La «Partícula Divina» es el bosón de Higgs, «tan fundamental para la física de nuestros días –nos dice el autor–, tan crucial para el conocimiento final de la estructura de la materia y, sin embargo, tan esquiva».
Leon Lederman, Premio Nobel de Física, nos conduce en este libro a lo largo de la historia de la ciencia, desde Demócrito hasta nuestros días, siguiendo las investigaciones y los hallazgos de los hombres que han tratado de penetrar los secretos de la materia, hasta llegar al momento presente, en que los científicos parecen hallarse en el umbral de ese último descubrimiento en que, gracias al gran acelerador LHC, que se está construyendo en el CERN, podrá encontrar la «Partícula Divina» y, con ella, esa hermosa explicación final en que todas las leyes de la naturaleza pueden expresarse en una única y sencilla ecuación.
Lederman consigue el milagro de hacernos fácilmente comprensibles los aspectos más complejos de la física actual, nos lleva a apasionarnos por los misterios de la materia y, lo que puede parecer más sorprendente, consigue divertirnos. Porque su libro, entreverado de anécdotas y ocurrencias, está escrito con un profundo sentido del humor, hasta el punto que un crítico ha dicho: «A partir de ahora, ver a alguien leyendo un libro y riéndose a carcajadas no excluye la posibilidad de que se trate de una obra de física escrita por un consagrado Premio Nobel. Leon Lederman lo ha logrado. Su obra La partícula divina va cargada de un corrosivo sentido del humor.»
Leon Lederman
La Partícula Divina
Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?
ePUB v2.1
Polifemo725.08.11
Título original:
The god particle
Leon Lederman y Dick Teresi, 1993.
Editorial Crítica
Houghton Mifflin Company
Traducción: Juan Pedro Campos Gómez
Ilustraciones: Mary Reilly
Diseño portada: Enric Satué
Editor original: Polifemo7 (v1.0, v2.1)
Segundo editor: Horus01 (v2.0)
Retoque portada: Lanane
Corrección de erratas: Gorrión (v2.1)
ePub base v2.0
A Evan y Jayna
Me gustan la teoría de la relatividad y la cuántica porque no las entiendo, porque hacen que tenga la sensación de que el espacio vaga como un cisne que no puede estarse quieto, que no quiere quedarse quieto ni que lo midan; porque me dan la sensación de que el átomo es una cosa impulsiva, que cambia siempre de idea.
D. H. Lawrence
Y presentamos a…
La Partícula Divina
También llamada la partícula de Higgs,
alias el bosón de Higgs,
alias el bosón escalar de Higgs.
Nada existe, excepto átomos y espacio vacío; lo demás es opinión.
DEMÓCRITO DE ABDERA
En el principio mismo había un vacío —una curiosa forma de estado de vacío—, una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz, ni sonido. Pero las leyes de la naturaleza estaban en su sitio, y ese curioso estado de vacío tenía un potencial. Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso…
Esperad un minuto.
Antes de que caiga el peñasco, tendría que explicar que en realidad no sé de qué estoy hablando. Una historia, lógicamente, empieza por el principio. Pero este es un cuento acerca del universo, y por desgracia
no hay datos
del Principio Mismo. Ninguno, cero. Nada sabemos del universo antes de que llegase a la madura edad de una mil millonésima de una billonésima de segundo, es decir, nada hasta que hubo pasado cierto tiempo cortísimo tras la creación en el big bang. Si leéis o escucháis algo sobre el nacimiento del universo, es que alguien se lo ha inventado. Estamos en el reino de la filosofía. Sólo Dios sabe qué pasó en el Principio Mismo (y hasta ahora no se le ha escapado nada).
Esto, ¿por dónde íbamos? Ah, ya…
Como un peñasco gigantesco que cuelga al borde de un acantilado vertiginoso, el equilibrio del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y pasó. La nada estalló. En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el tiempo.
De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se disolvían en radiación y volvían a materializarse. (Ahora, por lo menos, estamos manejando unos cuantos hechos y un poco de teoría conjetural.) Las partículas chocaban y generaban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban mientras se formaban y disolvían agujeros negros. ¡Qué escena!
A medida que el universo se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se fueron juntando unas a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los protones y los neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de polvo que, sin dejar de expandirse, se condensaron aquí y allá, con lo que se formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de estos, uno de los más corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, —una mota en el brazo en espiral de una galaxia normal— los continentes en formación y los revueltos océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de moléculas orgánicas hizo reacción y construyó proteínas. Apareció la vida. A partir de los organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales. Por último, llegaron los seres humanos.
Los seres humanos eran diferentes fundamentalmente porque no había otra especie que sintiese tanta curiosidad por lo que le rodeaba. Con el tiempo hubo mutaciones, y un raro subconjunto de personas se puso a merodear por ahí. Eran arrogantes. No se quedaban satisfechos con disfrutar de las magnificencias del universo. Preguntaban: ¿Cómo? ¿Cómo se creó? ¿Cómo podía salir de la «pasta» de que estaba hecho el universo la increíble variedad de nuestro mundo: las estrellas, los planetas, las nutrias de mar, los océanos, el coral, la luz del Sol, el cerebro humano? Los mutantes habían planteado una pregunta que se podía responder, pero para ello hacía falta un trabajo de milenios y una dedicación que se transmitiera de maestro a discípulo durante cien generaciones. La pregunta inspiró también un gran número de respuestas equivocadas y vergonzosas. Por suerte, estos mutantes nacieron sin el sentido de la vergüenza. Se llamaban físicos.
Hoy, tras haber examinado durante más de dos mil años esta pregunta —un mero abrir y cerrar de ojos en la escala cosmológica del tiempo—, empezamos sólo a vislumbrar la historia entera de la creación. En nuestros telescopios y microscopios, en nuestros observatorios y laboratorios —y en nuestros cuadernos de notas— vamos ya percibiendo los rasgos de la belleza y la simetría primigenias que gobernaron los primeros momentos del universo. Casi podemos verlos. Pero el cuadro no es todavía claro, y tenemos la sensación de que algo nos enturbia la vista, una fuerza oscura que difumina, oculta, ofusca la simplicidad intrínseca de nuestro mundo.
Este libro trata de un solo problema, que viene confundiendo a la ciencia desde la Antigüedad. ¿Cuáles son los componentes fundamentales con que se construye la materia? El filósofo griego Demócrito llamó a la menor unidad
á-tomo
(literalmente, «que no se puede cortar»). Este
á-tomo
no es el átomo del que oísteis hablar en las clases de ciencias del instituto, no es como el hidrógeno, el helio, el litio y así hasta el uranio y más allá, que son entes grandes, pesadotes, complicados conforme a los criterios actuales (o según los de Demócrito, por lo que a esto se refiere). Para un físico, hasta para un químico, los átomos son verdaderos cubos de basura donde hay metidas partículas más pequeñas —electrones, protones y neutrones—, y los protones y los neutrones son a su vez cubos llenos de chismes aún más pequeños. Tenemos que saber cuáles son los objetos más primitivos que hay, y hemos de conocer las fuerzas que controlan su comportamiento social. En el
á-tomo
de Demócrito, no en el átomo de vuestro profesor de química, está la clave de la materia.
La materia que vemos hoy a nuestro alrededor es compleja. Hay unos cien átomos químicos. Se puede calcular el número de combinaciones útiles de los átomos, y es enorme: miles y miles de millones. La naturaleza emplea estas combinaciones, las moléculas, para construir los planetas, los soles, los virus, las montañas, los cheques con la paga, el
valium
, los agentes literarios y otros artículos de utilidad. No siempre fue así. Durante los primeros momentos tras la creación del universo en el big bang, no había la materia compleja que hoy conocemos. No había núcleos, ni átomos, no había nada que estuviese hecho de piezas más pequeñas. El abrasador calor del universo primitivo no dejaba que se formasen objetos compuestos, y si, por una colisión pasajera, llegaban a formarse, se descomponían instantáneamente en sus constituyentes más elementales. Quizá no había, junto a las leyes de la física, más que un solo tipo de partícula y una sola fuerza —o incluso una partícula-fuerza unificada—. Dentro de este ente primordial se encerraban las semillas del mundo complejo donde evolucionarían los seres humanos, puede que, básicamente, para pensar sobre estas cosas. Quizá os parezca aburrido el universo primordial, pero para un físico de partículas, ¡esos eran los buenos tiempos!, esa simplicidad, esa belleza, por neblinosamente que las vislumbremos en nuestras lucubraciones.