La noche de Tlatelolco (17 page)

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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

BOOK: La noche de Tlatelolco
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• Margarita Isabel, actriz.

La segunda vez me detuvieron el 6 de octubre en un departamento en donde vivía —cerca de la SCOP— con un amigo doctor y su mujer. Allí me agarraron los agentes sin orden de aprehensión y me dijeron que su jefe Cueto quería hablar conmigo. Me llevaron a la Secreta y entonces sí me asusté mucho y en el trayecto lo único que preguntaba era: «¿Dónde están mis amigos?», y me dijeron: «¡Cállese!», y me dieron una bofetada. Entonces yo tenía veintidós años y había terminado leyes y estaba haciendo mi tesis. Participaba en un seminario de sociología. Allí en la Jefatura lo primero que vi fue a mis amigos, el doctor y su esposa. Apenas llegué, les preguntaron:

—¿La reconocen?

—Sí, es ella.

Entonces los soltaron. Allí conocí a Cueto y a Mendiolea. Cuando entré a su despacho me dijo Cueto:

—¿Usted es la famosa
Nacha
?

—Bueno, soy
Nacha
pero no soy famosa.

Duré siete días sola en una celda en los separos, para mí los días más horribles de todos los que he vivido porque estaba totalmente incomunicada. Una compañera me gritó desde una celda, pero no la vi jamás: «¡No dejes que te saquen porque estos cabrones las sacan en la noche prometiéndoles que las van a dejar libres y las violan!». No dormí ante el temor de que me pudieran sacar. Me dejaron tres días incomunicada en los separos y al cuarto me comenzaron a interrogar.

• Ana Ignacia Rodríguez,
Nacha
, del Comité de Lucha de la Facultad de Leyes de la
UNAM
.

Ya eran las once. Llegamos al edificio donde vivimos. La puerta estaba abierta y le dije a Eli que teníamos que quejarnos con la dueña de ese descuido porque ya una vez nos habían saqueado el departamento. Entró primero Ana —nuestra hija de dos años—, luego yo y después Eli. Subió Ana un par de escalones y ahí estaba un tipo sentado en la escalera y al acercarnos le dijo a Eli:

—Buenas noches, maestro.

Eli le respondió:

—Buenas noches.

Lo único que hizo fue tomar a Eli del brazo y decirle:

—Maestro, me lo llevo.

Yo le pregunté:

—¿Por qué? ¿A dónde?

No respondió, se limitó a torcerle el brazo a Eli y a empujarlo hasta la puerta. (Esta gente está muy entrenada y puede inmovilizarte sin que tú te des cuenta ni cómo ni a qué hora). En tres minutos lo jaló hasta la puerta del edificio y allí, como si bajara de un árbol o no sé de dónde, salió otro tipo y entre los dos lo pescaron del cinturón por atrás y lo mantuvieron prácticamente cargado sin que pudiera tocar el piso. Como no tenían identificación ni decían a dónde iban ni nada, comencé a gritar pidiendo auxilio. Yo llevaba una sombrilla en la mano y en medio de mi desesperación me lancé contra uno de los tipos y se la estrellé en la cabeza. Entonces soltó a Eli, me cogió y me aventó contra la pared del edificio. Cuando me vio en el suelo, la niña fue hacia su papá y el otro tipo la azotó contra el pavimento. Mi primera impresión fue: «¡Ya le partió la cabeza!». En ese momento grité como loca y se acercó un coche Galaxie —que yo no había visto—. Pensé que era alguien que venía a ayudarnos, pero otros hombres se bajaron. Recuerdo a tres, quizá eran cuatro. Dejaron las portezuelas abiertas y con gran rapidez, Dios mío, lo empujaron hacia el coche y lo aventaron adentro y él lo último que alcanzó a gritar fue: «Avisa a los amigos». Arrancaron rapidísimo y entraron por la Avenida Ejército Nacional. Comencé a correr tras el coche y a tratar de alcanzarlo, ¡cómo lo iba a alcanzar!, y ya se veía que algunas gentes se habían asomado por las ventanas, pero nadie ayudó. Un señor salió de alguna puerta y me gritó: «¡Señora, su hija!». Entonces me acordé que la niña se había quedado tirada y me regresé… Ya iba muy lejos el coche… Unos vecinos me ayudaron a levantar a la niña y a recoger el portafolio de Eli, todos los papeles tirados, y la ropa limpia que yo llevaba. Una vecina me hizo pasar a su departamento y como estaba llorando me dio un calmante. Me acordé que debía llamar por teléfono y le hablé a un matrimonio amigo nuestro y recuerdo que lo único que pude decir fue: «¡Se lo llevaron!». Entonces el amigo me contestó:

—Quédate en tu casa, no salgas, vamos para allá.

La vecina me ayudó a cargar a la niña y las cosas y subimos al departamento. Prendí todas las luces y abrí las ventanas. Me acerqué al balcón y tuve el impulso de aventarme. Me sentí sola, sin saber bien qué había pasado, sin entender. Y Ana estaba cogida de mi falda llorando y creo que de una cierta manera eso me hizo reaccionar. Yo estaba embarazada de dos meses. Ahí me quedé en el balcón hasta que llegaron los amigos. No quería estar dentro del departamento. Cuando oí el timbre, dejé a la niña sola y bajé a abrir. Subimos. No podía hablar. No podía explicarles lo que había pasado. Sólo acertaba a repetir: «¡Se lo llevaron! ¡Se lo llevaron! ¡Se lo llevaron! ¡Se lo llevaron! ¡Se lo llevaron!». Me dieron un café. Después fueron a llamar a los niños mayores que estaban en el cine Chapultepec. Entraron todos los niños, se abrazaron a mí y sólo decían: «¿Qué vamos a hacer?».

Eli está preso desde el 18 de septiembre de 1968.

• Artemisa de Gortari.

De los Comités de Lucha no hubo ningún aprehendido en esos días y de los doscientos delegados del
CNH
sólo dos compañeros fueron detenidos, y eso debido a una delación. El 25 de septiembre a las nueve de la noche, uno de los delegados por la Escuela Superior de Economía del Poli, Luis Jorge Peña, se encontraba en el departamento que un amigo le había ofrecido, «por si lo llegas a necesitar». Ayax Segura Garrido en quien nadie confiaba mucho debía estar en la dirección de Peña a las seis de la tarde, pero como se retrasó, Peña empezó a inquietarse. A las siete se decidió a dejar el departamento, pero como ni él ni prácticamente ningún miembro del
CNH
habían vivido en situaciones que requieren clandestinidad y desconfianza absoluta, no lo hizo con la suficiente rapidez. La ingenuidad de las medidas tomadas por muchos de nosotros sólo se concibe pensando en que nunca habíamos creído seriamente que el gobierno las haría necesarias. No estábamos acostumbrados. A las nueve de la noche, Peña seguía en el mismo domicilio, angustiándose, acompañado únicamente por un muchacho de quince años hermano del dueño del departamento. Tocaron a la puerta y fue a entreabrirla, desconfiado. De un golpe entraron quince hombres armados con metralletas. Cuando se toparon con los muchachos, uno de quince años y el otro de veintiuno, preguntaron:

—¿Dónde está Jorge Peña?

No se les ocurrió que fuera uno de los dos muchachos que tenían enfrente. Buscaban a un peligroso agitador profesional y se encontraron con un niño y un joven de lentes que aparentaba menos de veinte años. Ninguno de ellos podía ser el que repartía armas y dinero al
CNH
. Empezaron a golpearlos y a vaciar cajas de libros; buscaban por todas partes sin importarles lo que destruían: había que encontrar las armas.

—¡Levanten las manos!

Al cachearlos y vaciar sus bolsillos, apareció la licencia de manejar de Peña. Por eso lo identificaron.

Entre los libros arrojados al suelo estaba uno del Che.

—Ah, ¿conque libros del Che? ¿Por qué lees esto?

—Me lo piden en la escuela. Estudio Ciencias Políticas.

Por lo visto, la policía no está enterada de que tanto los libros del Che como de Marx, Lenin y Trotsky o cualquier otro se venden en todas las librerías. Un tomo de pastas rojas atrajo la mirada de otro policía que exclamó triunfante mientras lo levantaba:

—Y esto, ¿qué es?

—Pues véale el título:
El sistema monetario de 1820 a 1920
.

Sólo las pastas habían resultado rojas. Lo dejó caer sin comentarios.

Los dos muchachos fueron conducidos a los separos de la Dirección Federal de Seguridad. Allí los interrogatorios estaban orientados hacia un objetivo definido y obvio: saber qué ministros de Estado financiaban el Movimiento y cómo se obtenían las supuestas armas. Como Peña no aceptó que ministro alguno participara en el Movimiento, los agentes empezaron a preguntarle en particular por el secretario de la presidencia: Emilio Martínez Manautou. Su tirada era que Peña firmara una declaración involucrando a este ministro como el que aportaba el dinero y conseguía las armas.

• Florencio López Osuna, Escuela Superior de Economía del
IPN
, delegado ante el
CNH
.

El viernes 20 fui a la Procuraduría y allí me dijeron que no me preocupara por su integridad física; que Eli estaba bien, pero no me dijeron dónde. Entonces, como leí en el periódico que los detenidos estaban en la Jefatura, fui para allá. La Plaza de Tlaxcuaque era un hervidero de granaderos. En la puerta nos detuvieron a Rebeca y a mí:

—¿Qué quieren? ¿A dónde van?

—¡Quítese! Tengo cita con el general Mendiolea.

Yo estaba desesperada y dispuesta a entrar a como diera lugar. Como el granadero no nos dejaba pasar lo amenacé:

—Si no me deja pasar, ya verá cómo le va con su general.

Pienso que el tipo me vio tan decidida que me creyó o recapacitó en los problemillas que pudiera tener. Subimos por el elevador hasta el cuarto piso, donde una bola de policías nos cerró el paso:

—¿A dónde van? ¿Qué quieren? Volví a decir mi mentira:

—Déjenme pasar, que tengo una cita…

A la fuerza nos metimos en una puerta abierta que, para fortuna nuestra, resultó ser la antesala al despacho del general. Una vez dentro, nos dejaron de molestar porque yo seguía repitiendo con mucha seguridad que tenía una cita. Allí nos quedamos paradas esperando que nos recibieran. De pronto salió un señor de baja estatura, grueso y sin pelo que discutía muy enojado con un periodista: «¡Usted ha dicho en su periódico que yo soy un asesino! Ahora, ¡demuéstremelo!».

El periodista arguyó:

—No, si siempre hemos sido grandes amigos…

El general le respondió:

—¿Ah sí? ¿Desde cuándo?

Siguieron alegando hasta que el general se volvió a meter a su privado con todo y el periodista que lo seguía. Cuando salieron de nuevo, yo creo que se aprovechó para poner punto final a la discusión porque se acercó y me preguntó:

—¿Qué se le ofrece?

—Soy la esposa de Eli de Gortari. Ya con eso sabrá usted a lo que vengo…

—No señora, no tengo idea…

—Quiero ver a mi esposo, que está aquí.

—Señora, eso es imposible.

—General, usted aquí es Dios y si usted lo ordena se puede…

No dijo ni una palabra más. Dio media vuelta y desapareció en su privado. Le dije a Rebeca: «De aquí no nos movemos. Sólo que nos saquen cargando». Esperamos una media hora más y cuando volvió a salir vino hacia mí y dijo:

—Señora, va usted a ver a su marido, pero nada de mensajes.

Nos bajaron a los Servicios Especiales, que son como de película de gángsters, con toda la crema y nata de los agentes: puros hombres en mangas de camisa jugando con fichas, dominó o quién sabe qué sería y todos con caras horribles de malhechores, de matones. Había tanto humo que podía separarse con las manos. En las paredes vi fotos de asesinos buscados y un pizarrón cubierto de instrucciones para determinados agentes… Allí nos quedamos sentadas como tres horas esperando a que nos trajeran a Eli. Yo quise hablar por teléfono para avisar a la casa que no se preocuparan y uno de los tipos me dijo:

—De aquí no pueden salir porque están detenidas…

Francamente me asusté:

—Bueno y ahora ¿por qué?

Se limitó a responder:

—Por orden de mi general…

Regresé con Rebeca y le dije:

—Pues fíjate que estamos detenidas ¿qué te parece? Pobre Hira ¿cómo avisarle lo que pasa?

(Hira es el hijo mayor de Eli y nos estaba esperando afuera).

Más tarde tuve que ir al baño y ni modo. Un tipo me acompañó hasta el baño de mujeres donde me advirtió que no intentara escapar. Le dije:

—No sé por donde, si no soy mosquito.

En seguida le pregunté:

—No me va a seguir hasta adentro ¿o sí?

—No, aquí la espero… No se tarde o veo la manera de sacarla de allí.

Regresé a la sala de los Servicios Especiales donde Rebeca me esperaba muy asustada. Veinte minutos más tarde un tipo dijo en voz muy alta:

—¡Ahí viene mi general!

Rápido, como por arte de magia, los agentes guardaron las fichas, tiraron los cigarros, se pusieron los sacos acomodándose las pistolas, arreglaron las sillas y medio desapareció el humo. El general entró discutiendo algo con varios hombres y pasó de largo sin hacernos el menor caso. Yo pensé: «Bueno ¿qué no nos vio? ¿Habrá cambiado de opinión? Yo de aquí no me muevo hasta no ver a Eli».

Entró a un despachito donde discutió con un detenido, salió y entonces se dirigió a mí:

—Ahora se lo traen, señora, acuérdese, nada de mensajes o se quedan detenidas.

Le respondí:

—General, usted sabe lo que esto significa para mí… Muchas gracias.

La cara se le puso como jitomate y me dijo:

—No diga eso, señora.

Nos llevaron al despachito de donde minutos antes había salido y un capitán y varios agentes de la Secreta, que seguramente eran los mandamases de allí, nos invitaron a sentarnos. A los cinco minutos trajeron a Eli. ¡Dios mío! me quedé paralizada. Tenía una barba de 72 horas, una expresión de angustia terrible, todo el traje arrugado. Lo que menos esperaba era vernos, porque cada vez que sacaban a alguien de los sótanos donde estaban detenidos era para golpearlo. Eli oía los gritos de los que torturaban y tal vez pensó que a él ya le tocaba. Cuando nos vio, nos abrazó como si no nos hubiera visto en años.

—¿Cómo entraron?

Todo esto delante de los tipos. Nos preguntó cómo estábamos todos, qué había pasado con Ana, de la que guardaba una imagen terrible. Procuré tranquilizarlo diciéndole que estábamos bien, que sólo él nos faltaba y que pronto terminaría esa pesadilla. Desde la casa llevé una camisa limpia para que se cambiara y le pregunté a uno de los agentes si se la podía poner. Quería ver también si lo habían golpeado. ¡Qué tonta! No sabía que cuando los golpean lo hacen en las partes blandas y generalmente no dejan huella. Nunca me imaginé que en todo ese tiempo no hubiera comido nada. Un teniente le ofreció un tehuacán y lo bebió con un ansia increíble. No había tomado agua desde el da 18… Nos dejaron hablar frente a ellos durante veinte minutos y los desperdiciamos hablando de puras tonterías por los nervios, el estupor. Después el teniente que lo había traído nos dijo que lo sentía mucho pero que la visita había terminado. Nos despedimos con miles de recomendaciones por ambas partes y prometiéndole que regresaríamos al día siguiente (a ver si nos dejaban verlo de nuevo). Pero no lo vi sino hasta el domingo 22, un poquito antes de que lo trasladaran en una «Julia» a Lecumberri.

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