La paciencia de la araña (12 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

BOOK: La paciencia de la araña
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—¿Sabes qué te digo? En cuanto se recupere un poco el padre de Susanna, empezaré a apretarle las tuercas.

—Hazlo si quieres. Pero ten en cuenta una cosa: aunque dentro de cinco minutos sepamos la verdad, el juez debe actuar como hemos establecido. Yo, con tu permiso, hablaré con el médico en cuanto baje. Me encontraba con él en su casa cuando Fazio lo ha llamado, y estaba contándome unas cosas muy interesantes.

En ese momento entró en el salón Carlo Mistretta.

—¿Es verdad que han pedido seis mil millones?

—Sí —contestó Minutolo.

—¡Pobre sobrina mía! —exclamó.

—Venga a respirar un poco de aire fresco —lo invitó Montalbano.

El hombre lo siguió como un sonámbulo hasta un banco del jardín y Fazio se apresuró a regresar al salón. Montalbano estaba a punto de abrir la boca cuando, una vez más, el médico se le adelantó.

—Esta llamada viene al caso de lo que le contaba en mi casa.

—Estoy convencido —dijo el comisario—. Por consiguiente convendría, si usted se siente con ánimos...

—¿Dónde nos habíamos quedado?

—Cuando su hermano y su mujer se trasladan a Uruguay.

—Ah, sí. Al cabo de un año Giulia le escribió una larga carta a Antonio para proponerle que se reuniera con ellos. El país estaba en pleno desarrollo económico y había muy buenas perspectivas de trabajo. Salvatore se había granjeado el aprecio de personas importantes y podía echarle una mano... He olvidado decirle que Antonio se había licenciado en Ingeniería Civil, ya sabe, puentes, viaductos, carreteras... Bien, aceptó y emprendió el viaje. En los primeros tiempos mi cuñada lo ayudó sin escatimar esfuerzos. Él estuvo cinco años en Montevideo. Se habían comprado dos apartamentos en la misma finca para estar juntos, entre otras cosas porque Salvatore, por motivos de trabajo, se ausentaba largas temporadas y se sentía más tranquilo sabiendo que no dejaba sola a la recién casada. Resumiendo, en aquellos cinco años Antonio amasó una fortuna. No tanto como ingeniero, como después me explicó Salvatore, cuanto por su habilidad para manejarse entre las zonas francas que tanto abundaban por allí... una manera más o menos legal de evadir y hacer que otros evadieran impuestos.

—¿Por qué lo dejó?

—Decía que echaba de menos Sicilia. Que ya no aguantaba más. Y que, con todo lo que había ganado, ya podía establecerse por su cuenta. Pero mi hermano sospechó, no entonces sino más tarde, que hubo un motivo más serio.

—¿A saber?

—Que había dado un paso en falso y temía por su vida. En los dos meses anteriores a su partida estaba de un humor terrible, pero Giulia y Salvatore lo atribuían a la inminente separación. Formaban una familia. Y de hecho, Giulia lo pasó muy mal con la marcha de su hermano. Hasta el extremo de que Salvatore aceptó una oferta de trabajo en Brasil sólo para que ella pudiera vivir en un ambiente distinto.

—¿Y no volvieron a verse hasta...?

—No, no. Aparte de que se escribían y llamaban constantemente, Giulia y Salvatore venían a Italia al menos una vez cada dos años y pasaban las vacaciones con Antonio. Piense que cuando nació Susanna... —Al pronunciar ese nombre, la voz del médico se quebró—. Cuando nació Susanna, que llegó cuando ya no esperaban tener hijos, vinieron aquí a bautizarla para que su padrino fuera Antonio, pues él estaba demasiado ocupado para viajar. Hace ocho años mi hermano y Giulia regresaron definitivamente. Estaban cansados; habían recorrido casi toda América del Sur y querían que la niña creciera entre nosotros. Además, Salvatore había ahorrado un montón de dinero.

—¿Podía calificársele de hombre rico?

—Sinceramente sí. Era yo quien se encargaba de todo. Invertía las transferencias que me enviaba en títulos, terrenos, casas... En cuanto llegaron, Antonio les comunicó que tenía novia y no tardaría en casarse. La noticia sorprendió a mi cuñada: ¿por qué su hermano jamás le había insinuado siquiera que había conocido a una chica con quien tenía la intención de casarse? Obtuvo la respuesta cuando él le presentó a Valeria, su futura esposa. Una joven de veinte años, guapísima. Él ya rozaba los cincuenta, y había perdido la cabeza por aquella chica.

—¿Aún siguen casados? —preguntó Montalbano con involuntaria malicia.

—Sí. Pero Antonio no tardó en descubrir que, para conservarla a su lado, tendría que cubrirla de regalos y satisfacer todos sus deseos.

—¿Y se arruinó?

—No, las cosas no fueron así. Ocurrió lo de Manos Limpias.

—Un momento —lo interrumpió—. La historia de Manos Limpias empezó en Milán hace más de diez años, cuando su hermano y su cuñada aún vivían en el extranjero, antes de la boda de Antonio.

—Sí. Pero ya sabe usted cómo funciona este país. Todo lo que ocurre en el norte, fascismo, liberación, industrialización, llega a nosotros con mucho retraso, como una ola perezosa. El caso es que también un magistrado de aquí acabó por despertar. Antonio había obtenido muchas adjudicaciones de obras públicas. No me pregunte cómo lo hizo porque ni lo sé ni quiero saberlo, aunque es fácil de adivinar.

—¿Fue sometido a investigación?

—Él se adelantó a los acontecimientos. Es un hombre muy hábil. Para salvarse de una posible inspección que seguramente lo habría llevado al arresto y la condena, debía deshacerse de algunos documentos. Así se lo confesó entre lágrimas a su hermana una noche, de esto hace seis años. Y añadió que el precio de la operación ascendía a dos mil millones, suma que debería conseguir en un mes como máximo porque en aquel momento carecía de liquidez y no quería pedir dinero a los bancos. En aquella época, cualquier cosa que hubiera hecho habría podido interpretarse de manera errónea. Dijo que le entraban ganas de reír y llorar al mismo tiempo porque dos mil millones eran una bobada en comparación con las enormes sumas que pasaban por sus manos. Sin embargo, aquella cantidad representaba su salvación. Además, sólo se trataba de un préstamo. En tres meses se comprometía a devolver la totalidad, más el importe de las pérdidas sufridas con las ventas precipitadas. Giulia y mi hermano se pasaron toda la noche en vela discutiendo. Pero Salvatore habría dado hasta el traje que llevaba con tal de no ver la desesperación en los ojos de su mujer. A la mañana siguiente me llamaron y me pusieron al corriente de la petición de Antonio.

—¿Y usted qué hizo?

—Le confieso que en un primer momento reaccioné mal. Pero después se me ocurrió una idea.

—¿Cuál?

—Dije que aquello me parecía una locura, algo absurdo. Bastaba con que Valeria, la mujer de Antonio, vendiera el Ferrari, el yate y algunas joyas para reunir los dos mil millones. Y en caso de que no se alcanzara esa cantidad, ellos podrían cubrir la diferencia, pero sólo la diferencia. En resumen, traté de minimizar los riesgos.

—¿Y lo consiguió?

—No. Aquel mismo día Giulia y Salvatore hablaron con Antonio y le expusieron mi propuesta. Pero él se echó a llorar; por aquel entonces tenía la lágrima fácil. Dijo que si aceptaba, no sólo perdería a Valeria, sino que la noticia se divulgaría por ahí y perdería el crédito del que gozaba. Y todo el mundo diría que estaba al borde de la quiebra. Así pues, mi hermano decidió malvenderlo todo.

—Por pura curiosidad, ¿cuánto dinero reunieron?

—Mil setecientos cincuenta millones. En cuestión de un mes se quedaron sin nada, excepto la pensión de Salvatore.

—Otra curiosidad, disculpe. ¿Sabe cómo reaccionó Antonio al ver que le entregaban una suma inferior?

—¡Pero si obtuvo los dos mil millones que quería!

—¿Y quién cubrió la diferencia?

—¿De veras hace falta decirlo?

—Sí.

—Yo —contestó a regañadientes.

—¿Y qué ocurrió después?

—Ocurrió que, al cabo de dos meses, Giulia le preguntó a su hermano si podía devolverles el préstamo, al menos una parte, y él pidió una prórroga de una semana. Tenga presente que no había nada por escrito, ni compromisos, ni letras, ni cheques conformados, nada. Lo único escrito era el recibo de mis doscientos cincuenta millones, que Salvatore insistía en restituirme. A los cuatro días Antonio recibió una solicitud de fianza. Se lo acusaba de varios delitos, entre ellos estafa, falsedad documental y cosas por el estilo. Cuando al cabo de cinco meses Giulia quiso enviar a Susanna a estudiar a un exclusivo colegio de Florencia y volvió a pedirle a su hermano al menos una parte del préstamo, él le contestó de muy malos modos que no era el momento. Y Susanna se quedó a estudiar aquí. En resumidas cuentas y para abreviar, ese momento jamás llegó.

—¿Está diciendo que todavía no han recuperado aquellos dos mil millones?

—En efecto. Antonio consiguió salir bien librado del juicio, probablemente porque se encargó de que desaparecieran los documentos que lo incriminaban, pero una de sus empresas quebró de manera misteriosa. Por una especie de efecto dominó, sus restantes sociedades acabaron de la misma manera, y todo el mundo se vio afectado: acreedores, proveedores, empleados, obreros. Además, a su mujer le había dado por el juego y había perdido sumas increíbles. Hace tres años se produjo una violenta escena entre los hermanos, se interrumpió la relación entre ambos y Giulia enfermó. Ya no quería vivir. Y como usted comprenderá, no era por una simple cuestión de dinero.

—¿Cómo van ahora los negocios de Antonio?

—Viento en popa. Hace dos años logró rehacer su fortuna. Yo creo que las quiebras fueron todas fraudulentas y que, en realidad, sacó ilegalmente su dinero al extranjero. Después, con la nueva ley, lo trajo otra vez al país, pagó el porcentaje exigido y regularizó su situación. Como hicieron muchas personas deshonestas cuando, gracias a la nueva ley, lo ilegal se convirtió en legal. Todas sus empresas, a causa de las anteriores quiebras, figuran ahora a nombre de su mujer. Pero nosotros, repito, no hemos visto ni una lira.

—¿Cómo se apellida Antonio?

—Peruzzo. Antonio Peruzzo.

Conocía el apellido. Se lo había mencionado Fazio al informarlo de la llamada del «ex administrativo de la Peruzzo» en que recordaba al geólogo Mistretta que a veces el excesivo orgullo hacía daño. Ahora todo empezaba a cobrar sentido.

—Como usted comprenderá —prosiguió el médico—, la enfermedad de Giulia complica la situación.

—¿De qué manera?

—Una madre siempre es una madre.

—¿Mientras que un padre a veces no lo es? —preguntó bruscamente el comisario, un poco molesto con la trillada frase que acababa de oír.

—Me refiero a que si Giulia no estuviera tan enferma, no habría vacilado ni un instante en pedir ayuda a Antonio, teniendo en cuenta el peligro que corre la vida de Susanna.

—¿Y usted cree que su hermano no lo hará?

—Salvatore es un hombre muy orgulloso.

La misma palabra utilizada por el ex administrativo de la Peruzzo.

—¿Usted piensa que no cedería en ningún caso?

—Bueno, tanto como en ningún caso... Puede que bajo una fuerte presión...

—¿Como, por ejemplo, recibir por carta una oreja de su hija?

Una frase pronunciada a propósito. La forma en que Mistretta le había contado todo aquel asunto lo había puesto de los nervios; parecía que él no tuviera nada que ver con la historia, a pesar de haber perdido doscientos cincuenta millones. Sólo se alteraba cuando se mencionaba el nombre de Susanna. Esa vez, sin embargo, el médico experimentó tal sobresalto que Montalbano lo percibió a través de la ligera sacudida del banco en que estaban sentados.

—¿A tanto pueden llegar?

—Y a mucho más si quieren.

Había conseguido conmoverlo. A la mortecina luz que procedía de las dos ventanas del salón, lo vio introducir una mano en el bolsillo, sacar un pañuelo y pasárselo por la frente. Había que cruzar el umbral del hueco que se había abierto en la armadura de Carlo Mistretta.

—Doctor, le hablo con toda claridad. Hasta el momento no tenemos la más remota idea de quiénes son los secuestradores ni del lugar donde mantienen cautiva a Susanna. Ni siquiera una idea aproximada, aunque hayamos encontrado el casco y la mochila de su sobrina. ¿Estaba usted al corriente de esos hallazgos?

—No.

Y se produjo un silencio. Porque Montalbano esperaba una pregunta por parte del médico. Una pregunta natural que cualquier persona habría formulado. Pero el médico no abrió la boca, y el comisario decidió seguir adelante.

—Si su hermano no toma ninguna iniciativa, es posible que los captores interpreten su actitud como una voluntad declarada de no colaborar.

—¿Y qué se puede hacer?

—Trate de convencerlo de que dé un paso hacia Antonio.

—Eso va a ser muy duro.

—Dígale que, en caso contrario, se verá obligado a darlo usted. ¿O es que a usted también le cuesta?

—Pues sí, a mí también me cuesta, ¿sabe? Aunque no tanto como a Salvatore, por supuesto. —Se levantó muy tenso—. ¿Entramos?

—Prefiero quedarme a tomar un poco más el aire.

—Bien, entonces me voy. Pasaré a ver cómo se encuentra Giulia y después, si Salvatore está despierto, aunque lo dudo, le diré lo que hemos hablado. En caso contrario, lo haré mañana por la mañana. Buenas noches.

Montalbano no había tenido tiempo de fumarse un cigarrillo cuando vio la silueta del médico salir del salón, subir al todoterreno y alejarse.

Estaba claro que no había encontrado a Salvatore despierto y no había conseguido intercambiar palabra con él.

Entonces él también se levantó y entró en la casa. Fazio estaba leyendo un periódico, Minutolo tenía la cabeza inclinada sobre una novela y el agente hojeaba una revista de viajes.

—Lamento interrumpir la tranquilidad de este círculo de lectura —dijo Montalbano. Y dirigiéndose a Minutolo, añadió—: Tengo que hablar contigo.

Ambos se retiraron a un rincón del salón y el comisario le reveló todo lo que había averiguado a través del médico.

Consultó el reloj mientras regresaba en su automóvil a Marinella. ¡Virgen santa, qué tarde era! Seguramente Livia ya se habría acostado. Mejor así; de lo contrario, seguro que se armaba la clásica discusión. Abrió muy despacio la puerta. Todas las luces se encontraban apagadas, excepto la lámpara exterior de la galería. Livia estaba allí, sentada en el banco. Llevaba un jersey grueso y tenía delante un vaso de vino.

Montalbano se inclinó para besarla.

—Perdóname.

Ella le devolvió el beso. El comisario se puso a cantar por dentro; no habría discusión. Pero le pareció que Livia estaba triste.

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