Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—Te miro y no puedo creerme que estés aquí. —Me marcho en seguida. —Entonces para qué has hecho el viaje. —Iba casi de paso. Sólo tuve que tomar una desviación. —Te quedarás a pasar la noche. Hay habitaciones de sobra. —Y qué pensarían tus colegas si me vieran salir de aquí por la mañana. Tú no sabes cómo son estos sitios pequeños. Wellesley es igual. Se sabe todo, todo se comenta. Como en una novela de Galdós, pero con profesores.
—Entonces no tendrías que haber venido.
—Me iré en cuanto cene algo y descanse un poco. En dos horas puedo estar en Nueva York.
—¿No tienes que dar clases ahora?
—Lo he dejado.
—Pero yo creía que acababan de contratarte.
—Phil Van Doren sigue informándote de todo.
—¿Es verdad que trabajas con Salinas?
—Trabajaba. Ya sé que no te es muy simpático, pero me recuerda mucho a ti.
—¿Van a reunirse pronto con él su mujer y sus hijos?
—No lo sabe. No sabe si le renovarán el contrato el año que viene. Se desespera cuando no le llegan cartas o noticias de España y se desespera más cuando le llegan. En estos sitios es fácil quedarse muy aislado.
—Yo llegué sólo ayer y ya me parece que llevo aquí mucho tiempo.
—El pobre profesor Salinas me dice que echa mucho de menos Madrid. En cuanto puede se escapa a Nueva York un fin de semana. Pero dice que lo que más le cuesta es acostumbrarse a comer sin vino...
—¿Tiene esperanza de volver a España?
—¿Y tú? Tú saliste hace muy poco. Estás mejor informado que él.
—Leo los periódicos de aquí y escucho la radio y todo el mundo parece convencido de que Franco está a punto de entrar en Madrid.
—Todavía no ha entrado. Con un poco de suerte no entrará nunca.
—Y qué puedes saber tú. Cómo estás tan segura.
—Porque no creo que los periódicos ni las cadenas de radio en América estén diciendo la verdad. Están en manos de las grandes corporaciones y sus dueños han apoyado a Franco desde el primer día, igual que la Iglesia Católica.
—Esa manera de hablar no me parece tuya. Hablas como los que daban un mitin el otro día en NuevaYork.
—¿Tú estabas allí? ¿El sábado pasado? ¿En Union Square?
—Miraba las caras de todas las mujeres con la esperanza de ver la tuya.
—Lo último que yo hubiera esperado habría sido encontrarme contigo.
—Yo no he dejado de esperar encontrarme contigo desde aquel día que te fuiste del café.
—Fue emocionante, toda esa gente llenando la plaza, hasta se habían subido a los árboles y a la estatua de George Washington. Veía la bandera de la República y escuchaba el Himno de Riego y
La Internacional
y no paraba de llorar.
—Buenas intenciones, pero nadie nos ayuda. Nos miran como apestados, como a leprosos. En un hotel de París no me quisieron dar habitación cuando vieron mi pasaporte español. Pensarían que iba a llenarles la cama de piojos. La opinión civilizada parece ser que conviene dejarnos solos para que sigamos matándonos entre nosotros hasta que nos cansemos. Nos miran como esos turistas que iban a las corridas de toros, dispuestos a entusiasmarse o a horrorizarse, a disfrutar horrorizándose para sentirse más civilizados que nosotros. Y el caso es que no les falta su parte de razón, dado el espectáculo que les estamos ofreciendo.
—No está bien que tú digas eso. Los militares y los falangistas se han levantado contra la República. Sólo porque tienen la ayuda de Mussolini y de Hitler no han sido derrotados todavía.
—Vuelves a hablar como en la tribuna de un mitin.
—¿No estoy diciendo la verdad?
—La verdad es tan complicada que nadie quiere oírla.
—Si la sabes explícamela tú.
—A lo mejor me he ido para no verla yo tampoco. La verdad vista de cerca es una cosa muy fea.
—No creo que tú pudieras vivir cerrando los ojos.
—Y por qué no. La mayor parte de la gente lo hace y no le cuesta nada. No te hablo ya de la gente fuera de España, que al fin y al cabo puede no enterarse de la guerra, o leer sobre ella en el periódico y que le importe menos que un partido de fútbol. Hasta en Madrid conozco a muchas personas que han conseguido no enterarse de lo que está pasando, o por lo menos hacen como si no se enteraran. Viven vidas perfectamente normales, lo creas o no. Adoptan la nueva moda y los nuevos lenguajes. Pero imagino que yo también me acostumbraría si me hubiera quedado, al menos si tenía suerte y no me mataban.
—¿Por qué iban a matarte a ti?
—Por cualquier cosa. Por capricho, o por equivocación, o por nada, por casualidad. Matar a una persona desarmada y pacífica es la cosa más fácil del mundo. Tú no sabes qué fácil. Nadie lo sabe hasta que no lo ha visto. Como apagar esa vela. A no ser que el verdugo sea torpe, o se ponga nervioso, o no sepa manejar bien el fusil. Entonces puede no acabar nunca. Como en las corridas cuando esos carniceros no aciertan con el estoque ni con la puntilla.
—Los periódicos publican aquí mentiras tremendas sobre lo que está pasando en Madrid.
—Algunas de esas mentiras son verdad. Algunas de las peores.
—Crímenes más terribles cometen los otros. Ellos empezaron. Ellos tienen la culpa.
—Ellos tienen su culpa y nosotros la nuestra.
—La razón y la justicia están de vuestra parte.
—No me gustan esas palabras tan abstractas. Tú antes no las usabas.
—Tú sí. Aquella tarde que hablamos tantas horas, en el bar del hotel Florida. Me llamó mucho la atención la seriedad con que te explicabas. Te había irritado que Phil Van Doren hablara desdeñosamente de la República y elogiara de esa manera suya tan esnob a la Unión Soviética y a Alemania. Dijiste que eras republicano porque creías en la razón y en la justicia. Me gustó tu vehemencia.
—No recordaba que hubiéramos hablado de cosas así.
—¿Ya no piensas como entonces?
—Lo que pienso es que la razón y la justicia no se imponen matando.
—Si a uno lo atacan, tiene derecho a defenderse.
—¿Ya matar inocentes también tiene uno derecho?
—Tenía miedo de que a ti pudiera pasarte algo.
—Entonces no pensabas que todo lo que contaban era mentira.
—¿Has estado en peligro?
—^Podrías haberme escrito para preguntármelo.
—Te lo pregunto ahora.
—Fueron por mí para matarme. Me salvé por casualidad en el último momento. Comprenderás que no tenga muchas ganas de volver.
Tienen que aprender de nuevo a hablarse, a ajustar el tono de las voces para limar la extrañeza, a moverse el uno cerca del otro con una gradual naturalidad, lentamente, como se aprende a caminar de nuevo después de la convalecencia de un accidente, cuando se descubre que ha bastado un tiempo tan breve para que las piernas hayan perdido el tono muscular y el hábito de los pasos. Los ojos huidizos no saben ya sostener la mirada; la boca forma con más dificultad palabras del otro idioma que fueron habituales y ahora faltan cuando se está a punto de decirlas. Quizás no es que ya se hayan vuelto extraños el uno para el otro en tan poco tiempo sino que ahora se ven por primera vez bajo una sobria luz no enturbiada por la ansiedad del deseo. Lo que cada uno de los dos desconoce en el otro es la realidad que no vio cuando la tenía casi a diario delante de los ojos, no los cambios sucedidos durante la ausencia. Tanteaban, al principio, hacían preguntas neutras. Veo que te has cortado el pelo; esta mañana, antes de salir de viaje, ¿te gusta?; claro que sí; no te gusta; tengo que acostumbrarme; tú lo llevabas siempre más largo, y más rizado; no he tenido tiempo de ir a una peluquería. Ninguno de los dos ha dicho todavía el nombre del otro. Parece que la conversación se afianza y sin motivo sobreviene el silencio; casi cuentan los segundos que tardan en surgir de nuevo las palabras, como si no dependieran de la voluntad de ninguno de los dos. Un matiz, un tono de confianza apenas insinuado se malogra. Una fiase aislada suena como aprendida de memoria para ser dicha en una representación, en un ejercicio demasiado literal de buenos modales en una clase de idiomas.
«May I use the bathroom?»,
dijo ella cuando por fin entró, cuando él cerró la puerta y se encontraron solos dentro de la casa. Mientras comía él la ha observado en silencio, sentado al otro lado de la mesa de la biblioteca, con la formalidad algo incongruente del traje oscuro y la corbata, aliviado de que ella no estuviera mirándolo, una mujer joven, saludable, saciando sin apuro el hambre después de haber conducido durante varias horas, bebiendo directamente de la botella de cerveza, más americana de lo que la recordaba, ahora que la ve en su país. Ha puesto el salami entre dos rebanadas de pan y lo come a bocados enérgicos. El deseo por ella tiene más de dolor que de pura apetencia sexual, que ahora mismo no siente. Es un principio de dolor en las articulaciones, en la boca del estómago, el aguijón de una imposibilidad. Como no le ha puesto una servilleta Judith se limpia la boca con el dorso de la mano. Lo que encuentra de desconocido y de lejano en ella tendrá que ver con la presencia usurpadora de otro. La sensación de los celos es una mordedura física, una sustancia tóxica circulando en la sangre. En las fotos, en los recuerdos, la belleza de Judith tenía un punto esfumado, como si la viera tras un tenue filtro de gasa. La palabra belleza no puede exactamente aplicarse a la mujer que Ignacio Abel tiene ahora mismo delante, con su pelo no muy bien cortado y una simple camisa, con las manos sin anillos que sostienen el sándwich de pan de centeno y salami y que han abierto con tanta desenvoltura la botella de cerveza. Hay algo más carnal, inacabado, excesivo, en la rotundidad de los rasgos: la nariz, la boca grande, la barbilla pronunciada, la forma dura del hueso bajo la piel. Le gusta más todavía y más que nunca. Le gusta sobre todo lo que lo ha cogido por sorpresa porque no lo supo recordar, lo que antes no veía y ve ahora. La falta de esperanza, la seguridad de haberla perdido, le permiten recrearse en una dolorosa objetividad. Le basta su existencia: el regalo inesperado de tenerla cerca. Si ha venido tan lejos ha sido sólo para verla.
—No me mires así.
—¿Cómo te miro?
—Como si fuera un fantasma. O como si hiciera ruido comiendo.
—Te miro porque no me canso de mirarte. Porque te he echado tanto de menos que no puedo creerme que estés delante de mí.
—Yo no estoy segura de que me veas a mí cuando me miras. No lo he estado casi nunca, ni siquiera al principio. Me mirabas muy fijo y sin embargo me parecía que estabas en otra parte, perdido en tu mundo, a lo mejor pensando en tu trabajo o en que tu hijo o tu hija tenían fiebre, o en tu mujer, o en la mentira que ibas a contar cuando volvieras a tu casa, o en el remordimiento que te daba engañarla. Me estabas mirando y los ojos se apartaban de mí aunque fuera un segundo, y yo lo notaba. Estábamos besándonos en aquel cuarto de Madame Mathilde y te veía en el espejo que había enfrente de la cama mirando un momento el reloj de la mesa de noche. Un gesto nada más, pero yo me daba cuenta. Yo me he fijado siempre en ti. Creo en quien tú eres de verdad, no en quien yo hubiera podido soñar que eras. Y cuando leía tus cartas, me daban ganas de salir corriendo y meterme contigo en la cama, sentía el mismo mareo que cuando nos tomábamos en los merenderos aquellas cervezas frías que nos gustaban tanto. Pero luego, volviendo a leerlas, me entraba la misma duda que cuando te veía mirarme, no estaba segura de que fuera a mí a quien le escribías. Eran siempre tan vagas. Me hablabas de lo que sentías por mí y de nuestro amor como si viviéramos en un mundo abstracto en el que no había nada más, ni nadie más que nosotros. Llenabas dos páginas contándome la casa que querías hacer para nosotros y yo me preguntaba dónde, cuándo. Prométeme que no vas a enfadarte con lo que te diga.
—Prometido.
—Te vas a enfadar. Algunas veces pensaba que me escribías con desgana, por compromiso, porque yo te lo estaba pidiendo. Te burlabas tanto de esos artículos verbosos que publicaban los intelectuales en
El Sol
y sin que tú te dieras cuenta en tus cartas había algo que me los recordaba. Me contabas lo que sentías por mí pero no contestabas a lo que yo te había preguntado. Pensé en una expresión que me habías enseñado tú: «dar largas». Me dabas largas para no referirte nunca a nuestra vida real, la tuya y la mía. Y la verdad era que aunque hablábamos tanto y nos escribíamos tanto no hablábamos nunca realmente de nada concreto. Sólo de nosotros dos, flotando en el espacio, flotando en el tiempo. Nunca del futuro, y al cabo de un poco tiempo casi nunca del pasado. Decías que estabas enamorado de mí pero te distraías en cuanto llevaba un rato contándote algo de mi vida. Y si empezaba a hablarte de mi ex marido cambiabas de conversación.
—Me da celos pensar que has estado con otros.
—Tendrías menos celos si me hubieras dejado contarte que ni mi marido ni los otros hombres nunca me importaron ni la mitad que tú.
—Ha habido más hombres.
—Claro que los hubo. ¿Querías que hubiera estado en un convento, esperando tu aparición?
—No podía soportar la idea de imaginarte con otro. Tampoco puedo ahora.
—Yo tenía que soportar no la idea sino la realidad de que después de estar conmigo fueras capaz de disimular sin dificultad y acostarte con tu mujer.
—Hacía mucho que ni siquiera nos tocábamos.
—Pero estabas con ella y no conmigo. En la misma habitación y en la misma cama. Mientras yo volvía sola a mi cuarto de la pensión y no podía dormir y si encendía la luz era incapaz de leer, y me sentaba delante de la máquina y no podía escribir, ni siquiera una carta. Y si le escribía a mi madre no podía contarle que todo su sacrificio por mí había servido para que un hombre casado español tuviera una amante americana más joven que él.
—Me dijo Van Doren que tu madre había muerto.
—Qué raro que me preguntes por ella.
—Yo siempre quería que me contaras cosas de tu vida.
—Pero te distraías en cuanto llevaba un rato contándotelas. Tú no te dabas cuenta, y no te acuerdas, pero eras un hombre impaciente. Tenías siempre prisa, por un motivo u otro, estabas nervioso. Lo hacías todo con ansia. Te echabas sobre mí en la cama algunas veces y parecía que se te olvidaba que yo estaba contigo. Abrías los ojos después de correrte y me mirabas como si te hubieras despertado.
—¿Ése es todo el recuerdo que tienes?
—No sólo ése. También sabías ser muy dulce otras veces. Otros hombres no hacen nada por aprender.