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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (11 page)

BOOK: La noche del oráculo
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¿Cuánto tiempo estuvo en el campo?

Dos meses. Era cocinero, de modo que hacía servicio de cocina. Mi tarea consistía en dar de comer a los supervivientes. Estoy seguro de que ha leído historias de cómo algunos no podían dejar de comer. Los más famélicos. Llevaban tanto tiempo pensando en la comida, que no podían remediarlo. Comían hasta que se les reventaba el estómago, y entonces se morían. A centenares. El segundo día se me acercó una mujer con un niño en brazos. Había perdido la cabeza, aquella mujer, se le veía, se sabía por la forma en que sus ojos no dejaban un momento de revolverse en sus cuencas, y qué delgada estaba, tan desnutrida que no sé cómo lograba mantenerse en pie. No pedía de comer, sólo quería que le diera leche al niño. Yo iba a complacerla con mucho gusto, pero entonces me entregó al niño y vi que estaba muerto, que llevaba varios días muerto. Tenía la cara reseca y arrugada, ensombrecida, más negra que la mía, una criaturita que no pesaba nada, que no era más que piel arrugada y pus seco y huesos vacíos. La mujer seguía pidiendo leche, así que vertí una poca en los labios del niño. No se me ocurrió otra cosa que hacer. Vertí leche en los labios de la criatura, y entonces la mujer volvió a coger a su hijo: satisfecha ya, tan feliz que empezó a tararear, casi a cantar, en serio, a cantar de esa forma jubilosa con que se arrulla a un niño. No sabría decir si en la vida he visto a alguien más feliz que aquella mujer en aquel momento, alejándose con su hijo muerto en brazos, cantando porque al fin ha conseguido darle un poco de leche. Me quedé allí parado, mirando cómo se alejaba. Caminó unos cinco metros a trompicones hasta que le cedieron las rodillas y, antes de que pudiera salir corriendo para sujetarla, cayó muerta en el barro. Eso fue lo que me movió a hacer esto. Cuando vi morir a la mujer, supe que tenía que hacer algo. No podía volver tranquilamente a casa después de la guerra y olvidar todo lo que había pasado. Debía mantener ese lugar en la memoria, seguir pensando en ello todos los días durante el resto de mi vida.

Nick sigue sin comprender. Puede captar la enormidad de la experiencia por la que pasó Ed, entender el sufrimiento y el horror que siguen persiguiéndolo, pero la forma en que esos sentimientos encuentran expresión en la absurda empresa de coleccionar guías de teléfono supera su capacidad de comprensión. Puede imaginarse otras cien maneras de trasladar la experiencia de un campo de concentración a una actividad que ocupe toda la vida, antes que aquel extraño archivo subterráneo lleno de nombres de gente de todo el mundo. Pero ¿quién es él para juzgar la pasión de nadie? Bowen necesita trabajo, le gusta la compañía de Ed y no tiene ningún reparo en pasar unas semanas o unos meses ayudándolo a reorganizar el sistema de almacenamiento de las guías, por inútil que parezca la tarea. Así que llegan a un acuerdo sobre el sueldo, el horario y demás cuestiones laborales, y luego se estrechan la mano para cerrar el trato. Pero Nick sigue encontrándose en la embarazosa situación de tener que pedir un anticipo a cuenta. Necesita ropa y un sitio para vivir, y los sesenta y tantos dólares que lleva en la billetera no bastan para cubrir esos gastos. Su nuevo jefe, sin embargo, se le adelanta. Hay una organización benéfica qúe vende ropa de segunda mano a menos de dos kilómetros de donde se encuentran, le informa, y esa misma tarde Nick puede hacer allí una buena provisión de prendas de vestir por unos cuantos dólares. Nada de finuras, desde luego, pero lo que va a necesitar es ropa de trabajo, no trajes de calle. Además, de ésos ya tiene uno, y si alguna vez le da por marcharse de la ciudad, lo único que ha de hacer es volvérselo a poner.

Solucionado ese problema, Ed inmediatamente le resuelve también el del alojamiento. Hay una habitación disponible en el recinto, le anuncia, y si a Nick no le espanta la idea de pasarse la noche bajo tierra, se puede quedar allí sin tener que pagar nada. Haciéndole una seña para que lo siga, Ed camina inseguro por uno de los pasillos centrales, avanzando cautelosamente con sus tobillos doloridos e hinchados, hasta que llega a la pared de bloques grises del lado izquierdo de la estancia. A veces me quedo a dormir aquí, dice, mientras se mete la mano en el bolsillo para sacar las llaves. Es un cuartito muy agradable.

Hay una puerta metálica empotrada en la pared, y como no sobresale y es del mismo tono gris del muro, Nick no ha reparado en ella cuando ha pasado por allí unos minutos antes. Al igual que la puerta de madera de entrada situada al otro extremo de la estancia, ésta no tiene pomo ni picaporte, y Ed la abre hacia dentro con un suave empujón de la mano. Sí, dice cortésmente Nick al entrar, es una habitación cómoda, aunque la encuentra más bien deprimente, sin adornos y con tan pocos muebles como el cuarto de la pensión de Ed. Pero dispone de todo lo necesario; salvo de ventana, claro está, de la posibilidad de mirar hacia fuera. Cama, mesa y silla, frigorífico, hornillo, retrete, aparador lleno de latas de conservas. No es tan horrible, verdaderamente, y además ¿qué otra cosa puede hacer Nick sino aceptar el ofrecimiento del antiguo taxista? Ed parece encantado de que Nick esté dispuesto a quedarse allí, y cuando cierra la puerta y ambos tuercen por el pasillo para dirigirse a la escalera que volverá a llevarlos a la superficie, cuenta a Nick que empezó a construir aquella habitación hace veinte años. En el otoño del sesenta y dos, puntualiza, en plena crisis de los misiles cubanos. Pensaba que nos iban a tirar uno gordo, y decidí tener un sitio para ocultarme. Ya sabe, un refugio de ésos, como se llamen.

Un refugio antiatómico.

Eso. Así que hice un agujero en la pared y añadí esa pequeña habitación. La crisis concluyó antes de que yo hubiera acabado, pero nunca se sabe, ¿verdad? Esos locos que dirigen el mundo son capaces de cualquier cosa.

A la larga, esas preocupaciones resultan infundadas. Pasan los días y, mientras ambos trabajan juntos en la cripta bajo la vía férrea, llevando de un lado a otro de la estancia guías de teléfono que colocan en cajas de manzanas montadas en patines, Nick descubre que Ed es una persona íntegra, un hombre de palabra. Nunca pide a su ayudante que explique sus circunstancias ni que le cuente su historia, y Nick llega a admirar esa discreción, sobre todo en alguien tan parlanchín como el antiguo taxista, que por todos los poros destila curiosidad hacia el mundo. Ed tiene unos modales tan refinados, en realidad, que ni siquiera le pregunta su nombre. En un momento dado, Bowen sugiere a su jefe que le llame Bill, pero, sabiendo que ese nombre es pura invención, Ed rara vez se molesta en hacerla, y prefiere dirigirse a su empleado con el apelativo de
Hombre Fulminado, Nueva York
o
señor Zapatos Buenos
. A Nick le parece perfecta la solución. Vestido con los diversos atuendos adquiridos en la tienda de ropa de segunda mano (camisas de franela, vaqueros y pantalones del ejército, calcetines elásticos blancos y raídas botas de baloncesto), piensa en los primeros dueños de las prendas que ahora lleva. La ropa desechada sólo puede tener dos orígenes, y únicamente puede regalarse por dos motivos. Alguien pierde interés por una prenda y la dona a una organización benéfica, o bien una persona muere y sus herederos se deshacen de sus pertenencias a cambio de una exigua deducción fiscal. A Nick le entusiasma la idea de andar por ahí con la ropa de un muerto. Ahora que ha puesto término a su vida anterior, parece adecuado ponerse la ropa de alguien que también ha dejado de existir: como si esa doble negación borrara su pasado de manera más completa, más permanente.

Pero Bowen, a pesar de todo, no debe bajar la guardia. Su jefe y él hacen frecuentes pausas en el trabajo, y a Ed, cada vez que interrumpen la actividad, le encanta pasar el tiempo charlando, a veces entremezclando sus observaciones con un trago de cerveza. Nick se entera entonces de la historia de Wilhamena, la primera mujer de Ed, que desapareció una mañana de 1953 con un vendedor de bebidas alcohólicas de Detroit, y de la de Rochelle, sucesora de Wilhamena, que le dio tres hijas y luego murió de un infarto en 1969. A Bowen le parece que Ed sabe contar anécdotas, pero se guarda mucho de hacerle preguntas sobre detalles concretos: para no dar pie a que le formule cuestiones personales. Han establecido un pacto de silencio para no sondear sus respectivos secretos, y por mucho que Nick desee saber si Victory es el verdadero nombre de Ed, por ejemplo, o si es realmente dueño del local subterráneo que alberga la Oficina de Preservación Histórica o simplemente se ha apropiado del almacén sin que lo hayan pillado las autoridades, no dice ni palabra de esos asuntos y se contenta con escuchar lo que Ed le ofrece por iniciativa propia. Más peligrosos son los momentos en que Nick casi se descubre a sí mismo, y cada vez que eso ocurre, se hace la advertencia de tener más cuidado con lo que dice. Una tarde, cuando Ed está hablando de sus experiencias de soldado en la Segunda Guerra Mundial, saca a relucir el nombre de un joven recluta que se incorporó a su regimiento a finales del cuarenta y cuatro, John Trause. Dieciocho años recién cumplidos, prosigue Ed, pero el tío más listo e inteligente que he conocido en la vida. Ahora se ha convertido en un escritor famoso, explica, y no es de extrañar cuando se piensa en el cerebro tan potente que tenía aquel chaval. Entonces es cuando Bowen da un patinazo casi catastrófico. Lo conozco, anuncia, y cuando Ed levanta la vista y le pregunta qué tal le va a John, Nick procede inmediatamente a despistarlo puntualizando su afirmación. No en persona, aclara. Me refiero a sus libros, he leído sus novelas, y entonces dejan el tema y pasan a otra cosa. Pero lo cierto es que Nick trabaja con John y se dedica a actualizar el catálogo de su obra. En realidad, el mes pasado sin ir más lejos terminó de trabajar en una serie de encargos para las cubiertas de las ediciones de bolsillo de sus novelas. Hace años que lo conoce, y el principal motivo por el que solicitó el puesto en la editorial donde trabaja (o trabajaba hasta hace unos días) fue que las novelas de John Trause estaban publicadas allí.

Nick empieza a trabajar con Ed el jueves por la mañana, y ordenar de nuevo las guías de teléfono es una tarea de proporciones tan enormes, tan colosales desde el punto de vista de la carga que hay que manejar —el volumen y el peso de los innumerables tomos de mil páginas que se deben sacar de su estantería y acarrear a otra zona del almacén para luego volver a cogerlos y colocados en otro estante—, que adelantan poco, mucho menos de lo que han previsto. Deciden seguir trabajando durante todo el fin de semana, y al miércoles siguiente (el mismo día que Eva entra en una tienda de fotocopias para componer el cartel con el cual difundirá la noticia de la desaparición de su marido, que también resulta ser el día en que Rosa Leightman vuelve a Nueva York y escucha los mensajes de amor de Bowen en el contestador automático) la creciente preocupación de Nick por la salud de Ed se transforma finalmente en angustia declarada. El antiguo taxista tiene sesenta y siete años y pesa unos treinta kilos de más. Fuma tres paquetes al día de cigarrillos sin filtro, le cuesta trabajo andar, respira con dificultad y tiene las arterias cada vez más llenas de colesterol. Víctima de dos ataques al corazón en el pasado, no se encuentra en condiciones de soportar el trabajo que ambos pretenden llevar a cabo. Incluso bajar y subir la escalera todos los días requiere una gran concentración y fuerza de voluntad, lo que pone a prueba sus energías hasta tal punto que apenas puede respirar cuando llega al primero o al último peldaño. Nick es consciente de ello desde el principio, y anima continuamente a Ed para que se siente y descanse un poco, asegurándole que es capaz de hacer el trabajo él solo, pero Ed es un individuo testarudo, una persona con una misión que cumplir, y ahora que su sueño de reorganizar su museo de guías telefónicas se está haciendo por fin realidad, no hace caso del consejo de Bowen y salta del asiento a la menor oportunidad para ayudarlo. El viernes por la mañana, las cosas empiezan finalmente a ponerse feas. Bowen vuelve de un trayecto al otro extremo de la sala, remolcando su caja de manzanas vacía, y se encuentra con Ed sentado en el suelo y la espalda apoyada en una estantería. Tiene los ojos cerrados y la mano derecha firmemente apretada contra el corazón.

Dolor en el pecho, observa Nick, llegando enseguida a la conclusión evidente. ¿Le duele mucho?

Déme un minuto, contesta Ed. Se me pasará.

Pero Nick no se conforma con esa respuesta e insiste en acompañarlo a las urgencias del hospital más cercano. Tras oponerse con una débil protesta por pura fórmula, Ed consiente en ir al hospital.

Pasa más de una hora antes de que se encuentren en el asiento trasero de un taxi camino del Saint Anselm's Charity Hospital. Para empezar, está el arduo problema de empujar el enorme y voluminoso cuerpo de Ed escaleras arriba y sacarlo a la superficie; luego, se presenta la tarea igualmente desesperada de encontrar un taxi en esa zona sombría y desolada de la ciudad. Nick echa a correr y tarda veinte minutos en encontrar un teléfono público que funcione, y una vez que por fin consigue ponerse en comunicación con la compañía de taxis Red and White (para la que trabajaba Ed), espera otros quince minutos hasta que se presenta el coche. Nick da indicaciones al taxista, encaminándolo a la vía férrea cerca del río. Recogen al languideciente Ed, que está tumbado sobre la grava y tiene considerables dolores (aunque está consciente, con la suficiente presencia de ánimo para hacer un par de bromas mientras lo ayudan a subir al taxi), y salen para el hospital.

Esa urgencia médica es la responsable de que Rosa Leightman no llegue a ponerse en contacto con Ed ese mismo día. El individuo que se hace llamar Victory, pero cuyo nombre es Johnson según figura en el permiso de conducción y la tarjeta de seguridad social, ha sufrido su tercer ataque al corazón. En el momento en que Rosa lo llama desde Nueva York, él ya está internado en la unidad de cuidados intensivos del Saint Anselm's y, según los datos cardiovasculares anotados en el gráfico que cuelga a los pies de su cama, no volverá a su pensión en mucho tiempo. Desde ese miércoles hasta que salga para Kansas City el sábado por la mañana, Rosa lo sigue llamando a todas horas del día y de la noche, pero allí no hay nadie para oír el timbre del teléfono.

En el taxi, camino del hospital, Ed se está adelantando a los acontecimientos, preparándose para los malos augurios, aunque siga fingiendo que no está preocupado. Soy un tío gordo, le dice a Nick, y los gordos nunca mueren. Es una ley natural. Si el mundo nos da un puñetazo, nosotros no lo acusamos. Para algo tenemos todo este relleno…, para que nos sirva de protección en momentos como éste.

BOOK: La noche del oráculo
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