La muerte del rey Arturo (26 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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Así se entabló el combate en dos lugares, más cruel de lo que hubiera sido necesario.

186.
Cuando los hombres de Aquisán habían quebrado sus lanzas, tomaron las espadas y atacaron a sus enemigos, golpeándoles donde pueden; se defendían muy bien y mataron a muchos. El rey Aquisán iba buscando con la espada el tumulto; entonces, mira ante sí y ve a mi señor Yváin, herido, que quería montar sobre un caballo, pero sus enemigos lo habían derribado dos o tres veces. Cuando el rey ve a mi señor Yváin, galopa, tan deprisa como puede el caballo, hacia aquel lugar: allí había cuatro que querían matar a mi señor Yváin; el rey, que va al galope, le da un tajo a uno, de forma que el yelmo no pudo impedir que le haga beber el acero con el cerebro; golpea a los demás, que se preguntan admirados de dónde viene tal valor. Realizó tales hazañas el rey Aquisán, que consiguió librar a mi señor Yváin de todos los que le acometían; le dio un caballo y le hizo montar de nuevo; cuando ya cabalgaba, a pesar de estar cansado, volvió al combate y luchó tanto, con respecto a lo que había hecho antes, que todos se admiraron. Así batallaban antes de la hora de tercia todos los ejércitos, excepto los dos últimos, el del rey Arturo y el conducido por Mordrez. El rey había mandado a un muchacho que se subiera a una colina para ver cuánta gente tenía Mordrez en su ejército, que era el último; cuando el criado subió a la colina y vio lo que el rey le había encargado, volvió al rey y le dijo en secreto: «Señor, en su ejército tiene fácilmente el doble de hombres que tenéis vos. —Realmente, responde el rey, es un gran contratiempo. Que Dios nos ayude ahora, pues, si no, seremos muertos y vencidos.» Entonces echa de menos a su sobrino, mi señor Galván, diciendo: «¡Ay! Buen sobrino, ahora os necesito a vos y a Lanzarote, pues si Dios hubiera querido que los dos estuvierais armados junto a mí, sería para nosotros la victoria en este combate, con la ayuda de Dios y gracias a vuestro valor. Pero, sobrino bueno y dulce, ahora me tengo por loco porque no os hice caso cuando me decíais que llamara a Lanzarote en mi ayuda y socorro contra Mordrez, pues estoy seguro que si lo hubiera llamado, hubiera acudido de grado y con gusto.»

187.
Así habló el rey Arturo, muy afligido, y el corazón le decía una parte de los males que le iban a venir a él y a su compañía. Estaba bien armado y con riqueza; se acercó a los de la Mesa Redonda, de los que habría alrededor de setenta y dos en su compañía. «Señores, les dijo, este combate es el más cruel de cuantos he visto; por Dios, vosotros que sois hermanos y compañeros de la Mesa Redonda, manteneos juntos unos a otros, pues si lo hacéis así, no os podrán vencer fácilmente; por cada uno de nosotros, ellos son dos y diestros en el combate, por lo que son más temibles. —Señor, le responden, no os preocupéis; cabalgad tranquilo, pues ya está ahí Mordrez que se dirige muy deprisa contra vos; no temáis, porque del mucho miedo no podría resultar ningún bien ni a nosotros ni a vos.» Entonces pusieron delante el estandarte del rey y cien caballeros o más custodiándolo. Mordrez tomó cuatrocientos caballeros de los más valerosos de su compañía y les dijo: «Id directamente a aquella colina, cuando lleguéis a ella, volved por aquel valle, tan en silencio como podáis; entonces dirigíos hacia el estandarte picando espuelas y con tal violencia que no quede nadie por derribar. Si lo podéis hacer así, os aseguro que los hombres del rey se sorprenderán tanto que no podrán resistir y se darán a la fuga, porque no sabrán dónde meterse.» Le contestan que lo harán con mucho gusto, pues así lo ordena.

188.
Galopan entonces hacia donde ven el ejército del rey; se atacan con las lanzas bajadas: en el choque os parecería que toda la tierra iba a hundirse, pues el estrépito era tan grande con las caídas de los caballeros que se podía oír a dos leguas de distancia. El rey Arturo, que reconoció a Mordrez, se dirige contra el y Mordrez hace lo mismo: se golpean como valientes y esforzados que son. Mordrez alcanza al rey primero, de forma que le atraviesa el escudo; pero la cota era fuerte y no pudo romperle ninguna malla; vuela la lanza en trozos al chocar y el rey no se mueve ni poco ni mucho. Por su parte, el rey, que era fuerte y resistente y que estaba acostumbrado a manejar la lanza, le hiere con tal fuerza que los derriba a él y a su caballo juntos; pero no le hizo más daño, pues Mordrez estaba bien armado. Avanzan entonces los hombres del rey Arturo dispuestos a apresar a Mordrez, pero podíais ver a dos mil, cubiertos de hierro, que lo defendían y no había uno de ellos que no ponga su cuerpo en peligro de muerte por amor a Mordrez; podíais haber visto dar y recibir muchos golpes junto a él y morir a numerosísimos caballeros; había un combate tan grande a su alrededor que en poco rato hubierais visto a más de cien yaciendo en el suelo, todos ellos muertos o heridos —de muerte; y como la fuerza crecía a favor de Mordrez, éste volvió a montar, a pesar de todos sus enemigos, pero antes, de mano del mismo rey, recibió tres golpes tales que cualquier otro caballero habría desfallecido por el menor de ellos; pero Mordrez era buen caballero y valiente; ataca al rey Arturo para vengarse, pues le duele mucho que ante su gente lo haya derribado así. El rey no lo esquiva, sino que dirige hacia él la cabeza de su caballo: se dan grandes golpes con las cortantes espadas, de forma que se aturden tanto que apenas pueden mantenerse en la silla y si no se hubieran sujetado al cuello de sus caballos, habrían caído al suelo; pero los caballos eran fuertes, los sacan de allí y los alejan al uno del otro más de un tiro de arco.

189.
Vuelve a entablarse un combate grande y digno de admiración; Galegantín el galés, que era caballero valiente y esforzado, ataca a Mordrez; Mordrez, que estaba airado, le golpea con toda su fuerza, de manera que le hace volar la cabeza: fue una gran desgracia, pues había sido muy leal para con el rey Arturo. Cuando éste ve a Galegantín en el suelo, no le gusta y dice que si puede lo vengará; entonces vuelve a atacar a Mordrez y, cuando iba a golpearle, un caballero de Northumberland le coge de través y, a descubierto, le alcanza en el costado izquierdo: pudo herirle muy gravemente, si la cota no fuera tan fuerte, pero resistió sin que se rompiera ninguna malla; sin embargo, le acomete bien, derribándolo bajo el vientre del caballo. Cuando mi señor Yváin, que estaba cerca, vio este golpe, exclama: «¡Ay!, Dios, ¡qué dolor hay aquí, pues un caballero tan bueno es derribado tan vilmente!» Entonces ataca al jinete de Northumberland y le alcanza con una lanza gruesa y corta, de manera que, a pesar de la armadura, le mete en el cuerpo el hierro y el asta; al caer, se rompe la lanza. Mi señor Yváin se dirige a continuación al rey y lo monta de nuevo, frente a todos sus enemigos. Mordrez, que se encoleriza tanto que por poco pierde el sentido al ver que el rey Arturo ha montado de nuevo, ataca a mi señor Yváin, sujetando la espada con las dos manos; el golpe fue duro y vino desde arriba: hiende el yelmo de mi señor Yváin y la cofia de hierro, hasta los dientes; lo derriba muerto: fue una dolorosa desgracia, pues en aquel entonces se tenía a mi señor Yváin por uno de los buenos caballeros que había en el mundo y como el más valiente.

190.
Cuando el rey Arturo vio este golpe exclamó: «¡Ay! Señor, ¿por qué permitís lo que estoy viendo, que el peor traidor del mundo ha matado a uno de los más valiosos caballeros del siglo?» Sagremor el Desmesurado le responde: «Señor, esos son los juegos de la fortuna; ahora podéis apreciar cómo os vende de caros los grandes bienes y los grandes honores que recibisteis hace tiempo, quitándoos a vuestros mejores amigos; ¡Dios quiera que no nos vaya peor!» Mientras hablaban de mi señor Yváin oyeron por detrás un gran griterío, pues los cuatrocientos caballeros de Mordrez comenzaron a gritar cuando ya estaban cerca del estandarte y los hombres del rey Arturo también. Al encontrarse todos podíais ver quebrar lanzas y caer caballeros, pero los hombres del rey Arturo, que eran valientes y fuertes, los recibieron bien, derribando más de cien a su llegada; por ambas partes se desenvainan las espadas y se golpean con todas las fuerzas, matándose unos a otros cuanto pueden. Los hombres del rey Arturo que guardaban el estandarte resistieron tan bien aquel ataque que de los cuatrocientos caballeros de Mordrez no escaparon después del encuentro más de veinte sin morir o ser muertos, antes de la hora de nona; si entonces estuvierais en el campo de batalla, podríais ver todo el lugar repleto de muertos y con bastantes heridos, poco después de nona el combate estaba tan acabado que, de todos los que se encontraron en la llanura, que eran más de cien mil, no quedaban con vida más de trescientos; de los compañeros de la Mesa Redonda habían muerto todos menos cuatro, pues lucharon más al ver la gran necesidad que tenían; de los cuatro que quedaron con vida, uno era el rey Arturo, otro, Lucán el Copero, el tercero, Girflete y el cuarto era Sagremor el Desmesurado, que estaba tan herido en el cuerpo que apenas podía sostenerse en la silla. Reúnen a sus hombres y dicen que prefieren morir a que el otro se lleve la victoria; Mordrez se lanza contra Sagremor y, a vistas del rey, le golpea con tal fuerza que hace que su cabeza vuele en medio del campo. Cuando el rey ve este golpe, exclama apesadumbrado: «¡Ay! Dios, ¿por qué dejáis que pierda todo el valor terreno? Por este golpe veo que aquí tenemos que morir o Mordrez o yo.» Toma una lanza gruesa y fuerte y, a todo el galope de su caballo, ataca a Mordrez; éste, que se da cuenta de que el rey no desea otra cosa sino matarle, no le rehuye, antes bien, le dirige la cabeza de su caballo; el rey, que viene con toda su fuerza, le golpea con tal vigor que le rompe las mallas de la cota y le hunde en el cuerpo la punta de su lanza. Cuenta la historia que, al sacar la lanza, atravesó la herida un rayo de sol, de forma tan clara que lo vio Girflete y los de aquella tierra decían que había sido señal de la pena de Nuestro Señor. Cuando Mordrez se ve herido, piensa que está herido de muerte; da un golpe sobre el yelmo del rey Arturo, a quien nada pudo impedir que sintiera la espada en la cabeza, e incluso, le hizo un corte en parte del cráneo; el rey Arturo se quedó aturdido por este golpe, cayéndose del caballo y lo mismo le ocurrió a Mordrez; están los dos tan heridos que nadie puede hacer que se levanten y yacen el uno al lado del otro.

191.
Así mató el padre al hijo y el hijo hirió de muerte al padre. Cuando los hombres del rey Arturo lo vieron en el suelo, se afligen tanto que no hay corazón humano que pueda imaginar la pena que tienen. Dicen: «¡Ay! Dios, ¿por qué permitís esta batalla?» Se lanzan entonces contra los hombres de Mordrez y lo mismo hacen éstos y vuelve a empezar el estrépito de la muerte, hasta el punto de que, antes de vísperas, habían muerto todos, a excepción de Lucán el Copero y Girflete. Cuando los que habían quedado vieron el resultado de la batalla empezaron a llorar con amargura mientras decían: «¡Ay! Dios, ¿hubo algún hombre mortal alguna vez que viera un dolor tan grande? ¡Ay! Batalla, ¡cuántos huérfanos y viudas habéis hecho en ésta y en otras tierras! ¡Ay! Día, ¿por qué amaneciste para causar tal pobreza al reino de Gran Bretaña, cuyos herederos eran famosos por el valor y ahora yacen aquí muertos y destruidos con enorme dolor? ¡Ay! Dios, ¿qué más nos podéis quitar? Vemos muertos aquí a todos nuestros ' amigos.» Después de lamentarse así un buen rato, se acercaron a donde yacía el rey Arturo y le preguntaron: «Señor, ¿qué tal estáis?» Les responde: «Ya no queda más que volver a montar y alejarnos de este lugar, pues veo que mi fin se acerca y no quiero acabar entre mis '~ enemigos.» Con rapidez monta un caballo y se alejan del campo los tres y cabalgaron directos hacia el mar, hasta 'que llegaron a una capilla llamada la Capilla Negra; un ., ermitaño, que tenía su vivienda en un bosquecillo cercano, cantaba misa allí todos los días. Desmonta el rey y los otros hacen lo mismo, quitándoles a los caballos los frenos y las sillas; el rey entra, se arrodilla ante el altar y comienza sus oraciones, según las sabía; permanece así, sin moverse, hasta que amaneció y no dejó de rezar ; y pedir misericordia a Nuestro Señor por sus hombres , que habían muerto el día anterior; mientras hacía esta oración lloraba con tanta amargura que los que había con él se daban cuenta de que estaba muriéndose.

192.
El rey Arturo pasó toda la noche en súplicas y oraciones; a la mañana siguiente, Lucán el Copero se puso detrás del rey y vio que no se movía; entonces dijo, llorando: «¡Ay! Rey Arturo, ¡cómo lo siento por vos!» Cuando el rey oye estas palabras, se incorpora con dificultad, pues le pesaban las armas; toma a Lucano, que estaba desarmado, y lo abraza y aprieta, reventándole el corazón en el vientre, que no le dejó decir nada, y le separó el alma del cuerpo. Después de estar un buen rato así, lo deja, sin imaginar que está muerto; cuando Girflete lo mira y ve que no se movía, se da cuenta de que ha muerto y que el rey lo ha matado; comienza a lamentarse diciendo: «¡Ay! Señor, ¡qué mal habéis hecho, pues habéis matado a Lucán! » Al oírlo, el rey se sobresalta y mira alrededor, viendo a su copero muerto en el suelo; aumenta entonces su dolor y contesta a Girflete, con semblante de hombre entristecido: «Girflete, Fortuna, que me ha sido madre hasta aquí, se me ha convertido en madrastra y me obliga a pasar el resto de mi vida en medio del dolor, de la aflicción y de la tristeza.» Ordena entonces a Girflete que ponga los frenos ~— las sillas; y éste lo hace. El rey monta y cabalga hacia el mar hasta que llega allí a la hora de mediodía; se apea en la orilla, desciñe la espada y la desenvaina; después de contemplarla un buen rato, dice: «¡Ay! Excalibur, espada buena y rica, la mejor de este mundo después de la del Extraño Tahalí, ahora vas a perder a tu dueño; ¿dónde encontrarás un hombre por quien seas tan bien empleada como por mí, si no es en manos de Lanzarote? ¡Ay! Lanzarote, el más valioso del mundo y el mejor caballero, ¡ojalá quisiera Dios que vos la tuvieseis ahora y que yo lo supiera! Ciertamente, mi alma estaría más a gusto el resto de los días.» Entonces llama el rey a Girflete y le dice: «Id a aquella colina, en la que encontraréis un lago; tirad mi espada dentro, pues no quiero que se quede en este reino para que no se apoderen de ella los malvados herederos que perviven. —Señor, le responde, cumpliré vuestras órdenes, pero preferiría, si vos quisierais, que me la dierais. —No lo haré, contesta el rey, pues por vos no sería bien empleada.» Entonces subió Girflete a la colina y cuando llegó al lago, desenvainó la espada y comenzó a contemplarla; le parece tan buena y tan hermosa que cree que sería una gran desgracia tirarla al lago, tal como el rey le había ordenado, pues se perdería; será mejor que eche la suya y que diga al rey que la ha tirado; se desciñe la espada y la tira al lago y deja la otra entre la hierba; vuelve junto al rey y le dice: «Señor, he cumplido vuestra orden, pues he lanzado vuestra espada al lago. —¿Y qué has visto?, pregunta el rey. —Señor, le responde, no vi nada que no fuera normal. —¡Ay!, exclama el rey, me mientes; vuelve y tírala, pues aún no la has tirado.» Regresa al lago, desenvaina la espada, lamentándose con amargura sobre ella y diciendo que sería una gran desgracia si se perdiera así; decide entonces tirar la vaina y quedarse con la espada, pues la podría necesitar él o algún otro; toma la vaina y la arroja al instante; después vuelve a tomar la espada y la coloca bajo un árbol; regresa junto al rey y dice: «Señor, ya he cumplido vuestra orden. —¿Qué has visto?, pregunta el rey. —Señor, le responde, no vi nada que no debiera. —¡Ay!, exclama el rey, aún no la has arrojado, ¿por qué me mientes? Ve, tírala y sabrás lo que va a suceder, pues no se va a perder sin grandes maravillas.» Cuando Girflete ve lo que tiene que hacer, vuelve a donde estaba la espada, la toma y la contempla con amargura, lamentándose: «¡Buena y hermosa espada, es una gran pena para ti no caer en manos de algún hombre valeroso!» La lanza entonces al lago, a lo más profundo y lo más lejos que puede; y cuando se acercaba al agua, vio una mano que salía del lago y que apareció hasta el codo, pero no vio nada del cuerpo; la mano agarró la espada por el puño v la agitó tres o cuatro veces en alto.

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