Le dio las buenas noches, salió de la habitación y se fue a casa.
Brunetti dormía. Paola, a las nueve, antes de salir para clase, trató de despertarlo, pero sólo consiguió que se diera la vuelta hacia el otro lado de la cama. Al cabo de un rato, sonó el teléfono, pero el timbre no llegó hasta dondequiera que se encontrara Brunetti, un lugar en el que Pucetti tenía las dos manos sanas, Guarino no yacía muerto en el barro ni Bárbaro en el suelo de mármol y Franca Marinello era una bonita mujer de treinta años que movía toda la cara cuando sonreía.
Eran más de las once cuando Brunetti despertó, miró por el balcón, vio que llovía, y se durmió otra vez. Al volver a despertarse, lucía el sol y, durante un momento, se preguntó si no seguiría dormido y estaría soñando. Permaneció quieto un minuto por lo menos y, lentamente, sacó una mano, contento de oír el roce de la sábana. Trató de hacer chasquear los dedos y, aunque no consiguió producir más que el sonido de una fricción, lo oyó claramente, sin zumbido, y entonces apartó la ropa de la cama, deleitándose con su murmullo.
Ya de pie, sonrió al sol y reconoció que necesitaba un afeitado y una ducha, pero, más que nada, necesitaba café.
Se llevó el café a la habitación y puso la taza y el plato en la mesita de noche. Se quitó las zapatillas, se metió en la cama y alargó el brazo hacia su viejo ejemplar de Ovidio, sacándolo del montón de libros que tenía al alcance de la mano. Lo había encontrado hacía dos días, pero nunca tenía tiempo, no tenía tiempo.
Fastos.
¿Qué había dicho ella? ¿El nosequé del rey? Fue al índice. Allí estaba: «La fuga del rey», el 24 de febrero. Se subió las mantas, pasó el libro a la mano derecha y tomó un sorbo de café. Dejó la taza y se puso a leer.
Después del primer párrafo, recordó la historia. O mucho se equivocaba o también la contaba Plutarco. ¿Y no la había utilizado Shakespeare? El malvado Tarquino, último rey de Roma, expulsado del reino por el populacho, a cuyo frente iba el noble Bruto, furioso por la muerte de su esposa, la bella Lucrecia, que se había suicidado tras ser violada por el malvado hijo del rey, el cual la había amenazado con destruir la reputación de su esposo.
Volvió a leer el pasaje, cerró el libro con suavidad, lo dejó en la cama, a su lado, y miró por el balcón el nítido cielo.
Antonio Bárbaro, sobrino de un jefe de la Camorra. Antonio Bárbaro, arrestado por violación. Antonio Bárbaro, fotografiado por un hombre que después fue muerto a tiros en un supuesto atraco, cuya foto estaba en poder de un hombre, muerto también por herida de bala. Antonio Bárbaro, presunto amante de la esposa de un hombre al que, en cierta manera, se relacionaba con la primera víctima. Antonio Bárbaro, muerto de varios disparos por esta mujer.
Mientras miraba por el balcón, Brunetti movía actores y actos sobre la superficie de la memoria, añadiendo detalles aquí y allá según iba recordándolos y descartando una hipótesis para sustituirla por otra, a la luz de una nueva especulación que exigía un orden diferente.
Recordó la escena de la mesa de juego: la mano del hombre en la cadera de ella, y cómo ella lo había mirado; las manos de él en los pechos de ella y cómo ella no se había movido, a pesar de que todo su cuerpo parecía repelerlo. Brunetti la veía de perfil cuando ella disparaba, aunque tampoco visto de frente su rostro reflejaría mucha emoción. Sus palabras, pues: ¿qué palabras habían suscitado la cólera del hombre y luego la habían aplacado para provocarla de nuevo?
Brunetti alargó el brazo en busca del teléfono y marcó el número de casa de sus suegros. Contestó uno de los secretarios y él dio su nombre y pidió por la
contessa.
Con los años, Brunetti había descubierto que la celeridad con que se pasaba su llamada parecía estar relacionada con su empleo del título.
—¿Sí, Guido? —contestó ella.
—¿Podría pasar a hablar contigo cuando vaya camino del despacho?
—Ven cuando quieras, Guido.
Él miró el reloj de la mesita de noche y vio con asombro que era más de la una.
—Dentro de media hora, si te parece bien.
—Desde luego, Guido. Te espero.
Cuando ella colgó, Brunetti se levantó y fue al baño a afeitarse y ducharse. Antes de salir, abrió el frigorífico y vio las sobras de la lasaña de la víspera. Puso la fuente en la encimera, sacó un tenedor del cajón y comió la mayor parte de lo que quedaba, puso el tenedor en el fregadero, tapó la devastada lasaña con la lámina de plástico y metió la fuente en el frigorífico.
Diez minutos después, pulsaba el timbre del
palazzo
y una persona vestida de oscuro a la que no reconoció, lo condujo al estudio de la
contessa.
Ella lo besó, le preguntó si quería café, insistiendo hasta que él aceptó y dijo al hombre que había acompañado a Brunetti que les llevara café y biscotes.
—No puedes ir a trabajar sin tomar café —dijo ella. Se sentó en su butaca habitual desde la que podía ver el Gran Canal e inclinó el cuerpo para dar una palmada en el asiento del sillón que tenía a su lado.
—¿De qué se trata? —preguntó cuando él se hubo sentado.
—Franca Marinello.
No pareció sorprendida.
—Esta mañana me lo han contado por teléfono —dijo con voz grave, que suavizó al añadir—: Pobrecita, pobrecita.
—¿Qué te han dicho? —le habría gustado saber quién la había llamado, pero prefirió no preguntar.
—Que estaba involucrada en un suceso violento ocurrido en el Casino y que la policía se la había llevado para interrogarla —esperó a que Brunetti se lo explicara y, en vista de que no era así, preguntó—: ¿Estás al corriente?
—Sí.
—¿Qué pasó?
—Disparó contra un hombre.
—¿Y lo mató?
—Sí.
Ella cerró los ojos y Brunetti la oyó susurrar lo que podía ser una oración o, quizá, otra cosa. Le pareció oír la palabra «dentista», pero no le encontró sentido. Con una voz que había recuperado la firmeza, ella dijo:
—Dime qué pasó.
—Ella estaba en el Casino con un hombre. Él la amenazó y ella le disparó.
La
contessa
reflexionó y preguntó:
—¿Estabas tú?
—Sí, pero había ido por el hombre, no por ella.
Nuevamente, la
contessa
se quedó pensativa antes de preguntar:
—¿Era el tal Bárbaro?
—Sí.
—¿Y estás seguro de que le disparó Franca?
—Yo la vi dispararle.
La
contessa
cerró los ojos otra vez y meneó la cabeza.
Sonó un golpe en la puerta y ahora entró una mujer. Vestía con sobriedad, pero sin delantalito blanco. Puso dos tazas de café, un azucarero, dos vasos de agua y una fuente de biscotes en la mesita de centro, hizo una inclinación de cabeza a la
contessa
y se fue.
La
contessa
dio a Brunetti el café, esperó a que él echara dos terrones de azúcar y bebió el suyo sin azúcar. Dejó la taza en el platillo y dijo:
—La conocí… Oh, hace años, cuando vino a Venecia a estudiar. El hijo de mi primo Ruggero era íntimo del padre de Franca. Además, son parientes lejanos por parte de madre —empezó, pero se interrumpió ahogando una exclamación de impaciencia—. Aunque poco importa si hay parentesco o no, ¿verdad? Cuando ella iba a venir a estudiar a Venecia, el hijo de Ruggero me llamó para pedirme que cuidara de ella —tomó un biscote y volvió a dejarlo en la bandeja.
—Orazio me dijo que os hicisteis amigas.
—Sí, es verdad —dijo la
contessa
rápidamente y trató de sonreír—. Y seguimos siéndolo —Brunetti no preguntó al respecto y ella prosiguió—: Paola ya no estaba en casa —sonrió—, hacía años que os habíais casado, pero sin duda yo aún echaba de menos tener a una hija a mi lado. Ella es más joven que Paola, desde luego, quizá yo echaba de menos una nieta, en fin, una persona joven —hizo una pausa y prosiguió—: Ella casi no conocía a nadie aquí y entonces era muy tímida; sentías el impulso de ayudarla —miró a Brunetti—: Todavía lo es, ¿no crees?
—¿Tímida? —preguntó Brunetti.
—Sí.
—Yo diría que sí —convino Brunetti, como si no hubiera visto a Franca Marinello matar a tiros a un hombre la noche antes. Se quedó sin saber qué decir y no se le ocurrió sino—: Gracias por sentarme frente a ella en la cena. Nunca tengo con quien hablar de libros. Aparte de ti, desde luego —y, para hacer justicia a su esposa, añadió—: Me refiero a los libros que me gustan a mí.
El rostro de la
contessa
se animó.
—Eso dijo Orazio. Y por eso te puse frente a ella.
—Gracias —repitió él.
—Pero tú has venido por asuntos de trabajo, no para hablar de libros, ¿verdad?
—No. Para hablar de libros, no —dijo él, aunque no era del todo verdad.
—¿Qué quieres saber? —preguntó ella.
—Cualquier cosa que pueda servirme de ayuda. ¿Conocías a Bárbaro?
—Sí. No. Es decir, no personalmente, y Franca nunca me habló de él. Pero me hablaban otras personas.
—¿Que decían que eran amantes? —preguntó Brunetti temiendo que fuera muy pronto para hacer una pregunta tan directa, pero necesitaba saberlo.
—Sí; eso decían.
—¿Tú lo creíste?
La mirada de ella era tan firme como fría.
—No voy a contestar a esa pregunta, Guido —dijo con sorprendente energía—. Es amiga mía.
Él, recordando lo que la había oído susurrar, preguntó con sincera confusión:
—¿Has dicho algo de un dentista?
Ella lo miró, sorprendida.
—¿Es que no estás enterado?
—No; no sé nada de ella. Ni de un dentista —la segunda parte era verdad.
—El dentista que hizo eso con su cara —dijo ella, con lo que aumentó la confusión de Brunetti. En vista de que él no mudaba de expresión, prosiguió con vehemencia—: Si lo hubiera matado a él, lo comprendería. Pero ya era tarde. Alguien se le había adelantado —dicho esto, guardó silencio, mirando hacia el otro lado del canal.
Brunetti se recostó en el respaldo y apoyó la palma de las manos en los brazos del sillón.
—No entiendo nada —al ver que ella permanecía impasible, añadió—: Cuéntame, por favor.
Imitando su movimiento, ella se recostó a su vez. Le miró a la cara fijamente, como si tratara de decidir qué, cómo y cuánto podía decirle.
—Poco después de casarse con Maurizio, al que conozco casi de toda la vida —empezó—, decidieron hacer un viaje, una especie de luna de miel, imagino, a un lugar del trópico, ahora no recuerdo exactamente adonde. Una semana antes de la marcha, ella empezó a tener molestias a causa de las muelas del juicio. Su dentista estaba de vacaciones y una amiga de la universidad le habló del suyo, que vivía en Dolo. No, no en el mismo Dolo sino en los alrededores. Ella fue a consultarle y él aconsejó arrancar las dos muelas de arriba. Le hizo radiografías y le dijo que la extracción sería fácil y que él podía practicarla en su clínica —la
contessa
lo miró y cerró los ojos un momento—. Así pues, una mañana ella fue a la clínica y el dentista le arrancó las muelas, le dio un analgésico y un antibiótico por si se producía una infección y le dijo que al cabo de tres días podría irse de viaje. Al día siguiente, ella le llamó porque tenía dolor, y él le dijo que era normal y que tomara más analgésicos. Al otro día, como el dolor persistía, ella fue a verlo y él dijo que todo estaba bien, le dio más analgésicos, y ella y su marido se fueron de viaje. A una isla de no sé dónde.
La
contessa
calló entonces durante tanto tiempo que Brunetti tuvo que preguntar:
—¿Qué pasó?
—La infección persistía, pero ella era joven, estaba enamorada, los dos estaban enamorados, Guido, me consta, y no quería estropear las vacaciones, de modo que siguió tomando analgésicos y más analgésicos.
Esta vez, Brunetti esperó en silencio a que ella continuara.
—Llevaban en la isla cinco días cuando ella se desmayó y la llevaron a un médico: allí no había muchos medios sanitarios. El médico dijo que tenía una infección en la boca y que él no podía tratarla, de modo que Maurizio alquiló un avión y la llevó a Australia, el lugar más próximo donde creyó que podrían atenderla. Sidney, me parece —y agregó—: Aunque eso no importa —tomó el vaso del agua, bebió la mitad y lo dejó en la bandeja—. Tenía una de esas horribles infecciones hospitalarias que se había extendido desde las heridas del maxilar a los tejidos faciales —la
contessa
se cubrió la cara con las manos, como para protegerla de lo que describía—. Los médicos tuvieron que intervenir a fondo para tratar de salvar lo que se pudiera. Era una de esas infecciones que no responden a los antibióticos, o ella era alérgica al medicamento, no recuerdo —la
contessa
retiró las manos de la cara y miró a Brunetti—. Me lo contó una sola vez, hace años. Fue horrible oírle hablar de ello. Era tan bonita. Antes. Pero los médicos tuvieron que hacer mucho, destruir mucho, para salvarla.
—Así que ésa es la razón —dijo Brunetti, desconcertado.
—Naturalmente —repuso la
contessa
con vehemencia—. ¿Crees que ella iba a desear tener ese aspecto? Por el amor de Dios, ¿crees que una mujer puede desear eso?
—Yo no tenía idea —dijo él.
—Claro que no. Ni tú ni nadie.
—Pero tú sí.
Ella asintió con tristeza.
—Yo sí. Cuando regresaron, ella ya tenía el aspecto que tiene ahora. Me llamó diciendo que quería verme y yo me alegré mucho. Hacía meses que no la veía y sólo sabía lo que me había dicho Maurizio por teléfono, que había estado muy enferma, pero sin dar detalles. Cuando me llamó, Franca me dijo que había tenido un accidente terrible y que no me asustara al verla —y, después de un momento—: Por lo menos, trató de prepararme. Pero nada puede prepararte para una cosa así, ¿no crees? —Brunetti no tenía respuesta a esto. Le parecía que, al hablar de ello, la
contessa
lo revivía—. Me horroricé, sí, y no pude disimularlo. Sabía que ella nunca habría decidido hacerse eso. Con lo bonita que era. Guido, tú no sabes lo bonita que era —lo sabía, porque la foto de la revista le había dado una idea—. Me eché a llorar. No pude evitarlo. Lloré, y Franca tuvo que consolarme. Imagina, Guido, ella vuelve con esa cara y soy yo la que se hunde —calló y parpadeó varias veces, para contener las lágrimas—. Fue lo más que pudieron hacer los cirujanos de Australia, porque la infección estaba muy avanzada.
Brunetti dirigió la atención a la ventana y contempló los edificios del otro lado del canal. Cuando se volvió hacia la
contessa
vio que tenía lágrimas en las mejillas.