—¿te gusta? le preguntó Jaime, viendo la fijeza con que Block contemplaba los arcos de la entrada
—pero ¿por qué están ahí esos versos? preguntó Block, vuelto de pronto a la realidad, aturdido
—quién sabe… en las puertas hay que poner algo en latín ¿no?
—¿no os gustan las puertas del parque Servadac? dijo Estrella… el rococó es una maravilla… de la que no todos saben disfrutar
ahora que Block observaba la puerta con más detenimiento, se daba cuenta de que en realidad se parecía muy poco a la primera imagen que había creído tener de ella, la que se había grabado ya de forma indeleble en su memoria subconsciente y la que había provocado la visión de las legiones bajo la lluvia de pétalos de rosa… sí, era cierto que ésa era una puerta de estilo rococó; Jaime explicaba ahora que prácticamente todo el parque Servadac era una creación dieciochesca, y aprovechaba para hablar del botánico Hálifax y Farfán, un oscuro personaje del que tenía noticia a través de conductos algo tortuosos, polvorientos volúmenes de la Biblioteca Nacional, y Estrella llamaba la atención de Block sobre las puntas de lanza que coronaban los barrotes de la verja, que representaban en realidad estilizadas lenguas de fuego… un ondulado puñal asiático, los temibles kriss malayos de las novelas de Salgari, en los arrozales de Borneo y en los palacios ingleses y en las cubiertas de los juncos en las que Block y Jaime habían dormido juntos (sin saberlo) tantas veces… la palabra «rococó» deshacía la visión, la hacía retroceder de nuevo hacia las sombras, como un ejército que se repliega por el bosque de palmas…
atravesando las puertas del parque se llegaba a una especie de dilatada plataforma semicircular, en cuyo centro se retorcía una estatua de Hipólito entre canteros de anémonas anaranjadas, a la que sólo una cinta de escaleras descendentes separaba de la arena del parque… partían de allí varios caminos y avenidas, y también una gran avenida central, adornada a ambos lados con estatuas monumentales de los antiguos reyes de Verdulia, por la que, según dijo Jaime, debían subir para llegar al estanque… los tres se habían quedado inmóviles contemplando las extensiones del parque; el vuelo de los pájaros, tan distantes en las alturas, parecía definir y contener todo el parque en una sola impresión de lejanos árboles centenarios y setos de boj y caminos que se curvan y se pierden más allá del alcance de la mirada… se volvieron, contemplaron la estatua de Hipólito y la famosa máxima grabada en el pedestal de piedra caliza; rodearon el estanque, fluían las carpas rosas entre los innumerables tallos sumergidos; luego se acercaron a la cinta de escaleras de nuevo, y contemplaron otra vez las avenidas y los caminos de verano entre los árboles como el que se asoma a las posibilidades de su vida, de su día…
la avenida de los reyes de Verdulia estaba flanqueada a ambos lados por altos setos de laurel, y la formaban dos espaciosos caminos de arena separados por una banda de césped, en cuyas márgenes los jardineros del parque habían plantado sendas hileras de tulipanes; y hacia allí, atraídos por el halago de las flores y por su ligero movimiento, se dirigieron ellos, sorprendidos por la libertad y la asimetría en que crecían… las corolas de los tulipanes, como iluminadas desde el interior por una luminiscencia natural, visible incluso a plena luz del día, parecían demasiado voluminosas, de colores demasiado intensos; unos estaban completamente cerrados, otros empezaban ya a desprenderse de pétalos marchitos, que salpicaban la hierba como soles recién estallados; unos eran rosados, rojos, malvas, amarillos, otros casi blancos y con transfusiones de violeta, anaranjados con infusiones de carmín, casi rosados… unos eran flores, otros sólo tallos verdes sin la flor; aparecían en cualquier lugar, sin orden ni concierto, crecían al azar, salpicando la hierba, y el viento que soplaba a unos los agitaba y a otros no: unos se doblaban bajo la brisa y otros sólo temblaban, unos se balanceaban y otros no…
—¿habéis visto qué maravilla de colores? dijo Estrella… ¿habéis visto qué rojos, qué morados?
se detenían para contemplar los colores que iba señalando Estrella… de una de las corolas salió un abejorro ebrio de néctar de flores, volando pesadamente y en zigzag…
—mirad este color anaranjado, decía Estrella… tiene lo que se podría llamar «luz capturada»… da más luz que la que recibe… eso es algo que hacen las flores
—¿habéis visto qué color malva?
había entrado en la hierba y se paseaba por entre los colores, se acercaba al magenta, daba vueltas en torno al rosa-palo, entrecerraba los ojos para mirar el amarillo… los tres caminaban por el centro, por la hierba, y mientras tanto Jaime y Estrella hablaban sobre las estatuas que adornaban la avenida: Mufin II era un glotón empedernido, que cambió un trozo de costa de su país por todos los salmones de un río extranjero; su mujer le dio cuatro bastardos, concebidos diversamente durante las pesadas digestiones reales… Galarión fue un estratega luminoso y un vencedor cruel, era un maestro para sitiar castillos y para degollar a poblaciones enteras de vencidos, se le atribuía una galería en su castillo destinada a torturar mujeres, y Estrella dijo que era una barbaridad mantener en pie una estatua dedicada a tal sabandija; Onofre IV fue el introductor en Verdulia de los relojes y de las viñas; Daniel I preparó durante treinta años la monumental empresa de la conquista de África (aunque los cartógrafos de la época eran capaces ya de dar una idea muy aproximada de su tamaño) antes de ser abatido por un alacrán (africano) en el descanso de una cacería, en medio de los rosales salvajes de una ribera de los confines del reino —y casi del mundo… Lapis el Viejo sólo era recordado por ser padre de Lapis II el Joven; Colás el Desdichado por ser el hijo de Colás el Terrible, conquistador de la isla de Lamberto y vencedor de sus temibles habitantes… a Block le interesaba la historia de los reyes de Verdulia (y le asombraba que Jaime y Estrella la conocieran tan bien), era ciertamente un buen degustador de los pequeños detalles: una flor caída, un animal que surge entre las hojas, sentía el rumor de las viejas batallas como una música y escuchaba los eruditos relatos de Jaime y Estrella con interés —pero su curiosidad inmediata podía más… ya varias veces les había hecho a Jaime y a Estrella la misma pregunta: «pero ¿qué es lo que vamos a ver en el parque Servadac?», y ellos, como los conspirados de una sociedad secreta, como dos mudos emisarios del verano, habían guardado silencio, sonriendo suavemente: ¿se puede acaso revelar el verano, explicar los secretos colores de las flores? la rosa no tiene el color rosa, la mariposa no tiene el movimiento, dice Alberto Caeiro, enfrentado al duro misterio del Ser en sí, de la cosa en sí…
—todo el mundo encuentra algo en el parque Servadac, dijo Jaime a modo de respuesta
—entonces es que cambia, según quién lo visite
—lo más asombroso de las cosas, dijo Jaime, es que no cambian… tan sólo pierden o ganan realidad
—mirad, dijo Estrella, mirad ese color rosa teja… me gustaría poder ponerlo en un tubo de ensayo y guardarlo allí para siempre
iba caminando de unas flores a otras, y ellos la seguían dócilmente, dibujando un ondulado camino sobre la hierba…
—más o menos son posibles dos itinerarios por el parque, continuó Jaime, cuya imaginación espacial parecía especialmente excitada y en guardia esos días; uno con bastante gente y otro bastante solitario… el parque es muy grande, y no podríamos verlo todo en un día: el primer itinerario es el más divertido y el segundo el más cansado… en cualquier caso, y ya que hemos entrado por la puerta sudoeste, el final del paseo será el Jardín de las Fieras Salvajes…
—y ¿adónde vamos ahora?
—cuando yo era pequeño, dijo Jaime, mi padre se ponía furioso conmigo porque siempre quería saber a dónde íbamos… me decía: nos vamos de paseo, y yo preguntaba ¿adónde? a ningún sitio, decía mi padre, no vamos a ningún sitio, vamos a pasear, no importa a dónde… qué estupidez, decía yo, yo no quiero ir si no sé adónde…
—debías de ser un niño encantador, dijo Estrella…
—horrible, más bien… Block, ahora vamos al estanque
—ah, muy bien, pero ¿qué se puede hacer allí?
—Block, rió Estrella, ¡eres un preguntón!
—no sé… ¡estoy nervioso!
—¿nervioso?
el estanque estaba al final de la avenida; era un estanque rectangular, habitado por barcos reflejados y cisnes reflejados, con las dulces cabelleras de los sauces lamiendo las aguas, e irregulares orillas ocupadas por balaustradas por las que la gente elegante volteaba sus modelos franceses (el crujido de la seda en el aire se mezclaba con los gritos de los vendedores de limonada con inesperada armonía) y cafés cuyas sillas blancas se amontonaban entre los troncos de los pinos… una multitud de marionetistas, mimos,
clowns
, echadores de cartas y vendedores diversos llenaban los alrededores del estanque, y los curiosos paseantes se amontonaban alrededor de los pequeños teatritos y los escenarios improvisados, rodeaban las mesas de camping de los adivinadores del futuro, devoraban helados, contemplaban cómo sus niños eran atrapados por la llamada de lo salvaje, avanzaban por las avenidas como un lento ejército con zapatos de charol y grandes juguetes en forma de dragón entre las manos; también había vendedores de pollos de colores, encantadores de serpientes, tragasables y
starlettes
cuyos finos muslos se movían por encima de las cabezas de los niños; un gigante de casi cuatro metros de altura derramaba flores de papel y tocaba una trompeta de plástico, un camello cuyas patas eran cuatro piernas humanas se iba tropezando con las tías y con los matrimonios jóvenes, con abuelas algo malhumoradas, y se burlaba de los guardabosques, que surgían aquí y allá de la penumbra de los árboles…
—qué abigarramiento, dijo Block (le costaba encontrar las palabras adecuadas, en ocasiones pirueteaba el borde de la dotación de los diccionarios, manoteaba sobre campos de palabras no existentes, azuladas palabras probables, ondulantes semipalabras), no me lo había imaginado así, el parque Servadac… nunca me lo habría imaginado así…
—todo en este país tiende al abigarramiento, dijo Jaime, feliz cuando criticaba, ¿cómo te lo habías imaginado entonces?
—no lo sé: prados, hierba, árboles, silencio… y sin embargo me gusta este parque del Sur, este extraño parque del Sur
—no has visto nada todavía, dijo Estrella
—me encanta cuando Block habla de «el Sur»; suena a algo muy mágico y lejano, lleno de sol, flores y bellas muchachas
—sí, Países es el sur para mí, dijo Block, y por lo tanto éste es un parque del Sur… lleno de niños y ancianos y familias y señoras gordas con vestidos feos y zapatos baratos
un extraño parque del Sur: el parque Servadac… palmeras, rosales, rododendros, rosas agostadas por un rayo negro de verano, gruesas amas de casa con sus mejores galas, chicas demasiado pintadas expertas en meterse humo en los pulmones, policías a caballo (enormes caballos culigordos, como los de Velázquez), pescadores furtivos del estanque, carpas hambrientas, mariposas de inútil belleza duplicada, multiplicadas por el aire, y el sol, el sol sonriente, el sol cautivador, brillando en el centro del cielo de los monzones…
Jaime, Block y Estrella alquilaron una barca, remaron hasta el centro del estanque y allí se quedaron inmóviles, tomando el sol, rodeados de reflejos plateados, rodeados de carpas que surgían del verde subconsciente del estanque para devorar trozos de pan, de plantas acuáticas y satinadas castañas flotantes, de las naumaquias establecidas entre barcas llenas de adolescentes machos y barcas llenas de adolescentes hembras, rodeados de las avenidas y caminos del parque y de las montañas, los mares, los aeropuertos y los demás lugares del mundo… después de un rato flotando al pairo por el centro del estanque, Estrella exigió que la llevaran a la sombra, y Block remó en dirección al monumento de Alfonso XII, que se adentraba en las aguas como las fortificaciones de un castillo, con leones que oteaban la distancia y escalinatas que descendían hasta el agua, y luego se desvió hacia la fuente egipcia, y la barca rozó el fondo arenoso cuando entraba en la verde sombra de los pinos… la fuente egipcia era desde el agua una pared de piedra de unos cinco metros de altura, sobre la cual dos esfinges custodiaban una pirámide truncada, en cuyo pináculo Isis se mostraba al mundo envuelta todavía en su velo… a media altura de la pared, dos cabezas de carnero dejaban escapar dos gruesos chorros de agua, que caían al agua verde con estrépito» y en cuyas ondas la barca bailaba como una pequeña hoja, como un pequeño leño en los brazos del mar del amor… era un lugar salvaje y misterioso, donde una mujer podría muy bien esperar a su demonio amante, tan salvaje y encantado que parecía todo lleno de música maligna, y que sería posible oírla con sólo detenerse y escuchar… los dos chorros de agua transmitían una oscura sensación de fuerza y a la vez de desintegración y disipación continua en la nada; la escultura de Isis entre las hojas de los castaños de Indias parecía flotar en los aires…
—es la hora, dijo Estrella, tenemos que volver
había cogido un trozo de pan de molde de la cesta y ella y Block se dedicaban a alimentar a los peces, cada uno sentado en un extremo de la barca; Estrella estaba sentada en la proa, con las piernas cruzadas, y desmigaba el pan sobre su falda antes de arrojarlo al agua —«si quieres saber si ese bello joven es una mujer, deja caer una tijera entre sus piernas»; sonreía a Block mientras se tensaba la falda por encima de la rodilla —ya que los dos estaban haciendo lo mismo…
—quedan diez minutos, dijo Jaime sentándose en el banco de los remos, nos da tiempo a otro paseo
—yo no quiero pagar otra media hora por pasarnos, advirtió Estrella… es la típica cosa que siempre… —pero no se preocupó de terminar la frase
ahora la barca se deslizaba de nuevo, bajo la sombra de los grandes árboles, por el agua oscura y tensa… flotando por aquel rincón apartado era posible empezar a conocer la curiosa fauna del Estanque del parque Servadac: preciosas serpientes de agua (cuya vista producía a Estrella tales espasmos, que Block esperaba la aparición de la siguiente con verdadera voluptuosidad), zarigüeyas, libélulas, que horrorizaban a Block, arañas de agua, carpas, que molestaban muchísimo a Jaime —ya que Jaime odiaba a todos los peces…
—¿adónde vamos? dijo Estrella con fingido interés, aventando sobre el agua las migas que aún quedaban en su falda