La muerte del rey Arturo (25 page)

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BOOK: La muerte del rey Arturo
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179.
El rey, que oye este mensaje, responde al criado: «Ve a decir a tu señor que esta tierra, que es mía por herencia, de ningún modo la dejaré por su deseo, sino que me quedaré en ella, como mía que es, para defenderla y expulsarle como perjuro; que tenga por seguro Mordrez el perjuro que morirá a mis manos; dile estas cosas de mi parte y que me agrada más enfrentarme a él que dejarle, incluso aunque tuviera que matarme.» Después de estas palabras, no se entretuvo el criado; se marchó sin despedirse y cabalgó hasta llegar ante Mordrez, a quien contó palabra por palabra lo que había dicho el rey Arturo, y añadió: «Señor, sabed que no podéis esquivar la batalla, si es que os atrevéis a esperar hasta mañana. —Sin dudar lo esperaré, responde Mordrez, pues no deseo nada tanto como la batalla campal contra él.»

180.
Así quedó decidido el combate en el que murieron muchos nobles sin merecerlo. Aquella noche tuvieron miedo los hombres del rey Arturo, pues sabían que tenían mucha menos gente que la hueste de Mordrez; por eso temían el enfrentamiento. Mordrez había suplicado tanto a los sajones, que acudieron en su ayuda: eran grandes y fuertes, pero no eran tan diestros en el combate como la gente del rey Arturo; odiaban al rey con odio mortal y por eso se habían vuelto hacia Mordrez, a quien le habían rendido homenaje los más altos hombres de Sajonia, pues en aquel momento pensaban vengar con mucho los grandes contratiempos que el rey Arturo les había provocado en alguna ocasión. Así se reunieron muchos hombres procedentes de todas partes. Tan pronto como rayó el día, se levantó el rey Arturo y oyó misa; después, se armó y ordenó a su gente que se armara. El rey dispuso diez cuerpos de ejército: el primero, conducido por Yváin; el segundo, por el rey Yon; el tercero, por el rey Karadoc; el cuarto, por el rey Carabentín; el quinto, por el rey Aquisán; el sexto, por Girflete; el séptimo, por Lucán el Copero; el octavo lo conducía Sagremor el Desmesurado; el noveno, Guivrete; el último lo conducía el rey Arturo y en él iba la flor de su gente; y en éste tenían puestas sus esperanzas, pues había muchos valientes que no serían fácilmente vencidos, si no eran atacados por gran número de enemigos.

181.
Cuando el rey Arturo hubo reunido y dispuesto así su ejército, rogó a cada dignatario que pensara en actuar bien, pues si podía salir con honra de este combate, no hallaría quien osara rebelarse contra él nunca más. Así estableció el rey sus cuerpos; y también lo hizo Mordrez, pero, como tenía más gente que el rey Arturo, formó veinte cuerpos y en cada uno tantos hombres como era necesario, y buenos caballeros al frente de ellos; en el último colocó a los mejores y puso juntos a todos aquellos de quienes más se fiaba y él los conducía; dijo que con este cuerpo se enfrentaría a Arturo, pues sus espías ya le habían dicho que el rey iba al frente del último de sus cuerpos. En los dos primeros Mordrez no tenía ningún caballero que no fuera sajón; en los dos siguientes estaban los de Escocia; después, los de Gales: sus hombres ocupaban dos cuerpos; luego, los de Norgales, en tres cuerpos. Así había elegido Mordrez los caballeros de diez reinos; cabalgaron todos en orden hasta llegar a la gran llanura de Salisbury, donde vieron el ejército del rey Arturo y las banderas que se agitaban contra el viento; los de la hueste del rey Arturo esperaban, montados, a que llegaran los hombres de Mordrez; cuando se acercaron tanto que ya sólo faltaba golpearles, vierais bajar lanzas.

Delante de todos los sajones venía Arcán, hermano del rey de los sajones, armado sobre el caballo con su arnés completo. Cuando lo vio mi señor Yváin, que era el primero de sus compañeros y esperaba el primer encuentro, galopa contra él con la lanza bajada; Arcán golpea a mi señor Yváin y rompe la lanza; mi señor Yváin le da con tal dureza que le atravesó el escudo y le mete el hierro de la lanza en medio del cuerpo; lo empuja bien, derribándolo del caballo y, al caer, se quiebra la lanza, de modo que queda tendido en el suelo y herido de muerte; entonces exclama un pariente de mi señor Yváin, de forma que muchos le oyeron: «¡Sajonia ha sido despojada de uno de sus mejores herederos!» Entrechocan los ejércitos, el primero del rey Arturo contra los dos de los sajones; allí podíais ver en el encuentro muchos golpes de lanza y caer muchos buenos caballeros; y muchos buenos caballos correr, abandonados, por el campo, sin nadie que los retuviera; podíais ver, en poco rato, la tierra cubierta de caballeros, muertos unos, heridos otros. En el llano de Salisbury así comenzó la batalla, por la que el reino de Logres fue a la destrucción, a la vez que muchos otros, porque después no hubo tantos nobles caballeros como había habido antes; tras su muerte, las tierras quedaron desoladas y yermas, sin buenos señores, pues todos murieron con gran dolor y aflicción.

182.
Se entabló un combate duro y digno de admiración; cuando los de delante rompieron sus lanzas, toman las espadas y dan golpes tan grandes, que hacen que las espadas se hundan en los yelmos hasta el cerebro. Muy bien actuó aquel día mi señor Yváin, haciendo sufrir mucho a los sajones; cuando el rey de éstos hubo contemplado un rato, se dijo a sí mismo: «Si éste vive mucho tiempo, seremos vencidos.» Galopa contra mi señor Yváin, en medio del combate, tan deprisa como puede su caballo y le golpea con toda su fuerza, de forma que el escudo no puede" impedir que le meta la lanza por el costado izquierdo, pero no lo hiere de muerte; al pasar, mi señor Yváin le golpea con la cortante espada, de manera que hace que su cabeza vuele y que el cuerpo caiga a tierra. Cuando los sajones vieron a su señor en el suelo comenzaron a hacer un enorme duelo; a los de Logres, cuando oyeron las lamentaciones que habían iniciado, no les importa, sino que les atacan con las espadas desenvainadas; los matan y les hacen tal mortandad, que en poco rato los pusieron en fuga, pues no había —entre ellos— quien no tuviera una herida grande o pequeña, y estaban más derrotados por la muerte de su señor que por otra cosa. Cuando los sajones abandonaron el campo y huyeron, los de Logres los persiguieron; en su huida se lanzaron hacia los de Irlanda, que al galope de sus caballos iban a ayudarles, espoleando contra los hombres de mi señor Yváin; les atacaron con ímpetu, pues estaban frescos y descansados, de modo que murió una gran parte. Los que eran valientes y preferían morir a volverse, los recibieron lo mejor posible, aunque estaban cansados y fatigados. En aquel momento fue derribado mi señor Yváin y herido por dos lanzas: hubiera muerto y todos sus compañeros hubieran resultado vencidos, a no ser por el rey Yon que, al mando del segundo cuerpo del ejército, les socorrió lo antes que pudo con tanta gente como tenía. Mortalmente se golpean por ambas partes metiéndose las lanzas en los cuerpos; se derriban de los caballos, unos por un lado, otros por otro, de forma que en poco rato podríais ver toda la llanura cubierta de heridos y de muertos. Cuando los de Irlanda y los hombres del rey Yon se enfrentaron, podíais ver dar y recibir golpes, y caballeros cayendo a tierra. El rey Yon, que buscaba el mayor peligro, ha recorrido todo el campo hasta llegar a un lugar donde encontró a mi señor Yváin, a pie, entre sus enemigos, y quería montar, pero no podía, pues los otros lo tenían muy de cerca; cuando el rey vio esto se lanza contra los que pretendían matar a mi señor Yváin, dándoles grandes golpes allí donde los encuentra; los esparce y separa —quisieran o no— y les hace retroceder, de forma que mi señor Yváin montó sobre un caballo que el mismo rey le dio.

183.
Nada más montar, como quien tiene gran valor, mi señor Yváin volvió al combate; el rey Yon le dice: «Señor, cuidaos lo mejor que podáis, si no queréis morir.» Mi señor Yváin le responde que nunca temió morir, sino hoy; «y me admira cómo ha podido ser, pues jamás el miedo me hizo temer». Entonces se meten en la batalla y vuelven a dar grandes golpes, con tal rapidez como si no hubieran hecho nada en el día; por su valor, los irlandeses son vencidos y huían, cuando un caballero irlandés, al galope con una cortante lanza en su mano, hiere al rey Yon con tal fuerza que la armadura no puede impedir que le meta en el cuerpo hierro y asta, de forma que una buena parte de la punta apareció por el otro lado; lo golpea bien, derribándolo a tierra tan herido que no necesita médico: al verlo mi señor Yváin, exclama: «¡Ay! ¡Dios, qué desgracia es que este valiente caballero haya muerto tan pronto! ¡Ay! Mesa Redonda, hoy bajará vuestra gran altura, pues me parece que se os despojará de vuestros criados que os han mantenido hasta ahora en el alto nombre en que estabais.» Tales palabras dijo mi señor Yváin cuando vio al rey Yon yacer en el suelo; ataca al que lo había matado y lo golpea con tanta fuerza que lo parte hasta los dientes, derribándolo muerto. Dijo: «Ya está muerto éste y, sin embargo; no ha sido restituida la vida de aquel valiente caballero.»

184.
Cuando los caballeros del rey Yon vieron a su señor muerto, se llaman desgraciados, infelices y por el llanto cesa la persecución; los que huían delante, al ver que se habían parado junto al cuerpo, supieron que lloraban por alguien que fue insigne noble; pero no se asustaron, sino que volvieron al instante y atacaron a los que hacían el duelo, golpeándoles con tanta fuerza que mataron a una gran parte y los hubieran matado a todos a no ser por el tercer ejército, que los socorrió al ver que iban hacia un gran martirio. Cuando el rey Karadoc —que mandaba el tercer cuerpo— supo que el planto que hacían era por el rey Yon, a quien habían matado aquéllos, dijo a sus hombres: «Señores, vayamos al combate; no sé qué será de mí. Si me matan, os ruego por Dios que no se note, pues vuestros enemigos podrían ganar valor y atrevimiento con eso.» Así habló el rey Karadoc al entrar en el combate; y cuando estuvo entre sus enemigos, actuó tan bien que nadie que lo viera lo tendría por cobarde; por su valentía, volvieron la espalda los de Irlanda y se dieron a la fuga todos, como si no esperaran más que la muerte: mataron tantos de ellos los hombres del rey Karadoc, antes de que recibieran socorro, que podríais ver todo el lugar cubierto. Cuando los altos nobles de Escocia vieron en tan vil situación a sus compañeros, no lo pueden soportar: atacan a los hombres del rey Karadoc. Heliadés, que era señor de Escocia, porque había recibido el honor de Mordrez, ataca al rey Karadoc, que estaba mejor montado que sus hombres, y con más riqueza. Este no lo esquiva, pues era bastante valiente como para esperar al mejor caballero del mundo; se golpean con las lanzas atravesando los escudos y chocan con tal fuerza que, en medio del cuerpo, se meten las cortantes picas, de forma que los hierros aparecen por la otra parte; se derriban, atravesados, sin que uno pueda reírse del otro, pues los dos están heridos de muerte. A salvarlos se lanzan las dos partes, cada cual para ayudar al suyo y apresar al otro; los hombres del rey Karadoc se esfuerzan tanto que consiguen hacerse con Heliadés, pero se encontraron con que el alma se le había ido del cuerpo, porque había sido herido en medio del cuerpo con la lanza; desarman al rey Karadoc y le preguntan cómo está; les responde: «Sólo os ruego que venguéis mi muerte, pues sé bien que no veré la hora de nona; por Dios, que no se os note, pues los nuestros podrían ser vencidos inmediatamente y, entonces, la pérdida sería mayor. Quitadme la cota de malla y llevadme sobre mi escudo hasta aquella cuesta; allí moriré más a gusto que aquí.» Lo hicieron como él les había ordenado; lo llevaron a la montaña muy entristecidos, pues amaban con gran amor a su señor; después de ponerlo bajo un árbol, les dijo: «Volved al combate y dejadme aquí custodiado por cuatro escuderos; vengad mi muerte como podáis; si alguno de vosotros consigue salvarse, le suplico que lleve mi cuerpo a Camaloc, a la iglesia en la que yace mi señor Galván.» Le contestan que lo harán de grado; le preguntan: «Señor, ¿creéis que en esta batalla habrá tal destrucción como decís? —Os aseguro, les responde, que desde que la cristiandad llegó al reino de Logres, no hubo batalla en la que murieran tantos valientes como morirán en ésta; es la última que habrá en tiempos del rey Arturo.»

185.
Tras oír estas palabras, lo dejan y vuelven al combate; lucharon tan bien los hombres 'del rey Karadoc y los del rey Yon, que los escoceses, irlandeses y sajones fueron vencidos. Más de la mitad de los hombres de los tres cuerpos del rey Arturo yacían muertos en el suelo; con las hazañas que habían realizado consiguieron acabar con los seis cuerpos del ejército de Mordrez e incluso se lanzaron contra los cuerpos salidos del reino de Gales; en estos dos cuerpos había muchos valientes, a los que les tardaba ya entrar en el combate y les pesaba haber estado descansando tanto tiempo; recibieron con firmeza a los hombres del rey Arturo, de forma que fueron pocos los que quedaron en las sillas, porque ellos no habían hecho nada en todo el día y los hombres del rey Arturo estaban cansados y fatigados de dar y recibir golpes. En este encuentro fue derribado mi señor Yváin y estaba tan agotado que permaneció un buen rato desmayado; comenzó entonces la persecución de los hombres del rey Arturo; en la acometida pasaron más de quinientos caballeros sobre mi señor Yváin, que le causaron tanto dolor que —si en aquel día no hubiera tenido daños mayores— habría tenido suficiente en aquella ocasión; ésta fue la cosa que más lo debilitó y que le quitó más fuerza y vigor. Así se dieron a la fuga los hombres del rey Arturo. Cuando el rey Carabentín de Cornualles vio que les tocaba la peor parte, dijo a sus hombres: «¡Ahora!, ¡a ellos!, ¡los nuestros son vencidos!» Entonces ataca el cuarto cuerpo del rey Arturo: allí podíais oír cómo gritaban en su acometida las contraseñas de diversa gente, y podíais ver cómo caían los caballeros, derrumbándose, muertos los unos y heridos los otros; jamás visteis un encuentro más doloroso que aquél, pues se odiaban con odio mortal. Cuando se rompieron las lanzas, desenvainan las espadas y se dan grandes golpes, de forma que se parten los yelmos y hacen pedazos los escudos; se derriban de los caballos y cada cual procura la muerte a su compañero. No tardó mucho Mordrez en enviar dos escuadrones para ayudar a sus gentes. Cuando el rey Aquisán —que mandaba el quinto ejército— los vio acercarse a la llanura dijo a los que con él estaban: «Vayamos hacia allá, de modo que podamos interceptar a los que ahora se han alejado de su gente; procurad no tropezar con nadie antes de dar con ellos; cuando hayáis llegado, atacadles, que sean sorprendidos.» Lo hicieron tal como les ordenó, pues esquivaron a todos cuantos les había mostrado y cayeron sobre el ejército que se había alejado de Mordrez; al chocar las lanzas habríais oído tal estrépito que no se oiría a Dios tronante; en el encuentro, más de quinientos fueron al suelo y los de Mordrez resultaron muy dañados al comienzo.

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