—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Minutolo.
—Nos hacemos una buena paja —contestó Montalbano, todavía nervioso.
En aquel momento llegó Fazio.
—¡El pueblo está alborotado! Todos hablan del ingeniero Peruzzo, el tío de la chica. Aunque la televisión no ha mencionado su nombre, todo el mundo lo ha identificado. Se han creado dos bandos: unos dicen que el ingeniero debe pagar el rescate y otros, que no tiene ninguna obligación con su sobrina. Pero los primeros son mucho más numerosos. En el café Castiglione han estado a punto de llegar a las manos.
—Y han conseguido joder a Peruzzo —comentó Montalbano.
—Mandaré que le pinchen los teléfonos —dijo Minutolo.
Hizo falta muy poco para que el agua que había empezado a caer sobre Peruzzo se convirtiera en un auténtico diluvio universal. Y esa vez el ingeniero no había tenido tiempo de prepararse un arca de Noé.
El padre Stanzillà, el cura más viejo y sensato del pueblo, les decía a los fieles que acudían a consultarle sobre el asunto que no cabía la menor duda, ni humana ni divina: correspondía al tío pagar el rescate, puesto que era el padrino de la chica. Además, de esa forma no haría sino devolverles a los padres de Susanna la elevada suma que les había birlado mediante engaños. Y luego les contaba la historia del presunto préstamo de dos mil millones, del que estaba al corriente hasta en sus mínimos detalles. En resumen, el hombre ejerció toda la presión que pudo. Por suerte para Montalbano, Livia no tenía amistad con beatas que hubieran podido revelarle la opinión del padre Stanzillà.
Nicolò Zito anunció
urbi et orbi
en Retelibera que el ingeniero Peruzzo había decidido desaparecer. Una vez más había sido fiel a su fama. Pero esa fuga ante una cuestión de vida o muerte no lo eximía de su responsabilidad, antes bien la aumentaba.
Pippo Ragonese proclamó en Televigata que, habiendo sido el ingeniero una víctima más de la magistratura roja, un hombre que había conseguido rehacer su fortuna gracias al impulso dado por el nuevo Gobierno a la empresa privada, tenía el deber moral de demostrar que la confianza que la banca y las instituciones habían depositado en él era merecida. Tanto más cuanto que era del dominio general su próximo salto a la política entre las filas de los que estaban renovando Italia. Cualquier gesto suyo que pudiera interpretarse como un desprecio a la opinión pública podría tener fatales consecuencias para sus aspiraciones.
Titomanlio Giarrizzo, venerable ex presidente del Tribunal de Montelusa, declaró con firmeza a los socios del Círculo de Ajedrez que, si los secuestradores hubieran caído en sus manos, los habría condenado sin duda a severísimas penas, pero también los habría alabado por haber descubierto el verdadero rostro de un aventurero sin escrúpulos como el ingeniero Peruzzo.
La señora Concetta Pizzicato, que tenía un puesto en el mercado con un letrero que ponía: «Pescado vivo de Cuncetta, quiromántica y vidente», siempre respondía lo mismo cuando sus clientes le preguntaban si el ingeniero pagaría el rescate:
—El que a su sangre hace daño, por los cerdos muere devorado.
—¿Oiga? ¿Progresso Italia? Soy el comisario Montalbano. ¿Hay por casualidad alguna noticia del ingeniero?
—Ninguna. Ninguna.
La voz de la chica era la misma de antes, sólo que ahora sonó más aguda y nerviosa.
—Volveré a llamar.
—No, mire, es inútil. El ingeniero Nicotra ha ordenado que desconectemos los teléfonos dentro de diez minutos.
—¿Por qué?
—Estamos recibiendo decenas y decenas de llamadas... insultos, groserías.
Parecía a punto de echarse a llorar.
Hacia las cinco de la tarde, Gallo informó a Montalbano de que, por si era poco, la propagación de un rumor había encendido los ánimos contra el ingeniero: que Peruzzo, para no pagar el rescate, le había pedido al juez el bloqueo de sus bienes y el juez se había negado. Aquello no tenía pies ni cabeza, pero Montalbano quiso aclararlo.
—¿Minutolo? Soy Montalbano. ¿Sabes por casualidad cómo piensa actuar el juez en relación con Peruzzo?
—Pues mira, acaba de llamarme ahora mismo. Está fuera de sí. Alguien le ha contado un rumor que circula...
—Lo conozco.
—Bueno, me ha dicho que no ha mantenido ningún contacto ni directo ni indirecto con el ingeniero y que, por el momento, no está en condiciones de decretar el bloqueo de los bienes de los familiares de los Mistretta, ni de los amigos de los Mistretta, ni de los conocidos de los Mistretta, ni de los paisanos de los Mistretta... No había manera de detenerlo, era un río en plena crecida.
—Oye, ¿conservas aún la fotografía de Susanna?
—Sí.
—¿Puedes prestármela hasta mañana? Enviaré a Gallo a recogerla.
—Estás obsesionado con esa historia de la luz, ¿eh?
—Sí. —Pero no era una cuestión de luz, sino de sombra.
—Sobre todo, Montalbà, no la pierdas. De lo contrario, el juez nos crucificará.
—Aquí está la fotografía —dijo Gallo media hora después, entregándole un sobre.
—Gracias. Mándame a Catarella.
Catarella se presentó en un santiamén con la lengua fuera, como los perros cuando oyen el silbido del amo.
—¡A sus órdenes,
dottori
!
—Catarè, ese amigo tuyo de confianza, el que sabe ampliar fotografías... ¿cómo se llama?
—Su nombre de él mismo es Cicco de Cicco,
dottori
.
—¿Aún está en la jefatura de Montelusa?
—Sí,
siñor dottori
. Todavía está permanente en su sitio.
—Muy bien. Deja a Imbrò al cuidado de la centralita y llévale a tu amigo esta foto. Te explicaré lo que tiene que hacer.
—Un joven quiere hablar con usted. Se llama Francesco Lipari.
—Hazlo pasar.
Francesco había adelgazado y las ojeras le ocupaban medio rostro; parecía el hombre del antifaz, el de los tebeos.
—¿Ha visto la fotografía? —le preguntó a Montalbano sin saludarlo siquiera.
—Sí.
—¿Y?
—Pues, en primer lugar, no estaba encadenada como ha dicho el cabrón de Ragonese. Y no la tienen en un pozo, sino en el interior de una especie de piscina de más de tres metros de profundidad. Dadas las circunstancias, me ha parecido que estaba bien.
—¿Puedo verla?
—Si hubieras venido un poco antes... Acabo de enviarla a Montelusa para que la analicen.
—¿Por qué?
No podía contarle todo lo que le pasaba por la cabeza.
—No guarda relación con Susanna, sino con el lugar en que la fotografiaron.
—¿Hay signos de que... le hayan hecho daño?
—Yo lo descartaría.
—¿Se le veía la cara?
—Por supuesto.
—¿Cómo era su mirada?
Aquel chico acabaría siendo un policía estupendo.
—No parecía asustada. Es quizá lo primero que me ha llamado la atención. Al contrario, tenía una mirada extremadamente...
—¿Decidida? —dijo Francesco Lipari.
—Exacto.
—La conozco bien. Eso significa que no piensa ceder, que tarde o temprano tratará de escaparse como sea. Los secuestradores habrán de andarse con mucho cuidado. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Cree usted que el ingeniero pagará?
—Tal como están las cosas, no tendrá más remedio que hacerlo.
—¿Sabe que Susanna jamás me había hablado de esa historia entre su tío y su madre? No me ha sentado nada bien.
—¿Por qué?
—Me parece una falta de confianza.
Cuando Francesco abandonó el despacho, algo más tranquilo que al entrar, Montalbano se quedó pensando en las palabras del chico. No cabía duda de que Susanna era valiente, como confirmaba su mirada en la fotografía. Pero entonces, ¿por qué en la primera llamada su voz era la de una persona desesperada? ¿Acaso no había una contradicción entre la voz y la imagen? Aunque tal vez la contradicción fuera sólo aparente. Probablemente el mensaje se había grabado a las pocas horas del secuestro, y en esos momentos Susanna no había recuperado aún el control de sí misma y se encontraba bajo los efectos de un violento
shock
. No se puede ser valiente las veinticuatro horas del día. Sí, ésa era la única explicación posible.
—
Dottori
, me ha dicho Cicco de Cicco que se pone ahora mismo a trabajar y que por eso las fotografías estarán listas mañana por la mañana sobre las nueve.
—Bien, irás a recogerlas tú en persona.
De repente Catarella adoptó un aire misterioso, se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja:
—¿Es una cosa reservada entre nosotros,
dottori
?
Montalbano asintió con la cabeza y Catarella salió con los brazos separados del cuerpo, los dedos de las manos extendidos y las rodillas rígidas. El orgullo de compartir un secreto con su jefe lo había transformado de perro en pavo real.
Montalbano se sentó ante el volante para regresar a Marinella enfrascado en un único pensamiento. Pero ¿podía calificarse de pensamiento aquella confusa serie de ideas sin sentido e imágenes indefinibles que le pasaban por la cabeza? Era como cuando uno está viendo la televisión y atraviesa la pantalla esa arenosa franja en zigzag, esa molesta y nebulosa interferencia de canales que te impide ver con claridad, y tienes que accionar los botones para que desaparezca.
Y de pronto el comisario ya no supo dónde estaba, no reconocía el habitual paisaje del trayecto a Marinella. Las casas eran distintas; los establecimientos, distintos; las personas, distintas. ¡Jesús! ¿Adónde demonios había ido a parar? Sin duda se había equivocado, había seguido otra carretera. Pero ¿cómo era posible, si durante años había recorrido ese camino al menos dos veces al día?
Se orilló en la cuneta, se detuvo, miró alrededor y comprendió. Sin quererlo se había dirigido hacia el chalet de los Mistretta. Las manos que sujetaban el volante y los pies que accionaban los pedales habían actuado por cuenta propia. Era algo que le ocurría a veces. Su cuerpo se comportaba con absoluta independencia, como si no estuviera supeditado al cerebro. Y en esos casos no podía oponer resistencia, pues siempre acababa por haber un motivo. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver atrás o seguir adelante? Naturalmente, siguió adelante.
Cuando entró en el salón, había siete personas escuchando a Minutolo alrededor de una mesa de gran tamaño, desplazada al centro desde el lugar que habitualmente ocupaba en un rincón. Sobre la mesa, un mapa topográfico de Vigàta y alrededores, de los de tipo militar, en que figuraban marcadas hasta las farolas y veredas adonde iban a mear los perros y las cabras.
Desde su cuartel general, el comandante en jefe
dottor
Minutolo dictaba las órdenes con vistas a unas investigaciones más exhaustivas y, a ser posible, fructíferas. Fazio se encontraba en su sitio, ya como fundido con el sillón que estaba junto a la mesita del teléfono y los correspondientes aparatos. Minutolo pareció sorprendido de ver a Montalbano. Fazio hizo ademán de levantarse.
—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? —preguntó Minutolo.
—Nada, nada —contestó Montalbano, no menos sorprendido de hallarse allí.
Algunos de los presentes lo saludaron y él respondió de una manera un tanto vaga.
—Estoy adoptando medidas para... —empezó Minutolo.
—Ya me he dado cuenta.
—¿Querías decirme algo? —lo invitó amablemente.
—Sí. Que no disparéis. Por ningún motivo.
—¿Puedo preguntar por qué?
El que había formulado esa cuestión era un jovencito impulsivo e impecablemente trajeado, un subcomisario un tanto trepa, cliente asiduo de gimnasios, con un mechón sobre la frente y pinta de ejecutivo arribista. En los últimos tiempos se veían muchos como él. Era una raza de cabrones que proliferaba como las moscas. A Montalbano le cayó fatal.
—Porque una vez alguien como usted disparó y mató a un pobre desgraciado que había secuestrado a una chica. Se llevaron a cabo las investigaciones oportunas, pero todo fue inútil. El único que habría podido decir dónde se encontraba la chica ya no estaba en condiciones de hablar. La hallaron al cabo de un mes, atada de pies y manos, muerta de hambre y sed. ¿Satisfecho?
Se produjo un tenso silencio. ¿Qué coño había ido a hacer al chalet? ¿Acaso estaba envejeciendo y empezaba a dar vueltas como un tornillo pasado de rosca?
Necesitaba beber agua. ¿Dónde estaba la cocina? La encontró al fondo del pasillo; dentro había una enfermera cincuentona y regordeta de expresión cordial y amistosa.
—¿Usía es el comisario Montalbano? ¿Desea algo? —preguntó con una amable sonrisa.
—Un vaso de agua, por favor.
La mujer le sirvió un vaso de una botella de agua mineral que sacó de la nevera. Mientras Montalbano bebía, la enfermera llenó una bolsa con agua hirviendo e hizo ademán de retirarse.
—Un momento —dijo él—. ¿Dónde está el señor Mistretta?
—Durmiendo. Órdenes del doctor. Tiene sus motivos. Yo le doy los tranquilizantes y los somníferos que él prescribió.
—¿Y la señora?
—¿Qué quiere decir?
—¿Está mejor? ¿Está peor? ¿Hay alguna novedad?
—La única novedad que puede haber para esa pobre mujer es la muerte.
—¿Le rige la cabeza?
—A ratos sí y a ratos no. Pero incluso cuando parece que está más lúcida, me da la impresión de que no entiende nada.
—¿Podría verla?
—Venga conmigo.
A Montalbano le surgió una duda. Pero sabía que era una duda ficticia, dictada por el deseo de retrasar un encuentro muy difícil para él.
—¿Y si me pregunta quién soy?
—¿Está de guasa? Sería un milagro.
Hacia la mitad del pasillo había una ancha y cómoda escalera que conducía al piso de arriba. Subieron y llegaron a otro corredor con tres puertas a cada lado.
—Éste es el dormitorio del señor Mistretta, éste el cuarto de baño y ésta la habitación de la señora. La hemos instalado aquí para poder atenderla mejor. Al otro lado están la habitación de la hija, pobrecita, otro baño y un cuarto de invitados —explicó la enfermera.
—¿Puedo ver el dormitorio de Susanna? —se le ocurrió preguntar.
—Sí, claro.
Abrió la puerta, asomó la cabeza y encendió la luz. Había una cama pequeña, un armario, dos sillas, una mesita con varios libros encima y una librería. Todo en perfecto orden. Y todo con un aire anónimo, provisional. Nada de carácter personal, ni un póster, ni una fotografía. La celda de una monja laica. Apagó la luz y cerró. La enfermera abrió con delicadeza la otra puerta. La frente y las manos del comisario se perlaron de sudor. Siempre lo asaltaba aquel miedo incontrolable cuando se hallaba en presencia de una persona moribunda. No sabía cómo actuar, tenía que impartir severas órdenes a sus piernas para evitar que emprendieran la huida por su cuenta y lo arrastraran consigo. Un cuerpo muerto no le causaba impresión; era la inminencia de la muerte lo que lo trastornaba desde lo más profundo de su ser, o mejor dicho, desde una profundidad abismal.