La noche de los tiempos (71 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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—Nos vimos hace sólo unos días —dijo Ignacio Abel, como si diera una información tranquilizadora, sentado frente a la señorita Rossman, al otro lado de la mesa formal del comedor, bajo la gran lámpara enfundada en una tela blanca—. Me dijo que estaba contento, que usted había conseguido un buen trabajo.

—Habría preferido seguir dando clases de alemán a sus hijos. —La señorita Rossman levantó los ojos, como si despertara un poco más de su sueño, aunque no del todo, reparando en los muebles enfundados y en el aire general de abandono del salón, tan distinto de lo que ella recordaba—. ¿Su señora y sus hijos no están con usted?

Había visto de lejos al profesor Rossman en la calle Bravo Murillo y como tantas veces había tenido la tentación de cambiar de acera o de pasar a su lado sin llamar su atención. No lo vería, tan miope, tan distraído entre la gente, en la acera del cine Europa, bajo las grandes banderas rojinegras y los carteles que ocupaban toda la fachada, con colores muy vivos y figuras enormes en actitudes heroicas, aunque ya no mostraban sólo propaganda de películas sino también de batallones de musculosos milicianos, de obreros con martillos y fusiles y campesinos agitando hoces contra un cielo de color rojo en el que volaban escuadrillas de aviones, ¡LA REVOLUCIÓN LIBERTARIA APLASTARÁ A LA HIDRA DEL FASCISMO! SALA REFRIGERADA, GRANDES ESTRENOS. VISITE NUESTRO SELECTO AMBIGÚ. (En el cine Europa se había citado una tarde de junio con Judith Biely; entrando del calor de horno y de la luz cegadora de la calle desierta la había buscado en el amparo de la penumbra, en el frescor benéfico de una brisa artificial.) Milicianos con fusiles al hombro, bronceados por el sol de la Sierra, bebían jarras de cerveza a la sombra de los toldos listados de un café. Conversaban en grupos ruidosos, vestidos con grados diversos de uniformidad, algunos con monos azules abiertos hasta la cintura, con guerreras y pantalones descabalados de uniformes, con alpargatas, con gorros cuarteleros echados sobre la nuca, casi todos muy jóvenes, muy morenos, con patillas largas y pañuelos sudados al cuello, embravecidos cuando pasaba cerca una muchacha, embriagados por el delirio de omnipotencia que les concedía el derrumbe de la antigua normalidad, la posesión de las armas, la mezcla de carnaval y carnicería de la guerra. Durante más de cuatro horas desfilan por Madrid en imponente manifestación las Juventudes del Frente Popular vitoreadas con entusiasmo delirante por una inmensa multitud. Del interior del cine venía la música rudimentaria de una banda que tocaba desorganizadamente himnos marciales. Sobre las mesas brillaba el metal de las pistolas igual que el de las jarras de cerveza. La guerra parecía ser tan sólo esa jovialidad bronca y nerviosa, el desaliño general y el aire de indolencia de la gente en la mañana cálida de agosto, la épica de las figuras gigantes y esquemáticas en los cartelones de la fachada del cine, en las que no daba la impresión de que reparara nadie. En los picachos 4e la Sierra cordobesa nuestras tropas preparan su acometida a la ciudad de la mezquita esperando impacientes la orden de avance para desplomarse sobre ella. La guerra eran los titulares triunfales y embusteros de los periódicos y entierros con puños levantados y marchas sombrías en los que la muerte siempre era algo abstracto y glorioso; los desfiles con grandes pancartas y banderas en los que nadie marcaba bien el paso y delante de los cuales, como en las procesiones religiosas ahora abolidas, avanzaban mojigangas de niños con escopetas de madera y retrasados mentales con las cabezas muy erguidas bajo las viseras de sombreros de papel de periódico. Continúa el avance irresistible de nuestras columnas sobre los abruptos terrenos de la Sierra de Guadarrama, donde día a día son desplazadas de sus posiciones las fuerzas enemigas.

—Amigo mío, mi querido profesor Abel, qué alegría encontrarlo. —El profesor Rossman, la cartera negra bien apretada contra el pecho, se limpió la mano sudada en el faldón de la chaqueta antes de estrechársela: parecía que llevara mucha prisa y que al mismo tiempo no supiera adónde iba, igual que hablaba muy rápidamente saltando de un asunto a otro como si fuera olvidándolos según dejaba de aludir a ellos—. ¿Ha leído los periódicos de hoy? El enemigo retrocede en todos los frentes, pero las líneas que defienden las gloriosas milicias están cada vez más cerca de Madrid. Créame, tengo experiencia, me pasé cuatro años estudiando mapas de posiciones en el frente occidental. ¿Ha visto que las noticias tratan no de lo que ya ha sucedido sino de lo que está a punto de ocurrir? Granada a punto de rendirse a las tropas leales, de un momento a otro se espera la caída del Alcázar de Toledo, se anuncia la toma inminente de Oviedo, o de Córdoba. ¿Y qué me dice de Zaragoza? ¿Cuántas semanas hace que avanzan sobre ella columnas que ponen en fuga al enemigo o que no encuentran resistencia, y sin embargo nunca llegan a ella? Me paso el día mirando el mapa y el diccionario español-alemán. Tengo que buscar de nuevo palabras españolas de las que estaba seguro. ¿Se encuentra usted bien, sigue en su trabajo? ¿Ha tenido noticias de su señora y de sus hijos? No tiene costumbre de vivir solo y se le ve que ha adelgazado. ¿Quiere tomar un refresco, una jarra de cerveza? Ha triunfado la revolución pero los cafés siguen abiertos, como en Berlín al terminar la guerra. Le invito yo esta vez. Tenemos que celebrar que mi hija ha encontrado un trabajo excelente...

Buscaron una mesa en el interior del café. El profesor Rossman, nada más sentarse, abrió su cartera y empezó a sacar de ella periódicos descabalados y recortes llenos de subrayados en rojo y en azul, mapas de los que se publicaban cada día con las modificaciones del territorio que ocupaban los rebeldes, y que según todos los informes no paraba de menguar, aunque las posiciones estaban cada vez más próximas. El contundente avance de las tropas republicanas por el frente de Aragón se traduce en una inminente amenaza sobre los rebeldes de Zaragoza. Las fuerzas leales están a 6 km de Teruel y continúan tomando posiciones ventajosas. Las columnas que manda el heroico capitán Bayo prosiguen su avance para la reconquista de Mallorca. Los rebeldes de Huesca se encuentran en una situación desesperada.

Ignacio Abel miraba incómodamente a un lado y a otro, temiendo que alguien entendiera lo que decía el profesor Rossman, desconfiara de su aire extranjero y de su afición a los mapas de guerra.

—Tenga más cuidado, profesor —le dijo en voz baja—. Por la menor sospecha lo denuncian a uno.

—Quien debe cuidarse más es usted, mi amigo querido. Le veo desmejorado, si me permite la libertad de decírselo. ¿Tiene algo en lo que ocupar el tiempo? ¿Es verdad que las obras de la Ciudad Universitaria están temporalmente suspendidas? Me contó alguien que los sublevados piensan atacar Madrid desde ese flanco, lo cual tiene sentido, militarmente hablando. No me mire así: no tema nada. Personalmente yo no tengo miedo. Soy un viejo y soy un refugiado del hitlerismo. Los que me echaron de mi país son los mismos que están ayudando a los facciosos con armamento y con aviones. ¿Qué interés puedo tener yo en ponerme de su lado? ¿Adónde puedo huir si entran en Madrid? Pero estaba diciéndole que hay buenas noticias para nosotros, para mi hija sobre todo, excelentes.

—¿Les conceden por fin el visado para América?

—¿Quién piensa ya en el visado? Habrá que esperar a que termine todo esto en España. No antes del final del verano, si me permite el pesimismo, por mucho que digan los periódicos. ¿Los británicos y los franceses presionarán a Hitler y a Mussolini para que no ayuden a Franco? Me parece difícil. El gobierno de ustedes quiere explicarle al mundo que se ha quedado solo frente a la invasión de los bárbaros pero los periódicos de toda Europa están llenos de fotos de iglesias quemadas y sacerdotes y frailes asesinados. ¿Que los otros bárbaros matan mucho más? Probablemente, pero eso no les perjudica con Mussolini o con Hitler. ¿Y cómo van ustedes a explicarse si no hay nadie en el gobierno que hable idiomas extranjeros? No me quejo, porque gracias a eso mi hija ha encontrado por fin un trabajo excelente, ahora que todos los niños a los que daba clases de alemán están de veraneo fuera de Madrid. Y mejor pagado, si me permite usted decirlo. La han contratado como traductora en el servicio de censura de los corresponsales internacionales. Habla inglés y ruso casi igual que alemán, como usted sabe, y su español es magnífico, mucho mejor de lo que será nunca el mío. Trabaja cerca de la pensión, en un despacho de la Telefónica, tiene un salvoconducto, cupones para alimentos. Yo le ayudo en lo que puedo, como usted ve, busco para ella noticias en los periódicos, la llevo a la Telefónica y la recojo cuando sale. Siempre de su brazo. Mi pobre hija nunca ha sabido valerse sola, ni cuando se hizo fanática comunista. Iba a sus reuniones eternas y su madre se dormía porque ya estaba grave y tomaba medicinas muy fuertes para el dolor pero yo me quedaba despierto hasta que ella regresaba. ¡Mi pobre hija, enamorada de Lenin y de Stalin como se había enamorado antes de Douglas Fairbanks y Rudolf Valentino! Ahora, si me disculpa, tengo que irme, he de llegar a casa para repasar con ella la prensa del día antes de que se vaya a la oficina. Mi hija piensa que es comunista, pero en el fondo es una señorita romántica del tiempo de mis abuelos. En lugar de leer a Heine le dio por leer a Karl Marx. ¿Sabe de qué tengo miedo ahora? De que se enamore de uno de esos corresponsales americanos que llegan cada día a Madrid para ver la guerra de cerca y parecen cowboys o actores de cine. El destino de mi hija es sufrir por amor. Por amor de un hombre que no le haga caso o se aproveche de ella y la engañe con otra o por amor de una causa que le prometa la explicación total del mundo y el paraíso sobre la tierra. Lo peor ha sido cuando los dos amores se han mezclado. ¿Sabe por qué quiso ir a Rusia cuando ya no podíamos seguir viviendo en Alemania? Se iba a ir de todos modos, así que yo la seguí, aterrado de que estuviera sola en ese país espantoso. Quería ir a Rusia para ver de cerca la patria del proletariado y para seguir como un perro a ese dirigente del Partido Comunista alemán del que se había enamorado y que había tenido el capricho de acostarse con ella, aunque estaba casado y tenía hijos. Moral revolucionaria. A mi hija le dieron un puesto de mecanógrafa en las oficinas del Komintern y el camarada heroico pasaba de vez en cuando por nuestra habitación en el hotel Lux y yo tenía que irme a la calle durante varias horas aunque estuviera nevando y aunque me quedara helado dando vueltas. No hay cafés como éste en Moscú, amigo mío. No hay camareros con chaquetillas blancas que sigan sirviéndole a uno igual que antes de la revolución. De pronto el camarada dejó de venir y mi hija empezó a pasarse las noches llorando, pegando la cara contra la almohada, para que yo no la oyera. La mujer nueva soviética llorando como una señorita del siglo pasado porque su prometido ya no viene a visitarla como antes. Pero el héroe también dejó de ir a la oficina en la que mi hija le ayudaba en cuerpo y alma en la lucha propagandística que iba a derribar en poco tiempo a Hitler, ahogándolo en una marea internacional de indignación contra sus crímenes. No se había ido con otra mecanógrafa o secretaria. No había vuelto con su mujer, de la que tampoco se sabía nada. Un día supimos que estaba detenido. ¡Que lo acusaban de complicidad con los asesinos de Kirov en Leningrado! ¡Pero él no había ido nunca a Leningrado y ni siquiera estaba en la URSS cuando mataron a Kirov! A mi hija empezaron a dejar de hablarle sus compañeras de la oficina y al cabo de unas semanas ya ni siquiera la miraban. Ni a ella ni a mí.Éramos como dos fantasmas por los pasillos y por los salones del hotel Lux. Pero tampoco hablábamos entre nosotros cuando nos quedábamos solos en la habitación. Ella no me lo decía, pero yo sé qué pensaba, sentada en una silla, junto al teléfono. Que su amante había hecho algo peor que traicionarla a ella, que había traicionado a la Revolución o al Partido o al Proletariado. ¿Cómo iban a acusarlo si no fuera culpable? Pero tampoco sabía de qué lo acusaban. Le puedo leer el pensamiento aunque no me diga nada. ¿Y si lo habían detenido por culpa de ella, por alguna indiscreción que ella hubiera cometido sin darse cuenta? Mi hija siempre carga sobre sí las culpas del mundo. Por eso anda un poco encorvada. Todavía tiene la esperanza de que él aparezca, de que se deshaga el malentendido y se rehabilite su buen nombre. Un día y otro día y nadie nos hablaba, pero tampoco sucedía nada, tampoco la despedían de la oficina o nos echaban del hotel Lux o venían a detenernos. El teléfono no funcionaba, pero podía tener dentro un micrófono. Yo levantaba el auricular y algunas veces escuchaba la tos de alguien. El pobre espía que nos vigilaba sufría bronquitis. Y de pronto un día vinieron a buscarnos. No después de medianoche, como tenían por costumbre. Habíamos preparado cada uno una pequeña maleta con unas pocas cosas necesarias y la guardábamos debajo de la cama. Mi hija una maleta y yo mi cartera. Si nos detenían nos permitirían llevarla con nosotros. Eso era lo que hacía la gente. Preparaba la maleta y la guardaba debajo de la cama y esperaba meses o años a que vinieran los policías con los uniformes azules o con los chaquetones de cuero después de medianoche. Pero a nosotros vinieron a buscarnos a las ocho, un poco después de que mi hija llegara de la oficina. Oímos los pasos en la escalera, luego en el pasillo, llamaron a la puerta y mi pobre hija seguía sentada, con las piernas temblando, chocando entre sí. Yo sentí cierto alivio, si he de decirle la verdad. Si aquello iba a ocurrir de todos modos mejor sería que ocurriera cuanto antes. Hombres jóvenes, muy educados, con uniformes limpios, con botas brillantes, no como estos que se ven ahora por Madrid. Nos dijeron que teníamos que acompañarlos y mientras salíamos por el pasillo yo iba sujetando a mi pobre hija para que no se cayera. Pero pensaba, qué raro que hayan venido tan temprano, que nos lleven por el hotel a la vista de todos, no después de medianoche, cuando no hay nadie en los pasillos y todo el mundo está despierto detrás de las puertas cerradas de las habitaciones. Nos hicieron subir a una de aquellas camionetas negras que le daban tanto miedo a la gente, pero en seguida me di cuenta que no íbamos camino de la prisión Lubianka, que no estaba lejos del hotel. Frenó la camioneta y vi que estábamos delante de la estación. Nos llevaron casi a rastras por los andenes, golpeándonos contra la gente, nos empujaron al interior de un vagón y sin decirnos nada nos dieron un sobre en el que estaban nuestros pasaportes. Podían habernos matado, o habernos enviado a Siberia, pero nos expulsaron, y todavía no entiendo por qué, por qué nos dejaron vivir... Habría asistido a la repetición de todo como a una fatalidad de la que esta vez no podría escaparse, tan lejos de Moscú, en esta otra ciudad veraniega y caótica del otro extremo de Europa: los pasos en la escalera, los golpes en la puerta, las rodillas de su hija chocando entre sí en otra habitación casi idéntica atestada de cosas, sentada en una cama debajo de la cual estaba la misma maleta que había tenido preparada en Moscú. El sonido de las rodillas, el de los muelles del somier. Pero no era su hija la elegida por la desgracia, como había temido siempre, sino él mismo, y después de tanto tiempo huyendo de un lado para otro y preparándose para lo que tanto temía y lo que estaba siempre siguiéndolo por muy lejos que se fuera, la hora de la verdad le llegaba por sorpresa, inesperadamente, con la neutralidad de una visita. Más de tres años aguardando la irrupción del desastre, desde que vio en Berlín el desfile de los hombres con camisas pardas y antorchas marcando el paso sobre los adoquines relucientes, y cuando por fin sobrevenía lo encontraba distraído, dormitando en una mecedora al calor de la siesta de agosto, en zapatillas, con el cuello desabrochado, con la camisa abierta, tan amodorrado por el sueño que le costó un poco comprender que estos hombres metódicos que no alzaban la voz y no llevaban monos de milicianos ni fusiles truculentos probablemente iban a matarlo.

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