La piel (5 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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Y he aquí que, por efecto de aquella repugnante peste, que como primera manifestación corrompía el sentido del honor y la dignidad femenina, la más espantosa prostitución había llevado la vergüenza a cada tugurio y a cada palacio. Pero ¿por que decir vergüenza? Tanta era la inicua fuerza del contagio, que prostituirse había llegado a ser un acto digno de alabanza, casi una prueba de amor a la patria, y todos, hombres y mujeres, lejos de sonrojarse por ello, parecían vanagloriarse de la propia y de la universal abyección. Muchos, es cierto, a quienes la desesperación hacía injustos, casi excusaban la peste; insinuaban que las mujeres tomaban el pretexto del morbo para prostituirse, buscaban en la peste justificar su vergüenza. Pero un más profundo conocimiento del morbo reveló en el acto que tal sospecha era maligna. Porque las primeras en desesperarse de su suerte eran las mismas mujeres; y a muchas he oído incluso llorar y maldecir aquella cruelísima peste que las empujaba con irresistible violencia, contra la cual nada podía ser débil virtud, a prostituirse como perras. Así están hechas desgraciadamente, las mujeres. Tratan de comprar con sus lágrimas la justificación de su infamia y la piedad Pero esta vez es necesario justificarlas y compadecerlas.

Si tal era la suerte de las mujeres, no menos horrenda y digna de piedad era la de los hombres. Apenas contagiados, perdían todo respeto de sí mismos; se entregaban al más inmundo comercio, cometían las más sucias vilezas, se arrastraban a gatas por el fango besando los zapatos de sus «liberadores» (asqueados de tanta y no solicitada abyección), no sólo para ser perdonados por los sufrimientos y humillaciones pasados durante los años de la esclavitud y de la guerra, sino para tener el honor de ser pisoteados por los nuevos dueños; escupían sobre la bandera de su propia patria, vendían públicamente a la mujer, las hijas y la madre. Todo esto, decían, para salvar la patria. E incluso aquellos que al parecer permanecían inmunes al morbo, enfermaban de una nauseabunda dolencia que les llevaba a sonrojarse de ser italianos e incluso de pertenecer al género humano. Hay que reconocer que hacían todo lo posible por ser indignos del nombre de hombre. Poquísimos eran los que se conservaban intactos, como si el morbo nada pudiese contra su conciencia; y se agitaban tímidos, amedrentados, despreciados de todo, como inoportunos testigos de una vergüenza universal.

La sospecha, convertida más tarde en certeza, de que la peste hubiera sido llevada a Europa por los mismos liberadores, había suscitado en el pueblo un profundo y sincero dolor. Pese a que sea antigua tradición de los vencidos odiar a los vencedores, el pueblo napolitano no odiaba a los aliados. Los había esperado con ansia, los acogía con júbilo. Su milenaria experiencia de la guerra les había enseñado que es costumbre de los vencedores reducir a los vencidos a la esclavitud. Y en lugar de la esclavitud los aliados les habían concedido la libertad. Y el pueblo había amado en el acto a aquellos magníficos soldados, tan jóvenes, tan bellos, tan bien peinados, con unos dientes tan blancos y unos labios tan rojos. En tantos siglos de invasiones, de guerras perdidas y ganadas, Europa no había visto nunca soldados tan elegantes, tan limpios, tan corteses, siempre recién afeitados, con uniformes impecables, corbatas anudadas con perfecto cuidado, camisas recién salidas de la colada, zapatos enteramente nuevos y lustrosos. Ni una desgarradura en los pantalones ni en los codos, ni un botón que faltase en aquel maravilloso ejército salido, como Venus, de la espuma del mar. Ni un soldado que tuviese un furúnculo, un diente cariado, un simple grano en la cara. No se habían visto jamás, en toda Europa, soldados tan desinfectados, sin el más leve microbio ni en los pliegues de la piel ni en los pliegues de la conciencia. ¡Y qué manos! Blancas, bien cuidadas, siempre protegidas por inmaculados guantes de piel a escamas. Pero lo que más conmovía al pueblo napolitano era la gentileza de carácter de los liberadores, especialmente de los americanos, su desenvuelta urbanidad, su sentido de la humanidad, su sonrisa inocente y cordial de honradez, la bondad e ingenuidad de aquellos muchachotes. Si jamás ha sido un honor perder una guerra, era ciertamente un gran honor para los napolitanos y para todos los demás pueblos vencidos de Europa, haber perdido la guerra frente a soldados tan corteses, apuestos, buenos y generosos.

Y, no obstante, cuanto aquellos magníficos soldados tocaban, en el acto se corrompía. Los infelices habitantes de los países liberados apenas estrechaban la mano de sus liberadores, comenzaban a mustiarse, a apestar. Bastaba que un soldado aliado se inclinase en su jeep para sonreír a una mujer, o acariciarle fugazmente el rostro, para que esta mujer, conservada hasta aquel momento digna y pura, se convirtiese en una prostituta. Bastaba que un chiquillo se metiese en la boca un caramelo ofrecido por un soldado americano, para que su alma inocente se corrompiese.

Los propios liberadores estaban aterrados y conmovidos de tanto azote.
Umana cosa e aver compassione degli afflitti,
escribe Boccaccio en su introducción del
Decamerone,
hablando de la terrible peste de Florencia de 1348. Pero los soldados aliados, especialmente los americanos, ante el mísero espectáculo de la peste de Nápoles, no tenían compasión solamente del infeliz pueblo napolitano; tenían compasión de sí mismos. Porque desde hacía ya algún tiempo se había infiltrado en su alma ingenua y buena la sospecha de que el terrible contagio estaba en su sonrisa honrada y tímida, en su mirada llena de humana simpatía, en sus afectuosas caricias. La peste estaba en su propia piedad, en su propio deseo de ayudar a aquel desventurado pueblo, de aliviar sus miserias, de socorrerlo en aquella tremenda desventura
.
El morbo estaba en su misma mano, tendida francamente a aquel pueblo vencido.

Quizás estuviese escrito que la libertad de Europa tenía que nacer, no de la liberación, sino de la peste. Quizás estuviese escrito que, como la liberación había nacido de los sufrimientos de la esclavitud y de la guerra, la libertad debiese nacer de nuevos y terribles sufrimientos, de la peste traída por la liberación. La libertad cuesta cara, mucho más cara que la esclavitud. Y no se paga con oro ni con sangre ni con los más nobles sacrificios, sino con la infamia, la prostitución, la traición, con toda la podredumbre y la abyección del alma humana.

También aquel día franqueamos el umbral del
Foyer du Soldat,
y Jack, acercándose al sargento, le preguntó tímidamente, casi en tono confidencial,
si on avait vi par là, le Commandant Lyautey.

-Oui, mon Colonel, je l'ai vu tout à l'heure
- respondió sonriendo el sargento-,
atendez un instant, mon Colonel, je vais voir'il, est toujours là!


Voilà
un sargent bien aimable
-me dijo Jack, ruborizándose de placer -,
les sargents français son les plus aimables du monde.


Je regrette, mon Colonel
-dijo el sargento, regresando a los pocos instantes-,
le Commandant Lyautey vient justament de partir.


Merci, vous êtes bien aimable
-dijo Jack-,
au revoir, mon ami.


Ah, qu'il fait bon d'etendre parler français!
- dijo Jack mientras salíamos del «Café Caflish».

Tenía el rostro iluminado por un júbilo infantil y en aquel momento comprendí cuánto le quería. Me gustaba poder querer a un hombre mejor que yo; siempre había sentido rencor contra los hombres mejores que yo, y ahora, por primera vez, me causaba placer querer a un hombre mejor que yo.

–Vamos a ver el mar, Malaparte.

Atravesamos la plaza Real y nos apoyamos en el parapeto que hay en el fondo de la Scesa del Gigante.

-C'est un des plus anciens parapets d'Europe
- dijo Jack, que se sabía todo Rimbaud de memoría.

Era el crepúsculo y el mar iba tomando poco a poco color de vino, que es el color del mar, según Homero. Pero allá abajo, entre Sorrento y Capri, las aguas y las altas riberas acantiladas, y los montes y las sombras de los montes, se encendían lentamente con un color de coral, como si las selvas de coral que cubren el fondo del golfo emergiesen lentamente de los abismos marítimos, tiñendo el cielo con sus reflejos de sangre antigua. El acantilado de Sorrento, coronado de jardines de naranjos y limoneros, emergía, alejado del mar, como una dura encía de mármol verde que el sol poniente hería oblicuamente desde el horizonte opuesto con sus cansadas saetas, arrebatándole el cálido y dorado resplandor de las naranjas, y los fríos y lívidos rayos de los limones.

Como un viejo oso antiguo, encanecido y bruñido por el viento y la lluvia, estaba el Vesubio solitario y desnudo sobre el inmenso cielo sin nubes, iluminándose poco a poco de una rojiza luz secreta, como el íntimo fuego de su seno transparente a través de la dura costra de lava, pálida y reluciente como el marfil, hasta que la luna rompió el borde del cráter como un cascarón de huevo y se levantó, clara y estática, maravillosamente remota, en el abismo azulado de la noche. Se elevaban en el extremo horizonte, casi llevadas por el viento, las primeras sombras de la noche.

Y fuese por la mágica transparencia lunar o por la fría crueldad de aquel paisaje espectral y astrífico, la hora estaba saturada de una delicada y melancólica tristeza, casi de la sospecha de una muerte feliz.

Muchachos andrajosos, sentados sobre el parapeto de piedra cortado a pico sobre el mar, cantaban levantando los ojos en alto y con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro. Tenían el rostro pálido y demacrado y los ojos turbios por e1 hambre. Cantaban como cantan los ciegos, los ojos en alto e inclinada la cabeza. El hambre humana tiene una voz maravillosamente dulce y pura. En la voz del hambre nada hay humano. Es una voz que nace en una zona misteriosa de la naturaleza del hombre, donde radica ese sentido profundo de la vida que es la vida misma, nuestra vida más secreta y más viva. El aire era terso y dulce a los labios. Una leve brisa profunda de algas y de sal brotaba del mar, el grito doliente de las gaviotas hacía temblar el dorado reflejo de la luna sobre las olas, y allá abajo, en el fondo, sobre el horizonte, el pálido espectro del Vesubio iba hundiéndose paulatinamente en la plateada calígine de la noche. El canto de los muchachos hacía más puro, más astral, aquel cruel paisaje inhumano, tan ajeno al hombre y a la desesperación de los hombres.

–No hay bondad – decía Jack -, no hay misericordia en esta maravillosa naturaleza.

–Es una naturaleza malvada – dije yo -, nos odia, es nuestra enemiga. Odia a los hombres.

-Ella aime nous voir souffrir
-dijo Jack en voz baja.

–Fija en nosotros sus ojos fríos, llenos de gélido odio y de desprecio.

–Frente a esta naturaleza -dijo Jack-, me siento culpable, lleno de vergüenza, miserable. No es una naturaleza cristiana. Odia a los hombres porque sufren.

–Está celosa de los sufrimientos de los hombres.

Yo quería a Jack porque era el único de mis amigos americanos que se sentía culpable, avergonzado y miserable frente a aquella cruel e inhumana belleza del cielo, de aquel mar, de aquellas islas remotas del horizonte. Era el único capaz de comprender que aquella naturaleza no era cristiana y estaba fuera de las fronteras del cristianismo, que aquel paisaje no era el rostro de Cristo, sino la imagen de un mundo sin Dios en el que los hombres son abandonados para sufrir sin esperanzas; el único capaz de comprender cuánto hay de misterioso en la historia del pueblo napolitano y cuan poco depende esto de la voluntad del hombre. Había, entre mis amigos americanos, muchos jóvenes inteligentes, cultos, sensibles; pero despreciaban Nápoles, Italia, Europa; nos despreciaban porque creían que sólo nosotros éramos responsables de nuestras traiciones, de nuestras vergüenzas. No comprendían lo que hay de misterioso, de inhumano, en nuestras vergüenzas y en nuestras desventuras. Algunos decían: «Vosotros no sois cristianos, sois paganos.» Y ponían una punta de desprecio en la palabra «pagano». Yo quería a Jack porque era el único que comprendía que la palabra «pagano» no bastaba para explicar las profundas, antiguas y misteriosas razones de nuestro sufrimiento; que nuestras miserias, nuestras desventuras, nuestras vergüenzas, nuestra manera de ser miserable o feliz, los mismos motivos de nuestra abyección y de nuestra grandeza, son ajenos a la moral cristiana.

Pese a que se dijese cartesiano y afectase fiar tan sólo y por siempre de la razón, creer que la razón puede penetrarlo y esclarecerlo todo, su actitud frente a Nápoles, Italia, y Europa entera era de un efecto sospechoso y respetuoso a la vez. Como para todos los americanos, Nápoles había sido para él una inesperada y dolorosa revelación. Había creído poner la proa hacia unas riberas de un mundo dominado por la razón, regido por la conciencia humana; se había encontrado de improviso en un país misterioso, en el que ni la razón, ni la conciencia, sino unas oscuras fuerzas subterráneas parecían gobernar a los hombres y el sino de sus vidas.

Jack había viajado por toda Europa, pero no había estado nunca en Italia. Había desembarcado en Palermo el 19 de setiembre de 1943 de la cubierta de un LST, de un pontón de desembarco, en medio del fragor y el humo de las explosiones, entre los gritos roncos de los soldados, precipitándose sobre las orillas arenosas de Pesto bajo el fuego de las ametralladoras alemanas. En su ideal Europa cartesiana, en el
alte Kontinent
goethiano, gobernado por el espíritu y la razón, Italia era siempre, sin embargo, la patria de su Virgilio, de su Horacio, y ofrecía a su imaginación el mismo sereno paisaje verde turquesa de su Virginia donde había realizado sus estudios, donde había transcurrido la mejor parte de su vida, donde tenía su casa, su familia, sus libros. En aquella Italia de su corazón, los peristilos de las casas georgianas de Virginia y las columnas marmóreas del Foro, Vermont Hill y el Palatino, formaban a sus ojos un paisaje familiar en el que el verde resplandor de los prados y los bosques desposaba al candido resplandor de los mármoles bajo un límpido cielo azul parecido al que se curva sobre el Capitolio.

Cuando el alba del 9 de setiembre de 1943, Jack saltó de la cubierta de un LST a la playa de Pesto, cerca de Salerno; vio aparecer ante sus ojos – maravillosa aparición en medio de la nube roja de polvo levantada por la columna de carros armados, de las granadas alemanas, del tumulto de los hombres y de los automóviles saliendo del mar- las columnas del Templo de Neptuno en el borde de una llanura cubierta de mirtos y de cipreses, sobre el fondo de los desnudos montes del Cuento parecidos a los montes del Lacio. ¡Ah, aquélla era Italia, la Italia de Virgilio, la Italia de Eneas! Y había llorado de júbilo, había llorado de religiosa emoción, cayendo de rodillas sobre la arena de la playa, como Eneas cuando desembarcó de la trirreme troyana sobre la de una arenosa de las bocas del Tíber, frente a los montes del Lacio sembrados de castillos y de templos blancos sobre el verde profundo, de las antiguas selvas latinas.

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