La noche de los tiempos (36 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Quizás fue ésa también la primera vez que oyó disparos tan cerca; y nunca hasta entonces había visto un muerto tirado en la calle, un muerto súbito, fulminado de golpe, no tieso y solemne en una cama con ropa de luto, a la luz de unas velas; no yaciendo cubierto con un saco vacío sobre las tablas de un carro. Ignacio Abel pagó los cafés, las dos copas de anís que se había bebido el profesor Rossman, el bocadillo de jamón que había devorado al mismo tiempo, comiendo con la boca abierta, expulsando migas de pan y restos de comida mientras hablaba, su antiguo maestro sometido a un deterioro que Ignacio Abel observaba en cada uno de sus episodios graduales, con algo de repulsión física y también de remordimiento, con una sensación opresiva de responsabilidad. Un calor de verano adelantado agravaba los signos (en Madrid el verano llegaba de golpe, irrespirable a principios o mediados de mayo, después de la lluvia y el frío de una primavera ingrata): la calva sudada, el olor a sudor rancio que emanaba de la ropa, a ácido úrico, el aliento a café agrio y anís dulce. Quizás no había hecho de verdad nada por ayudar al profesor Rossman, aparte de asistir a sus divagaciones; por mezquindad, por distracción, por pereza, uno no llega a hacer lo que no le costaría ningún trabajo por alguien que lo necesita desesperadamente. Salieron del café y en el aire de la Gran Vía casi podía rozarse la cualidad sedosa de los anocheceres de mayo. «Ustedes no quieren ver lo que está pasando en su país», dijo el profesor Rossman, indiferente como un profeta o un iluminado a las realidades sensuales del mundo, a la dulzura del aire y a la belleza de las mujeres que pasaban junto a ellos, a la caligrafía de los letreros luminosos que empezaban a encenderse, una palabra tras otra, el nombre de una tienda, el de una marca de jabón. Gesticulaba parado junto al escaparate donde sonreían las cabezas iguales de cartón sostenidas por cuerpos diminutos y cubiertas con sombreros claros de verano. También él se había ido acostumbrando sin darse mucha cuenta a la normalidad del destierro, a no ser nadie habiendo tenido un nombre respetado y un puesto eminente de profesor, a vivir con su hija en una pensión sórdida que no siempre podía pagar a tiempo. «Ustedes creen que las cosas son firmes, que lo que ha durado hasta ahora permanecerá igual para siempre. Ustedes no saben que el mundo puede hundirse. Nosotros no lo sabíamos cuando empezó la guerra el año 14, más ciegos todavía, embrutecidos y borrachos de alegría, asaltando con júbilo las oficinas de reclutamiento, marcando el paso detrás de las bandas militares que tocaban himnos patrióticos, desfilando camino del matadero, los padres empujando a los hijos para que se alistaran, las mujeres tirándoles flores desde las ventanas. ¡Los escritores más ^ilustres ensalzando la guerra en los periódicos, la gran cruzada de la cultura alemana!» Hablaba en alemán, como si declamara, y algunas personas que pasaban se quedaban mirándolo: la cabeza pelada y ovoide, el traje como de un luto anacrónico, entre la formalidad y la cochambre, la voz ronca y extranjera y la cartera negra apretada entre los brazos, como si contuviera algo muy valioso, sus diplomas y certificados en letra gótica, las cartas de recomendación escritas en varios idiomas, los pasaportes obsoletos, con un sello estampado en rojo en la primera página
(Juden -fuif),
los salvoconductos o papeles de tránsito mecanografiados en caracteres cirílicos, las copias de solicitudes de visados, las notificaciones desalentadoras de la embajada americana en Madrid, los fajos de periódicos internacionales desmantelados por las tijeras, llenos de subrayados y de signos de admiración y de interrogación, de notas garabateadas en los márgenes. Ignacio Abel se arrepentía de la imprudencia de haberlo invitado a las dos copas de aguardiente: probablemente había comido muy poco o nada en todo el día, aparte del bocadillo de jamón. «Usted quisiera no ver, pero sí ve, mi querido discípulo. Quisiera hacer como que no escucha, igual que hacía esa gente en el café cuando empezaron a sonar los disparos. Pero usted está atento, aunque no quiera, yo hablo y hablo y la única persona que me presta algo de atención es usted. Yo llamo por teléfono y nadie más que usted me contesta. Cuando voy a una oficina siempre ha cerrado o está a punto de cerrar, y cuando busco a alguien no puede recibirme o si me da una cita es para mucho tiempo después, y cuando llego me dicen que no está o que ha habido una equivocación y tengo que volver una semana más tarde. Salvo usted, nadie está en casa o en la oficina cuando yo lo llamo por teléfono. Piensan que voy a cansarme o que no volveré o que me habré puesto enfermo pero siempre vuelvo, el día que me dijeron, a la hora exacta, no porque sea muy obstinado sino porque no tengo otra cosa que hacer. Usted, querido amigo, que está tan ocupado, no me puede entender.

Usted no sabe lo que es despertarse por la mañana y tener por delante todo el día, la vida entera sin más ocupación a la que dedicarla que solicitar cosas que nadie tiene la obligación de darme o buscar a personas que no quieren verme. O peor todavía, a intentar vender cosas que nadie quiere comprar, salvo usted, mi buen amigo, que me compró por lástima no sé cuántas de aquellas estilográficas que raspaban el papel y lo manchaban todo. Al menos mi hija ahora tiene algunas clases de alemán, gracias a usted también y a su señora, a sus hijos encantadores y a los amiguitos de sus hijos a los que usted y su señora han persuadido no sé cómo para que estudien alemán. Yo también debería ofrecerme para dar clases, en lugar de ir por ahí queriendo vender estilográficas de marca falsificada y visitando oficinas y solicitando documentos, pero usted fue alumno mío y me conoce, yo no tengo paciencia para una cosa tan lenta como enseñar un idioma. ¡Parece mentira, aquellos tiempos de la Escuela! Usted se acuerda, primero en Weimar, luego en el edificio nuevo, en Dessau. Yo no quería enterarme de lo que estaba ocurriendo fuera de aquellas paredes limpias y blancas, nuestro hermoso mundo de grandes ventanas y ángulos rectos. La belleza de todas las cosas útiles, ¿se acuerda? ¡La honradez de los materiales, de las formas puras concebidas para cumplir una tarea exacta! Yo ni me acuerdo de haber leído en el periódico que Hitler había sido nombrado canciller del Reich. Otra crisis de gobierno, una de tantas, los mismos políticos yendo y viniendo, aproximadamente los mismos nombres, y yo no tenía tiempo ni ganas para leer los periódicos o para prestar atención a los discursos. Había cosas más importantes que hacer, cosas prácticas y urgentes, las clases, la administración de la Escuela, problemas técnicos que debían ser resueltos, mi esposa enferma, mi hija que me angustiaba porque no se atrevía a hablar con nadie ni a mirar a nadie a la cara, que de pronto se hizo comunista sin que yo pudiera saber quién la había contagiado. La gente obsesionada por la política me parecía tan incomprensible como la que se obsesiona por los deportes o por las carreras de caballos. Mi hija me parecía que estaba trastornada, intoxicada por aquellos libros que leía siempre, por aquellas películas soviéticas, por las reuniones eternas que muchas veces se celebraban en mi casa, horas y horas discutiendo, fumando cigarrillos, analizando los artículos de sus periódicos después de leerlos en voz alta, su vida entera desde que se levantaba hasta que se acostaba, cada vez más pálida, sonámbula, mirándome como si yo fuera habitante de otro planeta o fuera su enemigo de clase, el padre socialfascista más dañino que un nazi, el colaborador hipócrita de la explotación de la clase obrera, el burgués corrompido y partidario de la guerra imperialista. Había heredado el talento musical y la voz de su madre. Se fue del conservatorio y dejó de cantar porque la ópera era un entretenimiento elitista y decadente. Ésa era mi hija. Dejó de cuidarse y se volvió fea. Usted la ha visto: ha conseguido ser fea y parecer mucho mayor de lo que es. Ahora se parece a las vigilantes de los hoteles soviéticos y a las mecanógrafas del Komintem. ¿Qué podemos hacer nosotros, amigo mío? ¡Qué poco está en nuestra mano! Actuar rectamente, cumpliendo nuestro deber, haciendo bien nuestro trabajo. ¿Y de qué sirve? Decir lo que nuestra conciencia nos dicta que digamos, aunque nadie quiera escucharnos y nos ganemos el odio no sólo de nuestros enemigos sino de aquellos de nuestros amigos que prefieren no saber la verdad ni ver lo que tienen delante de los ojos. Mi hija no quería ver lo que estaba a la vista de cualquiera desde que llegamos a la aduana soviética. Yo tampoco, por ella, porque si yo veía estaba siendo desleal con ella y porque esa gente nos había ofrecido asilo cuando tuvimos que irnos de Alemania. Pero cómo nos miraban, en las estaciones, a nosotros, los dos extranjeros recibidos por los dirigentes del Partido, cómo miraban fingiendo que no lo hacían, de soslayo, con cuánto miedo y cuánto odio, porque para nosotros nunca faltaban asientos en el tren ni cubiertos en las cantinas donde ellos formaban cola muriéndose de frío, camaradas proletarios en la patria soviética. Y ahora veo esos carteles en Madrid y me da miedo, las hoces y los martillos, los retratos, como si estuviera de vuelta en Moscú, o como si ellos hubieran venido hasta aquí detrás de nosotros, buscándonos. Vi ese desfile el Primero de Mayo, las camisas rojas, las milicias uniformadas, los niños marcando el paso, levantando el puño, los retratos de Lenin y Stalin, aquel escudo gigante con la hoz y el martillo alzado sobre las cabezas de la gente, en medio de las banderas rojas. Esas personas no pueden imaginar cómo serán sus vidas si alguna vez tienen la desgracia de que se cumpla lo que les han enseñado que deben soñar. Iba con mi hija y hubiera querido marcharme de allí a toda prisa, pero ella estaba hipnotizada, usted no podría creerlo si la hubiera visto, después de todo lo que le hicieron en Moscú, se quedó quieta a mi lado, agarrada a mi brazo, se le llenaron los ojos de lágrimas cuando pasó la banda de música tocando
La Internacional
, horriblemente, por cierto, se le llenaron los ojos de lágrimas y levantó ella también el puño, ella que estuvo a punto de que la asesinaran sus camaradas soviéticos, los mismos que la habían recibido con un ramo de rosas rojas cuando cruzamos la frontera. De modo que no hay cura, que nadie está a salvo, por muy lejos que uno crea haberse escapado. Hágame caso, amigo mío, también hay que escaparse de aquí. Las camisas azules y las camisas pardas y las camisas negras y las camisas rojas ya están llegando y es sólo cuestión de tiempo antes de que lo hayan infectado todo. Mire en los mapas todo el espacio que llevan ocupado. No hay sitio para personas como nosotros. Nadie va a defendernos. Hitler ha roto el tratado de Versalles y ha invadido con sus ejércitos la zona desmilitarizada y ni los británicos ni los franceses le han hecho frente. Estoy esperando cartas de América, no de los Estados Unidos, todavía no, aunque Van der Rohe y Gropius ya están allí, y Breuer también. Les escribo y tardan mucho en contestarme. Dicen que harán lo que puedan, pero es difícil, ya sabe usted, por culpa del capricho de mi hija, porque en nuestros pasaportes consta que hemos viajado a la Unión Soviética y por lo tanto no se fían de nosotros. Quizás podamos ir primero a Cuba o a México, y desde allí será más fácil entrar en los Estados Unidos. Usted piensa que todavía hay tiempo, no quiera engañarme, oye lo que le digo y piensa que exagero o que probablemente he empezado a perder la cabeza. Usted se siente seguro porque está en su ciudad y en su país y en el fondo piensa que yo y los que son como yo pertenecemos a otra especie, a otra raza. Pero el tiempo se acaba, amigo mío, se nos va cada vez más rápido, a usted también, a los que son como nosotros...»

A veces el ruido del tráfico apagaba la voz del profesor Rossman; el tráfico, las conversaciones joviales de la gente que se cruzaba con ellos, la música de un organillo o la de la radio de un bar, la sirena de una ambulancia o la de una camioneta de guardias de Asalto, el temblor del pavimento cuando pasaba un convoy del metro, la cantinela de un vendedor ambulante de cigarrillos y corbatas, el ritmo perezoso de la caída de la noche en el centro de Madrid, cuando el verano se anunciaba en los olores del aire y en el roce sensual de una brisa que no se sabía de dónde llegaba, de polvo de verbena, de geranios recién regados, de puestos ambulantes de helados, barquillos y leche merengada. Sobre la calle y el tráfico, muy por encima de los faroles eléctricos y de los tejados, de las ventanas abiertas al aire tibio de la noche, prevalecía el edificio de la Telefónica, coronado por la esfera luminosa de un reloj. La noche, la trepidación de la ciudad, intensificaba su añoranza de Judith Biely, que estaba de viaje fuera de Madrid, en una de sus excursioneseducativas con estudiantes americanas, en Toledo o en Ávila. Ignacio Abel quería escuchar al profesor Rossman y acompañarlo dócilmente a la pensión, pero lo que sentía en el fondo de sí mismo era un fastidio inconfesable. Lo que de verdad le apetecía era quedarse solo cuanto antes y dejarse ir a la deriva por las incitaciones visuales y el hormigueo humano de la calle, esperando el prodigio de que Judith apareciera a la vuelta de una esquina, también ella buscándolo, regresada anticipadamente del éxtasis obligatorio del turismo, fugitiva de sus compañeras y de sus estudiantes, apóstata por amor de su estricto sentido norteamericano del deber, de su metódico entusiasmo por el arte español. Pero se le había hecho tarde: las agujas de resplandor escarlata del reloj de la Telefónica marcaban las ocho. Ahora se acordaba con desgana de que había prometido a Adela llegar a casa no mucho después de las ocho y media, para una gran cena familiar cuya expectativa de pronto se derrumbaba sobre él como un alud de tedio, el cumpleaños o el santo de alguien. En el ascensor ya olió el perfume espeso de la madre de Adela y el linimento que su padre se aplicaba en dosis masivas para el alivio del reúma. Desde el rellano se oía el clamor de las voces familiares, el gozo colectivo de los Ponce-Cañizares Salcedo al encontrarse multitudinariamente juntos. Antes de ir al salón Ignacio Abel cruzó furtivamente el pasillo en dirección a su dormitorio, pero al ver que había luz en el cuarto de los niños entró a darles un beso. Por primera vez vio en su propia casa una pistola: su hijo sostenía la culata entre sus dos manos débiles, guiñaba el ojo y apuntaba torpemente al espejo siguiendo las instrucciones joviales de su tío Víctor, que seguía llevando la camisa azul y el correaje debajo de la chaqueta deportiva.

15

El tío Víctor le sujetaba por detrás las muñecas, porque la pistola le pesaba demasiado para mantenerla recta; con brusquedad novelera de instructor le hacía separar las piernas, explicándole que tenía que pisar firmemente para no perder el equilibrio con el retroceso del disparo; que no había que creerse las niñerías de las películas, porque el gatillo no se aprieta con la pistola junto a la cadera, sino levantada a la altura de los ojos para hacer puntería y sujetándola muy fuerte con las dos manos; impresionando a un niño de doce años por su familiaridad con las armas de fuego. El tío Víctor, a quien Miguel admiraba tanto, según se hacía un poco mayor y proyectaba sobre él un vago romanticismo de masculinidad; más ahora, en los últimos tiempos, desde que en Víctor se había hecho visible una transformación que debió de empezar años atrás, pero que Ignacio Abel no había percibido, simplemente porque no prestaba a su cuñado la atención suficiente como para advertir cambios en su variable incompetencia, o porque habían sido al principio graduales, tal vez cautelosos, vinculados con una cierta clandestinidad política, o con su mero apocamiento de hombre joven sin mucha voluntad. Un principio de vaguedad general envolvía siempre sus aspiraciones cambiantes, entre las cuales apenas había otros rasgos en común que una falta de sustancia práctica y que el ánimo indulgente y hasta cierto punto ilusionado con que las recibía Adela. Era demasiado fantasioso pero más tarde o más temprano encontraría su camino; había sido débil de niño, pasando alguna larga temporada en un preventorio de la Sierra, lo cual había afectado a su carácter y lo había rezagado en la escuela y en el instituto sin que él tuviera culpa. ¿Y no era quizás inevitable que los padres y la hermana mayor hubieran sido a veces más indulgentes o más protectores de lo necesario con un chico que pasaba tanto tiempo en la cama o en la soledad del preventorio a causa de la debilidad de sus pulmones? Había estudiado Derecho, pero al parecer no había terminado la carrera, o había tenido que prolongarla más de lo normal, porque en un determinado curso decidió que el Derecho por sí solo era demasiado árido y que sería mejor complementarlo con los estudios de Filosofía, más apropiados según su hermana mayor a su temperamento literario, o artístico en un sentido más general, aunque don Francisco de Asís, «en su fuero íntimo», como él decía, sospechaba que esa carrera, tan frecuentada por señoritas, tenía algo de poco varonil. La inmovilidad de las convalecencias favoreció en Víctor su inclinación precoz hacia la lectura y las ensoñaciones. El teatro, la poesía, iban mejor con su carácter imaginativo que los reglamentos legales; terminaría la carrera sin duda con notas brillantes y haría tal vez alguna oposición, lo cual le dejaría el tiempo libre necesario para cultivar sus aficiones artísticas sin miedo a la penuria. Delgados volúmenes de versos con la tipografía austera de
índice
o de la
Revista de Occidente
ocupaban más espacio en el desorden literario y lleno de humo de su cuarto que los cuantiosos textos jurídicos, en otra época tan frecuentados por él que su madre, doña Cecilia, había temido un poco melodramáticamente que de tanto estudiar aquellos miles de páginas de letra diminuta se debilitara su salud y se arruinara su vista, igual que temía que la afición inmoderada a los cigarrillos acabara por perjudicarle los pulmones, haciéndole volver al fatídico preventorio en el que había pasado luctuosamente una parte tan considerable de la infancia. Parecía que había empezado a escribir versos, aunque era tímido y muy perfeccionista y ni siquiera a su hermana mayor se decidía a enseñárselos; que unos poemas suyos iban a salir publicados en
Cruz y Raya
,
porque le habían gustado a Bergamín, o en
La Gaceta Literaria,
acogidos con entusiasmo lunático por Giménez Caballero; que en esas revistas era muy difícil publicar si no se tenían padrinos, y que de cualquier modo era mejor para un joven poeta conformarse con aspiraciones en apariencia más modestas, aunque en el fondo más sólidas, revistas menos conocidas pero más prestigiosas, de un ámbito más escogido. Le publicaron algún poema: pero tardó tanto en salir que en el curso de la espera Víctor se desalentó de la poesía y cobró un interés apasionado por el teatro, si bien no llegaba a saberse con exactitud por cuál de sus facetas, aunque sí, desde luego, que lo suyo no era el burdo teatro comercial, sino las nuevas corrientes poéticas, con iluminaciones y músicas audaces, con efectos escénicos sorprendentes. Con una temeridad poco adecuada para su salud siempre insegura se retiró a la casa de la Sierra durante varias semanas de invierno para escribir un drama entre simbolista y social cuyos primeros borradores había sometido a la consideración de Adela, rogándole dos cosas, dijo, que fuese sincera en su crítica y que no se los enseñara a su marido, hombre de nula sensibilidad literaria, sin más intereses que la construcción de sus edificios, como albañil evolucionado que era; informándole confidencialmente de que existía la posibilidad de que Cipriano Rivas Cherif se ofreciera a montar la obra una vez terminada. Los borradores no eran muy precisos, y la racha de inspiración teatral no duró mucho, quizás por la dureza del invierno en un pueblo desolado y en una casa difícil de caldear, o porque las perspectivas de estreno del drama de pronto se volvían inseguras, dada la zafiedad del público y la ceguera de los empresarios, interesados sólo en el dinero sin riesgo que daban los autores consagrados. ¿No había hecho García Lorca el ridículo con aquella obra demasiado poética en la que los actores salían a escena disfrazados de mariposas, de saltamontes y de grillos, provocando las bromas más groseras en el patio de butacas? Y después de todo, escribir una obra, ¿no sería la parte más anticuada del teatro, en el fondo la más previsible? Víctor llegaba a comer a casa de su hermana con revistas teatrales en alemán y en francés llenas de fotos con grandes juegos de sombras y actores de caras pintadas y luego se las dejaba olvidadas y ya no volvía por ellas. «Al fin y al cabo, tampoco entendía el idioma», observaba secamente Ignacio Abel, con un sarcasmo que hería más a Adela porque en el fondo lo sabía o lo sospechaba justificado. Miraba a su hermano y hubiera querido no advertir lo que estaba segura que su marido veía, una cierta blandura en los ademanes que se correspondía con su debilidad de carácter, con la fascinación demasiado incondicional que sentía de pronto hacia cosas que acababa de descubrir y de las que se olvidaba en poco tiempo, sin que llegara nunca a cuajar en él una ocupación tangible, un proyecto verosímil. En ese aspecto, reconocía con pesadumbre genealógica don Francisco de Asís, su único hijo varón le había salido más Salcedo que Ponce-Cañizares. Cuando parecía que a pesar de todo estaba a punto de terminar sus dos carreras a la vez, después de una temporada de encierro prodigioso con los libros, en la que de nuevo estuvo en peligro la salud de sus pulmones, por la falta de sueño y el exceso de cigarrillos, resultó que la de Derecho la había dejado temporalmente en suspenso, tan embebido en la de Filosofía que se le había olvidado comunicar su decisión a la familia; pero antes que nada le era preciso empezar a ganarse la vida — casi a los treinta años no le parecía digno seguir viviendo de su padre—; asistiría a clases nocturnas en la facultad, mientras trabajaba en la compañía de patentes de la que era dueño un amigo suyo, dueño o segundo de a bordo, eso no estaba claro, pero sí amigo de toda confianza, tanto como para ofrecerle, recién ingresado, una paga bien alta y un puesto de responsabilidad. Ignacio Abel, durante la cena, con la cabeza baja, escuchaba esas explicaciones de Adela, y ni siquiera tenía que formular una observación irónica para que su mujer se sintiera mordida por ella, contaminada en su benevolencia protectora. Contándole a él las nuevas perspectivas de su hermano descubría ella misma su vaguedad insostenible, lo cual la impulsaba aún más a defenderlo. «¿Es verdad que el tío Víctor va a ser inventor?» La pregunta Cándida de Miguel provocaba un principio de sonrisa en los labios de su padre, un indicio apenas en las comisuras de la boca, y Adela temía el comentario en voz alta que pondría en ridículo a su hermano delante de los niños: otras veces iba a ser abogado de personas injustamente acusadas de algún crimen, como Perry Mason, o a escribir para las películas, en cuyo caso nada le sería más fácil que llevar a sus dos sobrinos a ver cómo se rodaban e incluso a saludar a los artistas. Pero Ignacio Abel callaba su observación hiriente, sin que por eso menguara el efecto dañino de lo que no decía, con una especie de refinamiento ya instintivo en él, despojado de verdadera malevolencia, parte del repertorio impersonal de la vida doméstica. «Inventor no», corrigió Lita, agravando sin saberlo la humillación de su madre, «Como el tío Víctor ya es casi abogado parece que va a trabajar ayudando a los inventores a que no los engañen y les roben sus descubrimientos».

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