Read La muerte del dragón Online
Authors: Ed Greenwood & Troy Denning
—Me gustaría que tal cosa fuera posible —replicó el rey—. Pero por mucho que nos esforcemos, nunca lograremos que los orcos o los trasgos formen en un campo de batalla para enfrentarse a nosotros, así que jamás podremos darles una paliza que no olvidarían.
—Bien, aunque esa oportunidad aparezca ante tus ojos, tienes que ignorarla.
—¿Cómo? ¿Y por qué? —preguntó Azoun, echando la cabeza a un lado. A medida que pasaba el tiempo, la moza hablaba cada vez más como un veterano maestre de batalla. Lo que hiciera a continuación le serviría para averiguar si estaba preparada para convertirse en un líder de confianza.
—Será una trampa, tendida para llevarte a la perdición —respondió Alusair—. Para reunir a lo mejor de Cormyr en este lugar, donde perecer a manos de una cantidad ingente de orcos y trasgos.
—¿Tan desesperada es nuestra situación? —preguntó Azoun, enarcando las cejas.
—Padre, aún es peor que eso —respondió la princesa de acero. Dio dos rápidos pasos hasta la roca y se alzó cuan alta era. Por muy orgulloso que se sintiera, Azoun reprimió una sonrisa.
—¡Allí! —exclamó Alusair, señalando con su espada—. ¡Y allí!
Su padre miró en ambas direcciones, sabiendo lo que vería. Bandas diseminadas de trasgos y orcos se cernían en un número inabarcable sobre los maltrechos cormytas. Los marranos recorrían el terreno escarpado como riachuelos de agua que anegan la tierra seca, como dedos negros extendidos con avaricia en busca de vidas humanas: los rodeaban por tres costados, que no tardarían en convertirse en cuatro. Si los cormytas no huían como el viento de aquel lugar, se verían rodeados y morirían en vano, dejando todo el reino en manos del dragón y de aquellas criaturas asesinas.
—Que hablen los cuernos —dijo Azoun con cierta amargura—. No nos queda sino Arabel, aunque empiezo a dudar que sus fuertes murallas puedan protegernos mucho tiempo. Dioses, ¡míralos!
—Las balistas y las catapultas de sus murallas podrán con unos centenares de ésos —dijo Alusair—, aunque me sentiría más satisfecha si tuviéramos una espada que acabara con un millar de enemigos de un solo tajo. Son muchos, ¿no te parece? —Se mordió pensativa el labio inferior—. No hay tiempo para quemar unos cuantos árboles...
—Pero ese dique —dijo lentamente el rey—, aún no está terminado, si no recuerdo mal el último informe de Dauneth. Estará seco.
—Sí... a estas alturas discurre hasta kilómetro y medio al oeste de las murallas —murmuró Alusair. Cruzaron la mirada, y no necesitaron decir más.
Si los orcos se encontraban acorralados entre el dique y una línea inflexible de vegetación y pellejos de aceite de quemar, lleno el dique de más aceite, y prendían ambos con flechas incendiarias, podrían apuntar las balistas y las catapultas a un espacio concreto, y segar la vida de millares de marranos.
—Has prestado atención a demasiadas hazañas bélicas, padre. —Alusair profirió un suspiro, sabedora de que no sería ni tan fácil, ni tan efectivo como los pensamientos del rey pudieran considerarlo.
—Y yo llevo muchos más veranos empuñando la espada de lo que tú llevas en este mundo —le recordó Azoun con una sonrisa socarrona, acariciando de plano el brazo cubierto de armadura de su hija con la espada.
Alusair puso los ojos en blanco y profirió un gruñido como burla a la veteranía de su padre.
—De acuerdo, pero ¿en qué extremo debemos situarnos?
La respuesta del rey consistió de una estocada burlona con la espada. Sus ojos se encontraron sobre el acero, rompieron a reír al mismo tiempo, y el rey se volvió hacia el ceñudo portaestandarte que no estaba lejos.
—Marcharemos hacia Arabel tan deprisa como podamos. Pase la orden.
Obviamente, los capitanes los habían estado observando. Antes de que el grandullón portaestandartes se volviera hacia ellos, sonaron las trompetas. Los hombres se incorporaron, levantaron las mochilas y las armas, excepto quienes habían servido en alguna ocasión con la princesa de acero. Éstos la miraron, y vieron precisamente lo que habían esperado. Había levantado una mano, y con ella hacía la señal de reagruparse mientras caminaba hacia donde formaba la retaguardia.
En silencio, sin aspavientos, aquellos hombres se dirigieron hacia ella. Alusair inspiró profundamente y se preguntó durante cuánto tiempo lo harían.
V
angerdahast era la proverbial mosca en la pared de la sala de operaciones de los trasgos, aunque, de hecho, se había transformado en un murciélago con orejas de ratón, en deferencia al menú variado de sus súbditos, menú invisible, por cierto. Desaparecido Nalavara, se sentía libre para emplear toda la magia que le viniera en gana, además de haber utilizado una araña viva que había encontrado en la cocina, y un pellizco de carbón quemado de los hornos para formular sobre sí mismo un hechizo de trepar como la araña. Colgaba cómodamente de una esquina elevada, observando la mesa de operaciones cubierta de arena, rodeada por generales trasgos. En un extremo, el más cercano, estaba la silla del general en jefe, que tenía un respaldo tan alto que Vangerdahast ni siquiera podía ver quién se sentaba en ella. En el extremo opuesto había una silla aún mayor con asiento de pelo de mofeta, donde reposaba la corona de hierro que Nalavara había intentado darle. Rowen no estaba allí. Esperaba fuera, oculto en un recodo situado en lo alto del palacio Grodd, arrojando lluvia sobre veinte legiones de trasgos intrigados, reunidos en la plaza que había ante el palacio.
Un trasgo pequeño, enfundado en un peto de hierro, se incorporó en la silla del general y se puso a cuatro patas sobre la mesa de operaciones. El trasgo (Vangerdahast aún no era capaz de distinguir a los machos de las hembras) se desplazó a gatas hasta el centro de la mesa, donde una tira de cuero servía de marco a un mapa hecho con guijarros, que guardaba un parecido increíble con el callejero de Arabel. En medio de la maqueta, formando ángulos rectos, vio cuatro hilos, cada uno de los cuales representaba una de las carreteras que llegaban hasta la ciudad de las caravanas. En el cuadrante situado entre Carretera Alta y Camino de Calantar habían colocado unas cuantas plumas de cuervo, que representaban el Bosque del Rey, que se extendía al sudoeste de la ciudad.
Otro trasgo siguió al líder hasta la mitad de la mesa, después sacó dos puñados de escarabajos muertos de la bolsa que llevaba colgada del cinturón y los arrojó sobre la arena: un puñado en el cuadrante noroeste de la ciudad, y otro en el bosque, al sudoeste. Con la atención de los demás, el líder dispuso cuidadosamente ambos grupos de criaturas en filas triples representando a una compañía pesada cormyta con su complemento de magos guerreros. Los escarabajos situados en cabeza de ambos grupos se encontraron en Carretera Alta, justo al oeste de Arabel, y parecían tener intención de dirigirse hacia la ciudad.
El trasgo señaló la compañía procedente del norte.
—Ésta es la legión de la princesa de acero. —Como había hecho buen uso de los ingredientes encontrados en las cocinas de palacio, Vangerdahast los había aprovechado para formular un hechizo de comprensión de lenguas, por lo que supo que la voz del líder pertenecía a Otka, cónsul supremo de los Grodd—. Al parecer, ha causado muchos problemas a nuestros aliados los orcos.
Otka señaló la compañía procedente del sur.
—La legión del rey púrpura es ésta. —Extendió la palma de la mano, y su ayudante le tendió un puñado de hormigas muertas, que dispuso cuidadosamente en dos cuadros que amenazaban la retaguardia del ejército de Azoun—. Las legiones de Pepin y Rord lo han obligado a retroceder, y los Desnudos aún controlan el sur.
Un amargo resentimiento inundó a Vangerdahast. El hecho de verse atrapado allí mientras un puñado de trasgos circulaban libremente por el plano que constituía su hogar le ponía de los nervios.
De nuevo, Otka extendió la palma de la mano. Su ayudante le dio un puñado de cucarachas, que dispuso en una masa amorfa a retaguardia del ejército de Alusair. Cuando vio que una de las criaturas no estaba muerta, la cogió con un puñado de arena y la engulló; después, colocó las otras cucarachas y allanó el hueco resultante.
En cuanto hubo terminado, su ayudante se volvió hacia otro ayudante, que sacó una preciosa libélula roja, montada en un alambre largo. Casi con un cuidado reverencial, el ayudante entregó el objeto a Otka, que lo tomó con ambas manos para después hundir el alambre en la arena, junto a Carretera Alta, de tal forma que la libélula planeara sobre el cruce entre ambos ejércitos cormytas.
—El Dador se ha reunido con los marranos, y ahora la princesa de acero debe huir a la gran fortaleza de Cuatro Carreteras. —Otka hundió un dedo en el enorme complejo del palacio de Arabel, y después añadió—: Aquí detendremos a los humanos, antes de que hagan a los Grodd lo que hicieron a Cormanthor. Aquí compensaremos al Dador por todo lo que nos ha enseñado.
Vangerdahast esperaba que Otka siguiera hablando, pero en lugar de ello aceptó un puñado de hormigas muertas que le tendía su ayudante y empezó a disponerlas a lo largo de las calles de Arabel.
—Por aquí se dirige la legión de Makr, para llenar las calles de levante con muerte y fuego. Por aquí las legiones de Himil, Yoso y Pake, dispuestas a tomar la puerta occidental y abrirla cuando lleguen los marranos. Por aquí marcha la legión de Jaaf...
Vangerdahast escuchó cada vez más horrorizado a medida que Otka exponía el plan de erradicar no sólo al ejército cormyta, sino también la ciudad de Arabel. El trasgo no tenía necesidad de describir qué sucedería después. Sus legiones se extenderían por Cormyr, expulsando a todos los humanos de la tierra y reduciendo sus espléndidas urbes a restos humeantes. El valle de las Sombras, Sembia y los demás reinos colindantes enviarían tropas, bien para ayudar a Cormyr o para quedarse con lo que pudieran, pero llegarían demasiado tarde y la ayuda sería escasa. Para cuando se movilizaran, los Grodd controlarían todos los puntos cruciales: el Paso de Gnoll, el desfiladero del Trueno, Cuerno Alto, las ciudades portuarias, Wheloon y su puente crucial. Sus efectivos y organización asombrarían a todo aquel que se enfrentara a ellos, y con Nalavara de refuerzo, el reino sería suyo.
Vangerdahast escuchó con atención a medida que Otka daba órdenes y destacaba tropas, intentando, a partir de sus instrucciones, discernir alguna pista de cómo se comunicaba con las legiones que ya había despachado a Cormyr. Pensando que, quizá, la desaparición de Nalavara hubiera despejado la magia que lo mantenía recluso en las cavernas, el mago ya había intentado teletransportarse y caminar por los planos hasta llegar a casa, pero el único resultado había sido que Rowen y él pasaron varias horas buscándose el uno al otro. No había cosechado mejor suerte con el hechizo de comunicación. Cuando intentó ponerse en contacto con Rowen, lo único que oyó fue el enloquecedor rumor del vacío.
Y pese a todo, Nalavara había ido a parar a Cormyr cuando él había deseado que dejara de existir, y los trasgos tenían absoluta libertad para pasar de un lado a otro, como Xanthon. En aquel momento estaban situados a lo largo del borde del agujero negro donde el dragón había ido desde la plaza, formados en ordenadas líneas, dispuestos a atravesar la oscuridad y adentrarse en el corazón de Arabel. Vangerdahast se maldijo por no comprender cómo le había encarcelado Nalavara, y también por ser lo bastante estúpido como para liberar al dragón en plena Cormyr. Lo cierto es que contaba con que podía ocurrir cualquier cosa. Si se hubiera mordido la lengua, Nalavara hubiera acabado con Rowen y quizá con él y el cetro de los Señores, para después marcharse llegado el momento. Lo único que logró al formular el deseo fue conservar la esperanza, y eso era, en realidad, lo único que había esperado lograr.
Mientras Vangerdahast observaba cómo Otka disponía sus legiones de hormigas (dedujo que la escala correspondía a una hormiga por cohorte), pensó en la posibilidad de utilizar de nuevo el anillo de deseos. Si Nalavara se había desplazado a Cormyr después de haber deseado que dejara de existir, quizá Vangerdahast lograra lo mismo si deseaba lo mismo pero para sí mismo. A juzgar por la manera en que los ojos perlados de Rowen observaban el anillo, aún poseía magia de sobra, y no era descabellado pensar que si había funcionado una vez, podía volver a hacerlo.
El problema era que los deseos eran cosas razonables, y precisamente eso era lo que hacía que fueran completamente impredecibles. Para que el Multiverso permaneciera en equilibrio, tenía que existir cierto equilibrio de deseos, de tal modo que incluso cuando se concediera algo a quien lo deseaba, también se hiciera realidad algo que no deseara. Si la gente pudiera limitarse simplemente a desear cosas sin sufrir ninguna consecuencia, el Multiverso se volvería inestable y perdería el control. Al desear que Nalavara dejara de existir, se había limitado a sacar al dragón de su existencia inmediata y lo había colocado en otra donde aún quería verlo menos, y de esta manera el Multiverso seguía en equilibrio.
Al desear volver a Cormyr, tendría que desear algo que no quería y confiar en lograr lo que sí quería como reacción. Tendría que desear dejar de existir, pero elegir las palabras adecuadas para asegurarse que volvería al plano de la existencia en Cormyr. Eso, por supuesto, daría pie a otra reacción, puesto que en realidad lo que deseaba no podía ser tan importante como lo que en realidad deseaba pero no quería... Vangerdahast se sintió como si estuviera de pie entre dos espejos, intentando descubrir cuál era el último reflejo, cuando tal cosa no existía. Por muy cuidadoso que fuera a la hora de formular el deseo, no haría sino jugarse el pellejo. Pero si encontraba un modo de manipular el hechizo, estaría jugando con el Multiverso. Eso no podía hacerlo de ninguna manera, ni siquiera para salvar Cormyr.
Otka impartió las últimas ordenes y se volvió para dirigirse a sus generales, recordándoles cuánto debían a Nalavara por haberles obsequiado el hierro y la civilización, y que todo lo que el Dador les había pedido era que algún día atajaran los abusos de las cosas humanas.
A medida que hablaba, Vangerdahast observó a lo largo de la estancia el lugar donde se encontraba la corona de hierro sobre el asiento del trono vacío. En dos ocasiones Nalavara le había ofrecido la corona, y en dos ocasiones la había rechazado. Aunque quisiera regir una nación poblada de trasgos, cosa que no quería, no tenía ningún motivo para confiar en el dragón. La oferta le pareció un simple truco para tomarlo a su servicio, o, más probablemente, una jugarreta para despertar las ambiciones inconfesables que cualquiera, excepto él, albergaba en el fondo de su corazón. Había rechazado la corona por no tener valor, ni para sí mismo ni para los demás, y allí estaba, sobre el vacío asiento.