LEDERMAN: ¿La gravedad? Demasiado débil. A los quarks los mantienen en realidad juntos unas partículas que se llaman gluones.
DEMÓCRITO: Ah, sus gluones. Ahora hablamos de un tipo totalmente nuevo de partícula. Creía que la materia la hacían los quarks.
LEDERMAN: Y la hacen. Pero no se olvide de las fuerzas. También son partículas, a las que llamamos bosones
gauge
. Tienen una misión. Han de llevar de la partícula A a la B y de vuelta a la A información sobre la fuerza. Si no, ¿cómo sabría B que A ejerce una fuerza sobre ella?
DEMÓCRITO: ¡Toma! ¡Eureka! ¡Qué idea tan griega! A Tales le hubiese encantado.
LEDERMAN: Los bosones
gauge
o los vehículos de la fuerza o, como los llamamos, los transmisores de la fuerza tienen propiedades —la masa, el espín, la carga— que determinan el comportamiento de la fuerza. Así, por ejemplo, la masa de los fotones, que transportan la fuerza electromagnética, es nula, lo que les deja viajar muy deprisa. Esto indica que la fuerza tiene un alcance muy largo. La interacción fuerte, que los gluones, de masa nula también, transportan, llegan también hasta el infinito, pero la fuerza es tan intensa que los quarks nunca pueden alejarse mucho unos de otros. Las partículas pesadas W y Z, que transportan lo que llamamos fuerza débil, son de corto alcance. Actúan sólo en distancias sumamente minúsculas. Tenemos una partícula para la gravedad, a la que le damos el nombre de gravitón, si bien todavía hemos de ver alguna o, siquiera sea, elaborar una buena teoría para ella.
DEMÓCRITO: ¿Y esto es lo que dice usted que es «más simple» que mi modelo?
LEDERMAN: ¿Cómo explicáis los atomistas las distintas fuerzas?
DEMÓCRITO: No las explicamos. Leucipo y yo sabíamos que los átomos tenían que estar en movimiento constante, y simplemente lo dimos por bueno. No dimos razón alguna por la que el mundo hubiera de tener en su origen este movimiento atómico incesante, excepto quizá en el sentido milesio de que la causa del movimiento es parte del atributo del átomo. El mundo es lo que es, y hay que aceptar ciertas características básicas. Con todas vuestras teorías sobre las cuatro fuerzas diferentes, ¿podéis discrepar de esta idea?
LEDERMAN: La verdad es que no. Pero ¿quiere esto decir que los atomistas creían firmemente en el destino, o en el azar?
DEMÓCRITO: Todo lo que existe en el universo es fruto del azar y de la necesidad.
LEDERMAN: El azar y la necesidad: dos conceptos opuestos.
DEMÓCRITO: No obstante, la naturaleza obedece a los dos. Es verdad que de una semilla de amapola siempre sale una amapola, nunca un cardo. Ahí obra la necesidad. Pero en el número de semillas de amapola que las colisiones de los átomos forman puede muy bien haber participado mucho el azar.
LEDERMAN: Lo que usted dice es que la naturaleza nos reparte una mano de póquer concreta, que depende del azar. Pero esa mano tiene consecuencias necesarias.
DEMÓCRITO: Un símil vulgar, pero sí, así son las cosas. ¿Le es este, muy ajeno?
LEDERMAN: No, lo que usted acaba de describir es parecido a una de las creencias fundamentales de la física moderna, que llamamos teoría cuántica.
DEMÓCRITO: Ah, sí, esos jóvenes turcos de los años mil novecientos veinte y treinta. No me paré mucho tiempo en esa época. Todas esas luchas con el tal Einstein… Nunca les vi mucho sentido.
LEDERMAN: ¿No disfrutó usted con esos maravillosos debates entre la camarilla cuántica —Niels Bohr, Werner Heisenberg, Max Born y su gente— y los físicos como Erwin Schrödinger y Albert Einstein que argüían contra la idea de que el curso de la naturaleza lo determina el azar?
DEMÓCRITO: No me entienda mal. Eran hombres brillantes, todos ellos. Pero sus discusiones acababan siempre en que un partido o el otro sacase el nombre de Dios y los supuestos motivos que Él pudiera tener.
LEDERMAN: Einstein dijo que no podía aceptar que Dios jugase a los dados con el universo.
DEMÓCRITO: Sí, siempre se sacaban de la manga la carta escondida de Dios cuando el debate iba mal. Créame, ya tuve suficiente de eso en la Grecia antigua. Incluso mi defensor Aristóteles me mandó a la hoguera por mi creencia en el azar y por aceptar el movimiento como algo dado.
LEDERMAN: ¿Le gustó a usted la mecánica cuántica?
DEMÓCRITO: Recuerdo que me gustó, ya lo creo. Conocí luego a Richard Feynman, y me confesó que él tampoco la había entendido nunca. Siempre tuve problemas con… ¡Espere un minuto! Ha cambiado de tema. Volvamos a esas partículas «simples» sobre las que usted balbuceaba. Estaba usted explicando cómo se juntan los quarks para hacer… para hacer ¿qué?
LEDERMAN: Los quarks son los ladrillos de una gran clase de objetos a los que llamamos hadrones. Es una palabra griega que significa «pesado».
DEMÓCRITO: ¡Muy bien!
LEDERMAN: Es lo menos que podemos hacer. El objeto más famoso hecho de quarks es el protón. Hacen falta tres quarks para hacer un protón. En realidad, hacen falta tres quarks para hacer los muchos primos hermanos del protón que hay, pero con seis hay muchas combinaciones de tres —creo que son doscientas dieciséis—. Se han descubierto la mayoría de esos hadrones y se les han dado letras griegas por nombres, como lambda (λ), sigma (σ), etcétera.
DEMÓCRITO: ¿Es el protón uno de esos hadrones?
LEDERMAN: Y el más corriente de nuestro presente universo. Juntando tres quarks se tiene un protón o un neutrón, por ejemplo. Puede entonces hacerse un átomo añadiéndole un electrón, que pertenece a la clase de partículas llamadas leptones, a un protón. A este átomo en concreto se le llama de hidrógeno. Con ocho protones y el mismo número de neutrones y ocho electrones se construye un átomo de oxígeno. Los neutrones y los protones se apiñan en un diminuto cogollo al que damos el nombre de núcleo. Junte dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, y tendrá agua. Un poco de agua, un poco de carbono, algo de oxígeno, unos cuantos nitrógenos, y más tarde o más temprano tendrá mosquitos, caballos y griegos.
DEMÓCRITO: Y todo empieza con los quarks.
LEDERMAN: ¡Ea!
DEMÓCRITO: Y eso es todo lo que hace falta.
LEDERMAN: No exactamente. Hace falta algo que permita a los átomos permanecer juntos y pegarse a otros átomos.
DEMÓCRITO: Otra vez los gluones.
LEDERMAN: No, sólo pegan a unos quarks con otros.
DEMÓCRITO: ¡Λαστιμα! [¡Lástima!]
LEDERMAN: Ahí es donde Faraday y los demás electricistas, como Carlitos Coulomb, hacen acto de presencia. Estudiaron las fuerzas eléctricas que unen los electrones al núcleo. Los átomos se atraen unos a otros mediante una complicada danza de núcleos y electrones.
DEMÓCRITO: Esos electrones, ¿están también detrás de la electricidad?
LEDERMAN: Es una de sus habilidades principales.
DEMÓCRITO: ¿Son también, por lo tanto, bosones
gauge
, como los fotones, los W y los Z?
LEDERMAN: No, los electrones son partículas de la materia. Pertenecen a la familia de los leptones. Los quarks y los leptones constituyen la materia. Los fotones, los gluones, los W, los Z y el gravitón constituyen las fuerzas. Uno de los desarrollos actuales más apasionantes es el que la mera distinción entre materia y energía vaya difuminándose. Todo son partículas. Una nueva simplicidad.
DEMÓCRITO: Me gusta más mi sistema. Mi complejidad parece más simple que vuestra simplicidad. Entonces, ¿qué son los otros cinco leptones?
LEDERMAN: Hay tres variedades de neutrinos, más dos leptones llamados el muón y el
tau
. Pero no entremos en esto ahora. El electrón es, de lejos, el leptón más importante en la economía global del universo de hoy.
DEMÓCRITO: Así que debo interesarme sólo por el electrón y los seis quarks. Ellos explican los pájaros, el mar, las nubes…
LEDERMAN: Así es, casi todo lo que hay hoy en el universo está compuesto por sólo dos de los quarks —el
up
y el
down
[«arriba» y «abajo»]— y el electrón. Los neutrinos zumban por el universo libremente y saltan de nuestros núcleos radiactivos, pero casi todos los demás quarks y leptones deben fabricarse en nuestros laboratorios.
DEMÓCRITO: Entonces, ¿por qué los necesitamos?
LEDERMAN: Es una buena pregunta. Creemos esto: hay doce partículas básicas de la materia. Seis quarks, seis leptones. Sólo unas pocas existen hoy en abundancia. Pero todas estaban en pie de igualdad durante el big bang, el nacimiento del universo.
DEMÓCRITO: ¿Y quiénes creen en todo eso, los seis quarks y los seis leptones? ¿Un puñado de vosotros? ¿Unos cuantos renegados? ¿Todos vosotros?
LEDERMAN: Todos nosotros. Por lo menos, todos los físicos de partículas inteligentes. Pero la generalidad de los científicos ha admitido de muy buena gana estas nociones. En eso se fían de nosotros.
DEMÓCRITO: Entonces, ¿en qué discrepamos? Dije que había átomos que no se podían partir. Pero había muchísimos. Y se combinaban porque sus formas tenían características complementarias. Usted dice que sólo hay seis o doce de esos «
á-tomos
». Y no tienen forma, pero se combinan porque sus cargas eléctricas son complementarias. Tampoco se pueden partir sus quarks y leptones. Ahora bien, ¿está seguro de que sólo hay doce?
LEDERMAN: Bueno, depende de cómo se cuente. Hay además seis antiquarks y seis antileptones y…
DEMÓCRITO: ¡Πορ λος καλθουθιιλλος δε Ζευς! [¡Por los calzoncillos de Zeus!
LEDERMAN: No está tan mal como parece. Estamos de acuerdo en mucha mayor medida que discrepamos. Pero a pesar de lo que usted me ha contado, todavía me asombra que a un pagano tan ignorante y primitivo pudiera ocurrírsele lo del átomo, al que nosotros llamamos quark. ¿Qué tipo de experimentos hizo usted para verificar la idea? Aquí nos gastamos miles de millones de dracmas en contrastar cada concepto. ¿Cómo trabajaba usted tan barato?
DEMÓCRITO: Lo hacíamos a la vieja usanza. A falta de una Fundación Nacional de la Ciencia o de un Departamento de Energía, teníamos que echar mano de la Razón Pura.
LEDERMAN: O sea, que tejíais vuestras teorías con un solo paño.
DEMÓCRITO: No, hasta los antiguos griegos teníamos indicios a partir de los que moldeamos nuestras ideas. Como le dije, veíamos que de las semillas de amapola siempre salían amapolas, que tras el invierno siempre venía la primavera, que el Sol sale y se pone. Empédocles estudió los relojes de agua y las norias. Con los ojos bien abiertos, uno puede sacar conclusiones.
LEDERMAN: «Con que mires, observarás mucho», como dijo una vez un coetáneo mío.
DEMÓCRITO: ¡Exactamente! ¿Quién es ese sabio, tan griego de miras?
LEDERMAN: El oso Yogi.
DEMÓCRITO: Uno de vuestros mayores filósofos, qué duda cabe.
LEDERMAN: Podría decirse que sí. Pero ¿por qué desconfiaba usted de los experimentos?
DEMÓCRITO: La mente es mejor que los sentidos. Contiene un conocimiento innato. El segundo tipo de conocimiento es bastardo, procede de los sentidos —vista, oído, olfato, gusto, tacto—. Piense en ello. La bebida que a usted le parece dulce quizá a mí me amargue. Una mujer que para usted es bella no me dice nada a mí. A un niño feo su madre lo ve guapo. ¿Cómo nos podemos fiar de semejante información?
LEDERMAN: Entonces, ¿usted piensa que no podemos medir el mundo de los objetos? ¿Nuestros sentidos fabrican, sencillamente, la información sensorial?
DEMÓCRITO: No, nuestros sentidos no crean conocimiento a partir del vacío. Los objetos diseminan sus átomos. Por eso los vemos y los olemos, como el pan del que le hablé antes. Esos átomos/imágenes entran por los órganos de nuestros sentidos, que son pasajes hacia el alma. Pero las imágenes se distorsionan al pasar por el aire, y por eso no podemos ver en absoluto los objetos muy lejanos. Los sentidos no dan una información fiable sobre la realidad. Todo es subjetivo.
LEDERMAN: Para usted, ¿no hay una realidad objetiva?
DEMÓCRITO: ¡Oh!, sí hay una realidad objetiva. Pero no podemos percibirla fielmente. Cuando uno está enfermo, la comida le sabe diferente. A una mano puede parecerle que el agua está tibia, y a la otra no. No se trata más que de la disposición temporal de los átomos de nuestros cuerpos y de su reacción a la combinación igualmente temporal que haya en el objeto que se percibe. La verdad tiene que ser más profunda que los sentidos.
LEDERMAN: El objeto que se mide y el instrumento que lo hace —en este caso el cuerpo— interaccionan, y la naturaleza del objeto cambia, con lo que la medida se oscurece.
DEMÓCRITO: Una rara manera de considerarlo, pero sí, así es. ¿Adónde va usted a parar?
LEDERMAN: Bueno, en vez de tomar a este conocimiento por bastardo, cabe verlo como un caso de incertidumbre de la medición, o de la sensación.
DEMÓCRITO: Puedo admitirlo. O, por citar a Heráclito, «los sentidos son malos testigos».
LEDERMAN: ¿Y es la mente mejor, por mucho que usted la llame la fuente del conocimiento «innato»? La mente, en la concepción que usted tiene del mundo, es una propiedad de lo que usted llama el alma, que a su vez se compone también de atomos. ¿No están éstos también, acaso, en constante movimiento, y no interactúan con los átomos distorsionados del exterior? ¿Cabe hacer una distinción absoluta entre lo que se percibe y lo que se piensa?
DEMÓCRITO: Toca usted un punto importante. Como dije en el pasado, «Pobre Espíritu, es nuestro». De nuestros sentidos. Con todo, la Razón Pura confunde menos que los sentidos. No dejo de ser escéptico respecto a vuestros experimentos. Para mí, estos edificios enormes, con todos sus cables y máquinas, son casi risibles.
LEDERMAN: Quizá lo sean. Pero se alzan como monumentos a la dificultad de confiar en lo que podemos ver, tocar y oír. Aprendimos lo que usted comenta sobre la subjetividad de la medida despacio, entre los siglos XVI y XVIII. Poco a poco aprendimos a reducir la observación y la medida a actos objetivos del estilo de escribir números en un cuaderno de notas. Aprendimos a examinar una hipótesis, una idea, un proceso de la naturaleza desde muchos puntos de vista, en muchos laboratorios y por muchos científicos, hasta que saliese la mejor aproximación a la realidad objetiva; por consenso. Hicimos maravillosos instrumentos que nos ayudaran a observar, pero aprendimos a ser escépticos acerca de lo que nos descubrían mientras no se repitiese en muchos lugares, con diferentes técnicas. Por último, sometimos las conclusiones al juicio del tiempo. Si cien años después un joven H. de P., ávido de hacerse una reputación, las ponía patas arriba, pues vale. Le premiábamos con homenajes y distinciones. Aprendimos a suprimir nuestra envidia y nuestro miedo, y a querer al bastardo.