La piel (31 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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Y no menos maravillado quedó Churchill cuando, invitado a cenar por el general Cork, encontró en su plato un extraño pescado, redondo y delgado, de color de acero, parecido al disco de los antiguos discóbolos.

–¿Qué es eso? – preguntó Churchill.

–A
fish,
un pescado -respondió el general Cork.


A fish?
- dijo Churchill, observando atentamente aquel extraño animal.

–¿Cómo se llama este pescado? – preguntó el general Cork al mayordomo.

–Es un torpedo – respondió entonces el mayordomo.


What?
-preguntó Churchill.

–Un torpedo -dijo el general Cork.

–¿Un torpedo? – dijo Churchill.


Yes, of course, a torpedo
-dijo el general Cork; y volviéndose hacia el mayordomo le preguntó qué era un torpedo.

–Un pez eléctrico -dijo el mayordomo.


Ah, yes, of course,
un pez eléctrico! – dijo el general Cork, mirando a Churchill; y los dos quedaron mirándose, como dos peces entre dos aguas que no se atreven a tocar el torpedo.

–¿Está usted seguro de que no es peligroso? – preguntó Churchill, después de algunos instantes de silencio.

El general Cork se volvió hacia el mayordomo.

–¿Cree usted que puede ser peligroso tocarla Está lleno de electricidad.

–La electricidad – respondió el mayordomo en inglés pronunciado con acento napolitano- es peligrosa cuando está cruda; cocida no hace daño.

–¡Ah! – exclamaron a la vez Churchill y el general Cork; y lanzando un suspiro de alivio tocaron el pescado con la punta de un tenedor.

Pero un buen día se acabaron los peces del Acuarium; no quedaba más que la famosa sirena (ejemplar bastante raro de esa especie de «sirénidos» que por su forma casi humana han dado lugar a la antigua leyenda de las sirenas), y algunas maravillosas ramas de coral.

El general Cork, que tenía la laudable costumbre de ocuparse personalmente de las más íntimas cosas, había preguntado al mayordomo qué calidad de pescado podía encontrarse en el Acuarium para la cena en honor de Mrs. Flat.

–Poco ha quedado -contestó el mayordomo-, la sirena y algunas ramas de coral.

–¿Es un buen pescado la sirena?

–¡Excelente! – contestó el mayordomo sin pestañear.

–¿Y los corales? – preguntó el general Cork, que cuando se ocupaba de cosas de comida se mostraba sumamente minucioso-, ¿son buenos para comer?

–No, los corales no, son un poco indigestos.

–Entonces nada de corales.

–Podemos ponerlos alrededor -había respondido imperturbable el mayordomo.

-That's fine!

Y el mayordomo había escrito en la minuta dela cena:

«Sirena salsa mayonesa con corales.»

Y ahora todos contemplaban lívidos, mudos de sorpresa y de horror aquella pobre chiquilla muerta tendida con los ojos abiertos sobre la fuente de plata, sobre un lecho de verdes hojas de lechuga en medio de una guirnalda roja de corales.

Recorriendo las miserables callejuelas de Nápoles, ocurre con frecuencia vislumbrar en alguna habitación «baja» un muerto tendido en la cama entre una guirnalda de flores. Y no es raro ver a una chiquilla muerta. Pero no había visto nunca una chiquilla muerta tendida entre una guirnalda de corales. ¡Cuántas pobres madres hubieran asegurado para sus hijas muertas una tan maravillosa guirnalda de corales! Los corales se parecen a las ramas del melocotonero en flor, dan alegría al mirarlos, dan un no sé qué de alegre, de primaveral, a los cadáveres de los chiquillos. Yo miraba aquella chiquilla hervida, y temblaba de piedad y de orgullo dentro de mí. «¡Qué maravilloso país es Italia!», pensaba. «¿Qué otro pueblo del mundo puede permitirse el lujo de ofrecer a un ejército extranjero que ha destruido su patria una sirena con mayonesa, rodeada de corales?» ¡Ah! ¡Valía la pena perder la guerra, sólo por ver a aquellos oficiales americanos, a aquella orgullosa mujer americana, pálidos, aterrados de horror en torno al cadáver de una sirena, de una deidad marina muerta sobre una fuente de plata, en la mesa de un general americano!

-Disgusting!
-exclamó Mrs. Flat tapándose los ojos con la mano.


Yes… I mean… yes…
-balbuceaba pálido y tembloroso el general Cork.

–¡Llevaos eso pronto! ¡Llevaos esta cosa horrible! – gritó Mrs. Flat.

–¿Por qué? – dije -. Es un pescado excelente.

–¡Pero tiene que ser un error…!
I beg pardon… but…
debe de ser un error…
I beg pardon…
-balbuceó, con un lamento de dolor, el pobre general Cork.

–Les aseguro que es un pescado excelente – dije.

–¡Pero no podemos comer
that…
esta chiquilla…
that poor girlt
-dijo el coronel Eliot.

–No es una chiquilla – dije -, es un pescado.

–General -dijo Mrs. Flat con voz severa espero que no me obligará a comer
that… that poor girll.

–¡Pero si es un pescado! – dijo el general Cork-, un pescado excelente.
He knows…

–No he venido a Europa para que
su
amigo Malaparte
and you
me obliguen a comer carne humana -dijo Mrs. Flat con voz que temblaba de rabia-. Dejemos para este
barbarous italian people to eat children at dinner. I refuse. I am a honest american woman. I don't eat italian children!


Iam sorry. I am terribly sorry
-dijo el general Cork, enjugándose la frente bañada de sudor-, pero en Nápoles todo el mundo come esta especie de chiquillos…
yes… I mean… no… I mean… that sort of fish…!
¿No es verdad, Malaparte, que
that sort of children… of fish… is excellent?

–Es un pescado excelente -respondí- y ¿qué importa que tenga el aspecto de una chiquilla? Es un pescado. En Europa los peces no tienen obligación de parecer peces.

–¡Ni en América tampoco!-exclamó el general Cork, contento de encontrar alguien que tomase su defensa.


What?
-gritó Mrs. Flat.

–En Europa -dije-, los peces son libres, ¡por lo menos los peces! Nadie les prohibe parecerse a… qué se yo…, a un hombre, a una chiquilla, a una mujer. Y esto es un pez, aunque… Por otra parte -añadí-, ¿que creían ustedes venir a comer a Italia, el cadáver de Mussolini?


Ah, ah, ah, funnyl
-gritó el general Cork con una risa demasiado estridente para ser sincera -. ¡Ja, ja, ja! – Y todos le hicieron coro, con una carcajada en la cual el espacio, la duda, la alegría y el horror se conjugaban extrañamente. No he querido nunca tanto a los americanos, no querré nunca tanto como aquella noche, en aquella mesa, delante de aquel pescado.

–No pretenderá usted, espero -dijo Mrs. Flat pálida de ira y de horror-, ¡no pretenderá hacerme comer de esta horrible cosa! ¡Usted olvida que soy americana! ¿Qué dirían en Washington, general, qué dirían en el War Departament si supiesen que en sus cenas se comen chiquillas hervidas,
boiled girls?


I mean…? yes… of course…
- balbució el yeneral Cork, dirigiéndome una mirada de súplica.

-Boiled girls with mayonese!
-añadió Mrs. Flat con voz halada.

–Olvida usted el acompañamiento de corales -dije, como si quisiera con mis palabras justificar al general Cork.


I don't forget corals!
¡No olvido los corales! – exclamó Mrs. Flat fulminándome con la mirada.

-Get out!
- gritó de improviso el general Cork al mayordomo, indicándole con el dedo la sirena-,
get out that thing!

–General,
wait a moment, please
- dijo el coronel Brown, capellán del Cuartel General -;
we must bury that… that poor fellow.

-What?
-exclamó Mrs. Flat.

–Hay que enterrar este…, esta…
I mean…
-dijo el capellán.


Do you mean…
-dijo el general Cork.


Yes, I mean bury
-dijo el capellán.


But

it's a fish…
-dijo el general Cork.

–Es posible que sea un pescado -dijo el capellán -, pero tiene más bien el aspecto de una chiquilla… Permítame que insista; nuestro deber es dar sepultura a esta chiquilla…
I mean,
a este pescado.
We are christians.
¿No somos acaso cristianos?

–Lo dudo – dijo Mrs. Flat, dirigiendo al general una fría mirada de desprecio.


Yes, I suppose…
- dijo el general Cork.


We must bury it
- dijo el coronel Brand.


All right
-dijo el general Cork-, pero ¿dónde debemos enterrarlo? Yo propondría tirarlo a la basura; me parece lo más sencillo.

–No -dijo el capellán-; no estoy del todo seguro de que sea un pescado. Hay que darle una sepultura más decente.

–¡Pero en Nápoles no hay cementerios para peces! – dijo el general Cork volviéndose hacia mí.

–No creo que los haya -dije-; los napolitanos no entierran a los peces, se los comen.

–Podemos enterrarlo en el jardín -dijo capellán.

–Esto es una buena idea -dijo el general Cork, iluminándosele el rostro-. Podemos enterrarlo en el jardín. – Y volviéndose hacia el mayordomo añadió-: Por favor, vayan a enterrar
esto…,
este pobre pescado, en el jardín.

–Sí, mi general -dijo el mayordomo, inclinándose, mientras los criados levantaban la enorme fuente de plata maciza y la depositaban sobre las angarillas.

–He dicho enterrarlo en el jardín -dijo el general Cork-; les prohibo que se lo coman en la cocina.

–¡Oh, mi general! – dijo el mayordomo-, Pero ¡es una lástima! ¡Un pescado tan bueno…!

–No estoy seguro de que sea un pescado – dijo el general Cork -, y les prohibo que se lo coman.

El mayordomo se inclinó; los criados se dirigieron hacia la puerta llevando sobre las angarillas la reluciente fuente de plata, y todos seguimos con una mirada triste aquel extraño cortejo fúnebre.

–Será mejor -dijo el capellán levantando de la mesa – que vaya a vigilar la sepultura. No quiero tener nada sobre la conciencia.

-Thank you, Father
-dijo el general Cork enjugándose la frente y dirigiendo tímidamente mirada a Mrs. Flat con un suspiro de alivio.

-Oh, Lord!
- dijo Mrs. Flat, alzando los ojos al cielo.

Estaba pálida y las lágrimas brillaban en sus ojos. Me causó placer verla conmovida, y le agradecí profundamente aquellas lágrimas. La había juzgado mal; Mrs. Flat era mujer de corazón. Si lloraba por un pescado, hubiera acabado sin duda, un día, sintiendo incluso piedad por el pueblo italiano, llorando por los duelos y los sufrimientos de mi pobre pueblo.

Capítulo octavo
Triunfo de Clorinda

–El Ejército americano -dijo el príncipe de Candia- tiene el mismo olor dulce y suave que las mujeres rubias.


Very kind of you
-dijo el coronel Jack Hamilton.

–Es un ejército espléndido. Es un honor y un placer para nosotros haber sido vencidos por tal ejército.

–Es usted verdaderamente muy amable -dijo Jack, sonriendo.

–Han desembarcado ustedes en Italia con mucha cortesía -añadió el marqués Antonino Nunziante-; antes de entrar en nuestra casa han llamado a la puerta, como hacen todas las personas bien educadas. Si no hubiesen llamado no les hubiéramos abierto.

–A decir verdad -dijo Jack-, hemos llamado un poco demasiado fuerte. Tan fuerte que toda la casa se ha venido abajo.

–Esto no es más que un pormenor sin importancia – dijo el príncipe de Candia-; lo importante es que hayan llamado. Espero que no se quejarán del modo como les hemos recibido.

–No hubiéramos podido desear huéspedes más corteses -dijo Jack-; sólo nos resta pedirles perdón por haber ganado la guerra.

–Estoy seguro de que acabarán ustedes pidiéndonoslo -dijo el príncipe de Candia con ese aire suyo inocente e irónico de viejo napolitano

–No somos los únicos en deber pedirles perdon -dijo Jack-; también los ingleses han ganado la guerra; pero ellos no se lo pedirán nunca.

–Si los ingleses – dijo el barón Romano Avezzana, que había sido embajador en París y en Washington y había permanecido fiel a las grandes tradiciones de la diplomacia europea – esperan que nosotros les pidamos perdón por haber perdido la guerra, se equivocan. La política italiana está basada en el principio fundamental de que hay siempre alguien más que pierde la guerra por cuenta de Italia.

–Tengo curiosidad por saber – dijo Jack riéndose- quién ha perdido esta vez la guerra por cuenta de ustedes.

–Los rusos, naturalmente -contestó el príncipe de Candia.

–¿Los rusos? – preguntó Jack, profundamente asombrado -¿Y por qué?

–Hace algunos días -dijo el príncipe de Candia- estaba cenando con el conde Sforza. Asistía también el vicecomisario soviético Wichinsky. Wichinsky contó que había preguntado a un muchacho napolitano si sabía quién había ganado la guerra. «Los ingleses y los italianos», había respondido el muchacho. «¿Y por qué?» «Porque los ingleses son primos de los americanos y los italianos son primos de los franceses.» «Y de los rusos, ¿qué piensas? ¿Crees que ganarán la guerra ellos también?», había preguntado Wichinsky al muchacho. «¡Oh, no, los rusos la perderán!», respondió el muchacho. «¿Y por qué?» «Porque los rusos son primos de los alemanes.»


Wonderful
-exclamó Jack.

Alto, delgado, el rostro curtido por el sol y el viento marino, el príncipe de Candia era un ejemplar perfecto de esa nobleza napolitana que, entre las más antiguas y las más ilustres de Europa, acompaña a unos modales espléndidos un espíritu libre en el cual la ironía de los grandes señores franceses del 1700 atempera el orgullo de la sangre española. Tenía el cabello blanco y los ojos claros, la boca de labios sutiles. Su pequeña cabeza de estatua, sus manos leves de largos dedos afilados, contrastaban con sus anchos hombros de atleta, con su elegancia viril de hombre fuerte ejercitado en los deportes violentos.

Su madre era inglesa, y de la sangre inglesa tenía la mirada fría, la lentitud sobria y segura de los ademanes. Después de haber rivalizado durante su juventud con el principe Jean Gerace en llevar, incluso la moda de París y Londres, había, desde hacía muchos años, renunciado a los placeres mundanos para no tener contacto con aquella «nobleza» improvisada que Mussolini había llevado a las primeras filas de la vida política y social. Durante mucho tiempo no había dado que hablar de él. Su nombre había vuelto de pronto a la boca de todos cuando, en 1938, en ocasión de la visita de Hitler a Nápoles, se había negado a asistir al banquete dado en honor del Führer. Detenido y encerrado durante algunas semanas en la cárcel de Poggio Reale, fue más tarde desterrado por Mussolini a sus propiedades de Calabria. Lo cual le había valido la fama de hombre honrado e italiano libre, que no eran, en aquellos tiempos, títulos que despreciar, sino peligrosos.

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