»El hombre de genio oculta su orgullo; el intrigante ostenta el suyo, y ha de prosperar, necesariamente. Los personajes tienen tal necesidad de creer en el mérito ya sancionado, en el talento descocado, que el verdadero sabio incurre en puerilidad, al esperar las recompensas humanas. No aspiro, ciertamente, a parafrasear los lugares comunes de la virtud, el Cantar de los Cantares, entonado eternamente por los genios desconocidos: pretendo deducir lógicamente la razón de los frecuentes éxitos obtenidos por las medianías. ¡Ah! el estudio es tan bondadosamente maternal, que quizá constituiría delito pedirle otras recompensas que las puras y dulces satisfacciones de que nutre a sus hijos.
»Recuerdo las veces que he empapado gozosamente el pan en la leche, sentado junto a mi ventana, aspirando la brisa y tendiendo la vista sobre un paisaje de tejados pardos, grises o rojos, de pizarra o de teja, y cubiertos de musgos amarillentos o verdes. Si en un principio me pareció monótona la perspectiva, no tardé en descubrir en ella singulares bellezas. Tan pronto los luminosos destellos de una lámpara, pasando entre los entornados postigos, matizaban y animaban las negruras del cuadro nocturno, como los pálidos resplandores de los faroles proyectaban, desde abajo, reflejos amarillentos, a través de la niebla, acusando débilmente en las calles las ondulaciones de aquellos tejados apiñados, océano de olas inmóviles.
»En ocasiones, aparecían raras figuras en medio de aquel silencioso desierto. Ya se destacaba, entre las flores de un jardín aéreo, el perfil anguloso y corcovado de una vieja, regando plantas de capuchinas, ya en el carcomido marco de una buhardilla la silueta de una muchacha, que, no creyendo ser observada, recogía su abundosa cabellera, levantando los torneados y blancos brazos. Admiraba en los canalones algunas vegetaciones efímeras, pobres hierbas, que no tardarían en ser arrastradas por un chubasco. Estudiaba los musgos, sus colores avivados por el rocío, y que se tornaban, bajo los rayos del sol, en un aterciopelado seco y obscuro, de caprichosos reflejos. Los poéticos y fugaces efectos del día, las tristezas de la niebla, el silencio y las magias de la noche, los misterios de la aurora, las humaredas de cada chimenea, todos los accidentes, en suma, de aquella singular naturaleza, familiares ya para mí, me servían de distracción.
»Me agradaba mi prisión, por ser voluntaria. Aquellas sábanas parisinas formadas por techumbres niveladas como una llanura, pero que cubrían poblados abismos, concordaban con mi alma y armonizaban con mis pensamientos. Es molesto encontrar bruscamente el mundo, cuando descendemos de las alturas celestes a que nos remontan las meditaciones científicas. Entonces fue cuando comprendí perfectamente la desnudez de los monasterios.
»Cuando me resolví por completo a seguir mi nuevo plan de vida, busqué habitación en los barrios más solitarios de París. Una noche, pasé por la calle de Cordeleros, de regreso a mi casa. En la esquina de la calle de Cluny, vi a una chicuela de unos catorce años, que jugaba al volante con otra de su edad, distrayendo a los vecinos con sus risas y sus travesuras. Discurría el mes de septiembre, y el tiempo era espléndido y la noche calurosa. Las mujeres, sentadas frente a las puertas, platicaban como en día festivo de localidad provinciana. Yo me fijé ante todo en la chiquilla, cuya fisonomía era en extremo expresiva y cuyo cuerpo parecía modelado para un pintor.
»La escena resultaba simpática. Al inquirir la causa de aquella expansión pueblerina, en el centro de París, observé que la calle carecía de salida y debía ser de poquísimo tránsito. Recordando la estancia de J. J. Rousseau, en aquel lugar, di con la posada de San Quintín, cuyo ruin aspecto me hizo suponer que encontraría alojamiento económico, y me decidí a preguntar. Al entrar en un cuarto de la planta baja, vi los clásicos candeleros de latón provistos de sus correspondientes bujías, metódicamente alineados encima de cada llave, y llamó mi atención la limpieza que reinaba en aquella dependencia, generalmente descuidada en las demás fondas.
»La propietaria del establecimiento, mujer que frisaba en los cuarenta años, cuyas facciones traslucían desventuras y cuyas pupilas parecían empañadas por el llanto, se levantó y salió a mi encuentro. Yo le sometí humildemente mi presupuesto de hospedaje, y ella, sin demostrar sorpresa, buscó una llave entre las demás y me condujo al desván, donde me enseñó un cuarto con vistas a los tejados y a los patios de las casas medianeras, cruzado por cuerdas cargadas de ropa tendida.
»Nada más horrible que aquel buhardillón de paredes amarillentas y sucias, que olía a miseria y llamaba a su sabio. El techo descendía en declive regular y las disyuntas tejas dejaban ver el cielo. Había sitio para una cama, una mesa y unas cuantas sillas, y bajo el ángulo agudo del techo podía acoplar mi piano. Por escasez de recursos para amueblar aquella jaula, digna competidora de los «plomos» venecianos, la pobre mujer no pudo alquilarla nunca. Yo había exceptuado de la almoneda de mis muebles los de mi uso personal, lo cual facilitó el convenio con mi patrona, en cuya casa me instalé al día siguiente.
»Cerca de tres años he vivido en aquel sepulcro aéreo, trabajando sin descanso, de día y de noche, con tanto gusto, que el estudio llegó a parecerme la mejor ocupación, la solución más venturosa de la vida humana.
»La calma y el silencio necesarios al sabio, tienen algo de dulce, de embriagador, como el amor. El ejercicio del pensamiento, la investigación de ideas, las tranquilas contemplaciones de la ciencia nos prodigan inefables delicias, indescriptibles como todo lo que participa de la inteligencia, cuyos fenómenos son invisibles a nuestros sentidos, exteriores. Por eso nos vemos precisados a explicar los misterios del espíritu, mediante comparaciones materiales. El placer de nadar en un lago de agua pura, entre rocas, arbustos y flores, solo y acariciado por una brisa tibia, dará a los ignorados una remotísima idea de la satisfacción experimentada por mí, cuando mi alma se bañaba en los esplendores de una misteriosa luz, cuando escuchaba las voces terribles y confusas de la inspiración, cuando las nubes derramaban en mi cerebro palpitante los raudales de un manantial desconocido. Ver una idea que despunta en el campo de las abstracciones humanas, como el sol al amanecer, que va remontándose como el astro diurno, más aún, que crece como un niño, llega a la pubertad, alcanza lentamente la edad viril, es un goce superior a todos los demás goces terrenales, mejor dicho, es un placer divino. El estudio presta un carácter mágico a cuanto nos rodea.
»La mísera mesa en que yo escribía, la raída badana de la cartera, el piano, la cama, el sillón, todo el resto de mi reducido ajuar, me parecían animarse y convertirse para mí en dóciles amigos, en cómplices silenciosos de mi porvenir. ¡Cuántas veces les he comunicado mi alma al mirarlos! En más de una ocasión, al dejar vagar mi vista sobre las alabeadas molduras, he sorprendido nuevos desarrollos, una prueba patente de mis hipótesis, o palabras adecuadas para expresar pensamientos casi intraducibles.
»A fuerza de mirar los objetos agrupados en mi derredor, acabé por encontrar a cada uno su fisonomía, su carácter; parecían hablarme, y cuando el sol poniente enviaba, por encima de los tejados y a través de mi angosta ventana, algún resplandor furtivo, se coloreaban, palidecían, brillaban, se entristecían o se regocijaban, sorprendiéndome constantemente con efectos nuevos. Estos menudos accidentes de la vida solitaria, que escapan a las preocupaciones del mundo, son el consuelo de los reclusos. ¿Qué era yo, sino cautivo de una idea, esclavo de un sistema, aunque sostenido por la perspectiva de una vida gloriosa? A cada dificultad vencida, besaba las aterciopeladas manos de la mujer de radiantes pupilas, distinguida y opulenta, que había de acariciar algún día mi cabeza, exclamando con ternura:
»—¡Cuánto has sufrido, bien mío!
»Emprendí dos grandes obras. Una comedia debía conquistarme, en breve plazo fama, fortuna y la entrada en el mundo, en el que quería reaparecer ejerciendo los derechos de regalía del hombre de genio. Todos visteis en aquella obra maestra, la primera equivocación de un escolar recién salido del colegio, una bobada infantil. Vuestras burlas cortaron los vuelos a fecundas ilusiones, que ya no han vuelto a renacer. Sólo tú, amigo Emilio, has embalsamado la profunda llaga que otros abrieron en mi corazón. Sólo tú admiraste mi «Teoría de la voluntad», esa extensa obra, para cuya redacción hube de aprender idiomas orientales, anatomía y fisiología, y a la que consagré la mayor parte de mi tiempo; es obra que, a mi juicio completará los trabajos de Mesmer, de Lavater, de Gall y de Bichat, abriendo nuevo rumbo a la ciencia humana. Ella encierra mi juventud, el sacrificio diario, la labor de gusano de seda, desconocida de todo el mundo y cuya única recompensa está quizá en el propio trabajo.
»Desde que tuve uso de razón hasta el día en que terminé mi producción, observé, aprendí, escribí, leí sin tregua, y mi vida fue como un prolongado castigo de estudiante desaplicado. Amante afeminado de la pereza oriental, enamorado de mis sueños, sensual, he trabajado siempre, resistiéndome a saborear los goces de la vida parisina. Gastrónomo, he sido sobrio; aficionado a toda clase de expediciones, viajes terrestres y marítimos, ansioso de conocer tierras, deleitándome todavía las diabluras y retozos infantiles, he permanecido sentado constantemente, con la pluma en la mano; locuaz, he ido a escuchar en silencio a los profesores en las conferencias públicas de la Biblioteca y del Museo; he dormido sobre mi solitario camastro, como un monje de la orden de San Benito, y eso que la mujer era mi única quimera, ¡quimera que acariciaba y que siempre huía de mí!
»En fin, mi vida ha sido una cruel antítesis, una perpetua mentira. ¡Júzguese después a los hombres! A veces, mis inclinaciones naturales se declaraban, como un incendio largo tiempo latente. Por una especie de espejismo, o de delirio febril, yo, desahuciado por todas las mujeres ambicionadas, privado de todo y alojado en un tabuco de artista, me veía rodeado de amantes hechiceras… Cruzaba las calles de París, indolentemente reclinado en los muelles almohadones de un soberbio tren; estaba corroído por los vicios, hundido en el libertinaje, deseándolo todo, teniéndolo todo; en suma, ebrio en ayunas, como San Antonio en su tentación. Por fortuna, el sueño acababa por disipar esas visiones devoradoras. Al día siguiente, la ciencia me llamaba sonriendo y yo acudía solícito a su llamamiento.
»Yo supongo que las mujeres calificadas de virtuosas deben experimentar frecuentemente análogos arrebatos de locura, idénticos deseos y pasiones que surgen en nosotros, a pesar nuestro. Tales desvaríos, que no carecen de atractivo, ¿no tienen cierta semejanza con esas pláticas de las noches invernales, durante las que nos trasladamos mentalmente desde nuestro hogar a la China? Pero, ¿cómo queda la virtud durante esos deliciosos viajes, en los que la imaginación ha franqueado todos los obstáculos? Durante los diez primeros meses de mi reclusión, llevé la vida pobre y solitaria que te he descrito; todas las mañanas, sin que nadie me viera, iba, personalmente, a comprar mis provisiones para el día; arreglaba mi habitación, siendo juntamente amo y criado y filosofando a lo Diógenes, con increíble arrogancia.
»Pero pasado dicho tiempo, durante el que mi patrona y su hija espiaron mis usos y costumbres, examinaron mi persona y comprendieron mi miseria, quizá porque también fueran desgraciadas, se establecieron inevitables vínculos entre ellas y yo. Paulina, la encantadora criatura cuyas gracias ingenuas e íntimas me habían llevado allí, en cierto modo, me prestó diferentes servicios, que me fue imposible rehusar.
»Todos los infortunios son hermanos, tienen el mismo lenguaje, idéntica generosidad, la generosidad de los que, no poseyendo nada, son pródigos de sentimientos, pagan con su tiempo y con su persona. Insensiblemente, Paulina se adueñó de mí, se propuso servirme, y su madre no alegó la menor objeción. Hasta vi a la madre repasando mi ropa, y ruborizándose al sorprenderla en tan caritativa ocupación.
»Convertido, a mi pesar, en su protegido, acepté los servicios de ambas. Para comprender este singular afecto, precisa conocer el afán del trabajo, la tiranía de las ideas y esa repugnancia instintiva que sienten hacia los detalles de la vida material, los que viven para el estudio.
»¿Cómo resistir a la delicada atención con que Paulina me llevaba sigilosamente mi frugal alimento, cuando se percataba de que hacía siete u ocho horas que no había comido? Con las gracias de la mujer y la ingenuidad de la infancia, me sonreía, indicándome con un gesto que no debía verla. Era Ariel deslizándose como un silfo bajo techo y proveyendo a mis necesidades. Una noche, Paulina me contó su historia, con emocionante ingenuidad. Su padre fue capitán de granaderos de a caballo, de la guardia imperial. En el paso del Beresina, cayó prisionero de los cosacos. Posteriormente, cuando Napoleón propuso su canje, las autoridades rusas le hicieron buscar inútilmente en Siberia; al decir de otros prisioneros se había evadido, con el propósito de marchar a las Indias. Desde entonces, la señora Gaudin, mi patrona, no pudo obtener noticia alguna de su marido; habían ocurrido los desastres de 1814 y 1815, y sola, sin recursos ni auxilios, adoptó el partido de instalar una hospedería, para mantener a su hija. No había perdido la esperanza de reunirse de nuevo con su marido. Su mayor pesadumbre consistía en no poder educar esmeradamente a su Paulina, ahijada de la princesa Borghése, para corresponder al brillante porvenir prometido por su imperial protectora. Cuando la cónyuge del capitán de granaderos me confió el acerbo dolor que la torturaba, me dijo con acento desgarrador: «¡Daría con gusto la cédula imperial que concede a Gaudin el título de barón y el derecho a la dotación de Wistchnau, con tal de poder educar a Paulina en San Dionisio!». Yo experimenté un súbito estremecimiento, y para demostrar mi gratitud por los cuidados que me prodigaban aquellas dos mujeres, tuve la idea de ofrecerme a completar la educación de Paulina.
»El candor con que ambas aceptaron mi proposición, fue igual a la ingenuidad que la dictaba. Con ello, me proporcionaba dos horas de asueto. La chicuela estaba dotada de tan felices disposiciones, aprendió con tal facilidad, que, al poco tiempo, tocaba el piano mejor que yo. Acostumbrándose a pensar a mi lado en alta voz, desplegada todo el donaire de un corazón que se abre a la vida, como el cáliz de una flor desenvuelta lentamente por el sol; me escuchaba con recogimiento y con placer, fijando en mí sus negros y aterciopelados ojos, que parecían sonreír; daba sus lecciones con acento suave y mimoso, testimoniando una infantil alegría cuando me declaraba satisfecho. Su madre, cada día más inquieta por tener que preservar de todo peligro a la muchacha, que iba desarrollando, a medida que crecía, todas las promesas hechas por las gracias de su infancia, veía con gusto que pasaba el día encerrada, estudiando. Como no había más piano que el mío, aprovechaba mis ausencias para ejercitarse. Cuando volvía, encontraba a Paulina en mi cuarto, vestida con todo recato; pero al menor movimiento, se revelaban bajo la burda tela su talle flexible y sus encantos personales. A semejanza de la protagonista del cuento de
Piel de Asno
, calzaban sus diminutos piececillos groseros zapatones.