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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (9 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Cuando cesó el diluvio, la ayudé a ponerse en pie y la conduje a la habitación. Estaba tremendamente pálida, y con el brazo derecho rodeándole el hombro y el izquierdo alrededor de la cintura sentía que le temblaba todo el cuerpo, como atravesado por pequeñas corrientes eléctricas. Quizá fuese la comida china de la víspera, aventuró, pero le dije que no lo creía, porque yo había comido lo mismo que ella y tenía el estómago perfectamente. A lo mejor es que has pillado algo por ahí, sugerí. Sí, me parece que tienes razón, debe de ser uno de esos virus, contestó Grace, utilizando esa extraña palabrita de la que todos echamos mano para describir las invisibles plagas que flotan por la ciudad y terminan colándose en el organismo y la sangre de cualquiera. Pero nunca me pongo mala, añadió, mientras pasivamente me permitía quitarle la ropa y meterla en la cama. Le puse la mano en la frente, no percibí ni calor ni frío, y luego rebusqué en el cajón de la mesilla, cogí el termómetro y se lo puse en la boca. Resultó que tenía una temperatura normal. Buena señal, la animé. Sólo tienes que dormir bien esta noche y mañana por la mañana te encontrarás mejor. A lo que Grace repuso: Más me vale. Mañana tengo una reunión importante en el trabajo, y no puedo dejar de asistir.

Le di un té flojo y una rebanada de pan tostado, y me pasé aproximadamente una hora sentado junto a ella en la cama, hablándole de su prima Lily, que la había metido en un taxi después de que la primera oleada de náuseas la obligara a acudir al servicio de señoras en el Metropolitan. Tras dar unos sorbos de té, Grace declaró que se le estaban quitando las náuseas, sólo para no poder contenerse quince minutos después y tener que precipitarse por el pasillo hacia el cuarto de baño. A partir de aquel segundo acceso empezó a sentirse más tranquila, pero tuvieron que pasar otros treinta o cuarenta minutos hasta que se relajó lo suficiente para quedarse dormida. Entretanto, charlamos un poco, pasamos luego un buen rato en silencio, y durante unos minutos antes de que acabara durmiéndose le acaricié la cabeza con la palma de la mano. Me sentía bien haciendo de enfermero, le dije, aunque sólo fuese por unas horas. Había sido al revés durante tanto tiempo, que se me había olvidado que pudiera haber otra persona enferma en casa aparte de mí.

—¿Es que no lo entiendes? —dijo Grace—. Esto es un castigo por lo de anoche.

—¿ Un castigo? ¿De qué estás hablando?

—Por ponerme así contigo en el taxi. Me porté como una gilipollas.

—No, no es verdad. Y aunque lo fuera, dudo que Dios se vengue de la gente inoculándole una gripe intestinal.

Grace cerró los ojos y sonrió.

—Siempre me has querido, ¿verdad, Sidney?

—Desde el primer momento que te vi.

—¿Sabes por qué me casé contigo?

—No. Nunca he tenido suficiente valor para preguntártelo.

—Porque sabía que nunca me ibas a fallar.

—Has apostado a caballo perdedor, Grace. Ya hace casi un año que te estoy fallando. En primer lugar, te hago pasar un calvario cayendo enfermo, y luego nos cubro de deudas con esas novecientas facturas sin pagar del hospital. Sin tu trabajo, estaríamos en la calle. Vivo a tu costa, señora Tebbetts. Soy un mantenido.

—No estoy hablando de dinero.

—Soy yo quien está en deuda contigo, Sid. Más de lo que te imaginas; más de lo que nunca sabrás. Con tal que no te lleves una decepción conmigo, soy capaz de soportar cualquier cosa.

—No entiendo.

—No tienes que entender. Sólo sigue queriéndome, y todo lo demás se arreglará solo.

Era la segunda conversación desconcertante que manteníamos en dieciocho horas. Una vez más, Grace había insinuado algo que se negaba a nombrar, una especie de agitación interior que parecía suscitarle problemas de conciencia y que a mí me dejaba confuso y en la oscuridad, sin saber cómo averiguar lo que pasaba. Y sin embargo qué tierna se mostraba aquella noche, con qué alegría aceptaba mis insignificantes cuidados, lo feliz que estaba de tenerme sentado junto a ella en la cama. Después de todo lo que habíamos pasado juntos a lo largo del último año, después de toda la perseverancia y serenidad de que había hecho gala durante mi larga enfermedad, parecía imposible que alguna vez hiciera algo que pudiera decepcionarme. Y si lo hacía, yo era lo suficientemente estúpido y lo bastante fiel como para no hacer caso. Quería seguir casado con ella durante el resto de mi vida, y si Grace había dado un patinazo en algún momento o hecho algo de lo que no estaba orgullosa, ¿qué importancia podría tener esa a largo plazo? Juzgarla no era cosa mía. Yo era su marido, no un comisario de alguna policía moral, y tenía la firme intención de permanecer a su lado pasara lo que pasara.
Sólo sigue queriéndome
. Eran unas instrucciones fáciles de cumplir, y a menos que decidiera cancelarlas en una fecha futura, yo pensaba obedecerlas hasta el final.

Se quedó dormida poco después de las seis y media. Al salir de puntillas de la habitación y dirigirme a la cocina a beber un vaso de agua, me di cuenta de que me alegraba de que Lay hubiese abandonado sus planes de quedarse a pasar la noche para coger un tren de vuelta a New Haven por la tarde. No es que me resultara antipática la prima más joven de Grace —en realidad, me caía muy bien, y me gustaba oír su acento de Virginia, mucho más marcado que el de Grace—, pero tener que darle conversación toda la velada mientras Grace dormía en la habitación era un poco más de lo que hubiera podido soportar. No había contado con que pudiera seguir trabajando una vez que ellas hubieran vuelto de Manhattan, pero ahora que se había suspendido la cena, no había nada que me impidiera volver a zambullirme en el cuaderno azul. Aún era temprano; Grace estaba acostada; y después de mi frugal merienda de sardinas y galletas, ya no tenía hambre. De manera que volví a recorrer el pasillo, me senté de nuevo frente al escritorio y, por segunda vez en aquel día, abrí el cuaderno azul. Sin levantarme una sola vez de la silla, trabajé sin descanso hasta las tres y media de la madrugada.

Ha pasado el tiempo. Al lunes siguiente, siete días después de la desaparición de Bowen, su mujer recibe el último extracto de cuentas de la tarjeta cancelada de American Express. Examinando la lista de gastos, llega al último, el que está al final de la hoja —correspondiente al vuelo a Kansas City de la Delta Airlines del lunes anterior—, y de pronto comprende que Nick está vivo, que tiene que estar vivo. Pero ¿por qué Kansas City? Se esfuerza en imaginar por qué habrá viajado su marido a una ciudad donde no conoce a nadie (ni parientes, ni antiguos amigos, ni autores de su editorial), pero no se le ocurre un solo motivo posible. Al mismo tiempo, empieza a desechar la hipótesis sobre Rosa Leightman. Esa chica vive en Nueva York, y si Nick se ha fugado efectivamente con ella, ¿para qué demonios iba a llevársela al centro del país? A menos que Kansas sea el lugar de origen de Rosa Leightman, desde luego, pero eso le parece a Eva una conjetura traída por los pelos, una posibilidad de lo más rocambolesca.

Se ha quedado sin teorías, sin historias ni suposiciones, y la mala sangre que la ha ido consumiendo durante la pasada semana se va disipando poco a poco, hasta desaparecer del todo. En el vacío y la confusión subsiguientes, surge una nueva emoción que llena sus pensamientos: esperanza, o algo parecido a la esperanza. Nick está vivo, y teniendo en cuenta que en los gastos de la tarjeta de crédito únicamente figura la adquisición de un billete, hay buenas posibilidades de que se haya ido solo. Eva llama a la Jefatura de Policía de Kansas City y pide que la pongan con la sección de personas desaparecidas, pero el agente que contesta al teléfono no se muestra muy servicial. Todos los días desaparece algún marido, afirma, y a menos que haya evidencias de delito, nada puede hacer la policía. Casi desesperada, dando rienda suelta finalmente a la tensión y la angustia que se han ido acumulando a lo largo de los últimos días, Eva dice al agente que es un hijo de puta sin sentimientos y cuelga. Cogerá un avión a Kansas City, resuelve entonces, y se pondrá a buscar a Nick ella misma. Demasiado nerviosa para quedarse quieta, decide marcharse esa misma noche.

Llama a su oficina y deja un mensaje en el contestador, dando complejas instrucciones a su secretaria sobre las cuestiones pendientes para esa semana, y explicando a continuación que debe ocuparse de un asunto urgente de familia. Estará un tiempo fuera de la ciudad, añade, pero se mantendrá en contacto por teléfono. Hasta ese momento no ha comunicado a nadie la desaparición de Nick salvo a la policía de Nueva York, que ha sido incapaz de hacer nada por ayudarla. Pero ha mantenido a sus amigos y compañeros en la más completa ignorancia, negándose incluso a mencionar el hecho a sus padres, y cuando el martes empezaron a llamarla de la oficina de Nick para saber por qué no había ido, eludió la cuestión diciéndoles que había caído enfermo con un virus intestinal y no podía levantarse de la cama. Y al lunes siguiente, cuando ya debía estar absolutamente recuperado y de vuelta en el trabajo, les dijo que se encontraba mucho mejor, pero que aquel fin de semana habían llevado a su madre de urgencia al hospital a consecuencia de una mala caída, y que había ido a Boston para estar con ella. Aquellas mentiras eran una especie de autoprotección, motivada por la vergüenza, la humillación y el miedo. ¿Qué clase de esposa sería si no pudiera dar explicaciones sobre el paradero de su marido? Lo cierto es que se encontraba en un maremágnum de incertidumbre, y la idea de confesar a alguien que Nick la había abandonado ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

Pertrechada con algunas fotografías recientes de Nick, hace una maleta pequeña y se dirige a La Guardia, tras haber reservado por teléfono un billete para el vuelo de las nueve y media. Horas más tarde, cuando aterriza en Kansas City, sube a un taxi y dice al conductor que le recomiende un hotel, repitiendo casi palabra por palabra la misma pregunta que su marido formuló a Ed Victory el lunes de la semana anterior. La única diferencia es que ella utiliza el término
bueno
, en vez de
el mejor
, pero a pesar de todos los matices de la distinción la respuesta del taxista es idéntica. La lleva al Hyatt, y lejos de imaginar que está siguiendo los pasos de su marido, Eva se registra en recepción y pide una habitación individual. No es de esas personas que tiran el dinero y se permiten suites caras, pero de todas formas su habitación está en la décima planta, en el mismo pasillo en que estuvo Nick los dos primeros días de su estancia en la ciudad. Salvo por el hecho de que su habitación se encuentra apenas un grado más al sur que la de Nick, Eva disfruta de la misma vista de la ciudad: la misma panorámica de edificios, la misma red viaria y el mismo cielo de nubes suspendidas que él catalogó para Rosa Leightman mientras estaba de pie delante de la ventana dejando el mensaje en el contestador antes de largarse del hotel sin pagar.

Eva duerme mal en la cama desconocida, con la garganta reseca, y se levanta por la noche dos o tres veces para ir al cuarto de baño, beber un vaso de agua, contemplar los brillantes números rojos del despertador digital y escuchar el murmullo de los ventiladores que giran en los conductos de aireación del techo. La vence el sueño a las cinco de la madrugada, duerme unas tres horas seguidas y luego llama al servicio de habitaciones y pide el desayuno. A las nueve y cuarto, ya duchada, vestida y recuperadas las fuerzas con una cafetera de café solo, llama al ascensor y se dirige a la planta baja para empezar la búsqueda. Todas sus esperanzas giran en torno a las fotografías que lleva en el bolso. Recorrerá la ciudad de punta a cabo enseñando el retrato de Nick al mayor número de gente posible, empezando por hoteles y restaurantes, siguiendo luego por tiendas y supermercados, compañías de taxis, edificios de oficinas y Dios sabe qué más, rezando para que alguien lo reconozca y le dé una pista. Si no logra nada concreto el primer día, hará copias de una de las instantáneas y empapelará la ciudad con ellas —pegándolas en muros, farolas y cabinas de teléfono—, y publicará la fotografía en el
Kansas City Star
y en los demás periódicos que circulan por la región. Y mientras baja en el ascensor con intención de comenzar en el vestíbulo, ya piensa en el texto que acompañará al anuncio. DESAPARECIDO. O bien: ¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?, seguido del nombre de Nick, su edad, estatura, peso y color de pelo. Luego un teléfono de contacto y la promesa de alguna recompensa. Aún sigue tratando de calcular el importe adecuado cuando se abren las puertas del ascensor. ¿Mil dólares? ¿Cinco mil? ¿Diez mil dólares? Si falla el plan, se dice a sí misma, pasará a la siguiente fase y contratará los servicios de un detective privado. Nada de un antiguo policía con licencia, sino un experto, un investigador especializado en buscar a personas desaparecidas, a gente que se esfuma sin dejar rastro.

Tres minutos después de que Eva llegue al vestíbulo, ocurre un milagro. Enseña el retrato de Nick a la recepcionista, y la joven de cabello rubio y dientes blancos lo reconoce sin lugar a dudas. Eso lleva a una búsqueda en los archivos, y pese a la lentitud de los ordenadores de 1982 no tardan mucho en confirmar que Nick Bowen se alojó en el hotel durante dos noches y luego desapareció sin molestarse en pagar la cuenta. Tenían una impresión de su tarjeta de crédito, pero después de comunicar el número a la American Express resultó que no estaba operativa. Eva pregunta si puede ver al gerente del hotel para pagar la cuenta de Nick, y nada más sentarse en su despacho, cuando le entrega su tarjeta recientemente validada para abonar la factura que se debe, pierde el control por primera vez desde la desaparición de su marido y rompe a llorar. Ese desahogo de sufrimiento femenino desconcierta al señor Lloyd Sharkey, pero con la suavidad y los untuosos modales de un veterano profesional de la hostelería ofrece a la señora Bowen toda la asistencia que está en su mano prestarle. Varios minutos después, Eva vuelve a estar en la décima planta, hablando con la camarera mexicana encargada de limpiar la habitación 1046. La mujer le informa de que durante todo el tiempo que Nick ocupó la habitación hubo un cartel de NO MOLESTEN colgado en el pomo de la puerta, y que no vio a su marido ni una sola vez. Diez minutos más tarde, Eva está en la cocina, hablando con Leroy Washington, el camarero del servicio de habitaciones que subió a Nick casi todas sus comidas. Reconoce al marido de Eva por la foto, y añade que el señor Bowen daba propinas generosas, aunque no hablaba mucho y parecía «preocupado» por algo. Eva le pregunta si estaba solo o con una mujer. Solo, contesta Washington. A menos que hubiera alguna señora escondida en el cuarto de baño o en el armario, prosigue, pero las comidas siempre eran para una persona, y que él supiera, sólo se utilizaba un lado de la cama.

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