Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
Cuando comíamos, me sentaba cerca de Noé o de Julda. Tibaldo y Ofelia eran los jefes del equipo, y la lengua se me trababa junto a ellos. Cuervo y Gavia habían trazado un círculo a su alrededor y si quería entrar en él, sabía que tendría que agachar la cabeza y decir que lo sentía. Seguían sin dárseme bien las disculpas.
Noé parecía ignorar todo eso, y hablaba tranquilamente sobre la nave y su misión. ¿Había visto alguna vez señales de vida alienígena, como Tibaldo? Sornió y respondió: no, pero también era cierto que carecía de las oportunidades de Tibaldo ya que normalmente no acompañaba a ningun grupo de exploración. Pero sabía muy bien qué es lo que ocurría abajo y hacía preguntas sobre los planetas y las ZCH que a menudo tenía que consultar con el ordenador para poder responder.
Para mi sorpresa y deleite, Noé y Julda empezaron a «mostrar interés» y a menudo me invitaban a compartir su comida en su compartimento mientras me ilustraban en la historia de la nave y la tripulación. A veces invitaban a tripulantes más jóvenes, y en una ocasión me presentaron con gran ceremonia a Golondrina y Petrel, que trabajaban en Ingeniería. Petrel era educado y formal, mientras que Golondrina era desgarbada y tendía a flirtear de manera embarazosa, aunque habría un tiempo en que no sentiríamos tanto embarazo. Supuse que eso es lo que tenía Noé en mente al presentarnos.
Cada vez pensaba menos en Laertes, aceptando finalmente que jamás lo conocería. Pero ya no me importaba tanto.
En uno de los descansos para comer en Exploración, Noé trajo consigo un desgastado ajedrez de metal y un conjunto de vetustas piezas y me preguntó si quería jugar.
Toqueteé una de las piezas y estudié el tablero, entonces enganché un pie en una de las anillas y me senté al lado de Noé mientras éste disponía las piezas.
De repente todo se me hizo familiar, y al recordar lo que Cuervo me había dicho en su momento, dije:
—Solía jugar a esto, ¿no?
Noé asintió.
—Eras muy bueno. Pero por supuesto —sonrió—... no eras tan bueno como yo.
Me llevó dos comidas antes de cogerle el tranquillo al juego. Entonces me encontré tragándome la comida a toda prisa para poder pasar los últimos quince minutos del período profundamente concentrado frente a Noé, estudiando las piezas sobre el tablero e intentando decidir mi próximo movimiento. Nadie me prestaba la más mínima atención para ese entonces y podía observarlos con el diez por ciento de mi mente mientras el noventa se concentraba en alfiles, caballos y peones.
Cuervo y yo arreglamos las cosas entre nosotros poco después de eso, una vez que estaba solo en mi compartimento y sentía la opresión de los mamparos a mi alrededor. Ese toque de claustrofobia me hizo envidiar a Cuervo su atrezo de la antigua ciudad con su laguna. Lo que
yo
veía era lo que había. Entonces me pregunté si no habría algo más.
Me desneredé de la hamaca, floté hasta la terminal de mano e invoqué el inventario de accesorios para el compartimento; el inventario estándar para todos los espacios de alojamiento de la nave. No me llevó mucho tiempo encontrar el programa y activarlo.
Cuando me volví, se me encogió el estómago. El compartimento se había convertido en una biblioteca antigua, con estanterías de madera pulida repletas de libros que se extendían del suelo al techo pintado. Las ventanas daban a un césped verde y distante colinas onduladas. Una gruesa alfombra cubría el suelo y había sillas de cuero acompañadas de lámparas que proyectaban un resplandor agradable para la lectura. Desde el exterior me llegaban débiles gritos y el chasquido de lo que supuse sería un bate de críquet. En el interior sonaba música clásica.
Una de las estanterías era real, las demás eran ilusorias. Alargúé la mano para coger un libro y el volumen desapareció en el mismo instante en que mis dedos tocaron el metal del mamparo. Hubo un súbito resplandor procedente de la pantalla de la terminal. Cuando miré, vi la imagen de un libro cuyas hojas pasaban lentamente.
Era el compartimento de un hombre mayor, y me pregunté por qué me lo habrían asignado. Probablemente porque si fuera a diseñarlo yo, sería igual. No cambiaría ni el más mínimo detalle.
—Me preguntaba cuándo le echarías un vistazo —dijo una voz a mis espaldas.
Cuervo y Gavia estaban agazapados en la pantalla de intimidad. Cuervo sonrió, medio disculpándose por la intrusión.
—¿Te importa, Gorrión?
Me encogí de hombros, contento de que hubieran venido pero renuente a admitirlo.
Flotaron y se sentaron en las dos sillas que había frente a mí. Me llevó un momento darme cuenta de que habían traído cajas de metal y que estaban sentados en ellas. Me percaté de que estaban familiarizados con el atrezo... de antes.
—Muy amable por tu parte el invitarnos —dijo Gavia, intentando disimular una sonrisa. Cuervo sacó una pequeña pipa de su faldellín, la encendió y me la pasó.
—¿Quieres fumar?
La cogí, dando una cautelosa calada. El humo me hizo toser, pero tras un momento también me hizo sentir mucho más cómodo.
Gavia acompañó la música clásica con unos acordes de su armónica, y entonces preguntó repentinamente:
—¿Has oído lo de Cartabón y Porcia en la sala de equipos?
Lo dijo con un guiño. Puse cara de no saber nada, así que me informó de todos los detalles, incluyendo algunos que estoy seguro que se inventó sobre la marcha. Empecé a reírme y descubrí que no podía parar. Me volvieron a ofrecer la pipa varias veces más y cotillearon sobre los demás miembros de la tripulación y me pasé la mitad de ese período de sueño alternando entre la sorpresa y ataques de risitas.
Era la primera vez que me sentía completamente como en casa a bordo de la
Astron
.
E
n un período, cuando había acabado mi turno, Cuervo me llevó a Reducción, un compartimento en el nivel más inferior. Tenía los pelos de punta antes de llegar, y una vez allí no quise quedarme mucho tiempo. Era una habitación pequeña y limpia de techo bajo y una repisa de metal que emergía del mamparo y a la que te podías asegurar si querías sentarte en ella. Había cubas cubiertas, limpias y lustrosas, y un montón de tuberías que corrian por el otro mamparo. En el extremo más alejado había una cámara sellada de aspecto rechoncho con un aparato con un aspecto parecido al de una destilería encima. El compartimento apestaba a eficiencia; era el único que había visto cuyas tuberías de metal aún brillaban y cuyos mamparos eran lisos y resplandecientes.
También olía de forma muy diferente al resto de la
Astron
. Sepultado bajo débiles vaharadas de desinfectante estaban presentes los olores de los desechos humanos y algo más. Sabía que me encontraba en un osario. La idea me hacía enfermar.
Al principio no me di cuenta de que una de las cámaras de almacenamiento con panel frontal transparente próxima a las cubas estaba cubierta por una tela negra. Los recuerdos lucharon en mi interior y estuve tentado de acercarme y levantar la tela; entonces le di la espalda deliberadamente. Ya había luchado contra mis pesadillas en una ocasión, no quería que volvieran.
Había microscopios y otros equipos asegurados a una mesa de laboratorio en el centro del compartimento. Floté hasta allí y coloqué un dedo bajo la lente de uno de los aparatos, manipulando los controles hasta que los surcos de mis huellas dactilares se convirtieron en montañas. Dejé que Cuervo mirara, y luego floté al lado de la mesa, pasando la mano por encima de los demás aparatos. En el techo había estantes que sostenían botellas de reactivos coloreados y taquillas llenas de material de laboratorio.
—Hay más equipo médico aquí que en la enfermería —murmuré.
—La gente no enferma en la nave —susurró Cuervo—, pero sí que se muere.
No oímos a nadie detrás de nosotros, aunque normalmente sabía cuándo se acercaba alguien por las perturbaciones en las corrientes de aire.
—Cuervo tiene razón, nadie se pone enfermo. Pero también es cierto que nadie vive para siempre. A bordo de la
Astron
no se desperdicia nada, somos un sistema cerrado, no podemos permitirnos la pérdida de masa.
Abel había atravesado la escotilla flotando sin que me percatara, una advertencia sobre el hecho de que a pesar de lo grande que era, su tamaño no le era un impedimento para moverse por la nave. Siguiéndolo a poca distancia venía Zorzal.
No había ninguna señal de RESTRINGIDO pero me sentí culpable de todas formas.
—Cuervo sólo me estaba enseñando la nave.
Abel miró a Cuervo, que asintió vigorosamente en confirmación.
—Tenía planeado enseñártelo pronto, de todas formas. Todo el mundo a bordo tiene que enfrentarse a su propia mortalidad, y una visita a Reducción es el primer paso.
Era lógico que Abel, siendo el médico de la nave, estuviera a cargo de Reducción, pero no tenía ni idea de por qué estaba ahí Zorzal. Respondió a mi pregunta antes de que tuviera siquiera la oportunidad de hacerla.
—Soy un ayudante, Gorrión... es una de mis tareas.
Flotó hacia las cámaras de almacenaje y levantó un extremo de tela negra. Para mi sorpresa, una expresión de distanciamiento clínico reemplazó a su habitual sonrisita desdeñosa. Era la primera vez que veía la expresión de un científico.
Abel se unió a él un momento después, y luego se volvió mientras Cuervo y yo nos escabullíamos hacia la escotilla. Su perpetua cara de irritación había desaparecido.
—Como comprenderás, Gorrión, cuando la gente viene aquí tenemos que facilitarles el abandonar la vida, y asegurarnos de que su agua, sus minerales y proteínas sean preservados para la nave.
—Cuando la gente viene aquí —repetí, sintiéndome estúpido. No podía imaginarme a nadie acudiendo por propia voluntad a Reducción para morir. Al menos, no había visto a nadie. Entonces me di cuenta de que probablemente venían durante el turno, cuando los pasillos estaban casi vacíos y había pocos observadores.
La impaciencia habitual de Abel reapareció con un breve estallido.
—Ya te he dicho que la gente a bordo sólo muere en accidentes. No hay enfermedades, sólo envejecen. Llega un momento en que la calidad de vida hace que no merezca la pena seguir viviendo. Al final, acuden a este sitio.
Cuervo estaba detrás de mí, tironeándome de la parte de atrás del faldellín. Quería salir de allí desesperadamente, y yo también.
Miré al otro lado de la cámara, donde Zorzal seguía inspeccionando algo bajo la tela negra.
—¿Quién era?
—Judá. —Una sombra pasó por el semblante de Abel y recordé vagamente a un hombre delgado, de edad media y de rostro perpetuamente preocupado en los desayunos. Judá era uno de los pocos amigos de Abel.
Incliné la cabeza y dije formalmente:
—Lamento su pérdida y le agradezco el don del conocimiento.
Abel se inclinó ligeramente en respuesta. Zorzal alzó la vista del lavabo de vacío donde se estaba lavando las manos y dijo quedamente:
—No te pierdas, Gorrión.
—No me perderé —dije con hostilidad, como siempre que se trataba de Zorzal—. No eres tú el que me está enseñando la nave.
—Tú te lo pierdes —murmuró, sonriendo.
Entonces tuve una de esas revelaciones repentinas que a veces le sobrevienen a las personas. Abel me había mentido. Judá no era viejo y no había venido a Reducción. Había muerto en su propio compartimento... el compartimento con la señal de cuarentena que había explorado hacía una docena de períodos de sueño.
No sabía mucho acerca de la nave o su tripulación, pero estaba descubriendo que había informadores y conspiradores, y profundas diferencias entre los miembros de la tripulación. Sospeché que con tal atmósfera a un hombre le resultaría fácil morir.
E
n el transcurso de unos pocos periodos Cuervo, Gavia y yo nos hicimos inseparables. Exploramos los rincones más distantes de la nave, flotando por pasillos desiertos e investigando compartimentos solitarios que retenían débiles trazas de sus anteriores ocupantes: un antifaz tirado en una esquina, un trozo de tablilla de escritura, un faldellín con el que alguien había hecho una bola... Todo tenía una gruesa capa de polvo y a veces el vacío y el silencio eran tan sobrecogedores que hablábamos en susurros.
En una ocasión estábamos Cuervo y yo en un gran compartimento. Gavia venía con nostros pero todavía no nos había alcanzado, y de repente el espacio se llenó con el ruido de cubiertos y voces fantasmales.