Por fin —y sólo yo sé lo que tan hermética connotación significa— volví a mi casa. Era hora de cenar y quise ir a decirle a mi bondadosa dueña que prescindiría esa noche de su asado de tira y su fresca lechuga. Doña Micaela me consideró atentamente y anunció luego que yo estaba muy pálido.
—Hace mucho frío en la calle —dije vanamente—. Voy a acostarme en seguida. Hasta mañana.
Cuando cruzaba los patios, una de las chicas entraba quejándose de que afuera hacía calor húmedo; bajé la cabeza, volví a mi cuarto.
Todo estaba como siempre; hallé mi Biblia en la página donde la dejara por la tarde, el lápiz al lado, el diccionario de Pfohl. Junto a él un tomito con los poemas de Hugo von Hofmannsthal que empezaba a descifrar lentamente. Era el ambiente cotidiano, tibio y cómodo, dispuesto por mi capricho y mis costumbres.
Incapaz de reflexionar serenamente, busqué unos sellos de Embutal, bebí agua y aderecé una taza de tilo. Eran ya las diez y no me decidía a acostarme, seguro del insomnio, del prestigio tremendo de una oscuridad y un silencio en tales circunstancias. Recuerdo haber estado horas y horas sentado ante mi escritorio, y que me sorprendí grabando mis iniciales en su madera con un cortaplumas (el de los concursos de tiro al cartón), pensando entretanto en nada, que es la más horrible forma de pensar. Me miraba a mí mismo arrancando trocitos de madera, perfilando torpemente una G y una M. Después vino el amanecer y me recordó que tenía clase a las nueve; me tiré vestido en la cama y dormí como un lirón, apreciando al despertar la profunda belleza de ese manido lugar común.
Por la tarde (cómo enseñé a los chicos la geografía de Holanda y la tetrarquía de Diocleciano será un eterno misterio para mí y, lo temo, para ellos), por la tarde hice lo que toda persona en mi lugar: ir a casa de doña Emilia sin perder un minuto.
Cuando puse el índice en el timbre advertí la profunda diferencia entre ese acto y el análogo del día anterior; obraba ahora fríamente, seguro de mis movimientos y dispuesto a desvelar el enigma, si de algo tan simple como un enigma se trataba. ¿Qué podía decirle a mi amiga? La naturaleza de la investigación iba más allá de un mero interrogatorio; transcendía de lo normal, aquello que según doña Emilia y todo Chivilcoy es lo cierto y aceptable. Había salido de casa sin reflexionar en la conducta a seguir; sólo recuerdo que me eché la Browning al bolsillo; y el que me explique para qué, me prestará un señalado servicio.
La bondadosa fisonomía de doña Emilia me sonrió desde el living. Que pasara, que era un placer, yo siempre tan perdido; tenía tanto gusto de verme por su casa, que entrara como en la mía (y yo me estremecí involuntariamente); perdón por la vestimenta, pero era tan temprano, y además… Casi no oía yo las frases; apenas franqueé el zaguán y estuve en el living, estrechando la mano de mi amiga, miré hacia la izquierda en procura de la puerta. Y la vi, ciertamente, pero no una puerta como la de mi habitación sino más ancha y maciza, con gruesas cortinas de macramé entre los vidrios y los postigos interiores.
—Es la sala —dijo doña Emilia, un poco sorprendida por mi examen y mi silencio—. Pasemos, si quiere.
Alcancé a balbucear algunas preguntas civiles; el esposo, los nietos que vivían con ella… Pero ya abría doña Emilia la puerta y fue la primera en entrar en la sala. Pensé: «Ahora va a encontrarme allí y soltará un alarido». Como no hubo nada, entré a mi vez.
Era una linda sala burguesa con empapelado a rombos cereza, frutos vagamente subtropicales, una consola Regencia, cuadros de familia, un busto de Voltaire y, más lejos, una gran mesa escritorio de patas torneadas, verdaderamente hermosa.
—Aquí trabajo a veces —me dijo doña Emilia ofreciéndome asiento—. Pero es un lugar frío, desapacible, de manera que corrijo deberes y preparo lecciones en el dormitorio de mi hija mayor, que tiene mejor luz. Aquí vienen mis nietitos a jugar… ¡Viera el trabajo que da impedirles que rompan algo!
A mí me estaba naciendo una especie de felicidad que ascendía desde los zapatos, las piernas, me caminaba por el plexo y venía a proclamarse, maravillosamente, en el corazón y los pulmones. Debí suspirar con alivio y decir algo acerca del moblaje y los cuadros, porque doña Emilia se lanzó a explicar la razón de cada vetusta fotografía. Lares y penates desfilaron por su fluida charla; yo me dejaba envolver en la felicidad de la comprobación, de saber que aquello había sido fantasía, capricho de alucinado, que debería dejar el whisky y los bromuros por un tiempo, hacer una cura de reposo y salvarme de esas pesadillas absurdas. Porque nada había en esa sala que pudiera recordarme mi habitación y mi persona; porque todo era como un vasto perdón de tanto desvarío. Porque…
—… porque ayer —decía doña Emilia— estuve todo el día en el campo, viendo las crías de conejos de la granja. Los conejos de Flandes, usted sabe…
Ayer. Doña Emilia había estado todo el día en el campo. Viendo las crías de conejos. Al borde de la salvación sentí que una mano de hielo me tomaba poco a poco de la nuca y me echaba hacia atrás, hacia lo otro. Y justamente en ese momento cortó doña Emilia su charla con un débil e indignado chillido. Miraba hacia la hermosa mesa escritorio, desoladamente.
—¡Los chicos! —gimió, uniendo las manos—. ¡Yo sabía que acabarían por estropearla!
Me incliné sobre la mesa. A un costado, casi en el borde, alguien se había entretenido en grabar letras con un objeto cortante. Las letras estaban caprichosamente enlazadas pero se podía distinguir una G y una M; no era un trabajo habilidoso sino el pasatiempo de alguien que está distraído, ausente de lo que hace, y emplea en esa forma un cortaplumas que le sobra en la mano.
1943
This is very disgusting.
DONALD DUCK
Apenas desembarcado en el planeta Faros, me llevaron los farenses a conocer el ambiente físico, fitogeográfico, zoogeográfico, político-económico y nocturno de su ciudad capital que ellos llaman 956.
Los farenses son lo que aquí denominaríamos insectos; tienen altísimas patas de araña (suponiendo una araña verde, con pelos rígidos y excrecencias brillantes de donde nace un sonido continuado, semejante al de una flauta y que, musicalmente conducido, constituye su lenguaje); de sus ojos, manera de vestirse, sistemas políticos y procederes eróticos hablaré alguna otra vez. Creo que me querían mucho; les expliqué, mediante gestos universales, mi deseo de aprender su historia y costumbres; fui acogido con innegable simpatía.
Estuve tres semanas en 956; me bastó para descubrir que los farenses eran cultos, amaban las puestas de sol y los problemas de ingenio. Me faltaba conocer su religión, para lo cual solicité datos con los pocos vocablos que poseía —pronunciándolos a través de un silbato de hueso que fabriqué diestramente—. Me explicaron que profesaban el monoteísmo, que el sacerdocio no estaba aún del todo desprestigiado y que la ley moral les mandaba ser pasablemente buenos. El problema actual parecía consistir en Illi. Descubrí que Illi era un farense con pretensiones de acendrar la fe en los sistemas vasculares («corazones» no sería morfológicamente exacto) y que estaba en camino de conseguirlo.
Me llevaron a un banquete que los distinguidos de 956 le ofrecían a Illi. Encontré al heresiarca en lo alto de la pirámide (mesa, en Faros) comiendo y predicando. Lo escuchaban con atención, parecían adorarlo, mientras Illi hablaba y hablaba.
Yo no conseguía entender sino pocas palabras. A través de ellas me formé una alta idea de Illi. Repentinamente creí estar viviendo un anacronismo, haber retrocedido a las épocas terrestres en que se gestaban las religiones definitivas. Me acordé del Rabbi Jesús. También el Rabbi Jesús hablaba, comía y hablaba, mientras los demás lo escuchaban con atención y parecían adorarlo.
Pensé: «¿Y si éste fuera también Jesús? No es novedad la hipótesis de que bien podría el Hijo de Dios pasearse por los planetas convirtiendo a los universales. ¿Por qué iba a dedicarse con exclusividad a la Tierra? Ya no estamos en la era geocéntrica; concedámosle el derecho a cumplir su dura misión en todas partes».
Illi seguía adoctrinando a los comensales. Más y más me pareció que aquel farense podía ser Jesús. «Qué tremenda tarea», pensé. «Y monótona, además. Lo que falta saber es si los seres reaccionan igualmente en todos lados. ¿Lo crucificarían en Marte, en Júpiter, en Plutón…?».
Hombre de la Tierra, sentí nacerme una vergüenza retrospectiva. El Calvario era un estigma coterráneo, pero también una definición. Probablemente habíamos sido los únicos capaces de una villanía semejante. ¡Clavar en un madero al hijo de Dios…!
Los farenses, para mi completa confusión, aumentaban las muestras de su cariño; prosternados (no intentaré describir el aspecto que tenían) adoraban al maestro. De pronto, me pareció que Illi levantaba todas las patas a la vez (y las patas de un farense son diecisiete). Se crispó en el aire y cayó de golpe sobre la punta de la pirámide (la mesa). Instantáneamente quedó negro y callado; pregunté, y me dijeron que estaba muerto. Parece que le habían puesto veneno en la comida.
1943
Bibliografía: esto nació de pasar frente a una ferretería
y ver una caja de cartón conteniendo algún objeto
misterioso con la siguiente leyenda: STAR WASHERS.
Se formó una Sociedad con el nombre de LOS LIMPIADORES DE ESTRELLAS.
Era suficiente llamar al teléfono 50-4765 para que de inmediato salieran las brigadas de limpieza, provistas de todos los implementos necesarios y muñidas de órdenes efectivas que se apresuraban a llevar a la práctica; tal era, al menos, el lenguaje que empleaba la propaganda de la Sociedad.
En esta forma, bien pronto las estrellas del cielo readquirieron el brillo que el tiempo, los estudios históricos y el humo de los aviones habían empañado. Fue posible iniciar una más legítima clasificación de magnitudes, aunque se comprobó con sorpresa y alegría que todas las estrellas, después de sometidas al proceso de limpieza, pertenecían a las tres primeras. Lo que se había tomado antes por insignificancia —¿quién se preocupa de una estrella al parecer situada a cientos de años-luz?— resultó ser fuego constreñido, a la espera de recobrar su legítima fosforescencia.
2
Por cierto, la tarea no era fácil. En los primeros tiempos, sobre todo, el teléfono 50-4765 llamaba continuamente y los directores de la empresa no sabían cómo multiplicar las brigadas y trazarles itinerarios complicados que, partiendo de la Alfa de determinada constelación, llegasen hasta la Kapa en el mismo turno de trabajo, a fin de que un número considerable de estrellas asociadas quedaran simultáneamente limpias. Cuando por la noche una constelación refulgía de manera novedosa, el teléfono era asediado por miríadas estelares incapaces de contener su envidia, dispuestas a todo con tal de equipararse a las ya atendidas por la Sociedad. Fue necesario acudir a subterfugios diversos, tales como recubrir las estrellas ya lavadas con películas diáfanas que sólo al cabo de un tiempo se disolvían revelando su brillo deslumbrador; o bien aprovechar la época de densas nubes, cuando los astros perdían contacto con la Tierra y les resultaba imposible llamar a la Sociedad en demanda de limpieza. El directorio compró toda idea ingeniosa destinada a mejorar los servicios y abolir envidias entre constelaciones y nebulosas. Estas últimas, que sólo podían acogerse a las ventajas de un cepillado enérgico y un baño de vapor que les quitara las concreciones de la materia, rotaban con melancolía, celosas de las estrellas llegadas ya a su forma esbelta. El directorio de la Sociedad las conformó sin embargo con unos prospectos elegantemente impresos donde se especificaba: «El cepillado de las nebulosas permite a éstas ofrecer a los ojos del universo la gracia constante de una línea en perpetua mutación, tal como la anhelan poetas y pintores. Toda cosa ya definida equivale al renunciamiento de las otras múltiples formas en que se complace la voluntad divina». A su vez las estrellas no pudieron evitar la congoja que este prospecto les producía, y fue necesario que la Sociedad ofreciera compensatoriamente un abono secular en el que varias limpiezas resultaban gratuitas.
Los estudios astronómicos sufrieron tal crisis que las precarias y provisorias bases de la ciencia precipitaron su estrepitosa bancarrota. Inmensas bibliotecas fueron arrojadas al fuego, y por un tiempo los hombres pudieron dormir en paz sin pensar en la falta de combustible, alarmante ya en aquella época terrestre. Los nombres de Copérnico, Martín Gil, Galileo, Gaviola y James Jeans fueron borrados de panteones y academias; en su lugar se perfilaron con letras capitales e imperecederas los de aquellos que fundaran la Sociedad. La Poesía sufrió también un quebranto perceptible; himnos al sol, ahora en descrédito, fueron burlonamente desterrados de las antologías; poemas donde se mencionaba a Betelgeuse, Casiopea y Alfa del Centauro, cayeron en estruendoso olvido. Una literatura capital, la de la Luna, pasó a la nada como barrida por escobas gigantescas; ¿quién recordó desde entonces a Laforgue, Jules Verne, Hokusai, Lugones y Beethoven? El Hombre de la Luna puso su haz en el suelo y se sentó a llorar sobre el Mar de los Humores, largamente.
Por desdicha las consecuencias de tamaña transformación sideral no habían sido previstas en el seno de la Sociedad. (¿O lo habían sido y, arrastrado su directorio por el afán del lucro, fingió ignorar el terrible porvenir que aguardaba al universo?). El plan de trabajo encarado por la empresa se dividía en tres etapas que fueron sucesivamente llevadas a efecto. Ante todo, atender los pedidos espontáneos mediante el teléfono 50-4765. Segundo, enardecer las coqueterías en base a una efectiva propaganda. Tercero,
limpiar de buen o mal grado aquellas estrellas indiferentes o modestas
. Esto último, acogido por un clamor en el que alternaban las protestas con las voces de aliento, fue realizado en forma implacable por la Sociedad, ansiosa de que ninguna estrella quedara sin los beneficios de la organización. Durante un tiempo determinado se enviaron las brigadas junto con tropas de asalto y máquinas de sitio hacia aquellas zonas hostiles del cielo. Una tras otra, las constelaciones recobraron su brillo; el teléfono de la Sociedad se cubrió de silencio pero las brigadas, movidas por un impulso ciego, proseguían su labor incesante. Hasta que sólo quedó una estrella por limpiar.