Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
Más tarde descubrí que no se trataba de algo tan simple como anticipación materna ante la conducta de los niños.
Finalmente, cuando desperté en medio de un período, el tubo había desaparecido. Bisbita me esperaba con un cuenco y una cuchara recogedora, su rostro regordte estaba almidonado con sombría determinación.
—Más te vale que retengas esto. —Su tono era sorprendentemente severo.
Me dio una cucharada de gachas. Cuando empezaron a retroceder por el camino de entrada, me cerró la boca férreamente con las manos hasta que pasó el espasmo y me hube tragado las gachas como la bilis que había subido con ellas. Tras diez minutos de confusión, mi estómago se quedó si más fuerzas para rebelarse. Varias comidas después y ya estaba ingiriendo sólidos.
N
o muchos períodos después, Bisbita apareció flotando en el compartimento, seguida por dos visitantes. Ambos eran hombres de edad que llevaban mandiles blancos, ambos con caduceos blancos pintados sobre cada hombro, y ambos llevaban tablillas de escritura metidas en los cintos.
Uno era gordo y clavo, de cara enrojecida y daba la impresión de que tenía mejores cosas que hacer. El otro era más delgado, de movimientos más desmañados, y sus ojos brillaban detrás de un par de gafas antiquísimas cuya montura había sido remendada una y otra vez con cinta adhesiva.
Al llegar al lado de mi cama, el gordo se ancló mediante tres cables magnéticos, y luego dobló las rollizas piernas. Estudió los instrumentos en la cabecera de la cama, cerró sus dedos regordetes sobre mi muñeca y me tomó el pulso a mano, obviamente sin demasiada fe en las lecturas automáticas. Su apretón tenía la sensación húmeda que siempre parece tener el exceso de carne.
Miré al más delgado y murmuré:
—¿Dónde estoy?
—A bordo de la
Astron
... ¿no te lo dijo Cuervo?
—No me dijo qué era —dije, resentido.
Me dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—La
Astron
es una nave de exploración interestelar. Hasta donde sabemos, la única. De la Tierra.
De algún modo sabía eso último, aunque no sabía nada acerca del planeta en sí.
Ambos esperaron expectantes a que preguntara algo más. El delgado era paciente, y su sonrisa cálida. El gordo estaba nervioso, frunciendo el ceño y tironeándose ausentemente del cinto para hacerme saber que su tiempo era valioso. Supuse que ambos actuaban, que el delgado en realidad estaba impaciente y que el otro no quería estar en ningún otro lugar en ese momento.
—Soy Noé —ofreció el delgado—. Mi amigo aquí presente es Abel. Son nombres de la Biblia.
Me sorprendí, sabía lo que era la Biblia.
—Eso sólo son nombres —dije, todavía huraño—. ¿Quiénes son?
Abel miró a Noé, y luego me volvió a mirar, irritado con los dos. Noé volvió a sonreír de nuevo, representando su papel con paciencia.
—Somos los médicos de la nave. Abel es un doctor del cuerpo. Y a mí me interesa más la mente. Pero eso no es lo que querías preguntarnos, ¿no es así?
Era reacio a responder. No tenía memoria, ni nombre, ni recuerdos de la
Astron
o de mi relación con la nave, y eso me convertía en la persona más vulnerable del compartimento.
—¿Quién soy?
Abel me interrumpió con malos modos.
—Sería mejor que nos lo dijeras tú mismo.
—No lo sé —dijo girando la cara de forma que no pudieran ver mi ira—. Si lo supiera, no lo preguntaría.
—No lo recuerdas —corrigió Abel. Se inclinó más cerca de mí, su aliento traía reminiscencias de su almuerzo—. Mírame —dijo secamente—. Es más fácil si puedo ver los ojos de la persona con la que hablo.
Fuera quien fuera yo, era joven. Ese tono lo usas con los muchachos, no con los hombres.
—No lo recuerdo —repetí aún más hoscamente.
Abel resopló, disgustado, y miró a Noé.
—Ya le dije a Julda que no serviría de nada —murmuró—. Estamos malgastando el tiempo en asuntos peligrosos.
Noé lo ignoró, sus ojos eran enormes tras aquellas lentes tan arañadas que casi eran opacas. Conjuntaban bien con los vetustos trajes especiales pero no con la tecnología reluciente que había en la sala de operaciones tras la mampara.
—Cuéntame lo que recuerdes. Ve tan atrás como puedas.
Le conté sobre la exploración del planeta, sobre cuando me caí por la pared de la escarpadura, y sobre mis compañeros de equipo que me habían llevado de vuelta a la lanzadera.
—¿Nadie te llamó por tu nombre?
Negué con la cabeza.
—¿Y no recuerdas nada antes de descender por la escalerilla?
Durante un instante me encontré ante una puerta detrás de la cual se apiñaban todos los recuerdos que ya no tenía.
—Comencé a descender por la escalerilla —dije—. Me enganché el pie, luego estaba sobre la superficie y... —había algo más, pero se desveneció rápidamente—. Le he contado todo lo que pasó desde entonces.
—Estamos malgastando el tiempo —se quejó Abel una vez más a Noé. Pero no hizo ademán de moverse.
—Es una forma de amnesia —dijo Noé, observándome cuidadosamente—. Amnesia retrógrada. Recuerdas el accidente y lo que hiciste después de bajar por la escalerilla. pero lo que hay antes... ha desaparecido. la causa obvia fue la caída por la escarpadura. Estuvo a punto de matarte.
—¿Regresarán mis recuerdos? —pregunté.
Él y Abel compartieron una breve mirada, y entonces Noé intentó tranquilizarme.
—La pérdida de memoria normalmente es selectiva. No has olvidado cómo hablar, volverás a aprender a moverte por la nave, empezarás a recordar un montón de pequeños detalles. Los primeros recuerdos que regresan son los más cercanos al trauma. Recordarás más experiencias y unas llevarán a otras. —Titubeó—. Si la condición persiste, siempre podemos usar hipnosis o drogas.
No había indicio alguno de falsedad en su rostro, pero su voz lo contradecía por completo. Mis recuerdos habían desaparecido, probablemente para siempre, y por razones propias, estaba tan amargado y decepcionado al respecto como yo mismo.
—¿Quién soy? —volví a gritar una vez más.
Ya no hubo más fingimientos tranquilizadores; ese juego se había acabado.
—En algún lugar dentro de ti, lo sabes —dijo Noé con la voz tan llena de desesperación como la mía.
Estaba cansado y empezaba a adormilarme.
—No lo recuerdo —murmuré.
—Viene alguien —interrumpió Bisbita con la oreja pegada a la escotilla.
Noé se apartó de mi cama de un empujón y Abel tiró de sus anclajes magnéticos. Los contemplé mientras se escabullían hacia la pantalla de intimidad de la enfermería. Por primera vez me di cuenta de que ambos habían estado muy asustados durante todo el tiempo que estuvieron hablando conmigo... asustados no sólo por las preguntas que hacían, sino por cuáles pudieran ser mis respuestas.
En la escotilla, Noé se volvió y dijo atropelladamente:
—Eres un ayudante técnico a bordo de la
Astron
. Tienes diecisiete años. Tu nombre es Gorrión.
Gorrión.
A diferencia de «Cuervo», el nombre no significaba nada para mí.
S
egún disminuían mis pesadillas, pasaba más y más tiempo haciendo ejercicio en la cama e intentando hablar con los demás pacientes. Bisbita no los atendía nunca, aunque ocasionalmente llegué a ver a alguno sentado al borde de su camastro comiendo de una bandeja. Había un continuo zumbido de conversaciones mientras hablaban entre sí, y unos pocos gemían de dolor mientras dormían.
Pero nunca me miraban ni me respondían cuando les hablaba. Me pregunté si el accidente me había desfigurado aunque mi mano no encontraba evidencia de ello. Intenté captar un vislumbre de mis rasgos en el metal pulido de los mamparos pero por alguna razón no producían un reflejo claro de mi rostro.
En un período de tiempo intenté entablar una conversación con el tripulante del camastro al lado, un hombre de mi edad aproximadamente que tenía un yeso en el brazo derecho. Obviamente sufría dolores y mi primer intento fue usando la simpatía.
—El planeta me cogió por sorpresa —dije—. Supongo que a ti también.
Me ignoró y empezó a hablar con un amigo en otro camastro. Normalmente me hubiera encogido de hombros y lo hubiera dejado estar, pero hacía casi un mes que me ignoraban. Y al final resultó ser demasiado.
Alcé la voz:
—Al menos podrías decir que no quieres hablar conmigo.
Me atravesó con la mirada, como si no existiera para nada, y empezó a colocarse la sábana.
—¡Vete al infierno! —le grité. Rebusqué en mi cama por si encontraba algo que tirarle.
Bisbita apareció en ese instante, preocupada.
—¿Qué pasa, Gorrión?
Le volví la cara, gruñendo. Me propuse continuar la conversación con el otro paciente una vez que estuviera fuera de la enfermería, pero entonces hablarían mis puños.
Al final dejé de intentar comunicarme con los demás pacientes y me concentré en Bisbita mientras jugaba con los niños. En una ocasión me pareció que estaba dando una clase. Permanecí despierto mientras los niños cantaban sus «
genealogías
».
—Cuzco fue engendrada por Ibis que fue engendrada por Ofelia que fue engendrada por Pejeverde que fue engendrada por...
Cuzco tendría como mucho unos tres años, una niña pequeña que ser reía un montón y era una de las favoritas de Bisbita, aunque en realidad casi todos eran sus favoritos. No tenía ni idea de quién era Ibis hasta que conocí a una mujer delgada y nerviosa, un poco mayor que Bisbita, que era su cómplice en el cultivo de especies en secreto en un rincón de Hidropónica. Ofelia era la mujer que había estado al mando del equipo de exploración de Seti IV, el planeta donde tuve el accidente, un planeta que ahora quedaba a semanas luz de distancia en el vacío.
Las madres normalmente recogían a los niños después de su turno. Eran recibidas con grititos de placer, pero pocos niños dejaban de despedirse de Bisbita con la mano y algunos incluso eran reacios a irse. Era Bisbita la que les daba besitos y los calmaba cuando se daban un golpe al dar tumbos por el compartimento, era Bisbita la que los abrazaba cuando les hacía mucha falta, y era Bisbita la que los entretenía con sencillos cuentos infantiles antes de la siesta...
Cuervo y Ofelia seguían viniendo a verme, pero para Ofelia era algo más profesional que personal; fuera cual fuera la intentsa preocupación que había sentido por mí a bordo de la lanzadera, se había ido marchitando según recuperaba yo las fuerzas. Por otro lado, Cuervo parecía menos formal y más abierto, bromeaba y charlaba conmigo como pudiera hacerlo con cualquier otro miembro de la tripulación. Ocasionalmente captaba en él una mirada melancólica y me recordaba cuando perdí mis recuerdos, tanto Cuervo como Ofelia habían perdido a alguien querido. Alguien a quien dudaba que pudiera reemplazar jamás. O conocer.
Entonces llegó la hora en la que Bisbita bajó las barandillas, desabrochó las cintas y me empujó hasta la ducha.
—Hueles —me dijo en tono remilgado—. Necesitas una ducha.
Me ayudó a quitarme los vendajes, luego me empujó al interior del cubículo y me restregó la espalda, con fuerza, mientras el agua salía a chorros para ser absorbida por el desagüe de vacío.
Desnudarse tampoco le causaba reparo, aunque yo era doloroamente consciente de su cuerpo desnudo y su piel morena. Me mordí el labio en un vano intento por prevenir la inevitable erección. La ignoró, y al final yo también la ignoré. Acabó desapareciendo por su cuenta. Al mismo tiempo me molestaba el hecho de que tras tantos lavados con esponja, ella conocía mi cuerpo tan bien como el suyo. Los lavados y su contacto se habían convertido en una fuente de placer erótico para mí: también eso me molestaba.
Terminó de expulsar el agua de mi espalda, entonces me tendió un faldellín nuevo. Había un espejo justo por fuera del cubículo de la ducha, estaba empañado por el vapor cuando entré, y lo limpié con una esquina del faldellín. Por primera vez en mi «vida», me contemplé.
Mi impresión es que era muy guapo.
Era más delgado que Cuervo y parecía mayor, pero no por mucho, según me parecía. No era ni tan alto ni tan musculado, aunque no quedaba indicios de grasa infantil. Tenía el cabello denso y de color caoba, barba rojiza y un bigote poco poblado. Mis ojos tenían un poco de verde. En algún momento del pasado me había roto la nariz, aunque estaba convencido de que me daba un aspecto romántico. Tenía la piel muy blanca, incluso para alguien pelirrojo, no había pasado mucho tiempo bajo las lámparas solares de la enfermería, y tenía los hombros ligeramente encorvados. Tenía el vientre plano, manos y pies grandes, y una mata de pelambre color óxido en el pecho. Tenía los dedos en forma de espátula, aunque el resto parecía bastante normal.