La noche de los tiempos (48 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Que naciera primero una niña fue un contratiempo, pero no una decepción. El hijo varón de don Francisco de Asís era después de todo el designado para asegurar la continuación del apellido, y la niña nació fuerte y grande, saludable, si bien después de un parto difícil en el que durante dos días de angustia pareció que se confirmaban los peores vaticinios familiares sobre la edad demasiado madura de Adela. Salieron adelante, madre e hija, y pronto se vio que aquellos rumores procedentes no se sabía de dónde ni difundidos por la malevolencia de quién sobre el posible atraso de la recién nacida carecían de fundamento, aunque algunas tías, en las visitas, siguieran mirando de soslayo hacia la cuna con una expresión de condolencia anticipada. El orgulloso padre, como se decía en los natalicios del periódico, solicitó a don Francisco de Asís que fuera padrino del bautizo de su primera nieta. Delante del escrutinio siempre alarmado de la familia (y de la vigilancia cercana del tío sacerdote que oficiaba el sacramento) se comportó en la iglesia tan respetuoso con el ritual como lo había hecho en el día de su boda, en el que todos lo habían visto comulgar con unción ejemplar y arrodillarse luego con los ojos cerrados y la cabeza baja mientras la sagrada forma se le deshacía en la saliva (provocándole un recuerdo de infancia al adherírsele al cielo de la boca, dejándole en el paladar el sabor raro y olvidado de la harina sin levadura). La niña se llamaría Adela, como su madre.
Fuiste tú quien quiso que se llamara como yo porque te gustaba tanto mi nombre y me lo decías al oído.
Que al niño, cuando vino, le pusieran Miguel, por el abuelo paterno muerto, y no Francisco de Asís, sí que fue para el otro abuelo una decepción, aunque caballerosamente se sobrepuso a ella, refugiándose en la esperanza, ya un poco más débil, de que fuera el día de mañana el nieto nacido de su hijo varón el que perpetuara no sólo su apellido sino también su nombre, y en la perspectiva bastante más sólida de que su yerno y Adela continuaran ampliando la familia, y de que si les nacía un varón sin duda le llamarían Francisco de Asís. En ciertos casos que él conocía, ¿no se había autorizado en el registro civil el cambio en el orden de los apellidos, con objeto de que no se perdiera el recuerdo de algún linaje ilustre? En las fotos del bautizo sonreía con el nieto en brazos, aunque menos rotundamente que en las del bautizo de la niña, porque aún duraba la preocupación por la extrema fragilidad del bebé. Con qué cuidado las había clasificado Adela, álbum tras álbum, desde las fotos más formales de estudio de los primeros años a las tomadas con una cámara Leica que ella misma le había regalado a su marido en uno de sus cumpleaños más recientes, y que él usaba sobre todo para tomar fotografías de los proyectos en marcha (la cámara que llevó en su viaje de tres días al sur con Judith Biely; con la que hizo las fotos que guardó luego en el escritorio que cerraba siempre con llave).

Quizás Adela había tardado en darse cuenta de lo que Ignacio Abel advertía ahora pasando las hojas de dura cartulina a la luz débil de una lámpara en la casa donde él ahora era el único habitante, en la que las figuras de las fotos habían cobrado una repentina cualidad de fantasmas, como de personajes muertos hacía mucho tiempo, tan ajenos parecían al tiempo presente, al Madrid en sombras de las noches de guerra (alumbrado tan sólo por faros de automóviles veloces, solitarios, que aparecían de pronto al fondo de una calle, que se detenían con el motor en marcha junto a un portal del que se vería salir al cabo de un rato a un hombre en camiseta o en pijama, a veces descalzo, con el aturdimiento del sueño reciente y del pánico, con las manos atadas, empujado a culatazos, custodiado por pistolas y fúsiles). Cegada voluntariamente por el amor, Adela no se habría fijado al principio en la expresión que él tenía en todas las fotos, incluso las primeras que le mandó como recordatorios cuando se comprometieron, o las del día de la boda, o los retratos que se hicieron juntos por capricho de ella en un estudio de la Gran Vía, al poco tiempo de casarse, cada uno acomodado en un sillón antiguo, delante de un paisaje pintado, él con las piernas cruzadas y mostrando los botines, ella con un libro en una mano y la barbilla descansando en el dorso de la otra, con una sonrisa indolente en la que podía advertirse lo que en ese momento aún no sabían ninguno de los dos, que estaba embarazada. En la cara de él había un gesto como de no estar del todo allí, la mirada vuelta hacia un lado o fija en un punto intermedio del aire, en un ensimismamiento del que ni él mismo se daba cuenta, pero que ya estaba, tan pronto, teñido de fastidio. Pero quizás se engañaba, mirando las fotos quince años más tarde; quizás, por falta de buena memoria o de la imaginación suficiente para verse a sí mismo en lo que a todos los efectos era otra vida, atribuía al hombre más joven de entonces una desgana precoz que aún tardaría en surgir, y que se iba haciendo mucho más visible según adelantaban las páginas de los álbumes. La vida entera, custodiada por Adela, por su afición a guardarlo todo, bien ordenado y en su sitio, no sólo las fotos sino también las cartas, cada una de las que él le escribió durante el noviazgo y las que le mandó durante el año en Alemania, ordenadas cronológicamente, guardadas en montones manejables sujetos con gomas, las que él no quería sacar de los sobres para no detectar en ellas las notas falsas de lo rutinario y también para evitarse el disgusto retrospectivo de encontrar expresiones de amor escritas con su propia letra indudable.
Ya no te acuerdas de cómo te quejabas si tardaba en llegarte una carta mía.
Miraba hechizado las fotos, mientras a lo lejos se oían ráfagas de disparos o motores de aviones, todavía no explosiones de bombas, repasaba la secuencia del crecimiento de sus hijos y la sucesión abrumadora de fiestas familiares, los cambios en la cara y en el cuerpo de Adela, que también había sido más grácil de lo que él recordaba (pero quién podía fiarse de la memoria: cómo estaría acordándose de él ahora mismo Judith Biely, tal vez ya corrigiendo el pasado, suprimiendo fervores, borrándolo de su nueva vida cualquiera sabía dónde, con qué hombres más jóvenes, en París o en América). En muchas fotos no aparecía él (estaría de viaje, o entregado al trabajo, o habiendo inventado un pretexto ineludible que justificara su ausencia); en algunas estaba pero tenía una expresión distinta a la de los demás, absorto, ligeramente disgustado, mirando al suelo, como preservando un espacio que lo separaba de los otros, refractario a la alegría colectiva, a la celebración que hubiera reunido a la familia, bautizo o comunión o cena de onomástica o de Navidad o de Año Nuevo; Adela a su lado, casi siempre, a veces cogida de su brazo, o un poco echada sobre él, orgullosa de su presencia masculina, sin darse cuenta de nada, sobre todo al principio, en las fotos más antiguas, quizás comprendiendo más tarde, cuando las ordenaba para pegarlas en el álbum, o mucho después, cuando volvía a ellas para buscar los signos de lo que había existido siempre o para consolarse de la soledad creciente y el sentimiento de estafa y fracaso reviviendo un tiempo que recordaba más feliz: los primeros años, el nacimiento de Lita, aquellos dos días en los que le parecía que la criatura que no llegaba a nacer la estaba desgarrando por dentro, la mudanza a la nueva casa, al edificio recién terminado en la calle Príncipe de Vergara, con sus balcones que se abrían a las anchuras ilimitadas de Madrid, el «Madrid moderno, blanco», de un poema de Juan Ramón Jiménez que le gustaba mucho. El malestar secreto aún podía disiparse, responder tan sólo a un episodio pasajero, al exceso de trabajo de su marido, tan empeñado siempre en demostrar a los otros su propia valía, en comprometer su inteligencia entera, su vida misma en el cumplimiento de cada encargo, inseguro tal vez de la posición que había adquirido, temiendo que por algún defecto de su origen le fuera arrebatada, queriendo demostrar que si prosperaba no era gracias a la influencia de la familia de su mujer, hacia la que mostraba cada vez una frialdad más seca, que a ella le dolía tanto, sobre todo por el cariño que les tenía a sus padres, por el miedo que sentía a que su marido los hiriera con un desplante o un comentario sarcàstico, o simplemente con esa indiferencia que era ya muy visible en la realidad pero que se manifestaba sobre todo en las fotos: incluso, se daría cuenta mucho después, en las de la boda, hasta en aquellas en las que Ignacio Abel tenía en brazos a sus hijos recién nacidos o les pasaba la mano por el hombro en el día de su comunión. No miraba a la cámara, como si temiera que al hacerlo quedara revelado un secreto, y tampoco establecía relación alguna con los que le rodeaban, ni siquiera sus hijos, ni siquiera ella. Levantaba una copa en un brindis y miraba hacia otro lado. En la hilera de los invitados a una boda él era el único que no parecía formar parte del grupo familiar. En una foto de la comunión de su hija la niña resplandecía de orgullo de posar junto a su padre y él permanecía erguido y lejano, como disgustado, como impaciente porque el fotógrafo terminara cuanto antes su trabajo. Pero Adela no había dejado de completar sus álbumes, de anotar fechas exactas, circunstancias y lugares, con una letra siempre idéntica, al paso de los años, tan regular como su misma apariencia en las fotografías, una mezcla de pasividad y de ilusión pueril, como si a pesar de todo las promesas pudieran acabar por cumplirse, como si la única condición para evitar el desastre y no sufrir la devastación del desengaño y hasta de la cruda mentira fuese mantener una actitud serena, una sonrisa apenas esbozada, levantar la barbilla y erguir el torso para no incurrir en la antigua acusación familiar de que desde muy joven tendía a encorvarse, fingir que era invulnerable a la mordedura de la frialdad, que no la desvelaban las sospechas, que la rectitud era siempre el mejor camino posible. En la primera página de cada álbum Adela había inscrito las fechas del tiempo que abarcaba. El último sólo tenía la indicación del comienzo,
septiembre, 1935.
En las fotos Ignacio Abel veía no lo que fue captado por la cámara sino lo que ya estaba sucediendo en otra parte y en secreto: Adela, la niña, él mismo, la tarde de la charla en la Residencia de Estudiantes; la reunión familiar en la casa de la Sierra el día de la onomástica de don Francisco de Asís: la primera foto había sido tomada unos minutos después de que él viera de cerca y escuchara por primera vez el nombre de Judith Biely; en la segunda buscó indicios del recuerdo de ella que estaba invocando mientras alguien pulsaba el disparador de la cámara: la larga mesa llena de gente y de platos de comida, al sol cálido del mediodía de octubre, las caras ya remotas, la vida familiar que entonces parecía una sentencia a cadena perpetua y ahora había desaparecido sin rastro: don Francisco de Asís, doña Cecilia, las tías solteras, sonrientes y mustias, idiotizadas o infantilizadas por la soltería y la vejez, el tío cura, hinchado dentro de la sotana como en una tripa de embutido (qué habría sido de él: habría tenido tiempo de esconderse, si el estallido de la guerra lo sorprendió en Madrid, habría yacido corrompiéndose al sol y cubierto de moscas en alguna cuneta), el cuñado Víctor, con su cara turbia de agravio, sus dos hijos, Lita sonriendo sin reserva a la cámara y Miguel con su expresión de fragilidad y timidez, y Adela, cerca de ellos, una mujer madura de pronto, más envejecida y ancha en esa foto que en el recuerdo, inclinada hacia él, su marido, con el gesto idéntico de las fotografías más antiguas, sólo que ahora atenuado, un gesto que es una costumbre y sobrevive a los cambios irreversibles en el estado de ánimo, como si el cuerpo aún no hubiera aprendido lo que ya sabe la conciencia, que ese apoyo físico que se busca y parece encontrarse ya es ilusorio, y que las cosas han cambiado sin remedio aunque las apariencias se mantengan idénticas. Y él, en una esquina, esta vez sonriendo, no en guardia, ni del todo ausente, como en la mayor parte de las fotos, con una sonrisa indolente, bien visible a pesar de que la sombra cubre la mitad de su cara, un poco adormecido por la comida y el vino y el sol dulce de octubre, pero sobre todo porque la noche anterior apenas había dormido nada, ebrio de su primer encuentro con Judith Biely. Pero lo que muestra de verdad una fotografía no sabe verlo casi nadie. ¿Habría distinguido Adela (cuando la miró detenidamente después de pegarla en el álbum, de alisarla con la palma de la mano y anotar al pie en una etiqueta la fecha y el lugar) que en esa foto su marido tenía ya la cara del engaño, que el desahogo y hasta el afecto que mostraba y que ella tanto agradecía eran los síntomas no del regreso del amor sino de su pérdida definitiva? Había una foto más en el álbum, pero no estaba pegada, ni tenía en el reverso ninguna indicación del día y del lugar, aunque había sido tomada aquella misma tarde, junto a la laguna de la presa abandonada. Miguel y Adela se disputaban la cámara Leica, y fue Miguel quien al final prevaleció, pero Ignacio Abel no recordaba el momento en que tomó la foto, sin que ni él ni su mujer lo advirtieran, quizás escondido entre los pinos, imaginándose que era un reportero internacional: una foto borrosa, quizás porque la tarde ya declinaba y no había luz suficiente, o porque Miguel era muy atolondrado manejando los aparatos, demasiado ansioso siempre y demasiado impaciente por llegar cuanto antes al momento supremo de lo que se proponía: sus padres sentados en la hierba, muy cerca de la orilla, inclinados el uno hacia el otro, absortos en una conversación distraída y plácida que Ignacio Abel no recordaba haber tenido, ligeramente echado hacia atrás, una rodilla flexionada, un codo apoyado en el suelo, las dos figuras tan en calma como el agua en la que se reflejaban parcialmente, oscurecida por la sombra oblicua de los pinos.

20

También él había ido organizando un archivo; coleccionando casi desde el primer encuentro no sólo cartas y fotos sino cualquier indicio material que aludiera a la presencia de Judith en su vida: el cartel de su charla en la Residencia de Estudiantes, el recorte del periódico con la fecha bien visible en un ángulo, un día como todos que sin embargo brillaba para ellos con una claridad secreta que para los demás era invisible, una hoja del calendario que le habría gustado rescatar de la papelera de su oficina donde él mismo la habría tirado a la mañana siguiente, sin saber todavía, ajeno a lo que ya estaba sucediéndole; pues cada amante busca establecer una genealogía de su amor, por miedo a olvidar y a perder, a que no quede rastro de lo que tanto le importa, de cada minuto memorable borrado en seguida por la prisa del tiempo. Quería guardarlo todo; que ningún encuentro se confundiera con otro; como quería no olvidar ninguna de las palabras y de las expresiones en inglés que Judith le enseñaba. Las apuntaba en una pequeña libreta de hule que llevaba en el bolsillo de la americana; en el mismo donde cuidaba que estuviera siempre la llave diminuta que cerraba el cajón de su escritorio. Podía dejar sin peligro las cartas de Judith en la oficina, pero eso significaba separarse de ellas; las cartas y las fotografías; los telegramas enviados en un rapto de impaciencia o capricho, con expresiones obscenas en inglés que el telegrafista había llenado de errores; enviados desde Toledo, una mañana de visita turística con alumnas americanas, o desde la misma oficina central de Correos y Telégrafos en la plaza de Cibeles, junto a la que Judith había pasado sin poder resistirse a la tentación de hacerle llegar a él un mensaje instantáneo: la maravilla de los impulsos eléctricos en los cables del telégrafo, de los golpes diminutos traducidos en palabras, impresos en una hoja azul, entregados al cabo de una hora en el despacho donde Ignacio Abel interrumpió una seria deliberación profesional porque el ordenanza untuoso había abierto la puerta de cristal escarchado con expresión seria y con un telegrama en la mano, con la cara de quien tal vez está haciendo entrega de noticias muy graves (el ordenanza era joven pero ya se movía con la solemnidad futura de muchos trienios administrativos; inclinaba la cabeza con ceremonia, como un mayordomo legitimista). Sin que ningún signo externo lo anunciara él ya sabía que el telegrama era de Judith: pidió disculpas a los otros, un hombre ocupado que tenía que atender tantas cosas al mismo tiempo, se apartó un poco, la impaciencia en las yemas de los dedos, perdida la destreza para abrir el sobre sin rasgarlo. Y el placer de encontrar sus palabras se hacía más intenso porque las leía delante de los otros, teniendo que fingir, esforzándose porque no se trasluciera una sonrisa en su cara, por mantener un ceño de preocupación, o al menos de alta responsabilidad,
Will be waiting for you at Oid Hag's 4 p.m. please don't let me down please.

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