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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (91 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Como la cena y el postre duraron tres horas, el tímido parlamentario se fue enfriando bajo la sombra de lord Decimus más rápido de lo que lo calentaban la comida y la bebida, y para él fue una velada gélida. Lord Decimus, como una torre alta en un país llano, se proyectaba en el mantel, le tapaba la luz al excelentísimo parlamentario, helaba al excelentísimo parlamentario hasta el tuétano, transmitiéndole la triste idea de la distancia que mediaba entre ambos. Cuando invitó a este desventurado viajero a tomar una copa de vino, acompañó sus pasos titubeantes con la más lúgubre de las sombras, y, cuando dijo: «¡A su salud, señor!», a su lado todo era esterilidad y desolación.

Por fin lord Decimus, sosteniendo una taza de café, empezó a revolotear en torno a los cuadros, lo que despertó en todas las cabezas una interesante conjetura sobre el momento en que dejaría de hacerlo, pues entonces los pájaros menores podrían volar al piso superior, algo que tenían prohibido hasta que el lord no pidiera a sus nobles alas que lo trasladaran a él. Después de cierto tiempo, y de extender las alas varias veces sin resultado alguno, el caballero ascendió a los salones.

A continuación surgió una complicación que siempre surge cuando se organiza una cena con el propósito especial de que dos personas hablen. Todos (menos el Obispado, que ni siquiera lo sospechaba) sabían muy bien que esa noche habían comido y bebido sólo para que, al final, lord Decimus y el señor Merdle tuvieran ocasión de charlar cinco minutos. La ocasión tan prolijamente preparada ya había llegado, pero entonces pareció que no había forma humana de conseguir que los dos gerifaltes coincidieran en la misma sala. El señor Merdle y su noble invitado se empeñaban en vagar por extremos opuestos del panorama. Fue inútil que el encantador Ferdinand llevara a lord Decimus a admirar los caballos de bronce cerca del señor Merdle. Justo en tal momento éste se escabulló y siguió vagando. Fue inútil que llevara al señor Merdle junto a lord Decimus para que el banquero le contara la historia de unos jarrones de Dresde que eran piezas únicas. Entonces fue lord Decimus quien se escabulló y siguió vagando, justo cuando Ferdinand colocaba a su hombre en el lugar deseado.

—¿Ha visto usted algo parecido? —le preguntó el joven a la Abogacía tras fracasar veinte veces.

—Con mucha frecuencia —respondió.

—A no ser que acordemos una esquina y yo le empuje a ella, mientras usted hace lo mismo con el otro —propuso Ferdinand—, va a ser imposible.

—Muy bien —dijo la Abogacía—. Si quiere, yo empujo a Merdle, pero no al lord.

Ferdinand soltó una carcajada pese a su confusión.

—¡Malditos sean los dos! —exclamó mientras miraba el reloj—. Quiero irme. ¿Se puede saber por qué se esquivan? ¡Los dos saben lo que quieren y lo que tienen intención de hacer! ¡Mírelos!

Ambos seguían en extremos opuestos de la sala; cada uno fingía absurdamente no estar pensando en el otro, lo cual no habría sido más transparente ni más ridículo ni aunque llevaran los pensamientos escritos a tiza en la espalda. Todos vieron que el Obispado, que acababa de reunirse con la Abogacía y Ferdinand, pero a quien su inocencia había vuelto a despistar y sumir en la ignorancia, se acercaba a lord Decimus y empezaba a hablar con él distraídamente.

—Supongo que tendré que ir a buscar al médico de Merdle para que lo retenga —dijo Ferdinand—, después echarle el guante a mi ilustre pariente y traerlo con algún ardid, o si no arrastrándolo, para que se celebre la cumbre.

—Dado que me hace usted el honor de requerir mis pobres servicios, lo ayudaré con sumo placer —propuso la Abogacía—. No creo que esto deba hacerlo un hombre solo. Si usted se encarga de impedir que el lord salga de ese último salón en el que ahora está tan entretenido, yo me ocuparé de llevar allí a nuestro querido Merdle y de no dejarle escapatoria.

—¡Eso está hecho! —dijo Ferdinand.

—¡Eso está hecho! —dijo la Abogacía.

Fue cosa digna de verse cuando la Abogacía, con toda intención, meciendo con desparpajo los anteojos que pendían de una cinta, y haciendo reverencias también con desparpajo a todo un universo de juristas, acabó, de la manera más casual jamás vista, al lado del señor Merdle, ocasión que aprovechó para mencionarle un asuntillo en el que quería que le guiara especialmente la luz de su sabiduría práctica. (Entonces cogió al anfitrión del brazo y se lo llevó suavemente). Un banquero, supongamos que se llamaba A. B., le había adelantado una gran suma de dinero, supongamos que quince mil libras, a una clienta suya, supongamos que llamada P. Q. (En ese instante se estaban acercando a lord Decimus y la Abogacía sujetó a Merdle con más fuerza). Como garantía de que iba a ser devuelta esa cantidad prestada a P. Q., que supongamos es una viuda, a A. B. se le entregaron las escrituras de una finca de la que ella era la única dueña, finca que supongamos se llamaba Pan Comido. Pues lo que había sucedido era lo siguiente: el hijo de P. Q., que ya había alcanzado la mayoría de edad, gozaba de un derecho limitado a cortar y podar los árboles de Pan Comido; supongamos que ese hijo se llamaba X. Y…. ¡Oh, pero qué contratiempo! ¡Delante de lord Decimus, retener al anfitrión con aburridas menudencias legales era del todo inapropiado! ¡En otro momento! La Abogacía estaba verdaderamente avergonzada y no diría ni una palabra más. ¿Sería tan amable el Obispado de hablar un poco con él? (Ya había colocado al señor Merdle en el sofá, al lado de lord Decimus: si no hablaban entonces, nunca lo harían).

Entonces los otros invitados, muy ansioso e interesados, exceptuando como siempre al Obispado, que ni siquiera se había percatado de que estuviera pasando algo, formaron corro en torno al fuego en el salón contiguo y fingieron charlar despreocupadamente sobre un sinfín de temas sin importancia, mientras no dejaban de mirar subrepticiamente a la pareja retirada ni de pensar en ella. El Coro manifestaba un nerviosismo excesivo, quizá porque se había adueñado de sus miembros la espantosa sospecha de que algo bueno les iban a quitar. Sólo el Obispado hablaba de corrido, sin entrecortarse. Debatió con la Medicina sobre la debilidad de garganta que aquejaba a los curas jóvenes con demasiada frecuencia, y sobre el modo de disminuir la gran incidencia de esa afección en la Iglesia. La Medicina, por regla general, opinaba que el mejor método era aprender a leer antes de dedicarse profesionalmente a la lectura. El Obispado le preguntó incrédulo si de veras pensaba eso. La Medicina respondió que sí, sin ninguna duda.

Entre tanto Ferdinand se había convertido en la única persona de la concurrencia que se había salido con sigilo del primer círculo, y se había instalado a medio camino entre los dos, como si lord Decimus estuviera operando al señor Merdle, o éste a lord Decimus, y en cualquier momento pudieran necesitarlo como enfermero. Lo cierto es que, al cabo de un cuarto de hora, lord Decimus dijo: «¡Ferdinand!», y él acudió y participó en la cumbre otros cinco minutos. Después, una sorda exclamación se extendió entre el coro cuando lord Decimus se levantó. De nuevo siguiendo las instrucciones de Ferdinand para resultar simpático, el lord estrechó la mano con brillantez a todos los asistentes, e incluso preguntó a la Abogacía: «No le habré aburrido con mis peras, ¿verdad?». A lo cual ésta respondió: «¿Las de Eton, señor, o las del Parlamento?», manifestando así con gran elegancia que recordaba el chiste e insinuando con delicadeza que no lo olvidaría mientras viviese.

La pompa y circunstancia abotonada en el interior de Tite Barnacle fue la siguiente en marcharse; después Ferdinand se fue a la ópera. Algunos se quedaron un rato más y fueron depositando copas de licor dorado en mesas de madera embutida, en las que dejaron círculos pegajosos, por si se daba la nula posibilidad de que el señor Merdle dijera algo. Pero éste, como era habitual, circulaba lenta y dificultosamente por su salón sin abrir la boca.

Un par de días después se anunció en toda la ciudad que el señor Edmund Sparkler, hijastro del insigne y celebérrimo señor Merdle, había pasado a formar parte de los lores del Negociado de Circunloquios; y se declaró a todos los verdaderos creyentes que tan admirable nombramiento debía ser considerado un elegante y deferente homenaje que el elegante y deferente lord Decimus rendía a los intereses comerciales que siempre deben, en una gran nación dedicada al comercio… etcétera, con gran fanfarria de trompeta. Así pues, reforzado por este homenaje gubernamental, el maravilloso banco y los otros negocios, también maravillosos, no hicieron sino prosperar, y una muchedumbre asombrada acudía a Harley Street, Cavendish Square, sólo para admirar la casa en la que vivía el dorado prócer.

Y, cuando veían que el mayordomo principal los observaba en sus momentos de condescendencia desde la puerta de entrada, la concurrencia comentaba su magnífico aspecto, y se preguntaba cuánto dinero tendría en ese maravilloso banco. Sin embargo, de haber conocido mejor a esa respetable Némesis no habrían hecho conjeturas, sino que habrían calculado la cantidad con absoluta precisión.

Capítulo XIII

El avance de una epidemia

Así como la experiencia establece firmemente que los seres humanos respiramos el aire de la atmosfera, es un hecho igualmente innegable que es casi tan difícil frenar una infección moral como una física; que la enfermedad se difunde con la maligna rapidez de una plaga; que el contagio, una vez alcanzada su culminación, no perdona condición ni presa, se ceba en personas con la mejor salud y se desarrolla en las más inesperadas constituciones. Supondría un enorme beneficio para la humanidad aislar de inmediato a las víctimas en las que crece esa debilidad o maldad y recluirlas (para no decir ahogarlas) antes de que el veneno sea contagioso.

De la misma manera que el rugido de un fuego enorme se oye a una gran distancia, la llama sagrada que los poderosos Barnacle habían alentado expandía en el aire sonoramente, cada día más, el nombre de Merdle. Éste se posaba en cada labio y en cada oído. No existía, jamás había existido y nunca existiría en el futuro un hombre como el señor Merdle. Como se ha dicho antes, nadie sabía lo que había hecho, aunque todo el mundo sabía que era el más grande.

En la Plaza del Corazón Sangrante, donde incluso las monedas de medio penique tenían un destino claro, este hombre sin parangón despertaba tanto interés como en la bolsa de valores. La señora Plornish, que había puesto un pequeño comercio de comestibles y artículos varios en una tiendecita situada en el mejor rincón de la Plaza, en lo alto de las escaleras, con su viejo y menudo padre y Maggy de ayudantes, hablaba de Merdle con sus clientes sobre el mostrador. El señor Plornish, que poseía una pequeña parte del negocio de un pequeño constructor del barrio, paleta en mano, desde lo alto de un andamio y sobre los tejados de las casas, decía que la gente le había contado que el señor Merdle era justo quien, claro que sí, nos dará a cada uno lo que nos corresponde y nos conducirá a todos a buen puerto, tal como necesitamos, claro que sí. Se decía entre cuchicheos que el señor Baptist, único inquilino del señor y la señora Plornish, guardaba todos los ahorros que le permitía su vida moderada y sencilla para invertirlos en uno de los negocios más sólidos del señor Merdle. Los corazones sangrantes femeninos, cuando iban en busca de unas onzas de té y unos quintales de charla, contaban a la señora Plornish que ay, qué cosas, señora, habían oído a la prima Mary Anne, que trabajaba en el ramo, que la señora Merdle podría llenar tres carros con sus vestidos. Que era una de las mujeres más hermosas del mundo, señora, y que tenía un busto que parecía de mármol. Que, según se decía, habían metido en el gobierno a un hijo que había tenido de un marido anterior. Y, si se creía lo que se decía, éste había sido general y una y otra vez había conducido sus ejércitos a la victoria. Que, según se contaba, el señor Merdle había dicho que, si le hubiera merecido la pena, se habría hecho cargo de todo el gobierno sin beneficio alguno, pero lo que no podía hacer era hacerse cargo y, además, tener pérdidas. Que no se podía esperar que perdiera dinero de este modo, dado que bien se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que estaba acostumbrado a caminar por calles pavimentadas con oro; pero que era muy de lamentar que no hubieran podido convencerlo, porque él y sólo él sabía hasta qué punto habían subido el pan y la carne y sólo él podría hacer que bajaran los precios.

Tan extendida estaba la fiebre del Corazón Sangrante y tan alta era que ni siquiera los días de cobro eran una tregua para los pacientes. En tales ocasiones, y por efecto de la enfermedad, los afectados encontraban excusa y consuelo aludiendo al nombre mágico.

—Venga, vamos —instaba el señor Pancks al inquilino deudor—. ¡Haga el favor de pagar de una vez!

—No tengo dinero, señor Pancks —respondía el deudor—. No le miento cuando le digo que no tengo ni seis peniques a mi disposición.

—Eso no me lo trago —contestaba el señor Pancks—. No esperará que me lo crea, ¿verdad?

—No, señor —contestaba el deudor abatido, dado que no tenía esas expectativas.

—Mi amo no va a aceptarlo —contestaba el señor Pancks—. No me manda aquí para eso, ¡haga el favor de pagar de una vez!

—Ah, señor Pancks —contestaba el deudor—. Si yo fuera el rico caballero cuyo nombre está en boca de todos, si me llamara Merdle, le aseguro que le pagaría ahora mismo y de buen grado.

Estos diálogos sobre el alquiler se desarrollaban, por lo general, en la puerta o en los vestíbulos de las casas y en presencia de un coro de corazones sangrantes profundamente interesados, que siempre acogían estas referencias con un murmullo grave a modo de respuesta, como si fueran muy convincentes; y el deudor, antes desolado y confuso, siempre se alegraba un poco al hacer el comentario.

—Si yo fuera el señor Merdle, señor, no tendría usted motivos de queja, se lo aseguro —añadía mientras negaba con la cabeza—. Me daría tanta prisa en pagar que ni tendría que pedírmelo, señor Pancks.

Y el coro repetía la respuesta, dando a entender que era imposible decir nada más justo y que eso casi equivalía a pagar el alquiler.

Al señor Pancks no le quedaba más remedio que decir, mientras tomaba nota:

—¡Bueno! Ya vendrá el agente y le pondrá en la calle; eso es lo que le sucederá. De nada sirve que me hable del señor Merdle. Usted tiene tan poco de Merdle como yo.

—No, señor —contestaba el deudor—, pero ya me gustaría a mí que usted lo fuera.

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