La otra cara de la verdad (13 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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Por el vano, Brunetti veía a Paola, que no había levantado la mirada del libro ni cuando llegaron ellos ni cuando Vasco se fue. Él salió al corredor y se sentó a su lado.

—¿Qué lees, ricura? —dijo ahuecando la voz.

Ella volvió la página, sin darse por enterada.

Él se acercó y metió la cabeza entre Paola y el libro.

—¿Qué es, princesa cómo?

—Casamassima —respondió ella, apartándose.

—¿Es bueno el libro? —preguntó él aproximándose.

—Apasionante —dijo ella y, como ya no le quedaba más banco, volvió la cara hacia otro lado.

—¿Lees muchos libros, ángel? —porfió él, con la voz rugosa y antipática del impertinente que a veces se te sienta al lado en el
vaporetto.

—Sí, muchos libros —dijo ella, y añadió cortésmente—: Mi marido es policía, de manera que más le valdrá dejarme en paz.

—No seas tan arisca, ángel —protestó él.

—Le advierto que llevo su pistola en el bolso y, si no me deja en paz, le disparo.

—Oh —dijo Brunetti, apartándose de ella. Se deslizó hasta el extremo opuesto del banco, puso una pierna encima de la otra y contempló el grabado del puente de Rialto que estaba colgado de la pared de enfrente. Paola volvió una página y regresó a Londres.

Brunetti se apoltronó, apoyando la cabeza en la pared. Pensaba si Guarino no le habría inducido deliberadamente a creer que el hombre vivía cerca de aquí. Quizá temía que la intervención de Brunetti comprometiera el control de la investigación de los
carabinieri.
Quizá no estaba seguro de la lealtad de su colega. ¿Y quién iba a reprochárselo? Brunetti no tenía más que pensar en el teniente Scarpa para recordar que, para controlar, no hay como aparentar que confías en una persona. No había más que pensar en el pobre Alvise: seis meses trabajando con Scarpa, tratando de ganarse su aprobación. Y ahora ya no se podía confiar en Alvise, no sólo por su estupidez innata sino porque las atenciones del teniente le habían sorbido su poco seso y en lo sucesivo le faltaría tiempo para ir a contarle hasta la más mínima incidencia que descubriera.

Brunetti, distraídamente, sintió una mano en el hombro izquierdo y, pensando que era Paola, que había abandonado a Henry James para volver junto a él, la oprimió ligeramente. La mano se retiró con brusquedad y, al abrir los ojos, Brunetti vio ante sí a Vasco que lo miraba, atónito.

—Creí que era usted mi esposa —fue lo único que se le ocurrió decir, volviendo la cabeza hacia Paola, que los miraba sin dar señales de que los encontrara más interesantes que el libro que tenía en las manos.

—Estábamos hablando antes de que él se quedara dormido —dijo ella a Vasco, que parpadeó mientras procesaba la información y luego sonrió y se inclinó para dar a Brunetti una palmada en el hombro.

—No creería las cosas que he visto en esta casa —dijo. Levantó unos papeles que tenía en la mano y anunció—: Copias de los pasaportes —y entró en su despacho.

Brunetti se puso en pie y le siguió.

En la mesa estaban dos papeles, desde los que sendas caras miraban a Brunetti: la del hombre de la foto que él había traído y la de otro más joven, de pelo largo y cuello corto.

—Venían juntos —dijo Vasco.

Brunetti tomó uno de los papeles.

—Antonio Bárbaro —leyó—, nacido en Plati —miró a Vasco—. ¿Dónde está eso?

—He pensado que querría saberlo —respondió Vasco sonriendo—. He pedido a las chicas que lo buscaran. Está en Aspromonte, un poco más arriba del parque nacional.

—¿Qué hace aquí un calabrés?

—Yo soy de Puglia —dijo Vasco llanamente—. Lo mismo podría preguntarme a mí.

—Perdón —dijo Brunetti dejando el papel y tomando el otro—. Giuseppe Strega —leyó—. Nacido en la misma ciudad, pero ocho años después.

—Ya me fijé en eso —dijo Vasco—. Por cierto, las chicas de Recepción también sienten curiosidad por el primero, aunque supongo que por razones distintas de las suyas: ellas lo encuentran atractivo. Mejor dicho, a los dos —Vasco recuperó los papeles y contempló las caras: Bárbaro, con las cejas angulosas sobre unos ojos rasgados; y el otro, con una ondulada melena de poeta rozándole las mejillas—. No sé por qué —dijo dejando caer los papeles sobre la mesa.

Tampoco Brunetti lo sabía.

—Extrañas criaturas las mujeres —dijo, y preguntó—: ¿Por qué es un bellaco?

—No sabe perder. A nadie le gusta, desde luego. Pero me parece que a algunos, en el fondo, les tiene sin cuidado, si ganan o pierden, aunque no quieran reconocerlo —miró a Brunetti para ver si le seguía, éste movió la cabeza afirmativamente, y Vasco prosiguió—: Una noche perdió casi cincuenta mil euros, no estoy seguro de la cantidad exacta, pero uno de los encargados de seguridad me llamó para decirme que en una de las mesas de blackjack uno de los jugadores estaba perdiendo mucho dinero y temía que hubiera problemas. Es ahí donde los que se creen listos piensan que ganarán: que si contar las cartas, que si este sistema, que si este otro… Todos están locos: siempre ganamos nosotros —al ver la expresión de Brunetti, dijo—: Perdone, eso no hace al caso, ¿verdad? En resumen, enseguida lo vi: el tipo parecía una bomba de relojería. Percibías la energía que despedía, era como un horno. Vi que ya apenas tenía fichas, y decidí quedarme por allí hasta que las perdiera todas. Lo cual no llevó más que dos manos y, cuando los crupiers las barrieron él se puso a chillar, decía que las cartas estaban marcadas y que él se encargaría de que aquel crupier no volviera a dar cartas en su vida —Vasco se encogió de hombros con un gesto que denotaba irritación y resignación—. No ocurre a menudo, pero siempre dicen lo mismo. Siempre, las mismas amenazas.

—¿Qué hicieron ustedes?

—Giulio, el que me había llamado, ya estaba a su otro lado, de manera que, entre él y yo…, bien, lo ayudamos a dejar la mesa y llegar a la escalera y a la planta baja. Por el camino se tranquilizó, pero aun así creímos conveniente hacer que se fuera.

—¿Se fue?

—Sí. Esperamos a que le dieran el abrigo y lo escoltamos hasta la puerta.

—¿Dijo algo? ¿Les amenazó?

—No, pero si le hubiera tocado… —empezó Vasco y entonces, como si recordara la manera en que Brunetti le había tocado la mano, rectificó—: Si le hubiera visto. Era como si tuviera electricidad en el cuerpo. Lo llevamos a la puerta y lo despedimos muy cortésmente llamándole
«signore»,
como es nuestra obligación, y esperamos hasta que se alejó.

—¿Y entonces?

—Entonces lo pusimos en la lista.

—¿La lista?

—La lista de las personas que no pueden volver, por su comportamiento o porque alguien de la familia nos pide que no las dejemos entrar. Quedan excluidas —otra vez se encogió de hombros—. Aunque no sirve de mucho. Pueden ir a Campione o a Jesolo, y aquí, en la ciudad, hay muchas casas en las que se juega, sobre todo, desde que han llegado los chinos. Pero por lo menos nosotros nos libramos de él.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Brunetti.

—No recuerdo con exactitud, pero la fecha debe de figurar ahí —dijo Vasco señalando los papeles que estaban en la mesa—. Sí, el veinte de noviembre.

—¿Y el que estaba con él.

—Entonces yo no sabía que habían venido juntos. Me enteré después, cuando bajé a ponerlo en la lista. No recuerdo haber visto al otro.

—¿También está excluido? —preguntó Brunetti.

—No había razón para ello.

—¿Puedo llevármelas? —preguntó Brunetti señalando las fotocopias.

—Desde luego. Como le he dicho, le debo un favor.

—¿Podría hacerme otro favor usted a mí?

—Si es factible.

—Anule la exclusión y llámeme si vuelve.

—Si me da su número de teléfono, así lo haré —respondió Vasco—. Y diré a las chicas de Recepción que lo llamen si yo no estuviera.

—Sí —dijo Brunetti, y entonces se le ocurrió preguntar—: ¿Le parece que podemos confiar en que lo hagan? Porque si tan atractivo lo encuentran…

Vasco sonrió ampliamente.

—Les he dicho que usted fue el que arrestó a esos dos granujas. Puede confiar en ellas plenamente.

—Gracias.

—Además —dijo Vasco recogiendo los papeles y entregándolos a Brunetti—. Ellos son jugadores, y ninguna de las chicas los tocaría ni con un bichero.

Capítulo 13

A la mañana siguiente, Brunetti entró en el despacho de la
signorina
Elettra con las fotocopias en la mano. Ella vestía de blanco y negro, a juego con los documentos: pantalón Levi's negro —pero un Levi's pasado por las manos del sastre— y un jersey de cuello cisne tan blanco que Brunetti temió que pudiera tiznarse con los documentos. Ella miró atentamente las copias de las fotos de pasaporte de los dos hombres, y dijo:

—Son guapos esos sinvergüenzas, ¿eh?

—Sí —respondió Brunetti, preguntándose por qué ésta era la primera reacción de las mujeres al ver a aquellos tipos. Podían ser guapos, pero uno era sospechoso de estar complicado en un asesinato, y lo único que a las mujeres se les ocurría era decir que eran guapos. Era como para que uno se cuestionara su confianza en el sentido común de las mujeres. Su ecuanimidad le impidió añadir a la lista de cargos la circunstancia de que ambos eran del Sur y uno de ellos, por lo menos, llevaba el apellido de una célebre familia de la Camorra.

—Me pregunto si usted tiene, o podría tener, acceso a los archivos del Ministerio del Interior —dijo Brunetti con la calma del delincuente habitual—. Los archivos de pasaportes.

La
signorina
Elettra acercó las fotos a la luz y las examinó detenidamente.

—Es difícil distinguir, en una fotocopia, si los pasaportes son auténticos o no —comentó con la calma de la persona familiarizada con las actividades de los delincuentes habituales.

—¿No tenemos línea directa con el despacho del ministro? —preguntó él con falsa jocosidad.

—Desgraciadamente, no —respondió ella, muy seria. Distraídamente, tomó un lápiz, apoyó la punta en la mesa, deslizó los dedos por los costados, le hizo dar media vuelta, repitió el movimiento varias veces y, finalmente, lo dejó caer—. Empezaré por la Oficina de Pasaportes —dijo, como si los archivos estuvieran justo a su izquierda y no tuviera más que alargar la mano para buscar en ellos. La mano fue de nuevo al lápiz, como por voluntad propia, esta vez, para golpear las fotos con la goma del extremo:

—Si son auténticos, buscaré en nuestros archivos lo que pueda haber sobre ellos —como si acabara de ocurrírsele, preguntó—: ¿Para cuándo lo quiere,
dottore?

—¿Para ayer? —dijo él.

—No es probable.

—¿Mañana? —sugirió el comisario, decidiendo ser comprensivo y no pedirlo para hoy.

—Si son sus nombres verdaderos, mañana podría tener algo. O si los han utilizado el tiempo suficiente como para que figuren en algún sitio de nuestro sistema —sus dedos se deslizaban arriba y abajo del lápiz, y Brunetti tuvo la sensación de estar viendo cómo su mente se deslizaba arriba y abajo de una serie de posibilidades.

—¿Puede decirme algo más acerca de ellos?

—El hombre que fue asesinado en Tessera tenía tratos con éste —dijo Brunetti señalando al llamado Antonio Bárbaro—. El otro fue al Casino con él la noche en que Bárbaro perdió mucho dinero y tuvieron que expulsarlo por amenazar al crupier.

—La gente siempre pierde —comentó ella con indiferencia—. Pero intriga pensar de dónde sacó tanto dinero.

—Siempre intriga pensar de dónde saca la gente tanto dinero —convino Brunetti—. Y más si están dispuestos a jugárselo alegremente.

Ella miró las fotos un momento y dijo:

—Veré lo que puedo encontrar.

—Le quedaré agradecido.

—Por supuesto.

Él salió del despacho y se dirigió al suyo. Al empezar a subir la escalera, levantó la mirada y vio a Pucetti y, a su lado, a una mujer con un abrigo largo. Le miró los tobillos y al instante recordó los finos tobillos de Franca Marinello que subían por el puente delante de él, la primera noche en que la vio.

Buscó con los ojos la cabeza de la mujer, pero ella llevaba un gorro de lana del que sólo asomaban unos mechones de cabello de la nuca. Mechones rubios.

Brunetti aceleró el paso y, cuando estuvo a pocos escalones, dijo:

—Pucetti.

El joven agente se detuvo, dio media vuelta y sonrió tímidamente al ver a su superior.

—Ah, comisario —dijo. Pero entonces también la mujer se volvió y Brunetti vio que, efectivamente, era Franca Marinello.

Del frío, tenía manchas moradas en las mejillas y la frente y la barbilla tan pálidas como las de una persona que nunca viera el sol. Su mirada se suavizó, y Brunetti reconoció el gesto que ella usaba en lugar de sonrisa.

—Ah,
signora
—dijo él sin disimular la sorpresa—. ¿Qué la trae por aquí?

—He pensado que podía aprovechar la circunstancia de que nos presentaran la otra noche, comisario —dijo ella con su voz fosca—. Deseo hacerle una consulta, si me lo permite. El agente ha sido muy amable.

El aludido se creyó en la obligación de explicar:

—La
signora
ha dicho que era amiga suya, comisario, y que deseaba hablar con usted. Le he llamado varias veces, pero usted no estaba en su despacho, y entonces he pensado que podría acompañarla arriba, en lugar de hacerla esperar abajo. Sabía que usted no había salido del edificio —al llegar a este punto, se le acabaron las palabras.

—Gracias, Pucetti. Ha hecho bien —Brunetti subió hasta situarse a la altura de los otros dos, tendió la mano y estrechó la de la mujer—. Vamos a mi despacho —dijo, sonrió, volvió a dar las gracias a Pucetti y siguió subiendo la escalera.

Al entrar, vio el despacho con los ojos de ella: una mesa cubierta de pequeños aludes de papel, un teléfono, un cubilete de cerámica con la figura de un tejón, que Chiara le había regalado en Navidad, lleno de lápices y bolígrafos y un vaso vacío. Ahora se daba cuenta de que las paredes necesitaban una mano de pintura. Detrás de la mesa, colgaban de la pared la foto del presidente de la República y, a su izquierda, un crucifijo que Brunetti no se había preocupado de mandar retirar. En otra pared, el calendario del año anterior y el
armadio,
con la puerta abierta y una bufanda asomando por el bajo. Brunetti tomó el abrigo de la mujer y lo colgó, aprovechando para empujar la bufanda con el pie. Ella puso los guantes dentro del gorro y se los dio. Él los dejó en el estante, cerró la puerta y fue hacia la mesa.

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