La otra cara de la verdad (11 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: La otra cara de la verdad
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—¿Alguien se ha bebido mi ponche? —preguntó.

—No, comisario. Me ha parecido que ya estaría muy frío para que lo tomara.

—¿Me pones otro?

—Nada más fácil —dijo el barman bajando la botella del estante.

Diez minutos después, bien reconfortado, Brunetti estaba otra vez en su despacho, desde donde pulsó el número de su casa.

—¿Sí? —contestó Paola. Él se preguntó cuándo había dejado su mujer de contestar al teléfono con el apellido.

—Soy yo. ¿Mañana irás a tu despacho?

—Sí.

—¿Podrás imprimir una foto que estará en tu ordenador?

—Por supuesto —dijo ella, y Brunetti percibió el suspiro apenas contenido.

—Bien. Te llegará por e-mail. Imprímela, por favor, ampliándola si es posible.

—Guido, también puedo acceder a mi correo electrónico desde aquí —dijo ella, empleando la voz que reservaba para explicar las obviedades.

—Ya lo sé —respondió él, aunque no lo había pensado—. Pero prefiero mantener esto…

—¿Fuera de casa? —sugirió ella.

—Sí.

—Gracias —dijo, y rió—. No deseo bucear en tus conocimientos de informática, Guido, pero gracias, por lo menos, por eso.

—No quiero que los chicos…

—No tienes que darme explicaciones —cortó ella. Y, con voz aún más suave, dijo—: Hasta luego —y colgó.

Brunetti oyó ruido en la puerta y, al levantar la mirada, se sorprendió al ver allí a Alvise.

—¿Me concede un momento, comisario? —preguntó el joven agente, sonriente, serio y otra vez sonriente. Alvise, bajo y flaco, era el individuo menos atractivo del cuerpo, y su coeficiente intelectual estaba en consonancia con su presencia física. Por lo demás, era un tipo afable y comunicativo. Paola, que lo había visto una sola vez, dijo que le había hecho pensar en un personaje del que un poeta inglés dijo: «Eternas sonrisas su vacuidad delatan.»—. Desde luego, Alvise. Pase, por favor.

Alvise no había reaparecido en la brigada hasta hacía poco, después de estar seis meses trabajando en simbiosis con el teniente Scarpa en una unidad anticrimen promovida por la Unión Europea, cuya naturaleza no había llegado a definirse.

—He vuelto, señor —dijo Alvise tomando asiento.

—Sí —respondió Brunetti—. Ya lo sé —preclaro raciocinio y concisión dialéctica no eran dotes que pudieran asociarse habitualmente con el nombre de Alvise, por lo que su aseveración podía referirse a su regreso tanto de la misión como del bar de la esquina.

Alvise recorrió el despacho con la mirada, como si lo viera por primera vez. Brunetti se preguntaba si el agente consideraría necesario darse a conocer nuevamente a su superior. El silencio se prolongaba, pero Brunetti había decidido dar a Alvise todo el tiempo necesario para que se explicara. El agente se volvió hacia la puerta, que estaba abierta, luego miró a Brunetti y otra vez a la puerta. Tras otro minuto de silencio, se inclinó hacia adelante y preguntó:

—¿Me permite que cierre la puerta, comisario?

—Desde luego, Alvise —respondió Brunetti, preguntándose si los seis meses pasados en un pequeño despacho en compañía del teniente lo habrían sensibilizado a las corrientes de aire.

Alvise fue a la puerta, asomó la cabeza, miró a derecha e izquierda, cerró la puerta cuidadosamente y volvió a su silla. El silencio se reanudó, pero Brunetti venció la tentación de romperlo.

Al fin Alvise habló:

—Como le decía, señor, he vuelto.

—Como le decía, Alvise, ya lo sé.

Alvise lo miró sin pestañear, como si, de pronto, se hubiera percatado de que le correspondía a él romper la barrera de incomunicación. Lanzó una mirada a la puerta, se volvió hacia Brunetti y dijo:

—Pero es como si no hubiera vuelto, señor —Brunetti desistió de indagar, y el agente se vio obligado a proseguir—: Los otros, señor, no parecen alegrarse de que haya vuelto —en su cara tersa se pintaba la perplejidad.

—¿Por qué dice eso, Alvise?

—Es que nadie ha dicho nada. De que haya regresado —parecía sorprendido y dolido a la vez.

—¿Qué esperaba que dijeran, Alvise?

El agente trató de sonreír, pero no lo consiguió.

—Usted ya sabe, señor, algo así como «Bienvenido» o «Nos alegramos de volver a tenerte con nosotros». Por ejemplo.

¿Dónde creería Alvise que había estado? ¿En la Patagonia?

—No es que no haya estado aquí, Alvise. ¿No lo ha pensado?

—Ya lo sé, comisario. Pero no formaba parte de la brigada. No era un agente regular.

—Interinamente.

—Sí, señor, ya lo sé, interinamente. Pero era una especie de ascenso, ¿no?

Brunetti cruzó las manos y apoyó los dientes en los nudillos. Cuando se aventuró a despegar los labios dijo:

—Podría considerarse de ese modo, desde luego. Pero, como usted dice, ahora ya ha vuelto.

—Sí, señor; pero estaría bien que dijeran hola o que se alegran de verme.

—Quizá esperen a ver cómo se readapta al ritmo de trabajo de la brigada —sugirió Brunetti, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que quería decir con eso.

—Ya lo había pensado, señor —dijo Alvise, y sonrió.

—Bien. Entonces eso debe de ser —dijo Brunetti con ruda vehemencia—. Deles tiempo para que se acostumbren de nuevo a usted. Probablemente, sienten curiosidad por descubrir qué nuevas ideas trae consigo —«Ah, qué gran pérdida sufrió el teatro cuando opté por la policía», pensó Brunetti.

La sonrisa de Alvise se ensanchó y, por primera vez, pareció auténtica.

—Oh, yo no les haría eso, comisario. Después de todo, estamos en la vieja y tranquila Venecia, ¿no?

Nuevamente, Brunetti apretó los labios contra los nudillos.

—Sí. Hará bien en no olvidarlo, Alvise. Tómeselo con calma. Por el momento, procure volver a la vieja rutina. Tal vez haya que dejar pasar un tiempo, pero estoy seguro de que ellos se darán cuenta. ¿Por qué no invita a Riverre a tomar una copa esta tarde y le pregunta cómo van las cosas? Eso sería como una vuelta al pasado. Ustedes dos eran buenos amigos.

—Sí, señor. Pero eso era antes de que me ascen… antes de que me asignaran ese destino.

—De todos modos, invítelo. Llévelo al bar de Sergio y hable con él. Tómese tiempo. Quizá si salieran juntos de patrulla durante unos días, sería más fácil para él —dijo Brunetti, tomando nota mentalmente de pedir a Vianello que se encargara de reunir de nuevo a los dos agentes, y al diablo la idea de patrullar por la ciudad con eficacia.

—Muchas gracias, comisario —dijo Alvise poniéndose de pie—. Ahora mismo bajo y lo invito.

—Bien —dijo Brunetti sonriendo ampliamente, satisfecho de ver que su interlocutor empezaba a parecerse al viejo Alvise.

El agente arrastró la silla al levantarse, y Brunetti cedió al impulso de decir:

—Bienvenido, Alvise.

—Gracias, comisario —respondió el agente cuadrándose y saludando militarmente—. Me alegro de haber vuelto.

Capítulo 11

La
questura
y los pensamientos acerca del muerto al que no había conocido acompañaron a Brunetti camino de su casa a la hora de la cena. Paola advirtió esta compañía cuando su marido no alabó —ni terminó— la
coda di rospo
con
scampi
y tomate y se fue a la sala a leer dejando en la botella una tercera parte de Graminé.

Llevó mucho tiempo fregar los platos y, cuando Paola salió de la cocina, lo encontró frente a la puerta vidriera de la terraza, mirando en dirección al ángel del
campanile
de San Marcos, visible hacia el Sureste. Ella dejó el café en la mesita frente al sofá.

—¿Tomarás
grappa
con el café, Guido?

Él movió la cabeza negativamente sin decir nada. Paola se puso a su lado y, como él no le rodeara los hombros con el brazo, le dio un pequeño empujón con la cadera.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No me parece bien meterte en esto —dijo él finalmente.

Ella dio media vuelta, fue hacia el sofá, se sentó y tomó un sorbo de café.

—Podía haberme negado.

—Pero no te negaste —dijo él, y se sentó a su lado.

—¿De qué se trata?

—Ese hombre asesinado en Tessera.

—Eso ya lo leí en los periódicos, Guido.

Brunetti levantó la taza de café.

—¿Sabes una cosa? —dijo después del primer sorbo—. Quizá sí que tome una
grappa.
¿Queda algo de Gaja? ¿Barolo?

—Sí —respondió ella acomodándose en el sofá—. ¿Querrás traer un vaso para mí?

Brunetti no tardó en volver con la botella y dos vasos y, mientras bebían, relató la mayor parte de lo que Guarino le había dicho y terminó explicando el porqué del envío de la foto al correo de Paola al día siguiente. También trató de analizar sus contradictorios sentimientos acerca de su intervención en la investigación de Guarino. No era asunto suyo, era competencia de los
carabinieri.
Quizá le halagaba que le hubieran pedido ayuda, por una vanidad que no difería de la de Patta cuando se autotitulaba «persona al frente». O quizá era el afán de demostrar que él era capaz de hacer lo que no podían conseguir los
carabinieri.

—Disponer de una foto no facilitará a la
signorina
Elettra la tarea de encontrarlo —reconoció—. Pero quería forzar a Guarino a hacer algo, aunque no fuera más que para obligarle a reconocer que me había mentido.

—O que se había reservado información —matizó Paola.

—De acuerdo, si insistes —admitió Brunetti sonriendo.

—¿Y él quiere que le ayudes a descubrir si alguien que vive cerca de San Marcuola es capaz de… de qué?

—De cometer un crimen con violencia, supongo. Quizá Guarino piense que el hombre de la foto es el asesino. O, por lo menos, que está complicado en el asesinato.

—¿Lo piensas tú?

—No sé lo suficiente como para pensar algo. Sólo sé que este hombre encargaba a Ranzato transportes ilegales, que viste bien y que se citó con alguien en la parada de San Marcuola.

—¿No has dicho que vivía allí?

—No exactamente.

Paola cerró los ojos haciendo alarde de paciencia y dijo:

—Nunca sé si eso quiere decir sí o no.

Brunetti sonrió.

—En este caso, quiere decir que lo supuse.

—¿Por qué?

—Porque él quedó en encontrarse con alguien allí una noche, y lo que hacemos cuando alguien viene a la ciudad es esperarlo en el embarcadero que está cerca de donde vivimos.

—Sí —dijo Paola, y añadió—: Profesor.

—Déjate de burlas, Paola. Es evidente.

Ella se inclinó y asiéndolo de la barbilla con el índice y el pulgar le hizo volver la cara con delicadeza.

—También es evidente que las opiniones acerca de si una persona viste bien pueden diferir.

—¿Qué? —preguntó Brunetti, interrumpiendo el movimiento de su brazo hacia la botella de
grappa
—. No sé a qué te refieres. Además, también dijo que la forma de vestir del hombre era ostentosa, aunque no sé qué significa eso exactamente.

Paola estudiaba la cara de su marido como si fuera la de un desconocido.

—Lo que consideramos «ostentoso» o «vestir bien» depende de cómo vestimos nosotros, ¿no te parece?

—Sigo sin comprender —dijo Brunetti levantando la botella.

Paola rechazó con un ademán su ofrecimiento de más
grappa
y dijo:

—¿Te acuerdas de aquel caso, hará unos diez años, en el que, durante una semana, tenías que ir cada noche a Favaro para interrogar a un testigo?

Él hizo memoria, recordó el caso, la infinidad de mentiras y el fracaso final.

—Sí.

—¿Recuerdas que, al regreso, los
carabinieri
te dejaban en Piazzale Roma, y allí tomabas el Uno hasta casa?

—Sí —respondió él, preguntándose adonde querría ir a parar su mujer. ¿Sugería que también este caso empezaba a oler a fracaso, tal como intuía él mismo?

—¿Y te acuerdas de la gente que me decías que veías todas las noches en el
vaporetto?
Tipos de pinta sospechosa con rubias chabacanas. Ellos, con chupa de cuero; y ellas, con minifalda también de cuero.

—¡Ay, Dios! —exclamó Brunetti dándose en la frente una palmada tan fuerte que lo lanzó hacia el respaldo del sofá—. «Los que tienen ojos y no ven» —dijo.

—Guido, haz el favor, no empieces ahora tú a citar la Biblia.

—Perdona. Ha sido la impresión —dijo él sonriendo de oreja a oreja—. Eres un genio. Pero eso hace años que lo sé. Pues claro, pues claro. El Casino. Naturalmente: se encontraban en San Marcuola para ir al Casino. Un genio, un genio.

Paola levantó una mano en ademán de modestia, falsa, evidentemente.

—Guido, es sólo una posibilidad.

—Sí; sólo una posibilidad —convino Brunetti—. Pero tiene sentido y, por lo menos, me da ocasión de
hacer
algo.

—¿Hacer algo?

—Sí.

—¿Como, por ejemplo, ir al Casino tú y yo?

—¿Tú y yo?

—Sí.

—¿Por qué tú y yo?

Paola levantó el vaso y él le sirvió otra dosis de
grappa.
Ella tomó un sorbo, asintió con un gesto de aprobación tan vigoroso como había sido el de él y dijo:

—Porque, en el Casino, nada llama tanto la atención como un hombre solo.

Brunetti fue a protestar, pero ella atajó su oposición levantando el vaso entre ambos.

—No puedes estar todo el rato paseándote y mirando a los de las mesas sin jugar. ¿Qué mejor manera de hacer que la gente se fije en ti? Y, si empiezas a jugar, ¿qué harás? ¿Dedicar la noche a perder el apartamento? —al ver que la cara de él empezaba a relajarse, preguntó—: No pretenderás que la
signorina
Elettra cargue
eso
en la cuenta de material de oficina, ¿verdad?

—Supongo que no —admitió Brunetti, en patente claudicación.

—Hablo en serio, Guido —dijo ella dejando el vaso en la mesa—. Allí dentro tienes que aparentar naturalidad y, si vas solo, parecerás un policía que merodea o, en cualquier caso, un individuo que merodea. Pero, si vas conmigo, por lo menos podremos charlar y reír y fingir que lo pasamos bien.

—¿Quiere eso decir que no vamos a pasarlo bien?

—¿Podrías pasarlo bien viendo a la gente perder dinero en el juego?

—No todos pierden —dijo él.

—Ni todo el que salta desde un tejado se rompe una pierna —repuso ella.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que el Casino gana dinero y, si lo gana, es porque la gente lo pierde. En el juego. Quizá no pierdan todas las noches, pero siempre acaban perdiendo.

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