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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (94 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Tales síntomas, cuando de una enfermedad así se trata, suelen ser los del contagio.

Capítulo XIV

Fanny pide consejo

Cuando los británicos que vivían a orillas del amarillo Tíber supieron que su inteligente compatriota, el señor Sparkler, había pasado a formar parte de los lores del Negociado de Circunloquios lo recibieron como una noticia de no mayor interés que cualquier otra publicada en la sección de sucesos de la prensa inglesa. Algunos rieron; otros, a modo de excusa, declararon que el cargo era virtualmente una sinecura y que cualquier tonto capaz de escribir su nombre podía ejercerlo; otros, los oráculos políticos más solemnes, señalaron que Decimus había actuado con sabiduría al reforzar su posición y que la única finalidad constitucional de los puestos que Decimus podía conceder era precisamente ésa, reforzar su posición. Unos pocos británicos biliosos no suscribieron semejante artículo de fe, pero sus objeciones eran puramente teóricas. Con sentido práctico, se olvidaron del asunto, considerando que era interés de otros británicos desconocidos que vivían en algún otro lugar o en ningún lugar concreto. De la misma manera, en Inglaterra, gran número de británicos sostuvieron veinticuatro horas seguidas que aquellos británicos invisibles y anónimos «debían tomar medidas» y que si aceptaban la situación sin rechistar bien se la merecían. Si bien ni a orillas del amarillo Tíber ni a orillas del negro Támesis quedó claro de qué clase eran los británicos remisos, dónde y por qué se ocultaban las desgraciadas criaturas y cómo podía ser que abandonaran constantemente el cuidado de sus intereses, cuando tantos otros británicos no podían explicarse que no cuidaran de ellos.

La señora Merdle difundió la noticia, al tiempo que recibía las felicitaciones por ella, con finura e indiferencia, con lo cual conseguía darle mayor relevancia, igual que la montura resalta la joya. Sí, decía, Edmund había aceptado el puesto. El señor Merdle lo deseaba y eso había hecho. Esperaba que a Edmund le gustara, pero lo cierto era que no lo sabía porque lo retendría en la ciudad y él prefería el campo. Sin embargo, no era una posición desagradable… y era toda una posición. No podía negarse que se trataba de un gesto amable dirigido al señor Merdle y no era mala cosa si a Edmund le gustaba. Y era mejor que tuviera algo que hacer y era mejor que cobrara por ello, aunque quedaba por ver si le resultaría más agradable que el ejército.

Así era el Busto: toda una maestra en el arte de parecer que no daba importancia a las cosas mientras, en realidad, lo que hacía era recalcarlas. Mientras Henry Gowan, al que Decimus había despreciado, recorría todos sus círculos de amistades entre la Puerta del Pueblo y la población de Albano jurando, casi con lágrimas en los ojos (pero sin llegar a ese extremo), que Sparkler era el asno de mejor carácter, más sencillo y más adorable que había pastado en el prado público; y que sólo una circunstancia le habría entusiasmado más que el hecho de que el querido asno consiguiera el puesto, y habría sido conseguirlo él. Era, decía, lo ideal para Sparkler: no había nada que hacer y lo haría con gran encanto; pagaban un estupendo sueldo y lo cobraría con gran encanto; era un nombramiento apropiadísimo, magnífico, sensacional; casi perdonaba a quien se lo había concedido que no hubiera pensado en él, tanto le alegraba que el querido asno, por el que sentía tanto afecto, tuviera tan buen establo. Y su benevolencia no terminaba ahí. En todas las ocasiones sociales se tomaba la molestia de poner al señor Sparkler en primer plano para que destacara ante los presentes; y, aunque este gesto tan considerado siempre tenía como resultado que el joven caballero ofreciera un pobre espectáculo, nadie podía poner en duda las amistosas intenciones que lo guiaban.

A menos que las pusiera en duda la persona que era objeto del afecto del señor Sparkler. La señorita Fanny se encontraba en aquel momento en la difícil situación de que todo el mundo supiera quién era su admirador sin que ella lo hubiera rechazado, aunque lo tratara según su capricho. Por ello, se identificaba con el caballero lo bastante para sentirse molesta cuando él hacía el ridículo más que de costumbre; y por ello, dado que no le faltaba rapidez, a veces contraatacaba a Gowan y echaba una mano a Sparkler. Sin embargo, mientras lo hacía, se avergonzaba de él y no acababa de decidir si lo abandonaba o le daba esperanzas, cada día más dudosa, torturada por el temor de que la señora Merdle triunfara sobre su desconcierto. Con semejante confusión en la cabeza, no es de extrañar que una noche Fanny llegara a casa de un concierto y un baile en la residencia de la señora Merdle en gran estado de inquietud y, mientras su hermana intentaba calmarla afectuosamente, la apartara de un empujón del tocador donde intentaba llorar con rabia, y declarara con el pecho agitado que odiaba a todo el mundo y preferiría estar muerta.

—Querida Fanny, ¿qué pasa? Cuéntamelo.

—Que qué me pasa… Anda que eres un topo —contestó Fanny—. Si no fueras la más ciega de todos los ciegos ni se te ocurriría preguntármelo. ¡Crees que tienes ojos en la cara y se te ocurre preguntarme qué me pasa!

—¿Tiene algo que ver con el señor Sparkler, querida Fanny?

—¡El se-ñor Spar-kler! —repitió Fanny con una burla infinita, como si fuera la última persona en el sistema solar que pudiera pasarle por la cabeza—. No, señorita murciélago, no es él.

Se arrepintió de inmediato de haberse burlado de su hermana y, entre sollozos, reconoció que sabía que era odiosa pero que todo el mundo la empujaba a serlo.

—Querida Fanny, me parece que esta noche no te encuentras buen.

—¡Tonterías! —contestó la joven, de nuevo furiosa—. Estoy tan bien como tú. Y no estaría presumiendo en vano si dijera que incluso mejor.

La pequeña Dorrit, pobrecita, al ver que no había manera de ofrecer consuelo a su hermana sin que lo rechazara, decidió callarse. Al principio, Fanny también lo tomó a mal y, frente al espejo, dijo que la peor hermana que podía tener una joven era una hermana boba. Sabía que en ocasiones tenía muy mal carácter y resultaba odiosa; y que cuando resultaba odiosa lo que mejor le venía era que se lo dijeran; pero, como había tenido la mala suerte de tener una hermana boba, ésta nunca se lo decía y, en consecuencia, todo la tentaba y empujaba a ser más desagradable. Además (dijo con rabia mirando al espejo), no quería pedir perdón a nadie. No era un buen ejemplo tener que disculparse continuamente ante una hermana menor. Ahí estaba el truco: siempre la colocaban en la posición de tener que pedir perdón, le gustara o no. Finalmente, estalló en un violento llanto y, cuando Amy se sentó a su lado para consolarla, exclamó:

—¡Amy, eres un ángel! Pero tengo que decirte algo, tesoro mío —prosiguió cuando la amabilidad de su hermana la hubo calmado—. En resumidas cuentas, la cosa es así: esto no puede seguir como hasta ahora y terminará de un modo u otro.

Como la afirmación era vaga, aunque perentoria, la pequeña Dorrit le contestó.

—Pues hablemos.

—Eso mismo, querida —asintió Fanny mientras se secaba los ojos—. Hablemos. De nuevo vuelvo a comportarme como un ser racional y tendrás que aconsejarme. ¿Querrás aconsejarme, querida niña?

Incluso Amy sonrió ante la idea, pero contestó:

—Claro que quiero aconsejarte, Fanny, tan bien como pueda.

—Gracias, queridísima Amy —contestó Fanny con un beso—. Eres mi áncora.

Tras abrazar a su áncora con gran afecto, Fanny cogió un frasco de agua de colonia de la mesa y pidió a su doncella un buen pañuelo. Después dijo a la camarera que no la necesitaría más aquella noche y se dispuso a oír los consejos de su hermana; de vez en cuando, se daba toquecitos con el pañuelo y la colonia en los ojos y la frente para refrescárselos.

—Querida mía —empezó Fanny—, nuestros caracteres y puntos de vista son tan distintos (dame otro beso, querida) que te sorprenderé con lo que voy a decirte. Lo que voy a decirte, querida, es que, a pesar de nuestro patrimonio, socialmente hablando sufrimos ciertas desventajas. ¿Entiendes lo que quiero decir, Amy?

—Seguro que te entenderé si me cuentas un poco más —contestó Amy amablemente.

—Bien, querida, lo que quiero decir es que, al fin y al cabo, somos recién llegados a esta vida elegante.

—Estoy segura, Fanny —la interrumpió la pequeña Dorrit con admiración ardiente—, de que a ti no se te nota.

—Bueno, querida niña, tal vez no —dijo Fanny—, aunque es muy amable y cariñoso por tu parte, niña preciosa, decirlo. —Con estas palabras le dio unos golpecitos en la frente y luego sopló un poquito sobre ella—. Pero, como todo el mundo sabe, tú eres la persona más tierna del mundo. Sigamos… Papá es muy erudito y es todo un caballero pero en algunos detalles sin importancia es un poco diferente de otros caballeros con fortuna similar: en parte por lo que ha tenido que pasar, pobrecillo; y en parte, me imagino, porque tiene siempre presente, mientras les está hablando, lo que otros podrían pensar. Nuestro tío, querida, es totalmente impresentable. Aunque sea un encanto y yo sienta por él mucho cariño, desde un punto de vista social es inaceptable. Edward es terriblemente despilfarrador y lleva una vida disipada. No quiero decir que eso no sea propio de un caballero (todo lo contrario), sino que no lo hace bien y que, si se me permite la expresión, gasta demasiado para la fama que obtiene a cambio.

—Pobre Edward —suspiró la pequeña Dorrit, abarcando a toda la familia con el suspiro.

—Sí. Y pobres de ti y de mí —contestó Fanny un poco seca—. ¡Es cierto! Además, querida Amy, no tenemos madre y tenemos una señora General. Y te diré de nuevo, querida, que la señora General, si se me permite alterar el proverbio y adaptarlo, es un gato con guantes que

caza ratones. Estoy bastante segura de que esa mujer se convertirá en nuestra madrastra.

—Me cuesta creerlo, Fanny…

Fanny la interrumpió.

—Bueno, no me lo discutas, Amy —contestó—, porque estoy mejor informada que tú. —Con la sensación de haber sido brusca de nuevo, volvió a dar unos golpecitos en la frente a su hermana con el pañuelo y volvió a soplar—. Para seguir con el asunto, querida, la cuestión es si yo (soy orgullosa y valiente, Amy, como sabes tú bien: demasiado, me atrevería a decir) voy a tomar la decisión de sacar adelante a la familia.

—¿Cómo? —preguntó su hermana, inquieta.

—No voy a tolerar que la señora General sea mi madrastra —dijo Fanny, sin contestar a la pregunta—. Y no voy a tolerar que me mangonee o atormente la señora Merdle.

La pequeña Dorrit puso la mano sobre la mano que sujetaba la botella de colonia con una expresión todavía más inquieta. Fanny empezó a darse golpecitos en la frente con tanta fuerza como si se castigara y prosiguió muy nerviosa:

—Nadie puede negar que ha conseguido una buena posición de un modo u otro, ahora no viene al caso cómo. Nadie puede negar que es un buen partido. En cuanto a si es listo o no es listo, dudo mucho que a mí me conviniera un marido listo. No soy capaz de someterme. No podría dejarme llevar por él.

—Oh, querida Fanny —exclamó con tono de reproche la pequeña Dorrit, de la que se había ido apoderando una sensación de terror a medida que advertía el significado de las palabas de su hermana—. Si estuvieras enamorada, pensarías de otro modo. Si estuvieras enamorada, no querrías ser tú sino que querrías olvidarte de ti misma y dedicarte a él. Si estuvieras enamorada, Fanny…

Fanny había dejado de dar golpecitos y la miraba fijamente.

—¡Vaya! —exclamó Fanny—. ¿De verdad? Hay que ver lo mucho que algunas personas saben de algunas cosas. Dicen que todo el mundo tiene algún tema favorito y, desde luego, parece que este es el tuyo, Amy. Venga, niña, estaba hablando en broma —reanudó los golpecitos—. Pero no seas boba y no te pongas a divagar con tanta elocuencia sobre algo que es imposible. Vuelvo al asunto del que hablaba.

—Querida Fanny, déjame decir primero que preferiría que tuviéramos que volver a trabajar para vivir modestamente que verte rica y casada con el señor Sparkler.

—¿Que te lo deje decir? —repuso Fanny—. Claro, querida, te dejo decir lo que quieras. Espero que nadie te lo impida. Estamos aquí para hablar de estas cosas. Y lo de casarme con Sparkler… no tengo la menor intención de hacerlo esta noche ni tampoco mañana por la mañana.

—¿Y algún otro día?

—En este momento creo que nunca —contestó Fanny con indiferencia. De repente, trocando la indiferencia en ardiente desasosiego, añadió—: hablas de hombres inteligentes, Amy. Está muy bien hablar de hombres inteligentes, pero ¿dónde están? ¡No veo ninguno por aquí!

—Querida Fanny, en tan poco tiempo…

—Poco tiempo o mucho tiempo —interrumpió Fanny—. Nuestra situación me impacienta. No me gusta y necesito poca cosa para desear cambiarla. Algunas jóvenes educadas de otro modo y en otras circunstancias se sorprenderían de lo que digo o de lo que hago. Que se sorprendan. Están marcadas por su vida y su carácter. Yo lo estoy por los míos.

—Fanny, querida Fanny. Sabes que posees cualidades que te hacen digna de alguien mucho mejor que el señor Sparkler.

—Amy, querida Amy —contestó Fanny, parodiando sus palabras—. Sé que deseo una posición más clara y mejor en la que pueda mostrarme con aplomo ante esa mujer insolente.

—Perdona que te lo pregunte, pero ¿para eso te casarías con su hijo?

—Quizá sí —contestó Fanny con una sonrisa de triunfo—. Podría haber vías menos prometedoras, querida. Esa insolente podría pensar que sería un gran éxito hacerme cargar con su hijo y luego apartarme, pero quizá no tiene la menor idea de cómo me portaría si me casara con su hijo. Me opondría a ella en todo y competiría con ella. Sería el objetivo de mi vida.

Al llegar a este punto, Fanny dejó el frasco y empezó a pasear por la habitación; cada vez que hablaba se detenía y se quedaba inmóvil.

—Una cosa haría seguro, Amy. ¡La haría más vieja! —A esta frase siguió otro paseo—. Hablaría de ella como de una anciana. Simularía saberlo todo sobre su edad, aunque no lo supiera, pero lo averiguaría a través de su hijo. Y me oiría decirle con afecto y respeto lo bien que estaba teniendo en cuenta su edad. Sólo por el hecho de que soy más joven ella parecería más vieja. Quizá no sea tan guapa como ella, imagino que no soy buen juez; pero sé que soy lo bastante bonita para convertirme en una espina clavada en su costado. ¡Y lo sería!

—Querida hermana, ¿te condenarías a una vida infeliz por este motivo?

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