una hilera de casetas de madera, todas idénticas entre sí y pintadas de azul cobalto, trepaba escalonadamente por la cuesta; casi todas estaban abiertas, con los toldos de rayas azules descorridos en previsión de los volubles chaparrones monzónicos y con los libros expuestos en las casetas y en mesas supletorias colocadas en la acera, sometidos a la curiosidad y al examen distraído de una «pequeña multitud» de curiosos, que subían y bajaban en ambos sentidos de la cuesta… (buscar las duplicaciones semánticas, «espejismos de sentido» y «cabezales» de la frase anterior)… y a ellos se unieron Jaime y Block, removiendo los montones de libros baratos, hojeando libros antiguos o anticuados, entrando en las casetas y buscando en las misteriosas dobles hileras, en las misteriosas alturas y en las misteriosas profundidades (a ras del suelo) del cielo y paraíso de los libros…
la caseta número 46, «Figueira», era la favorita de Jaime y Block; el propio Figueira en persona la llevaba y era el que decidía si el cliente entraba o no entraba… este Figueira era un portugués de pelo gris, rostro anguloso, mirada huidiza, que llevaba más de veinte años en Países y que parecía amar tanto a los libros como despreciar a los seres humanos… si el que se acercaba por allí tenía pinta de advenedizo, o se las daba de listillo, o daba muestras de ser un tocalibros, Figueira se ponía en la puerta de la caseta como uno de esos genios chinos de piedra que fulminan al visitante indeseable, e impedía el paso al merodeador (sin sombra de falsa amabilidad) al codiciado fondo de la caseta, donde se guardaban libros a menudo raros y valiosos, y donde sólo los afortunados eran admitidos… Figueira sólo tenía libros viejos en su caseta, y nunca había condescendido con los libros usados, las colecciones populares y los
best-seller
s rebajados gracias a los cuales subsistían muchos de los libreros de la cuesta… aquella tarde parecía de mejor humor que de costumbre; estaba sentado en la acera, en una silla de enea pintada de azul, fumando un cigarrillo y mirando la vida pasar con gesto indolente, y cuando Jaime y Block le preguntaron ceremoniosamente si podían pasar adentro, les dijo, después de hacer en el aire un gesto de gran señor espléndido, «Señor Boscán y compañía, son ustedes bienvenidos…»
—¿señor Boscán? dijo Block… ¿por qué te llama Boscán? ¿o me lo ha llamado a mí?
—no tengo ni idea
encontraron varios libros interesantes: una edición del siglo XVIII del
Nuevo Robinsón
de Campe, en la traducción de Iriarte, una diminuta edición del siglo XVII de la
Gerusalemme liberata
que excedía en mucho sus posibilidades económicas, un libro de un viajero francés de finales del siglo XVIII por el reino de Siam, el Madoz de 1834 en la edición moderna, un catálogo de Macy's de 1951… encontraron un extraño volumen titulado
Países en el catalejo
que consistía, aparentemente, en fotografías de los años sesenta de autores anónimos sobre las que otros autores (también anónimos) habían escrito historias imaginarias, y también
Las grutas del Zambeze
(como esas pre-presentaciones del tema que hallamos, por ejemplo, en Berlioz o en Richard Strauss), de Adolf Weissman, viajero africano de principios de siglo…
pero el libro que estaban destinados a encontrar aquella tarde, no era ninguno de éstos, aunque éstos en parte lo prefiguraban… lo encontró Jaime, agachado en el suelo, y rebuscando por los estantes más bajos,
detrás
de un muro de cuero dorado y viejo de tomos de la Biblioteca de Autores Españoles, y después de extraer uno de los tomos dedicados a los relatos de los conquistadores…
—mira, le dijo a Block… era un volumen en octavo, encuadernado en piel roja; se titulaba
Las galerías subterráneas de la región de Países
, y era obra de un jesuita llamado Luis María de Barbosa… ¿qué era aquello? lo empezaron a hojear: estaba lleno de grabados de acero al estilo de los que aparecían en los periódicos de la época, y de mapas de campo, que el buen jesuita habría dibujado sentado en lo alto de rocas y a la sombra de innumerables hayas del valle de Países, en medio del canto de los pájaros del siglo XIX, mapas toscos y encantadores, cuya evidente inexactitud, visible en las exaltadas curvas de los ríos, y en la profundidad vehemente de sus cavernas y en las infernales dimensiones de sus cuevas subterráneas, parecía postular una dimensión puramente poética de la geografía y de la forma del mundo… les sorprendió (aunque en cierto modo no les sorprendió) lo que revelaba el pie de imprenta, ya que aquel volumen extrañísimo aseguraba haber sido publicado en Almet, 1856… la impresión no parecía tan antigua…
—mira, dijo Jaime… éste es uno de los libros… ¿cómo ha venido a parar aquí?… es uno de esos libros extraños, uno de esos libros
—sí, indudablemente lo es
—nuestra suerte es infinita, dijo Jaime hojeando las páginas, llenas de mapas y grabados… infinita e inexplicable… «Almet» es «Telma», es decir, «Telemantia» de nuevo… y aquí hay mapas de toda la región del alto valle del Obrantes, y de Países, y de Landis…
—mapas
—mapas —pretendidamente reales, quiero decir… no son mapas de la Región… mira: «sistemas secretos de Galerías Subterráneas que conectan diversos puntos de la región de Países», «Galerías de fábrica humana dudosa»… «Galerías y corredores naturales en las marismas de Landis»… «Las catacumbas etruscas de Países»… y éste es sólo el índice de láminas…
—«catacumbas etruscas», Dios mío, qué exageración…
—este libro tiene que contener claves, decía Jaime… aquí tiene que estar la forma de relacionar las grutas de Garudi, las cavernas de los osos del parque Servadac, los subterráneos de Almadrea
—¿vas a comprarlo?
—hay que comprarlo, dijo Jaime… ¿no crees?… la Academia de los Dormidos ya no existe, y
nosotros
no estamos ya buscando la Región Confabulada, pero siento una especie de obligación sentimental
—¿sólo obligación sentimental? se escandalizó Block… pero Jaime, ¡tú mismo has dicho que éste era
uno de los libros
!
—sí, bueno, dijo Jaime, uno de los libros… y ¿qué sabemos, al fin y al cabo?
—bueno, cómpralo, aunque sólo sea por obligación sentimental
—es un libro curioso, condescendió Jaime… sí, es raro… está impreso en Almet, sí, es raro… pero quién sabe, quizá se trata de una broma
—¿una broma? ¿la Región Confabulada una broma?
—¿quién sabe? suspiró Jaime… yo, después de todo este tiempo, todavía no le encuentro el menor sentido
después de regatear un poco con Figueira y comprar el libro (parecía estar realmente de buen humor, porque se lo dejó baratísimo), Jaime y Block bajaron toda la cuesta, cruzaron de nuevo la avenida de Verdulia y entraron en el café Santonce; allí, sentados en una mesa del fondo, en una región del café no muy bien iluminada pero menos ruidosa que la sala principal, pidieron dos cervezas y se dispusieron a examinar el libro con detalle… «es uno de esos libros», había apremiado Block a Jaime, extrañado de que el descubrimiento apenas pareciera interesarle… y así, después de curiosear por los entresijos del libro en busca de alguna añagaza del impresor, Jaime finalmente pasó las primeras páginas (era papel duro, crujiente, aromático, evocador de su origen vegetal) y se encaró con el «Prólogo del autor a sus lectores»…
—vamos a ver qué dice, dijo, y luego comenzó a leer en voz alta: «Dilectísimo lector, cuya vida Dios guarde, he de decirte ya desde el frontispicio, que el propósito humilde de este libro es dar a conocer a la Ciencia y al Mundo una serie de descubrimientos memorables»… pésimo estilo, dijo Jaime… ¿no te parece? ¿no?… este inicio es un fantástico ejemplo de frase desequilibrada… esa frase la pones encima de la mesa y se cae para adelante… así… bueno, sí, sigo… «De mis paseos por el valle del Obrantes, y de mis meditaciones del amor de Dios que éstos suscitaron, ya di cuenta en otras obras a cuya lectura remito al lector encarecidamente» (propagandista) «Lo que sigue es la recolección de mis viajes por debajo del valle del Obrantes, es decir, si así se quiere y no es excesiva la expresión, unas auténticas "Memorias del Subsuelo"…» aquí está… falso, falso —esto es un guiño, aunque un guiño un poco gordo, me parece
—¿sí? ¿tú crees que es un guiño? dijo Block… no sé… puede ser una casualidad…
—muchas casualidades… no, es un guiño, estoy seguro… una broma…
—sigue
—«No podría explicar de qué manera mis paseos por los caminos y senderos del valle, contemplando sembrados, ríos y arboledas, se transformaron en mis caminos bajo tierra, alumbrado pobremente por un farol de aceite o pobres cabos de vela» (pobremente, pobres…) «Sí, puedo decirte, lector, que una vez hallé el camino que conducía al subsuelo, o, por mejor decir, a las profundidades de la tierra, ya no encontré manera de salir de aquella región, tan fabulosos y nuevos eran los reinos que allí se me descubrían…» qué escritor tan malo… «¿Estuvo el valle del Obrantes habitado en tiempos remotos por pueblos venidos de las profundidades de la tierra? Esta hipótesis, que quizá pueda parecer asombrosa a primera vista, no será la menor consecuencia que extraigamos de la lectura de las páginas de este libro. ¿Cuál fue el motivo que impulsó a los antiguos verdules (si es que ellos fueron) a construir tales pasadizos subterráneos? ¿Una enfermedad, la guerra terrible, el temor a las fieras salvajes?»
toda la región de Países, aseguraba aquel libro asombroso, era un complejísimo laberinto de galerías subterráneas… algunas eran naturales (fallas geológicas, lechos de antiguas corrientes subterráneas, etc.) pero la inmensa mayoría habían sido construidas artificialmente, en algunos casos con el propósito de comunicar unos pueblos con otros o salvar accidentes naturales tales como un río o una montaña, y en otros casos sin propósito aparente… el autor aducía el hecho de ser él un hombre de Iglesia para probar la veracidad de sus afirmaciones y como garantía de su integridad intelectual y moral, y citaba el caso de otros religiosos (de diversas órdenes) que también habían descubierto parecidos sistemas subterráneos en puntos del globo tan dispersos como los bosques del norte de Francia, los Balcanes griegos, la Tierra del Fuego o ciertas regiones del norte de África… todo el subsuelo del globo, aseguraba en las primeras páginas el pío autor, estaba recorrido por estas galerías; bastaba ponerse a buscar, en Grecia, en Groenlandia o en la Mancha, para encontrarlas…
—«durante más de diez años, leyó Jaime, he recorrido la cuenca del río Obrantes desde las montañas hasta el mar, he viajado por todos los pueblos de la hermosa península de Países y he recorrido cientos de kilómetros sobre y bajo tierra, y he intentado reflejar todo aquello que veía y descubría en los mapas y apuntes que el curioso lector hallará en las páginas de este libro…» y luego mira aquí abajo: «en verdad nos sentimos tentados de creer que alguien vivía allí abajo, que muchas cosas se hacían bajo la tierra, que verdaderas multitudes, pueblos enteros, vagaban por aquellas salas y galerías… El viajero subterráneo», mira, esto es bonito, «el viajero subterráneo tiene a menudo la sensación de que hay algo mucho más grande que espera más abajo, algo cuyas entradas los hombres antiguos cerraron para siempre, o disimularon de tal manera que nosotros ya no sabemos encontrarlas».
—eso es bueno, dijo Block… sigue
—«Caminando bajo tierra, el viajero se siente dilatado, en paz y a solas, lejos del mundanal ruido de que hablaba el poeta».
—salta eso
—no, espera, «pero no puede abandonar la sensación de que pasea por un país que no es el suyo…» un país
—un país, repitió Block… un país
—mira esto: «¿Quién construyó esas galerías y esas salas subterráneas? La respuesta es sencilla. En ocasiones, la naturaleza misma, pero en su inmensa mayoría, fueron los hombres antiguos los que las abrieron»… el estilo es malísimo… «estos hombres antiguos practicaban religiones de la magia, al estilo de la de los druidas britanos. Creían en espíritus, en fantasmas, en fuerzas mágicas, en piedras y árboles mágicos. En algunas regiones del norte de Inglaterra se repite todavía la leyenda»; en algunas regiones del norte de Inglaterra, pero no dice dónde, ni cuándo, ni quién lo dice, «la leyenda de una guerra terrible, tras la cual los vencidos fueron obligados a vivir en cavernas excavadas en las profundidades de la tierra» yo he oído esto en alguna parte… mira esto: «es casi seguro que ya no existen hombres subterráneos; al menos, en todas las galerías que yo recorrí por todo lo largo y lo ancho de la región de Países, yo jamás me tropecé con ninguno…» loco perdido
—quién sabe, dijo Block… vamos a mirar los mapas… ¿qué pasa con los mapas?
—lo mejor son las catacumbas etruscas, dijo Jaime pasando páginas… los dos se asomaban sobre los mapas, los delicados y graciosos codos de las galerías etruscas, cruzando por debajo de algunas de las calles actualmente más populosas de Países, llenas de comercios de lujo, bancos y hoteles caros… el «pasillo de Nicosia», uniendo bajo tierra siete iglesias templarías, asentadas (según aseguraba el autor) sobre antiguos templos «paganos», a lo largo de la costa norte de la península; la enorme cisterna de piedra hallada por unos niños en el bosque de Lifar y su sistema radial de pasillos subterráneos, que parecían ser antiguas canalizaciones de agua, perfectamente aptas para la navegación, y «de las ventajas de la navegación subterránea», curiosa advocación cuasi-lírica del autor… «al que navega en paz, bajo tierra, Dios le ayuda» afirmaba perentoriamente, y luego: «hay brisas que favorecen la navegación subterránea a vela, aunque a menudo la penuria del viento obligue al navegante subterráneo a usar los remos, o, mucho más dulcemente, a dejarse llevar por las corrientes. Pero en algunas regiones del sur de China se habla de vientos subterráneos y también en el viaje subterráneo que realizó el padre Bola en el Sudán se describen ejemplos de carabelas o bergantines que corren por los ríos subterráneos. Y a veces los vientos son tan fuertes, que con desplegar un foque, ya corre la embarcación que parece que vuela. Yo quisiera escribir aquí el panegírico de la barca bajo tierra, del velero del subsuelo. Tan difícil tarea (de la navegación subterránea) más parece obra propia de ángeles que de hombres. El hombre busca la facilidad y el ángel la perfección de la acción bella ¡y tanto más bella, cuanto más inútil!» tú sí que eres inútil, dijo Jaime enfurruñado…
—mira, dijo pasando otra página… éste es el río Seluco… y mira este mapa… ¿qué me dices?… río Seluco arriba: o mucho me engaño, o esto son las mismísimas grutas de Garudi…