La piel (32 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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El más afectuoso honor le había sido concedido el día de la liberación por haberse negado a formar parte del grupo de señores napolitanos elegidos para ofrecer al general Clark las llaves de la ciudad. De aquella negativa se había justificado sin altanería, con sencillez, diciendo que no era costumbre en su familia ofrecer las llaves de la ciudad a los invasores de Nápoles, y que no hacía más que seguir el ejemplo de su antepsado Berardo de Candia, que se había negado a rendir homenaje al rey Carlos VIII de Francia, conquistador de Nápoles, pese a que también Carlos VIII tuviese, en sus tiempos, fama de libedor. «¡Pero el general Clark es nuestro libedor!», había exclamado el prefecto que había sido el primero en tener la extraña idea de ofrecer las llaves de la ciudad al general Clark. «No lo dudo - había contestado con sencillez el príncipe de Candia -, pero yo soy un hombre libre y sólo siervos tienen necesidad de ser libertados.» Todo el mundo esperaba que el general Clark, para vencer el orgullo del príncipe de Candia, lo mandase detener como era costumbre en los días de liberación. Pero el general Clark lo había invitado a cenar y lo había acogido con perfecta cortesía manifestándose orgulloso de conocer un italia que tuviese el sentido de la dignidad.

–También los rusos – dijo la princesa Consuelo Caracciolo- son gente muy bien educada. El otro día, en Vía Toledo, el automóvil de Wichinsky mató al pekinés de la vieja duquesa de Amalfi, Wichinsky se apeó del auto, y después de haber expresado su profundo dolor ante la duquesa, le rogó que le permitiese el honor de acompañarle hasta el palacio de Amalfi. «.Gracias, prefiero regresar a casa a pie», le respondió con altivez la vieja duquesa dirigiendo una mirada de desprecio al banderín rojo con la insignia de la hoz y el martillo izado sobre la carrocería. Wichinsky se inclinó en silencio, volvió a subir al auto y se alejó rápidamente. Sólo entonces la duquesa se dio cuenta de que su pobre perro muerto había quedado en el auto de Wichinsky. Al día siguiente Wichinsky le mandó como regalo un bote de mermelada. La duquesa la probó y cayó al suelo desvanecida; aquella mermelada tenía sabor de perro muerto. La he probado yo también y les aseguro que sabía verdaderamente a perro.

–Los rusos, cuando son bien educados, son capaces de todo – dijo María Teresa Orilia.

–¿Está usted segura de que era mermelada de perro? – preguntó Jack, profundamente asombrado-; quizás era caviar.

–Probablemente -dijo el príncipe de Candia-. Wichinsky quiso rendir honores a la nobleza napolitana que es de las más antiguas de Europa. ¿No somos acaso dignos de recibir como regalo mermelada de perro?

–Son ustedes ciertamente dignos de recibir algo mejor -dije ingenuamente.

–En todo caso – dijo Consuelo -, yo prefiero la mermelada de perro que vuestro
spam.

–Nuestro
spam
-replicó Jack- no es otra cosa que mermelada de cerdo.

–El otro día -dijo – Antonino Nunziante- regresaba a casa y encontré un negro que comía con la familia de mi portero. Un bello negro, muy cortés. Me dijo que si los soldados americanos no comiesen
spam
habrían ya conquistado Berlín.

–Yo tengo mucha simpatía por los negros dijo Consuelo-, tienen por lo menos el color de sus opiniones.


Leurs opinions son très blanches
-replicó Jack-,
ce son des véritables enfants.

–¿Hay muchos negros en el ejército americano? – preguntó María Teresa.


Il y a des nègres portout
-dijo Jack-
, même dans l’armée américaine.

–Un oficial inglés, el capitán Harari -dijo Consuelo-, me ha contado que en Inglaterra hay muchos soldados negros americanos. Una noche, durante una cena en el palacio de la Embajada de los Estados Unidos en Londres, el embajador le preguntó a Lady Wintermere cómo encontraba a los soldados americanos. «Son muy simpáticos», respondió Lady Wintermere, «pero no entiendo por qué se han traído detrás de ellos a todos esos pobres soldados blancos».

–Yo tampoco lo entiendo -dijo Jack, riéndose.

–Si no fuesen negros -añadió Consuelo-, sería muy difícil distinguirlos de los blancos. Los soldados americanos llevan todos el mismo uniforme.


Oui, naturellement
-contestó Jack-,
mais in faut quand même un oeil très exercé pour les distinguer des autres.

–El otro día -dijo el barón Romano Avezzana- me detuve en la Piazza San Ferdinando, al lado de un muchacho que estaba limpiando los zapatos a un soldado negro. El negro le preguntó al muchacho: «¿Eres italiano tú?» El pequeño limpiabotas napolitano le contestó: «¿Yo? No, yo soy negro.»

–Este muchacho – dijo Jack – tiene mucho sentido político.

–Querrá usted decir que tiene mucho sentido histórico -dijo el barón Romano Avezzana.

–Yo me pregunto por qué el pueblo italiano quiere a los negros -dijo Jack.

–Los napolitanos son buenos – respondió el príncipe de Candia-, y quieren a los negros porque los negros son buenos también.

–Son ciertamente mejores que los blancos; más generosos, más humanos -dijo María Teresa-; los chiquillos no se equivocan nunca, y los chiquillos prefieren los negros a los blancos.

–Las mujeres tampoco se equivocan nunca – dijo el barón Romano Avezzana, suscitando los gritos de desdén de Consuelo y María Teresa.

–No comprendo -intervino Antonino Nunziante- por qué los negros se avergüenzan de ser negros. ¿Nos avergonzamos acaso nosotros de ser blancos?

–Los soldados negros -dijo Consuelo-, para convencer a las muchachas napolitanas a casarse con ellos, cuentan que son blancos como los demás, pero que en América, antes de embarcar Europa, los han teñido de negro para poder combatir de noche sin ser vistos por el enemigo. Cuando regresen a América, después de la guerra, se quitarán la pintura negra de la piel y volverán a ser blancos.


Ah, que c'est amusant!
-exclamó Jack, riéndose tan a gusto que los ojos se le llenaron de lágrimas.

–Algunas veces -dijo el príncipe de Candia- me avergüenzo de ser blanco. Afortunadamente no soy sólo blanco, soy cristiano también.

–Lo que nos hace imperdonables – replicó el barón Romano Avezzana- es precisamente ser cristianos.

Yo callaba y escuchaba, presa de un oscuro presentimiento. Callaba y mi mirada vagaba por las paredes llenas de rojas pinturas pompeyanas, los muebles dorados del tiempo del rey Murat, los grandes espejos venecianos, el techo pintado al fresco por algún pintor educado al gusto español de la Corte de Carlos III de Borbón. El palacio del príncipe de Candia no figura entre los más antiguos de Nápoles; es de la edad espléndida y miserable del máximo rigor de la dominación española, cuando los señores napolitanos, abandonando los tristes palacios de los alrededores de la Porta Capua y a lo largo del Decumano, comenzaron a construir sus suntuosas mansiones sobre el Monde di Dio.

Pese a que su arquitectura sea de ese pesado estilo barroco español, en gran boga durante el reinado de las Dos Sicilias, antes de que el Vanvitelli reclamase el honor de la clásica simplicidad de los antiguos, las habitaciones del palacio del príncipe de Candia revelaban el influjo de la gracia y de las agradables creaciones de ese fastuoso espíritu que en Nápoles, en las cosas del arte, más que en las elegancias francesas, se inspiraba en aquellos tiempos en los estucos y en los frescos de Herculano y de Pompeya, sacados desde hacía poco a la luz por la docta curiosidad de los Borbones. De las pinturas y los juegos ornamentado de aquellas dos antiguas ciudades, durante tanto años sepultadas bajo su tumba de cenizas y lava, descienden en realidad las danzas de amorcillos pintados sobre las paredes, los Triunfos de Venus, los Hércules cansados, apoyados en unas columnas corintias, las Dianas cazadoras y los «vendeurs d'Amours» que más tarde fueron tema favorito del arte ornamental francés. En las puertas están incrustados grandes espejos de reflejos azules, que entre los rosados resplandores de los estucos pompeyanos ponen una sombra azulada de mar en las sonrosadas carnes femeninas, en las negras cabelleras y en el vago ondear de los peplos.

Caía del techo una transparente luz verde; y si levantaban la vista, la mirada de los comensales penetraba en una selva profunda, donde, atravesando lo intrincado de la fronda, resplandecía un cielo azul sembrado de blancas nubes. En los márgenes de un río, mujeres desnudas, metidas en el agua hasta la rodilla, o tendidas sobre la hierba de un verde terso y luminoso (no era verde de Poussin, declinando hacia tonalidad amarillas y azules, ni el verde violado de Claude Lorrain), yacían ociosas o acaso indiferentes a los faunos y los sátiros que las espiaban a través de la espesura de los árboles.

Más allá del río lejano aparecían castillos almenados coronando lomas cubiertas de boscaje. Guerreros emplumados de corazas centelleantes galopaban por los valles; otros, con los espadas en alto, combatían entre ellos; otros, prisioneros bajo sus caballos derribados, se apoyaban sobre el codo tratando de levantarse. Y jaurías de perros corrían tras los ciervos blancos, seguidos de caballeros vestidos con jubones azules y escarlata.

El verde reflejo que caía del cielo se proyectaba dulcemente en los dorados de los muebles, en la tapicería de raso amarillo de los sillones, en los leves tonos rosados y celestes de la inmensa alfombra de Aubusson, en las blancas esfinges de los candelabros de Capodimonte alineados en medio de la mesa que un antiguo mantel de blondas sicilianas cubría espléndidamente. Nada recordaba en aquella rica sala la angustia, la ruina, el luto de Nápoles; salvo los rostros pálidos de los comensales y la modestia de los manjares.

Durante toda la guerra, el príncipe de Candia, como muchos otros señores napolitanos, no había abandonado la infeliz ciudad, reducida hoy a un montón de escombros y ruinas. Después de los terribles bombardeos americanos del invierno de 1942, no habían quedado en Nápoles más que la plebe y algunas familias de la más antigua nobleza. Una parte de los señores había buscado refugio en Roma o en Florencia, otra parte en sus tierras de Calabria, la Apulia, o los Abruzzos. La burguesía rica había huido a Sorrento y a la costa de Amalfi, y la burguesía pobre se había dispersado por los alrededores de Nápoles, especialmente en las pequeñas poblaciones de las vertientes del Vesubio, por ese general convencimiento, sabe Dios por qué nacido, de que los bombarderos aliados no osarían desafiar la cólera del volcán.

Acaso este convencimiento naciese de la antigua creencia de que el Vesubio era la divinidad tutelar de Nápoles, el
totem
de la ciudad; un dios cruel y vengativo que de vez en cuando sacudía horriblemente la tierra, hacía derrumbarse templos, palacios, habitantes, quemaba en sus ríos de fuego a sus propios hijos, sepultando sus casas bajo una corteza de cenizas candentes. Un dios cruel, pero justo, que castigaba a Nápoles por sus pecados y a la vez velaba sobre sus destinos, sobre su miseria, sobre su hambre, padre y juez, verdugo y ángel custodio de su pueblo.

La plebe había quedado dueña de la ciudad. Nada en ese mundo, ni las lluvias de fuego ni los terremotos ni la peste conseguirá arrojar jamás al pueblo napolitano de sus tugurios, de sus sórdidas callejuelas. La plebe napolitana no huye ante la muerte. No abandona sus casas, sus iglesias, las reliquias de sus santos y los huesos de sus muertos, para buscar refugio lejos de sus altares y sus tumbas. Pero cuando más grave e inmediato es el peligro, cuando el cólera llena las casas de llanto, o la lluvia de fuego y de cenizas amenaza sepultar la ciudad, la plebe de Nápoles suele desde hace siglos levantar la vista hacia los «señores» para espiar sus sentimientos y sus propósitos, y por su actitud juzgar de la grandeza del azote, indagar la esperanza de salvación, tomar ejemplo de valor, de piedad y de fe en Dios.

Después de cada uno de los terribles bombardeos que desde hacía tres años asolaban la ciudad, la plebe del Pallonetto y de la Torretta veía salir, a la hora acostumbrada, de los portones de los antiguos palacios de Monte di Dio y de la Riviera de Chiaia, destrozados por las bombas y ennegrecidos por el humo de los incendios, a los verdaderas «señores» de Nápoles, aquellos que no se habían dignado huir y que por orgullo, o acaso por pereza, no se habían rebajado a incomodarse por tan poca cosa, sino que continuaban, como si nada hubiese ocurrido y nada ocurriese, sus costumbres de los tiempos alegres y felices. Vestidos impecablemente, los guantes intactos, una flor lozana en el ojal, se encontraban todas las mañanas, saludándose de una manera afable, delante de las ruinas del «Hotel Excelsior», entre los muros derrumbados del Corcolo dei Canottieri, en el muelle del pequeño puerto de Santa Lucia atestado de cascos quilla arriba o en la acera del «Caflish». El hedor atroz de los cuerpos muertos sepultados bajo los escombros apestaba el aire, pero ni el más leve temblor pasaba por el rostro de aquellos viejos
gentlemen
que al roncar de los bombarderos americanos alzaban los ojos al cielo murmurando con una inefable sonrisa de desdén: «Ahí están esos cabrones.»

A menudo ocurría, especialmente por las mañanas, ver pasar por las calles desiertas, llenas de cadáveres abandonados y ya hinchados, de carrozas de caballo y de vehículos volcados por las explosiones, algún viejo tílburi, orgullo de un carrocero inglés, e incluso alguno de esos anticuados
char-à-banc,
arrastrado por caballos delgaduchos de los pocos que habían quedado en las vacías cuadras después de las últimas requisas del Ejército. Pasaban transportando viejos señores de la generación de Jean Gerace, acompañados de mujeres jóvenes de rostro sonriente y pálido. Asomada a los sórdidos callejones de Toledo y Chiaia, la gente pobre, vestida de harapos, el rostro demacrado, los ojos relucientes de hambre y de insomnio, la frente endurecida por la angustia, saludaba sonriendo a los «señores» que desde lo alto de sus coches cambiaban con los «lazzaroni» el familiar ademán de saludo, la muda exposición del rostro, el arquear afectuoso de las cejas, que en Nápoles valen tanto como las palabras.

«Estamos contentos de verlos con buena salud, señores», decía el ademán familiar, obsequio de los «lazzaroni». «Gracias, Genaro, gracias, Cuneetti», respondían los ademanes afectuosos de los señores. «No podemos más», decían las miradas y las reverencias de la pobre gente. «Paciencia, hijos míos, todavía un poco de paciencia. También esto pasará», respondían los señores con un movimiento de la mano o la cabeza. Y los «lazzaroni», levantando los ojos al cielo, parecían decir: «Esperemos que el Señor nos ayude.»

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