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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (118 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Un día, después de diez o doce semanas, en las cuales había intentado leer, incapaz de dejar de asociar a Marshalsea ni siquiera a los personajes imaginarios del libro, unos pasos se detuvieron delante de su puerta, y una mano llamó. Se levantó y fue a abrir; una voz agradable lo saludó, diciendo:

—¿Cómo está usted, señor Clennam? Espero no importunarlo con mi visita.

Se trataba de Ferdinand, el vivaz y joven Barnacle. Parecía de buen humor y simpático, aunque abrumadoramente libre y alegre, en contraste con la lóbrega prisión.

—Le sorprende verme, señor Clennam —observó el recién llegado mientras se sentaba en la silla que Arthur le ofrecía.

—Debo confesar que mucho.

—Espero que no sea una sorpresa desagradable.

—En absoluto.

—Se lo agradezco. Le aseguro —declaró el encantador y joven Barnacle— que he lamentado muchísimo que se haya visto usted obligado a pasar aquí una temporada, y espero (por supuesto, le hablo de caballero a caballero) que nosotros no tengamos nada que ver.

—¿Se refiere a su oficina?

—A nuestro Negociado de Circunloquios.

—No puedo atribuir ninguna de mis desgracias a ese espléndido departamento.

—Me alegro enormemente —dijo el brioso y joven Barnacle—, se lo juro. Me alivia mucho oírle decir eso. Habría lamentado en grado sumo haber tenido algo que ver con sus apuros.

Clennam volvió a asegurar que lo eximía de toda responsabilidad.

—De acuerdo —respondió Ferdinand—, me congratulo por ello. Dándole vueltas al asunto, temía que hubiéramos contribuido a precipitar su caída, porque no cabe duda de que, de vez en cuando, tenemos la mala suerte de obrar ese efecto. No queremos hacerlo, pero si hay que meter a alguien en chirona, nosotros no podemos impedirlo.

—Aunque no comparto plenamente lo que dice —contestó Arthur con pesadumbre—, le agradezco enormemente el interés que muestra por mí.

—¡No es nada! Nuestro departamento es de lo más inofensivo —afirmó el simpático y joven Barnacle—. Objetará usted que no somos más que una patraña. No le digo que no, ése es el propósito del departamento, y ése debe ser. ¿No lo entiende?

—No —dijo Clennam.

—No lo está considerando desde el ángulo que toca. El ángulo es lo esencial. Considere nuestra posición desde este ángulo: nosotros sólo pedimos que no se nos moleste, de este modo podemos ser un departamento tan importante como cualquier otro.

—¿Su cometido consiste entonces en conseguir que no los molesten? —preguntó Arthur.

—Ha dado usted en el clavo —respondió Ferdinand—. Existimos con la intención expresa de que no se nos moleste. Ésa es la idea. Ésa es nuestra función. Sin duda hay que rellenar ciertos impresos para que parezca que nos dedicamos a otra cosa, pero eso es pura fachada. ¡Si somos pura fachada, caramba! Piense en todos los impresos que ha tenido que rellenar. ¿Alguna vez se ha acercado al final del proceso?

—¡Nunca! —exclamó Clennam.

—Si considera usted la cuestión desde el ángulo que toca, apreciará la eficiencia con que cumplimos nuestro papel oficial, como si jugáramos un partido de críquet con un número limitado de jugadores. Siempre hay un equipo de forasteros que quiere lanzarle la pelota a la administración pública, pero nosotros interceptamos esa pelota.

Clennam quiso saber qué pasaba con los lanzadores. El animoso y joven Barnacle le dijo que se cansaban, que se agotaban, que quedaban lisiados, que se destrozaban la espalda, que perdían, que abandonaban, que se dedicaban a otros juegos.

—Lo cual me da pie a felicitarme de nuevo —prosiguió el visitante— por no haber tenido nada que ver con su retiro temporal. No habría sido difícil que contribuyéramos a él, porque es indudable que a veces traemos desgraciadas consecuencias a las personas que insisten en molestarnos. Señor Clennam, le voy a ser muy franco. Entre nosotros, sé que puedo serlo. Ya lo fui cuando vi que cometía usted el error de molestarnos, pues me di cuenta de que le faltaba experiencia y le sobraba optimismo, y que manifestaba cierta —espero que no le moleste lo que le voy a decir— cierta simpleza.

—En absoluto.

—Cierta simpleza. Y me pareció una pena; por eso hice todo lo posible por darle a entender (no de forma oficial, aunque siempre prescindo de lo oficial, si me lo puedo permitir), no sé con qué palabras exactamente, que, si yo fuera usted, no me metería en tantos embrollos. Pero usted se metió en ellos y ha seguido metiéndose. Deje de hacerlo.

—No creo que tenga más oportunidades —apuntó Clennam.

—¡Claro que las tendrá! Saldrá de aquí. Todo el mundo sale. Hay miles de formas de salir de aquí. Pero no vuelva a visitarnos. Este ruego es el segundo objeto de mi visita. Por favor, no vuelva a visitarnos. Le confieso —añadió Ferdinand con un gesto amistoso e íntimo— que me inquietaré mucho si no aprende usted de sus errores y decide volver a visitarnos.

—¿Y el invento?

—Mi buen amigo —respondió Ferdinand—, si me permite llamarlo de ese modo, a nadie le interesa ese invento, a nadie le importa un rábano.

—¿A nadie del Negociado, se refiere?

—Ni fuera de él. Todo el mundo suele desconfiar de los inventos y ridiculizarlos. No se hace usted una idea de cuánta gente quiere que no se la moleste. No se hace una idea de hasta qué punto el carácter inglés (no haga mucho caso del matiz parlamentario de la expresión, no se deje engañar por ella) prefiere que no se lo moleste. Créame, señor Clennam —añadió el vivaracho y joven Barnacle con sus modales más encantadores—, nuestro departamento no es un malvado gigante contra el que haya que arremeter con todo el ímpetu, es únicamente un molino de viento que le indica, moliendo cantidades ingentes de paja y heno, en qué dirección sopla el viento de la nación.

—Si creyera algo así —replicó Arthur—, tendríamos todos un futuro muy negro.

—¡Oh! ¡No diga eso! —protestó Ferdinand—. No es tan grave. Las fachadas son necesarias, a todos nos gustan las fachadas, no podríamos vivir sin ellas. Un poco de fachada, un camino trillado, y todo marcha de maravilla si no se molesta a nadie.

Con esta ilusionada confesión de sus convicciones como cabecilla de los jóvenes Barnacle de este mundo, seguida de toda una serie de consignas en las que ningún Barnacle creía y que todos vituperaban, Ferdinand se levantó. Nada podía ser más agradable que su porte franco y cortés, nada ajustado con tacto más caballeroso a las circunstancias de la visita.

—Espero no importunarlo si le pregunto —añadió cuando Arthur le tendió la mano con auténtica gratitud por su sinceridad y buen humor— si es cierto que esta molestia transitoria ha sido causada por el difunto y llorado Merdle.

—Soy uno de tantos a quienes ha arruinado. Sí.

—Debía de ser un hombre sumamente inteligente —observó Ferdinand.

Arthur, que no se sentía muy inclinado a cantar las alabanzas del finado, no dijo nada.

—Un granuja de tomo y lomo, claro —aclaró el joven—, pero ¡menuda inteligencia! Es imposible no admirarlo. Él sí que sabía cómo mantener una fachada. ¡Conocía muy bien a la gente, la engañaba completamente y la manejaba a su antojo!

Sin abandonar su desenvoltura, Ferdinand manifestaba auténtica admiración.

—Espero —apostilló Arthur— que tanto él como sus víctimas sirvan de aviso para que otras personas no se dejen manejar tanto.

—Querido señor Clennam —respondió el joven Barnacle con una carcajada—, ¿de veras alberga una esperanza tan ingenua? El próximo hombre que demuestre la misma capacidad y la misma afición por la estafa también lo conseguirá. Perdóneme, pero creo que no tiene ni idea de hasta qué punto acude todo el enjambre de las abejas humanas cuando se las llama dando golpes en un viejo recipiente de hojalata; no se necesitan más instrucciones para dominarlas. Cuando se convence a las abejas de que el recipiente está fabricado con metales preciosos, consiguen todo su poder hombres como nuestro difunto amigo. Evidentemente, de vez en cuando aparecen casos excepcionales —aclaró Ferdinand con educación— de personas que sufren engaños por motivos que parecían mucho mejores, y no tengo que ir muy lejos para encontrar ejemplos, pero no quitan validez a la regla general. ¡Pase un buen día! Espero que, cuando tenga el placer de volverlo a ver, esta nube pasajera haya dejado de ocultar el sol. No, no es necesario que me acompañe. Sé muy bien por dónde se sale. ¡Buenos días!

Tras estas palabras, el mejor y más brillante de los Barnacle bajó las escaleras, cruzó la portería tarareando una melodía, montó en su caballo en la explanada frente a la cárcel y se marchó porque tenía cita con su noble pariente, que necesitaba cierta preparación para responder eficazmente a unos descreídos esnobs que querían cuestionar las aptitudes de gobierno de la gente de auténtico postín.

Debió de cruzarse con el señor Rugg al salir, porque al cabo de un par de minutos, este rubicundo caballero apareció resplandeciente en la puerta, como un anciano Febo.

—¿Cómo se encuentra hoy, señor? —preguntó el abogado—. ¿Puedo hacer alguna cosita por usted?

—No, gracias.

El señor Rugg disfrutaba con los apuros de los demás del mismo modo que un ama de casa disfruta preparando encurtidos o conservas, una lavandera disfruta de una amplia colada, un barrendero disfruta con un cubo a rebosar, o cualquier otro profesional disfruta de una situación complicada en su oficio.

—De vez en cuando me paso a ver si todavía quedan acreedores que se congreguen a las puertas de la cárcel —anunció el abogado muy contento—. Han venido a mansalva, señor, como era de esperar.

Comentó este detalle como si fuera algo de lo que congratularse, frotándose las manos enérgicamente y echando un poco la cabeza hacia atrás.

—A mansalva —insistió—, como era razonable esperar. En tropel. Casi nunca vengo a molestarlo cuando me paso por aquí, porque sé que no tiene usted ganas de compañía, y que, si quisiera verme, dejaría recado en la portería. Pero vengo casi todos los días. ¿Sería éste un momento muy inoportuno —preguntó en tono zalamero— para hacerle un comentario?

—Tan indicado como cualquier otro.

—¡Ejem! La opinión pública se ha centrado mucho en usted.

—No me cabe duda.

—¿No sería aconsejable —propuso el abogado con un tono aún más zalamero— hacer ahora, de una vez por todas, una mínima concesión a la opinión pública? Todos las hacemos en un sentido u otro. Y lo cierto es que debemos hacerlas.

—No está en mi mano que la opinión pública me perdone, señor Rugg, y no creo que nunca lo esté.

—No diga eso, señor, no diga eso. El precio de un traslado a la cárcel de King’s Bench es casi insignificante, y, si el sentir general insiste en que debería usted estar allí, cómo no…

—Creo que había decidido usted —replicó Arthur— que mi decisión de quedarme aquí era una cuestión de gustos.

—¡Bueno, señor, bueno! Pero ¿demuestra usted buen gusto? He aquí la verdadera cuestión. —Las palabras del señor Rugg eran tan tranquilizadoras y convincentes que casi resultaban conmovedoras—. Casi estaba a punto de decir: ¿es buena idea? Este asunto le compromete mucho, y su estancia en esta prisión, en la que un hombre puede ingresar por una deuda de un par de libras, se dice con insistencia que no es acorde a las circunstancias. Nada acorde. No imagina, señor, en cuántos sitios he oído murmuraciones. Oí comentarlo anoche en un salón frecuentado por un grupo que denominaría el más selecto del mundo de la abogacía, si no lo frecuentara yo también; en él escuché palabras que me disgustaron mucho. Me dolieron por usted. E incluso esta mañana, en el desayuno, mi hija (aducirá usted que es sólo una mujer, pero no le falta cierta sensibilidad para estos asuntos, en los que incluso tiene cierta experiencia personal como demandante en el caso de Rugg contra Bawkins) me ha participado su gran asombro; su enorme asombro. Dadas las circunstancias, y como nadie puede prescindir de la opinión pública, ¿no sería una mínima concesión…? Voy a utilizar el argumento más sencillo. ¿No sería una prueba de buena voluntad?

Sin darse cuenta, Arthur se había puesto a pensar de nuevo en la pequeña Dorrit, y no respondió a la pregunta.

—En lo que a mí respecta —prosiguió el señor Rugg, que esperaba que su elocuencia hubiera fomentado la indecisión en su representado—, siempre observo la norma de no inmiscuirme en los gustos de un cliente. Pero, como conozco su talante considerado y su deseo de complacer a los demás, repito que preferiría que estuviera usted en King’s Bench. Su caso ha levantado bastante polvareda; estar profesionalmente implicado en él acarrea cierta notoriedad, y mi posición entre mis colegas sería más cómoda si se trasladara usted a King’s Bench. No quiero influir en usted, señor. Sólo aclaro la situación.

Tan distraído se había vuelto el preso después de tantas horas de soledad y decaimiento, tanto se había acostumbrado a comunicarse únicamente con una figura muda entre esas paredes siempre amenazantes, que tuvo que salir de su letargo para poder mirar al señor Rugg, recordar cuál era el hilo de la conversación y contestar apresuradamente:

—Mi decisión no ha cambiado ni cambiará. Se lo ruego, ¡no insista, no insista!

El abogado, sin ocultar su irritación ni su sensación de ofensa, respondió:

—¡Oh! ¡Por descontado, señor! Me he excedido en mis atribuciones, me doy cuenta, al hacerle esta sugerencia. Aunque cuando veo que en distintos círculos, de personas muy distinguidas, se comenta que, aunque esta decisión no supone ningún desdoro para un extranjero, no es digno de un inglés quedarse en Marshalsea cuando las gloriosas libertades de la isla que lo ha visto nacer le permiten un traslado a King’s Bench, he considerado conveniente cruzar los estrechos límites que se me han impuesto y sacarlo a colación. Personalmente —afirmó Rugg— no tengo ninguna opinión al respecto.

—Me alegro —respondió Arthur.

—¡Oh! ¡Ninguna opinión! Si la tuviera —añadió el letrado—, me habría contrariado ver que, hace unos minutos, a un cliente mío lo visitaba en esta cárcel un distinguido joven de buena familia que ha venido montado a caballo. Pero no era asunto mío. Si lo hubiera sido, habría lamentado no poder comunicarle a otro caballero, un caballero con atuendo militar y que en este instante espera en la portería, que mi cliente jamás ha albergado la menor intención de quedarse aquí, que está a punto de ser trasladado a una institución de rango superior. Pero profesionalmente debo funcionar como una máquina, eso está claro; no tengo nada que decir. ¿Desea usted ver a ese caballero, señor?

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