha gente extraña por estos lugares últimamente. ¿Les importa que dejemos los caballos atados a la parra mientras damos una vuelta por ahí?

–Como ustedes quieran –dijo mi padre.

Cuando se marcharon los guardias mi padre echó la tranca a la puerta, dio una palmada y dijo:

–¡Ea! A dormir todo el mundo –luego agregó–: Si podemos…

Nos acostamos enseguida y mi padre sopló sobre el tubo de cristal del quinqué. Totalmente a oscuras, no logramos pegar un ojo en toda la noche. Estábamos asustados por tener a los guardias allí cerca. Tampoco ayudaba nada el ruido que hacían los caballos, dando golpes en el suelo con sus cascos para espantar las moscas y rascándose el cuello en el tronco del sombrajo. Así nos sorprendió el alba.

Cuando el sol entraba por las rendijas de la puerta y me llegó el olor del café me levanté. Mi madre estaba sentada en la mesa desayunando con mi padre –que se había quedado sin trabajo desde hacía unos días– la malta y pan tostado con aceite. Yo abrí la puerta y me asomé. Los guardias se habían ido: no había caballos. Me senté en la mesa también y mi madre me puso la malta migada con pan en la taza; luego me preparó una rebanada de pan tostado con manteca colorada. Cuando me tomé la taza de malta, cogí la tostada y me fui fuera al mismo sitio de siempre, mi lugar favorito, desde donde observaba todo el valle. Fue entonces que me sorprendió lo que estaba viendo: del molino salieron, como cada mañana, los guardias que iban al cortijo de Guadalupe; pero esta vez eran dos parejas, en lugar de una sola como cada día. Y en lugar de dirigirse hacia el cortijo, cruzaron el río y fueron por la orilla opuesta, pegados al monte, en dirección de los canchos de los buitres leonados. Al mirar en aquella dirección vi a dos hombres montados en sus caballos. Uno era don Manuel. Lo conocí por su caballo, tan orgulloso cuando andaba, moviendo la cabeza acompasadamente. Al otro no lo conocí; seguramente sería el mayoral, que no se separaba de él, o algún jornalero. También se dirigían hacia el peñasco de los buitres.

A unos doscientos metros detrás de ellos, corriendo como una bala, los seguía un perro: ¡Era el Lobo del cortijo! Me quedé asombrado, nunca había visto al perro suelto. ¡Ese animal podía matar a una persona de una sola dentellada! El Lobo iba a alcanzar a los caballos. Vi cómo don Manuel se volvía al escuchar sus ladridos. El perro los adelantó y continuó lanzado hacia los canchos.

Capítulo 15

R
ebeca escuchaba a su abuelo con los ojos grandes abiertos y brillantes por la emoción del relato. Al llegar a este punto, dijo:

–Abuelo, ¿qué pasó en el lugar de la cita con los bandidos? ¿Tú podías verlo todo desde tu mirador?

–Eran maquis, no bandidos, hija.

–Sí, pero habían raptado a tu amiguito, y eso sólo lo hacen los bandidos…

–Bueno, sigamos, ya comprenderás luego. Yo lo vi casi todo… Después todo el mundo lo contaba así:

VALLE DEL MOLINO, 3 DE AGOSTO, 10 HORAS

El sol iluminaba la imponente mole del peñasco y las cumbres del desfiladero, dejando en sombras el húmedo bosque de las márgenes del río, que bajaba abriéndose paso con fuerza en el fondo. En el cielo azul una bandada de buitres volaba haciendo círculos y emitiendo graznidos; de vez en cuando, en el prado cercano se escuchaban los cencerros de los cabrestos y el mugido de los toros bravos. El murmullo del agua abriéndose camino entre las rocas, formando pequeñas cascadas de líquido cristalino; el trinar de los pájaros ocultos en el bosque de las orillas del Majaceite; el piafar de los dos caballos, que caracoleaban inquietos, contagiados, tal vez, del nerviosismo de sus jinetes. Eso era todo lo que se escuchaba en aquel hermoso paraje.

Don Manuel sacó del bolsillo de su chaleco un reloj de plata, sujeto por una cadena del mismo metal al ojal de la prenda. Ya era la hora de la cita; llevaban una hora esperando en aquel lugar y nadie había acudido a recoger el dinero ni a entregarle a su hijo. «¿Pero qué esperan?», se preguntó. Entonces vio moverse unas ramas de adelfas, y un poco a la derecha un matorral, y más arriba otros…

–¡Ya vienen! –exclamó.

Entonces apareció la cabeza de un hombre cubierta con un gorrillo isabelino, del que colgaba una borla roja. Luego apareció otro soldado, después otro, y otro más. Todo el monte estaba lleno de militares armados. Don Manuel se asustó: no sabía que los maquis iban vestidos con el uniforme del Ejército, ni creía que hubiera tantos.

–Nicasio, ahí están. Ten cuidado que son muchos y vienen armados. Quizá vengan a por nosotros –le dijo al mayoral.

Nicasio no contestó, estaba mirando a su derecha: por la orilla opuesta del río venían cuatro guardias civiles montados en sus caballos. Miró hacia el cortijo de Guadalupe y vio a otros cuatro guardias, que se acercaban por el mismo camino que habían venido ellos.

–Don Manuel, mire usted –dijo angustiado–: hay guardias por todos lados.

Don Manuel se enfureció, se puso rojo por la ira, pronunció algunas palabrotas y lanzó su caballo al galope hacia los guardias gritando:

–¿Quién os ha mandado venir? ¿Es que no os importa mi hijo? ¡Le vais a matar! ¡Sí, ustedes le vais a matar! Todo lo habéis estropeado por haberme seguido.

–Don Manuel, aquí no está su hijo. Esos hombres que usted ve son soldados del Ejército, y ellos han batido el monte desde el Rotijón hasta aquí. Y también han rastreado todo el monte que hay desde aquí hasta La Jarda: están buscando a su hijo –dijo el sargento José Córdoba.

En ese momento comenzaron a aparecer soldados en la falda derecha del monte. Eran los soldados a los que se refería el sargento. Habían aparcado el camión en La Jarda y venían a encontrarse con los otros. Don Manuel estaba como loco, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo allí.

–Pero ¿y mi hijo, qué pasa con mi hijo? ¡Debía de estar aquí! Pero han venido ustedes y los maquis se han marchado, llevándoselo. ¡Ustedes, sí, ustedes serán los responsables de lo que le ocurra a mi niño!

El teniente que mandaba la segunda columna se acercó al oficial que mandaba la que venía desde Ubrique, y le dijo:

–Mi capitán, no hemos visto nada más que a un perro lobo, hace algo más de una hora. Iba en la dirección contraria a la nuestra, hacia La Jarda, y pensé que el animal pertenecía a los bandidos que estaban efectuando el canje del niño por el dinero. Ordené que no le disparasen, para no alertar a los dueños.

–No hay secuestradores aquí –contestó el capitán–, se han enterado de alguna forma de nuestra presencia y se han marchado. Ese perro es del padre del niño.

–Entonces, mi capitán, es que el perro ha encontrado la pista del niño. Él nos conducirá hasta el chiquillo.

–Sí, tal vez, pero dónde se encuentra el perro ahora –contestó abatido el capitán–. Mucho me temo que esta operación ha fracasado estrepitosamente; nos pedirán responsabilidades si le sucede algo al niño. Teniente, que los hombres descansen media hora; luego volveremos a la carretera cruzando por el valle. Allí esperaremos a los camiones.

–A sus órdenes, mi capitán.

Capítulo 16

A
buelo… ¿Y se fueron todos sin buscar al niño? Y el padre y su capataz, ¿qué hicieron al ver que los soldados se marchaban?

–Se fueron de aquel lugar porque allí no iban a encontrar a nadie, pero fueron a otro sitio. Yo los vi pasar por el valle, escucha cariño, no seas impaciente:

Desde la atalaya en la que me hallaba sentado, observando lo que sucedía en el valle, yo no daba crédito a lo que estaba viendo; me levanté del suelo y salí corriendo hacia mi casa gritando:

–¡Papá! ¡Mamá! ¡Venid corriendo! ¡Está pasando mucha gente!

Mis padres salieron al oír mis gritos y se quedaron mirando hacia la vega, asombrados.

–¡Cuánta gente rara está pasando por aquí últimamente! –dijo ella.

–¡Coño! ¡Soldados! –exclamó mi padre–. ¿Qué estará pasando? ¿Estarán de maniobras?

Medio centenar de soldados se dirigían a pie por la vega hacia el molino. Pasaron de largo y continuaron recto hacia la garganta del río. No había ningún vado por allí y se metieron en el agua hasta la cintura para cruzar al otro lado; luego siguieron por un arroyo seco hasta la carretera. Don Manuel, Nicasio y cuatro guardias civiles, que iban detrás de los soldados montados en sus caballos, se quedaron en el molino.

Cuando nosotros, enfermos de curiosidad, sin poder aguantarla más al ver tanto trasiego de gente, llegamos por fin al molino, aquello parecía un manicomio: don Manuel estaba como loco, discutiendo con los guardias y acusándolos de ser los responsables del fracaso de la operación de rescate; don Pepe González lloraba como un chiquillo, al enterarse del secuestro de su sobrino; doña Ana García, su esposa, se abrazó a mi madre llorando y contándole lo que había ocurrido:

–A mi sobrino Pedrito se lo han llevado los rojos… María, se han llevado a mi pobre niño…

Mi madre también comenzó a llorar y a dar gritos, histérica. Ana, mi hermana mayor, y los primos de Pedrito también lloraban y daban gritos. Yo, al ver a mi madre y a toda aquella gente llorando, aunque nadie me explicaba el motivo, me asusté y también me eché a llorar.

El sargento se dirigió a don Manuel y le dijo:

–Mire usted. Será mejor que se tranquilice: hay más de cien hombres buscando a su hijo; todo lo que se pueda hacer se hará, no le quepa duda. En cuanto a la operación, la hemos llevado en el más absoluto secreto; queríamos coger a los bandidos después de que hubiesen entregado al niño. Por eso no hemos intervenido hasta hoy, aunque lo sabíamos desde que se lo llevaron. ¿Por qué no han acudido a la cita y se han llevado a Pedrito? Eso aún no lo sabemos; pero yo espero descubrirlo.

–Abuelo, ¿y tú estabas allí viendo todo eso? –dijo Rebeca

–Sí, hija, allí estábamos todos, llorando y asustados por lo que pudiera pasar con Pedrito. Hasta ahora te he contado lo que vi; lo que sigue lo supe luego, cuando todo acabó y lo comentaron en el pueblo. Escucha con atención:

Entretanto, los soldados habían llegado a una alcantarilla que cubría el arroyo por el que habían venido desde el río. El capitán y sus hombres subieron a la carretera y miraron hacia arriba, a la enorme montaña que había al otro lado cortándoles el paso.

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