»—Prefiero —le dije— embarcarme para el Brasil y enseñar allí el álgebra a los indios, y eso que no la sé, a mancillar el nombre de mi familia.
»Rastignac me interrumpió con una carcajada.
»—¡Qué imbécil eres! —me replicó—. Toma desde luego los cincuenta escudos y escribe las memorias. Cuando las hayas terminado, te negarás a ponerlas a nombre de tu tía. La noble dama vilmente decapitada, sus tontillos, sus consideraciones, su hermosura, su distinción, sus chapines, bien valen más de seiscientos francos. Si el editor no accede entonces a tasar a tu tía en lo que vale ya encontrará cualquier viejo caballero de industria o alguna fangosa condesa, que se presten a autorizar las tales memorias.
»—¡Oh! —exclamé—, ¿por qué habré salido de mi honrada buhardilla? ¡La sociedad tiene convencionalismos indecorosamente innobles!
»—¡Vaya! ¡vaya! —contestó Rastignac—. ¡Déjate de poesías! ¡El negocio es el negocio! ¡Eres un chiquillo! ¡Escúchame! Por lo que respecta a las memorias, el público las juzgará; en cuanto a mi tercería literaria, ¿no ha gastado ocho años de su vida y pagado con crueles pruebas sus relaciones con libreros y editores? Compartiendo desigualmente con él el trabajo del libro, ¿no resulta la mejor, también, tu participación en el dinero? Veinticinco luises representan, para ti, una cantidad mucho mayor que mil francos para él. ¡Bien puedes escribir memorias históricas, incluso una obra monumental, cuando Diderot hizo seis sermones por cien escudos!
»—La verdad es que necesito dinero —le contesté conmovido—, y debo agradecerte tu buena intención. Con veinticinco luises seré rico.
»—¡Mucho más de lo que te figuras! —replicó Rastignac, riendo—. ¿No has adivinado que si Finot me abona una comisión en este negocio, será para ti? ¡Vamos al Bosque de Bolonia! Allí veremos a tu condesa, y te enseñaré la linda viudita con quien debo casarme; una alsaciana muy simpática y algo metidita en carnes, que lee a Kant, Schiller, Juan Pablo y una porción de libros hidráulicos. Tiene la manía de preguntarme siempre mi opinión, y me veo precisado a dármelas de entendido en esas sensiblerías alemanas, a fingir que conozco un montón de baladas, drogas, todas, que me tiene prohibidas el médico. Aun no he logrado convertirla de su entusiasmo literario; se desborda en llanto leyendo a Gothe, y he de llorar un poco, por halagarla, porque tiene cincuenta mil libras de renta, nada menos, y el pie más diminuto y la mano más bonita de la tierra.
»Vimos a la condesa, radiante, en un lujoso tren. La coqueta nos saludó muy afectuosamente, lanzándome una sonrisa que entonces me pareció angelical y llena de amor. ¡Ah! en aquel momento era feliz; me creía amado; contaba con dinero y con tesoros de pasión; nada de miseria.
»Ligero, alegre, satisfecho de todo, me pareció encantadora la novia de mi amigo. Los árboles, el aire, el cielo, la naturaleza entera, parecían repetirme la sonrisa de Fedora. Al volver de los Campos Elíseos, fuimos a ver al sombrerero y al sastre de Rastignac. El negocio del collar me permitió prescindir de mi modesto pie de paz, para pasar a mi formidable pie de guerra. En adelante, podía competir en apostura y en elegancia, sin temor alguno, con los jóvenes que se arremolinaban en torno de Fedora.
»Regresé a mi casa; me encerré permaneciendo aparentemente tranquilo junto a la ventana, pero despidiéndome para siempre de aquellos tejados, viviendo en el porvenir, dramatizando mi vida, descontando el amor y sus delicias. ¡Ah! ¡qué borrascosa puede ser una existencia entre las cuatro paredes de una buhardilla! El alma humana es un hada, que metamorfosea una piedra en un brillante; al contacto de su varita mágica, brotan palacios encantados, como las flores silvestres a los cálidos efluvios del sol.
»Al mediar el día siguiente, Paulina golpeó con suavidad en mi puerta, presentándome, ¿a qué no lo aciertas?… ¡Una carta de Fedora! La condesa me rogaba que me reuniera con ella en el Luxemburgo, para ir juntos, desde allí, a ver el Museo y el jardín Botánico.
»—El mandadero que ha traído la carta, espera contestación —me dijo Paulina, después de un momento de silencio.
»Garabateé rápidamente unas cuantas líneas de gratitud y tas encerré bajo un sobre, que entregué a Paulina. En seguida me vestí; pero en el momento en que terminaba mi aliño personal, satisfecho de sí mismo, me asaltaron las siguientes ideas: ¿Irá Fedora en carruaje o a pie? ¿Lloverá o hará buen tiempo? Y en cualquiera de los casos, ¿quién es capaz de contar con las eventualidades de una mujer caprichosa? No llevará dinero, y se le antojará dar cinco francos al primer golfillo que le caiga en gracia. Yo estaba sin blanca, y no tendría dinero hasta la noche. ¡Oh! ¡Cuán cara paga un poeta, en estas crisis de nuestra juventud, la potencia intelectual de que se halla investido por el régimen y el trabajo! En un instante, me asaltaron, cual otros tantos dardos, mil pensamientos súbitos y dolorosos. Miré al cielo por el único hueco de mi estancia, observando la inseguridad del tiempo. En caso de apuro, podía alquilar un coche para todo el día; pero, ¿no me estremecía constantemente, en medio de mi felicidad, la idea de no encontrar a Finot por la noche? No me sentí con ánimo suficiente para soportar semejante tortura, perturbadora de mi alegría. A pesar de la certidumbre de no encontrar nada, emprendí una minuciosa exploración a través de mi cuarto, buscando escudos imaginarios hasta en el fondo de mi jergón; lo escudriñé todo, llegando hasta sacudir unas botas desechadas. Dominado por nerviosa fiebre, lanzaba hoscas miradas a los muebles, después de remover su interior.
»Comprenderás el delirio que me animó, cuando al abrir por séptima vez el cajón de mi mesa de trabajo, que registraba con esa especie de indolencia en que nos sume la desesperación, vi adosada a uno de los tableros laterales, solapadamente agazapada, pero limpia, brillante, reluciente como un lucero en todo su esplendor, una hermosa y bienhechora moneda de cinco francos. Sin pedirle cuenta, de su silencio ni de la crueldad de que se había hecho reo, permaneciendo escondida de tal suerte, la estreché como a un amigo fiel en la desgracia, y la saludé con una exclamación que halló eco. Me volví bruscamente y vi a Paulina, pálida y desencajada.
»—Creí que se había hecho usted daño —me dijo en voz trémula—. El mandadero…
»Y se interrumpió, como si se ahogara.
»—Pero ya le ha pagado mi madre —añadió, huyendo alocada y retozona, como un capricho.
»¡Pobre niña! Le deseaba mi propia felicidad. En aquel momento, me parecía que mi alma encerraba todo el placer de la tierra, y hubiera deseado restituir a los desgraciados la parte que suponía robarles.
»Como casi siempre se realizan los presentimientos adversos, la condesa había despedido su carruaje. Por uno de esos antojos que las mujeres bonitas suelen no saber explicarse, quería ir al Botánico por los bulevares y a pie.
»—Es fácil que llueva —le advertí.
»Pero se dio el gusto de contradecirme. Por casualidad, el tiempo se mantuvo en tal estado, mientras recorrimos el Luxemburgo. Pero a la salida, un nubarrón, cuyo avance me tenía ya inquieto, comenzó a descargar y montamos en un alquilón. Al llegar a los bulevares, cesó la lluvia y se despejó el firmamento.
»Ya en el Museo, intenté despedir el vehículo; pero Fedora me rogó que le retuviera. ¡Qué suplicio! Pero hablar con ella, comprimiendo un secreto delirio que sin duda se reflejaba en mi fisonomía en una sonrisa inocente y contenida; errar por el jardín Botánico, cruzando sus frondosas avenidas y sentir su brazo apoyado en el mío, tenía algo de fantástico, era un sueño en plena vigilia. Sin embargo, sus movimientos, tanto en marcha como al detenerse, no tenían nada de dulce ni de amoroso, a pesar de su aparente abandono. Cuando procuraba asociarme, en cierto modo, a la acción de su vida, encontraba en ella una íntima y secreta vivacidad, una especie de represión, algo anormal y excéntrico. Las mujeres sin alma son poco blandas al exteriorizar sus sentimientos. Así, no estábamos afines en la voluntad ni en el paso. No existen palabras para expresar ese desacuerdo material entre dos seres, porque aun no estamos habituados a reconocer un pensamiento en el ademán. Ese fenómeno de nuestra naturaleza se siente instintivamente, no se expresa.
»Rafael hizo una ligera pausa, y prosiguió, como si respondiese a una objeción que se hubiera formulado a sí mismo:
»—Durante esos violentos paroxismos de mi pasión, no he disecado mis sensaciones, analizado mis placeres, ni computado los latidos de mi corazón, como un avaro examina y pesa sus monedas de oro. ¡No! La experiencia derrama hoy su triste luz sobre los acontecimientos pasados, y el recuerdo trae a mi mente esas imágenes, como la bonanza arroja, uno por uno, a la playa, los restos de un naufragio.
»—Podría usted hacerme un señalado favor —me dijo la condesa, mirándome con aire confuso—. Después de haberle confiado mi antipatía al amor, me siento más libre para reclamarle un servicio, en nombre de la amistad. ¿No sería mayor mérito en usted —añadió riendo—, complacerme hoy?
»Yo la contemplé con dolor. Como no experimentaba sensación alguna junto a mi, estaba sugestiva, pero no afectuosa. Me parecía representar un papel como actriz consumada. De pronto, su acento, una mirada, una palabra, despertaban mis esperanzas; pero si mi amor, reanimado, se reflejaba en mis ojos, afrontaba su fulgor sin que se alterase la claridad de los suyos, que, a semejanza de los felinos, parecían blindados por una capa metálica. En tales momentos, la detestaba.
»—Me sería muy útil —prosiguió, dando a su voz mimosas reflexiones— la protección del duque de Navarreins cerca de una persona omnipotente en Rusia, cuya intervención necesito para que se me haga justicia en un asunto que concierne a la vez a mi fortuna y a mi estado social; el reconocimiento de mi matrimonio por el emperador. ¿No es usted primo del duque? Una carta suya sería decisiva.
»—Estoy a su disposición —contesté—. Ordene como guste.
»—Es usted muy amable —replicó, estrechándome la mano—. Venga usted a comer conmigo, y le enteraré de todo, como a un confesor.
»Aquella mujer tan desconfiada, tan discreta, y a la que nadie había oído hablar una palabra respeto a sus intereses, se resolvía, pues, a consultarme.
»—¡Oh! —exclamé—, ¡cuánto me felicito ahora del silencio que me ha impuesto usted!
»Pero yo hubiera deseado una prueba todavía más ruda. En aquel momento, acogió gustosa la embriaguez de mis miradas y no se resistió a mi admiración. ¡Luego me amaba! Llegamos a su casa. Por fortuna, el fondo de mi bolsillo me permitió pagar al cochero. Pasé deliciosamente el día, solo con ella, en su casa.
»Era la primera vez que podía verla así. Hasta aquel día, la sociedad, con su molesta cortesía y sus ceremoniosas etiquetas nos había separado constantemente, aun durante sus fastuosos banquetes; pero entonces, estaba en su casa como si viviéramos bajo el mismo techo; la poseía, por decirlo así. Mi errante imaginación rompía las trabas, arreglaba a mi modo los acontecimientos de la vida y me sumía en las delicias de un amor afortunado. Suponiéndome su marido, la admiraba ocupándose en menudos detalles, llenándome de contento verla despojarse de su chal y de su sombrero. Me dejó solo un momento, y volvió después de atusar su peinado, arrebatadora. ¡Aquel primoroso tocado había sido hecho para mí!
»Durante la comida, me prodigó sus atenciones y desplegó sus infinitas gracias en mil cosas que parecen nonadas y que son, sin embargo, la mitad de la vida. Cuando ambos nos instalamos ante un chisporroteante fuego, sentados sobre sedas, rodeados de las apetecibles creaciones de un lujo oriental, cuando vi tan cerca de mí a aquella mujer, cuya notable belleza hacía palpitar tantos corazones, a aquella mujer tan difícil de conquistar, hablándome, haciéndome objeto de todas sus coqueterías, mi voluptuosa felicidad casi degeneró en sufrimiento. Por desgracia mía, me acordé del importante negocio que debía ultimar, y quise acudir a la cita que se me había dado la víspera.
»—¡Cómo! ¿Se va usted ya? —dijo, al verme levantar para despedirme.
»¡Me amaba! Así lo creí al menos, al oírla formular su pregunta en tono acariciador. Por prolongar mi éxtasis, habría trocado gustosamente dos años de mi vida por cada una de las horas que parecía dispuesta a otorgarme. Mi dicha aumentó, en proporción del dinero que perdía. Era ya media noche cuando nos separamos. Pero, al día siguiente, mi heroísmo me costó no pocos remordimientos, pues temí el fracaso del asunto de las memorias, tan capital para mí. Corrí a casa de Rastignac, y ambos nos fuimos a sorprender, al saltar del lecho, al titular de mis futuros trabajos. Finot me leyó un sencillo contrato, en el que no se hacía mención de mi tía, y después de firmarlo, me entregó cincuenta escudos. Almorzamos los tres juntos. Cuando hube pagado mi sombrero nuevo y liquidado mis deudas, me sobraron tan sólo treinta francos; pero estaban allanadas, por unos días, todas las dificultades de la vida. En opinión de Rastignac, podía disponer de tesoros, adoptando francamente el «sistema inglés». Se obstinaba en que apelase al crédito y abriera empréstitos, alegando que éstos sostendrían aquél. A su juicio, el porvenir era el más considerable y el más sólido de todos los capitales del mundo Hipotecando así mis deudas sobre futuros contingentes, me hizo cliente de su sastre; un artista que disculpaba las «ligerezas de la juventud», y que se comprometió a dejarme tranquilo hasta que me casara.
»A partir de aquel día, rompí con la vida monástica y estudiosa que había llevado durante tres años. Concurrí asiduamente a casa de Fedora, procurando aventajar en apariencia a los impertinentes y aduladores que la cortejaban. Creyéndome libre para siempre de la miseria, recobré mi espiritualidad y eclipsé a mis rivales, pasando por un muchacho lleno de seducciones, prestigioso, irresistible.
»Entre tanto, las personas expertas decían, al referirse a mí. «¡Un joven de tanto talento, sólo debe albergar pasiones en la cabeza!». Ponderaban caritativamente mi espíritu a expensas de mi sensibilidad. «¡Qué feliz es no amando! —exclamaban—. Si amara, ¿cómo sería posible que tuviera tan buen humor, tanta inventiva?». ¡Y, sin embargo, resultaba bien neciamente enamorado, en presencia de Fedora! A solas con ella, o no atinaba a proferir palabra, o, si hablaba, maldecía del amor; estaba tristemente jovial, como cortesano que quiere ocultar un cruel despecho.
»En fin, traté de hacerme indispensable a su vida, a su dicha, a su vanidad; diariamente junto a ella, era un esclavo, un juguete manejable a su antojo. Después de perder así todo el día, trabajaba en mi casa de noche, durmiendo solamente dos o tres horas, por la mañana. Pero no teniendo, como Rastignac, el hábito del sistema inglés, tardé poco en encontrarme sin un céntimo.