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Authors: Frank M. Robinson

Tags: #Ciencia Ficción

La oscuridad más allá de las estrellas (61 page)

BOOK: La oscuridad más allá de las estrellas
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Julda tenía curiosidad por la historia de la nave y rellené sus lagunas con mis recuerdos, sorprendido de que la historia oral fuera tan precisa. Durante muchos meses nos reuníamos en períodos alternos y le contaba acontecimientos en los que había tomado parte y que recordaba bien, pero de los cuales ella sólo sabía por relatos de segunda, tercera o vigésima mano.

Entonces llegó un período en el que su interés pareció disminuir. Me percaté por primera vez que se estaba haciendo frágil y que su piel parecía casi traslúcida. Su vida se estaba agotando, y ambos lo sabíamos.

La última vez que la vi no hablamos de la historia de la nave, sino simplemente de Noé y Abel, de nosotros y de heridas y traumas del amor de juventud. La besé con cariño cuando me fui, sabiendo que no volveríamos a vernos.

Su sucesora, como todos sabíamos, fue Bisbita, que ocupó el compartimento de Julda y adoptó el papel de matrona.

Agachadiza envejeció bien, aunque llegó un tiempo en que me apartó con firmeza de su hamaca y me dijo que me amaba muchísimo, pero que el papel que representaba la incomodaba muchísimo también.

Al turno siguiente apareció en el puente con una joven y anunció que yo necesitaba un asistente de mantenimiento de archivos y que me había encontrado uno.

—¿Te acuerdas de Denali, Gorrión?

Denali sonrió y yo le devolví la sonrisa tentativamente. La había conocido por primera vez en la guardería de Bisbita y había crecido hasta convertirse en una mujer hermosa. Recordé que Ofelia me había presentado a Agachadiza, y supuse que ahora ella hacía lo mismo con otra.

—Un momento, Denali. —Cogí a Agachadiza de la mano y la conduje de vuelta a nuestros alojamientos.

—¿Por qué, Agachadiza?

Me acarició el pecho y me dijo:

—Mírame, Gorrión. Mírame como soy ahora y no como era ayer. ¿Quién cuidará de ti cuando yo haya desaparecido? Confío en Denali.

Agachadiza continuó siendo parte de mi familia durante muchos períodos más, aunque al final se mudó con Gavia y Cuervo. Volvía a estar interesada en las obras históricas y la fantasía; ella y Gavia tenían mucho en común. Cuando los visité, noté el unicornio, que había desaparecido poco después de nuestro primer emparejamiento, había regresado para pastar junto al arroyo. A lo lejos, fuera de un campamento de tiendas con pendones ondeantes, había caballeros justando.

Ofelia y Somormujo se emparejaron para el resto de sus vidas; entonces llegó un período en que ambos desaparecieron, aparentemente se habían puesto de acuerdo para ir juntos a Reducción. Eché de menos a Ofelia más de lo que ella hubiera creído.

Hicimos una parada en un sistema donde Comunicaciones había informado de una señal en el rango hidroxilo. Había siete planetas, dos de los cuales tenían posibilidades. Exploramos ambos. En el segundo, perdimos a K2 en un desprendimiento de tierras. Lo lloré durante meses.

Y entonces, en un período de sueño, una Agachadiza encorvada y de movimientos lentos atravesó mi pantalla de intimidad y me dijo:

—¿Vendrás conmigo, Gorrión?

Fuimos juntos a Reducción y nos sentamos en la repisa y la abracé con fuerza, con mis brazos enlazados alrededor de sus delgados hombros. Murmuró algo para sí y me incliné para oírla mejor:

¿Te marchas ya? Ni siquiera se acerca el alba.

Fue el ruiseñor y no la alondra,

Cuyo trino perforó el temible hueco de tu oído...

—«Más deseos tengo de quedarme que voluntad para marcharme
[6]
» —dije con suavidad.

Se rió bajito y me apartó de un empujón.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer? —dijo con fingido desdén y me encontré mirando a la Agachadiza de hacía sesenta años. Empecé a llorar y ella me puso los dedos sobre mis labios como Bisbita había hecho una vez y me dijo:

—Calla, Gorrión. —Entonces su voz se debilitó y murmuró—: Ayúdame a entrar, por favor.

La conduje a la cámara, le desabroché el mandil y la ayudé a entrar en las arremolinadas nieblas rojizas hasta que sólo fue visible su rostro. Me sonrió.

—Intimidad, Gorrión —me dijo. Luego cerró los ojos. Esperé a que desapareciera de mi vista y luego volví a mi alojamiento y exilié a Denali de allí durante seis meses.

Un año más tarde, Cuervo, Gavia, yo y un hombrecillo al que Gavia había enseñado sus canciones y su habilidad con la armónica hicimos una última fiesta. Hubo pipa para todos y Denali y yo flotamos cerca de la ventana que daba a la plaza de San Marcos, con los brazos entrelazados, y nos reímos mientras Gavia, Sansón y una joven llamada Dido se alternaban tocando duetos.

Cuando acabó y los demás se hubieron marchado, Cuervo se volvió hacia mí, preocupado.

—Con cada año que pasa, pones peor cara, Gorrión. ¿Qué te pasa?

Dudé antes de hablar, y luego desistí. Cuervo y yo no nos guardábamos nada.

—Tú envejeces y yo no —dije con la voz llena de pesar.

Una ligera sonrisa jugueteó en las comisuras de su boca.

—Si quieres ir a Reducción antes de tiempo, es elección tuya, Gorrión.

—Eso no es lo que quiero decir —protesté.

Puso cara de impaciencia.

—Tienes lástima de nosotros, ¿no es eso, Gorrión?

Vacilé, y luego lo admití.

Sacudió la cabeza con fingida desesperación.

—Eres el Capitán, Gorrión, pero... sigues sin conocernos bien.

Recordé la conversación que una vez había tenido con Julda sobre la nueva generación.

—Tienes razón. En cierto sentido, no os conozco para nada.

—La verdad es que nuestras vidas son bastantes plenas, probablemente más que la tuya, al menos en un sentido personal —dijo en voz baja, como si me estuviera confiando un secreto, y quizá eso es lo que hacía—. Nunca estamos solos, Gorrión, nosotros... compartimos nuestros recuerdos. Conocemos las vidas de los demás de una forma que ni tú ni los miembros de la antigua tripulación podréis entender jamás. Podéis hablar entre vosotros acerca de vuestras vidas, podéis observar las vidas de los demás, pero no podéis... vivir las vidas de los demás. En cierta forma, nosotros sí podemos. —Sonrió—. Nos vemos como nos ven los demás; ya conoces el poema. Pero puede que no recuerdes la siguiente línea: «Nos libraría de muchas vergüenzas, y de cometer muchas necedades»
[7]
. En realidad no puedes verte a ti mismo, Gorrión, y a nosotros tampoco.

Su comentario me hirió. Si me hubiera estudiado a mí mismo tan atentamente como la tripulación había hecho en otro tiempo, puede que hubiera descubierto quién era yo mucho antes, aunque sólo fuera mediante los anacronismos de mi forma de pensar y hablar, que debieron fascinarlos. Jamás me había contemplado a mí mismo con la objetividad que lo había hecho la tripulación; nunca me había escuchado con tanta atención como ellos.

Pasé interminables horas buscando mi pasado en el ordenador. Me podía haber ahorrado muchísimo tiempo y traumas mirando en mi interior antes que en el exterior. Noé tenía razón: en algún lugar de mi interior, lo sabía en todo momento.

—No vamos a Reducción porque estemos viejos —continuó Cuervo—. Vamos porque hemos agotado la vida. Abel intentó explicártelo una vez.

Me lo quedé mirando durante un largo momento, y entonces dije:

—Sois vosotros los que sentís lástima de

.

Asintió con rostro sombrío.

—Siempre la hemos sentido. —Su rostro se quebró con otra sonrisa—. Todos volvemos al Gran Huevo, Gorrión, la vida es algo finito, incluso para ti... no vivirás para siempre, si te sirve de consuelo.

Lo abracé al marcharme e hicimos planes para comer juntos al período siguiente.

Pero al período siguiente comí solo.

V
ivir la vida sin lamentar nada fue la lección más importante que aprendí de Cuervo. Me retiré y dejé que las generaciones pasaran por encima de mí, observando con fascinación la interminable recombinación de los genes mientras tejían el tapiz de la vida. Fue toda una conmoción cuando, en la octava generación del viaje de regreso, estaba jugando al ajedrez con un jovencillo llamado Hormiga y me encontré repentinamente enfrentado a la estrategia básica de Noé. No creía en la reencarnación, pero me convencí de que había una memoria colectiva que podía transmitirse genéticamente, como el color de los ojos y la forma de la nariz.

Y durante la novena generación, cuando vi a una mujer joven renqueante, pensé que el destino había sacado la misma tirada en los dados y que estaba contemplando a Tibaldo. No fue hasta dos períodos después, cuando la joven ya no cojeaba, que me di cuenta de que simplemente se había golpeado el dedo gordo... y en cualquier caso, una pierna amputada difícilmente era un rasgo de transmisión genética. Pero lo había querido creer con desesperación, tanto echaba de menos a Tibaldo.

Los rostros cambiaron y me volví olvidadizo y supe que me seguían la corriente, pero no protesté. Tenía un asiento de palco en el mayor espectáculo del universo. Gradualmente aprendí a reconocer rasgos de personalidad además de los físicos hasta que pude seguir la pista de familias enteras en la danza de la vida y predecir con antelación el carácter básico de los hijos a partir de las madres.

La naturaleza se repetía con frecuencia, aunque nunca de la misma manera exacta. Pero llegó un tiempo en el que volví a ver la cara de Cuervo y a mirar en los ojos de Agachadiza y oí a Gavia tocando la armónica en un pasillo lejano. Estaba desarrollando un enorme cariño por la humanidad; a menudo me preguntaba por qué Mike nunca lo había logrado, y lamentaba que se hubiera perdido tanto.

Pero también tenía mis períodos oscuros en los que yacía en una hamaca en la cubierta hangar, contemplaba las estrellas que no parpadeaban sobre mi cabeza y pensaba en la tripulación que dormía más abajo. Era la única vida en miles de años luz a la redonda, quizá la única en un desierto interestelar poblado de ocasionales amasijos de roca o globos llameantes de gases ardientes o pedazos de negrura capaces de tragárselo todo, incluida la propia luz...

En esos momentos, me enorgullecía de haber salvado a los últimos miembros de la raza humana, aunque ya no fueran del todo humanos. Pero eso no tenía importancia, estaban vivos. La deriva genética ya estaba en marcha y sabía que algún día terminaría siendo el único ejemplar de humano verdadero exhibido en un zoo que yo mismo había construido...

Zorzal se había convertido en mi mejor amigo. Nos mantuvimos formales y distantes durante años después del motín, aunque jamás tuve queja de su trabajo. No se emparejó con nadie, cosa que me preocupó, y vigilaba desde bambalinas cómo crecía el hijo de Bisbita, Baffin, hasta hacerse adulto. Creo que fue de mutuo acuerdo con Cuervo y Bisbita el que jamás «mostrara interés», aunque sabía que ansiaba enseñarle al muchacho algunas de sus propias habilidades.

Una vez que Baffin hubo desaparecido, Zorzal desapareció en su compartimento y no volvió a salir hasta que no le envié un mensaje pidiéndole que comiera conmigo.

El distante sucesor de Bisbita no tenía el toque de Bisbita con las especias, pero la comida fue más que adecuada y para mi satisfacción, Zorzal tenía buen apetito.

Comimos casi en silencio; una vez que hubimos terminado, se reclinó hacia atrás en su silla, con las manos sobre el regazo, y aguardó. Seguía teniendo el mismo aspecto, pero la arrogancia había sido reemplazada por un aire de reserva. Nos tolerábamos mutuamente, aunque yo empezaba a pensar que había algo más que tolerancia. De toda la tripulación, sólo quedaba Zorzal de aquellos que me conocían como Gorrión.

—Tú y Baffin no hablasteis jamás —dije.

Parecía incómodo.

—Ni Cuervo ni Bisbita lo hubieran aceptado.

—Pero siempre quisiste hacerlo.

Apartó la vista.

—Sí, me hubiera gustado.

No insistí, el dolor de la pérdida era demasiado obvio.

—Quiero que conozcas a alguien —dije.

Parecía más cortés que interesado.

—¿Oh? ¿A quién?

Sonreí.

—Creo que se halla presente aquí en este momento.

El guardia del pasillo le había permitido la entrada a Aral y flotó hacia la mesa, con sus ojos oscuros enormemente abiertos por la curiosidad. Tenía siete años, y nunca antes había estado en el compartimento, ni había visto las simulaciones en la portilla.

—Ya conoces a Zorzal, Aral... es el científico de la
Astron
.

Aral se puso las manos a la espalda e hizo una inclinación de cabeza formal, demasiado tímido para ofrecerle la mano. Zorzal lo estudió con curiosidad.

¿Quieres ver el sistema solar, Aral? —pregunté.

Asintió, mostrando el interés en el brillo de sus ojos.

No había ninguna simulación en la portilla, sólo una extensión gris que aparecía cuando estaba desactivada. Jugueteé con la terminal usando los dedos y un instante después Saturno y sus satélites ocuparon el cristal.

—Ése es Titán —dijo señalando con el dedo—. Y ése es Encélado, es de hielo...

—¿En cuál hay vida? —pregunté.

Me miró con la expresión de desprecio hacia la ignorancia que sólo puede poner un muchachito de corta edad.

—¡No hay vida, hace demasiado frío!

Me reí.

—¿Quieres ver la nebulosa Trífica?

Contemplamos una docena de vistas, luego lo hice salir.

—Necesita a alguien que muestre interés en él —le dije a Zorzal.

—¿Nadie lo ha hecho? —pareció sorprenderse.

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