¡Elipses! ¡Puras matemáticas! ¿O pura naturaleza? Si, como descubrió Kepler, los planetas describen elipses perfectas con el Sol en uno de los focos, entonces es que la naturaleza tiene que amar las matemáticas. Algo —quizá Dios— baja la vista hacia la Tierra y dice: «Me gustan las formas matemáticas». Coged una piedra y arrojadla. Trazará muy aproximadamente una parábola. Si no hubiese aire, la parábola sería perfecta. Además de matemático, Dios es amable y nos esconde la complejidad cuando no estamos listos para enfrentarnos a ella. Ahora sabemos que las órbitas no son elipses perfectas (a causa de la atracción de unos planetas sobre otros), pero las desviaciones eran con mucho demasiado pequeñas para que las pudieran apreciar los aparatos de Brahe.
El genio de Kepler quedaba a menudo oscurecido en sus libros por una abundante morralla espiritual. Creía que los cometas eran malos augurios, que el universo se dividía en tres regiones correspondientes a la Santísima Trinidad y que las mareas eran la respiración de la Tierra, a la que comparaba con un enorme animal vivo. (Esta idea de que se tome a la Tierra como un organismo ha resucitado hoy bajo la forma de la hipótesis Gaia.)
Aun así, la mente de Kepler fue grande. El imperturbable sir Arthur Eddington, uno de los físicos más eminentes de su época, llamó en 1931 a Kepler «el precursor de la teoría física moderna». Eddington alabó a Kepler por haber exhibido un punto de vista similar al de los teóricos de la era cuántica. Kepler no buscó un mecanismo concreto que explicara el sistema solar, según Eddington, sino que «le guió un sentido de la forma matemática, un instinto estético de la adecuación de las cosas».
En 1597, mucho antes de que hubiese resuelto los detalles problemáticos, Kepler escribió a Galileo urgiéndole que apoyase el sistema copernicano. Con fervor típicamente religioso, le pedía a Galileo que «creyese y diese un paso adelante».
Galileo se negó a salir del reservado ptolemaico. Necesitaba pruebas. La prueba vino de un instrumento, el telescopio.
Las noches del 4 al 15 de enero de 1610 deben quedar como unas de las más importantes de la historia de la astronomía. En esas fechas, con un telescopio nuevo y mejorado que había construido él mismo, Galileo vio, midió y siguió la trayectoria de cuatro «estrellas» minúsculas que se movían cerca del planeta Júpiter. Se vio forzado a concluir que esos cuerpos se movían en órbitas circulares alrededor de Júpiter. Esta conclusión convirtió a Galileo a la concepción copernicana. Si había cuerpos que orbitaban alrededor de Júpiter, la idea de que todos los planetas y estrellas giraban alrededor de la Tierra era falsa. Como casi todos los conversos tardíos, sea a una noción científica o a una creencia religiosa o política, se volvió un defensor fiero y de una pieza de la astronomía copernicana. La historia atribuye el mérito a Galileo, pero deberíamos aquí honrar también al telescopio, que en sus capaces manos abrió los cielos.
La larga y compleja historia de su conflicto con la autoridad reinante se ha contado muchas veces. La Iglesia le sentenció a prisión perpetua por sus creencias astronómicas. (La sentencia se conmutó luego por la de arresto domiciliario permanente.) Hasta 1822 no declaró un papa oficialmente reinante que el Sol podría estar en el centro del sistema solar. Y hasta 1985 no reconoció el Vaticano que Galileo fue un gran científico y que había sido injustamente condenado por la Iglesia.
Galileo fue culpable de una herejía menos célebre, pero que cae más cerca del meollo de nuestro misterio que las órbitas de Marte y Júpiter. En su primera visita a Roma para dar cuenta de sus trabajos de óptica física, llevó consigo una cajita que contenía fragmentos de un tipo de roca descubierto por unos alquimistas de Bolonia. Las piedras resplandecían en la oscuridad. A este mineral luminiscente se le llama hoy sulfuro de bario. Pero en 1611 los alquimistas le daban el nombre, mucho más poético, de «
esponja solar
».
Galileo llevó unos pedazos de esponja solar a Roma para que le ayudasen en su pasatiempo favorito: sacar de quicio a sus colegas aristotélicos. Mientras contemplaban en la oscuridad el resplandor del sulfuro de bario, no se les escapaba a dónde quería llegar su perverso colega. La luz era una
cosa
. Galileo había dejado la piedra al sol y luego la había llevado a la oscuridad, y la luz había sido llevada dentro de ella. Esto echaba por tierra la idea aristotélica de que la luz era simplemente una cualidad de un medio iluminado, de que era incorpórea. Galileo había separado la luz de su medio, la había movido por ahí a voluntad. Para un aristotélico católico, era como decir que uno puede coger la dulzura de la santísima Virgen y ponerla en una mula o en una piedra. Y ¿en qué consistía exactamente la luz? En corpúsculos invisibles, razonaba Galileo. ¡Partículas! La luz poseía una acción mecánica. Podía ser transmitida, golpear los objetos, reflejarse en ellos, penetrarlos. Al concebir que la luz era corpuscular, Galileo hubo de aceptar la idea de los átomos indivisibles. No estaba seguro de cómo actuaba la esponja solar, pero quizá una roca especial pudiese atraer a los corpúsculos luminosos como un imán atrae las limaduras de hierro, si bien él no suscribió esta teoría al pie de la letra. En cualquier caso, ideas como esta empeoraron la posición, ya precaria, de Galileo ante la ortodoxia católica.
El legado histórico de Galileo parece ligado inextricablemente a la Iglesia y a la religión, pero él no se habría visto a sí mismo como un hereje profesional o, da lo mismo, como un santo al que se acusa erróneamente. Por lo que a nosotros toca, era un físico, y muy grande, mucho más allá de su defensa del copernicanismo. Desbrozó el terreno en muchos campos nuevos. Combinó los experimentos y el pensamiento matemático. Cuando un objeto se mueve, decía, importa cuantificar su movimiento con una ecuación matemática. Siempre preguntaba: «¿Cómo se mueven las cosas? ¿Cómo? ¿Cómo?». No preguntaba: «¿Por qué? ¿Por qué cae esta esfera?». Era consciente de que sólo describía el movimiento, tarea bastante difícil ya para su época. Demócrito podría haber dicho el despropósito de que Galileo quería dejarle a Newton algo por hacer.
Muy compasivo señor:
Me van a matar, aunque vos quizá creáis que no, pero es verdad. Me van a dar la peor de las muertes. Es decir, ante la Justicia, a menos que vos me rescatéis con vuestras piadosas manos.
Así escribía el falsificador convicto William Chaloner —el más brillante e ingenioso malhechor de su tiempo— en 1698 al funcionario que por fin lo había cogido, enjuiciado y condenado. Chaloner había amenazado la integridad de la moneda inglesa, que por entonces consistía principalmente en piezas de oro y de plata.
El destinatario de esta petición desesperada era Isaac Newton, el gobernador (y pronto el «señor») de la Casa de la Moneda. Newton hacía su trabajo de supervisar la ceca, dirigir una vasta reacuñación y proteger la moneda contra falsificadores y recortadores, que rebañaban una parte del precioso metal de las monedas y las hacían pasar por completas. Este puesto, parecido al de secretario del Tesoro, mezclaba la alta política de las disputas parlamentarias con la persecución de criminales, bandidos, ladrones, blanqueadores de dinero y demás gente de mala vida que esquilmase la moneda del reino. La corona concedió a Newton, el científico preeminente de su época, el puesto como una sinecura, mientras seguía trabajando en cosas más importantes. Pero Newton se tomó el cargo en serio. Inventó una técnica para acanalar los bordes de las monedas y así derrotar a los recortadores. Asistía personalmente a las ejecuciones de los falsificadores en la horca. El puesto estaba lejísimos de la serena majestad de la vida que hasta entonces había llevado, durante la cual su obsesión por la ciencia y las matemáticas había dado lugar al más profundo avance en toda la historia de la filosofía natural, tanto, que no sería claramente superado hasta, quizá, la aparición de la teoría de la relatividad a principios de este siglo.
Por uno de esos azares de la cronología, Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo año (1642) en que Galileo moría. No se puede hablar de física sin hablar de Newton. Fue un científico de importancia trascendental. La influencia de sus logros en la humanidad es equiparable al de Jesús, Mahoma, Moisés y Gandhi, o al de Alejandro Magno, Napoleón y los de su cuerda. La ley universal de la gravitación de Newton y la metodología que creó ocupan la primera media docena de capítulos de cualquier libro de texto de física; conocerlas es esencial para quien quiera proseguir una carrera de científico o de ingeniero. Se ha dicho que Newton era modesto por su famosa afirmación: «Si he visto más lejos que casi todos es porque me alzaba sobre los hombros de gigantes», con lo que se refería, según se suele creer, a hombres como Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Otra interpretación, sin embargo, es que sólo le estaba tomando el pelo al más formidable de sus rivales científicos, Robert Hooke, que era bajísimo y pretendía, no sin alguna justicia, haber descubierto la gravedad antes.
He contado más de veinte biografías serias de Newton. Y la literatura que analiza, interpreta, extiende, comenta la vida y la ciencia de Newton es enorme. La biografía que escribió Richard Westfall en 1980 incluye diez densas páginas de fuentes. La admiración de Westfall por su personaje no tiene límites:
He tenido el privilegio de conocer, en diversos momentos, a hombres brillantes, hombres a quienes reconozco sin vacilar como mis superiores intelectualmente. Nunca, sin embargo, me he topado con uno con el que no estuviese dispuesto a medirme, de forma que pareciera razonable decir que soy la mitad de capaz, o la tercera parte, o la cuarta, pero, en todo caso, una fracción finita. El resultado final de mis estudios sobre Newton me ha servido para convencerme de que con él no hay medida posible. Se ha vuelto para mí otro por completo, uno de los contadísimos genios que han configurado las categorías del intelecto humano.
La historia del atomismo es la historia de un reduccionismo, del esfuerzo por reducir todas las operaciones de la naturaleza a un pequeño número de objetos primordiales. El reduccionista que más éxito tuvo fue Isaac Newton. Pasarían otros 250 años antes de que surgiese de las masas de
Homo sapiens
, en la ciudad alemana de Ulm, en 1879, quien posiblemente fuera su igual.
Para hacerse una idea de cómo actúa la ciencia hay que estudiar a Newton. Sin embargo, la instrucción newtoniana que se imparte a los alumnos del primer curso de física oscurece, demasiado a menudo, la fuerza y la amplitud de su síntesis. Newton desarrolló una descripción cuantitativa, y sin embargo global, del mundo físico que concordaba con las descripciones factuales del comportamiento de las cosas. Su legendaria conexión de la caída de la manzana y el movimiento periódico de la Luna expresa el poder sobrecogedor del razonamiento matemático. Una sola idea universal abarca tanto la caída de la manzana a tierra como el giro de la Luna alrededor de la Tierra. Newton escribió: «Deseo que podamos deducir el resto de los fenómenos de la naturaleza, mediante el mismo nivel de razonamiento, a partir de principios mecánicos, pues me inclino a sospechar que quizá todos dependan de ciertas fuerzas».
En la época de Newton se sabía cómo se mueven los objetos: la trayectoria de la piedra arrojada, la oscilación regular del péndulo, el movimiento por el plano inclinado abajo, la caída libre de objetos dispares, la estabilidad de las estructuras, la forma de una gota de agua. Lo que Newton hizo fue organizar estos y muchos otros fenómenos en un solo sistema. Concluyó que todo cambio de movimiento está causado por una fuerza y que la reacción del objeto ante ella guarda relación con una propiedad del objeto a la que llamó «masa». No hay escolar que no sepa que Newton enunció tres leyes del movimiento. La primera es una reformulación de un descubrimiento de Galileo: que no se requiere fuerza alguna para el movimiento constante, inmutado. La segunda ley es la que nos concierne aquí. Se centra en la fuerza, pero está inextricablemente emparejada con uno de los misterios de nuestro cuento: la masa. Y prescribe
cómo
la fuerza cambia el movimiento.
Generaciones de libros de texto se las han visto y deseado con las definiciones y la coherencia lógica de la segunda ley de Newton, que se escribe así:
F = ma
. Efe es igual a eme a, o la
fuerza
es igual a la
masa
multiplicada por la
aceleración
. En esta ecuación, Newton no define ni la fuerza ni la masa, así que no está claro si representa una definición o una ley de la física. Sin embargo, viéndoselas con la fórmula se llega, de alguna forma, a la más útil ley de la física que se haya concebido. Esta simple ecuación tiene un poder sobrecogedor y, pese a su inocente aspecto, resolverla puede costar Dios y ayuda. ¡Ajjj! ¡Ma-te-má-ti-cas! No os preocupéis, sólo hablaremos de ellas, no las haremos. Además, esta útil prescripción es la clave del universo mecánico, así que hay razones para que nos quedemos con ella. (Veremos dos fórmulas newtonianas. Para nuestros propósitos, llamemos a ésta fórmula I.)
¿Qué es
a
? Es la mismísima magnitud, la aceleración, que Galileo definió y midió en Pisa y en Padua. Puede ser la aceleración de cualquier objeto, una piedra, la lenteja de un péndulo, un proyectil de vertiginosa y amenazadora belleza o la nave espacial
Apolo
. Si no le ponemos límites al dominio de nuestra pequeña ecuación,
a
representará el movimiento de los planetas, las estrellas o los electrones. La aceleración es la medida del cambio de la velocidad en el tiempo. El pedal del acelerador de vuestro coche lleva el nombre apropiado. Si pasáis de 20 a 60 kilómetros por hora en 5 minutos, habréis conseguido cierto valor de
a
. Si pasáis de 0 a 90 kilómetros por hora en 10 segundos, habréis conseguido una aceleración mucho mayor.
¿Qué es
m
? A bote pronto, una propiedad de la materia. Se mide mediante la respuesta del objeto a una fuerza. Cuanto mayor sea m, menor será la respuesta (a) a la fuerza ejercida. A esta propiedad se le suele llamar inercia, y el nombre completo que se le da a m es «masa inercial». Galileo sacó a colación la inercia a fin de entender por qué un cuerpo en movimiento «tiende a preservar ese movimiento». Podemos, ciertamente, usar la ecuación para distinguir las masas. Aplíquese la misma fuerza —luego abordaremos a qué es la fuerza— a una serie de objetos, y úsense un cronómetro y una regla para medir el movimiento resultante, la cantidad
a
. Objetos con una m diferente tendrán una
a
diferente. Realícese una larga serie de experimentos de este estilo, en los que se compare la
m
de un gran número de objetos. Una vez los hayamos realizado con éxito, podremos fabricar arbitrariamente un objeto patrón, meticulosamente forjado en algún metal duradero. Imprímase en este objeto «1,000 kilogramo» (esa es nuestra unidad de masa) y colóquese en una urna en la Oficina de Patrones de las mayores capitales del mundo (la paz mundial ayuda). Tendremos así una forma de atribuirle un valor, un número
m
, a cualquier objeto. Será, simplemente, un múltiplo o una fracción de nuestro patrón de un kilogramo.