La muerte del dragón (26 page)

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Authors: Ed Greenwood & Troy Denning

BOOK: La muerte del dragón
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—Lo que esa gente necesita, Alaphondar —dijo la princesa— es comida.

—Por supuesto que sí, alteza —respondió ceñudo el mago—, pero ¿qué tiene eso que ver con el asunto que llevamos entre manos?

—Nada —admitió Tanalasta. Siguió mirando los Jardines Reales, y de pronto supo lo que tenía que hacer—. Nada y todo. Obviamente, nada puedo hacer para detener a las ghazneth, e incluso puede ser que no pueda hacer nada para detener a lord Goldsword, pero sí hay algo que puedo hacer.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Alaphondar con expresión pensativa.

—Puedo alimentar a mi pueblo. —Hizo un gesto para que Korvarr se acercara—. Capitán, envíe a un hombre con órdenes para los cocineros, y disponga mesas en el patio. Bajaré dentro de una hora, y espero que me tengan preparado un buen cucharón.

Se reunieron en un sitio de Suzail donde tenían lugar tales encuentros, en la tenuemente iluminada estancia de una taberna que se encontraba en un barrio donde ningún noble pudiente pondría el pie. Por eso los seis nobles se habían tomado la molestia de disfrazarse, y habían cubierto sus rostros con barbas postizas; por eso se habían teñido el pelo y habían tomado todas las precauciones habidas y por haber para evitar que alguien los siguiera. La estancia desprendía un olor fuerte a hidromiel, madera enmohecida y a marineros a quienes no les vendría mal tomar un buen baño. Estaba rodeada por los cuatro costados de otras estancias similares, vacías gracias al pago de cinco coronas de oro por cabeza, precio con el que el grupo había llamado más la atención que los pañuelos perfumados con que protegían su nariz a medida que se adentraban en el discreto refugio.

Hablaba Frayault Illance, ridículamente disfrazado su rostro de dandi con un parche púrpura en el ojo y tres cicatrices falsas.

—Se trata de la princesa. Natig Longflail me dijo que había oído decir a Patik Corr que el sastre de la princesa le había dicho a su esposa que no había cosido ni confeccionado un vestido de novia para Tanalasta, y que él no apoyaría a un bastardo en el Trono Dragón, ya fuera el hijo de Rowen Cormaeril, de Alaphondar Emmarask o de Malik el Sami yn Nasser, ¡y dicho eso, murió! Los espías de la princesa lo encontraron, os lo digo yo, y fueron sus asesinos quienes lo mataron.

—¿Y no estarás culpando a la princesa sólo porque no quiso escuchar tus cuitas, Frayault? —preguntó Tarr Burnig. Era un hombretón entrado en carnes, que normalmente lucía una poblada barba pelirroja; se había cortado las patillas y disfrazado de guardia de una carabela mercante que no hacía mucho había vuelto de hacer la guerra en el mar, y de hecho era de los pocos que estaban a la altura del disfraz—. Natig me explicó que siempre y cuando la princesa se casara cuando tuviera el hijo, él se pondría de su parte y enviaría a los Nueve Infiernos a Emlar Goldsword y sus sembianos.

—¿Y por qué todos esos asesinatos no pueden ser cosa de los sembianos? —preguntó lord Jurr Greenmantle—. Por qué iba a importarles de qué lado nos decantemos: si nos matan hasta que no seamos lo bastante fuertes como para decantarnos por Tanalasta, aunque quisiéramos, la princesa no tendrá más remedio que someterse a sus condiciones.

Todos se enzarzaron en una acalorada disputa, hasta que se levantó un hombre alto de pelo negro y barba larga, y empezó a golpear la mesa con la empuñadura de la daga.

—¡Basta! ¡Basta! —La voz pertenecía a Elbert Redbow, que no era ni alto ni de tez oscura, pero que sí era lo bastante rico como para hacerse pasar por tal al menos por una noche—. Podríamos discutirlo toda la noche sin que ninguno de nosotros ceda ni un ápice en su posición. Incluso he oído decir que podría tratarse de las ghazneth, aunque no sé por qué iban a preocuparse. La princesa no ha demostrado ser muy eficaz a la hora de enfrentarse a ellas.

—¡Escuchadle! ¡Escuchadle! —Era la primera cosa en la que los seis habían logrado ponerse de acuerdo.

—¿De modo, lord Redbow, que tiene un plan?

—Así es. —Su voz se hizo más grave, y apoyó los nudillos encima de la mesa—. Tenemos que dejar de hablar y empezar a actuar.

—¡Escuchadle, escuchadle! —concedieron de nuevo los presentes.

—Enviaremos a alguien a todas las partes interesadas que sean sospechosas —explicó Elbert—. El enviado fingirá ser un cobarde redomado que teme por su propia vida, y asegurará que hemos organizado una reunión secreta para divulgar pruebas sobre la identidad del asesino.

—¡Y averiguaremos la identidad del asesino dependiendo de quién se presente para cerrarnos la boca! —exclamó Tarr—. ¡Menudo plan, menudo plan!

—Siempre y cuando resulte —dijo Frayault—, pero ¿qué hacemos después de descubrirlo?

—¿De veras es usted tan lento como parece? —preguntó lord Greenmantle—. ¡Pues nos uniremos a ellos, por supuesto!

Llegados a ese punto llamaron a la puerta. Los seis nobles volvieron la mirada.

—¡Dijimos que no queríamos que nos molestaran! —masculló Elbert Redbow.

—Sí, pero es que no han pedido ni una sola jarra de licor —replicó el tabernero—. ¿Cómo se supone que voy a pagar mis gastos? Todos ustedes deben, al menos, pedirme una jarra.

—¿Qué me decís? —preguntó Elbert, molesto—. De todas formas estoy que me muero de sed.

—Una jarra no hace daño a nadie —asintió lord Greenmantle, al tiempo que se acercaba a la puerta.

Greenmantle apenas había corrido la silla con que habían atrancado la cerradura, cuando la puerta se abrió de par en par y una mano anónima arrojó un objeto diminuto en la estancia. Elbert Redbow maldijo y se arrojó a lo largo de la mesa para caer sobre el objeto, que cedió bajo su peso, y de pronto se extendió por el reservado un desagradable olor a aceite y sulfuro.

Lord Redbow volvió a maldecir en voz alta, y después todo a su alrededor se tiñó de color escarlata.

24

G
uardad las distancias! —gritaron los capitanes de infantería, volviéndose montados a caballo para mirar a los soldados que desfilaban atrás y señalar con las espadas a los Dragones que estaban muy apretujados. El rey Azoun estuvo a punto de sonreír. Había pasado más de medio siglo desde que observó por primera vez que los oficiales parecían disfrutar señalando y gesticulando con las espadas. Pensó que hasta era posible que las pulieran y lustraran para lograr sus propósitos, para que sus hojas reflejaran la luz del sol cuando las emplearan en gestos tan grandilocuentes.

Los montaraces se habían adelantado, y los cuernos sonaban de vez en cuando para advertir al ejército en avanzada de la presencia cercana de patrullas de exploradores o forrajeadores orcos y trasgos. A menudo el toque del cuerno convencía a los trasgos de que lo mejor era echarse cuerpo a tierra, y esperar tendidos en el suelo a que surgiera la oportunidad de hundir el cuchillo en los humanos despistados que pasaran cerca, pero a menudo también los orcos se retiraban, mascullando juramentos y amenazas. Estas retiradas llevaban inevitablemente a un repliegue más y más importante en las colinas que se recortaban en la distancia, hasta que, llegado el final, las fuerzas del rey tendrían que enfrentarse a un ejército de marranos en toda regla.

A Azoun no le preocupaba lo más mínimo esta posibilidad ni que pudieran sorprenderle. Un ataque orco en masa sería convenientemente anunciado, estaba convencido de ello, por la aparición (caído probablemente del cielo para partir en dos a sus hombres o calcinarlos con fuego) del dragón. En aquel momento se le antojó extraño que el cielo llevara tanto tiempo libre de los vengativos wyrm.

Si al menos el uso más inocente de la magia no atrajera a las combativas ghazneth... Si al menos pudiera emplear a los magos guerreros como debía y averiguar tanto el paradero del dragón como a qué se dedicaba en todo momento. A aquellas alturas podía haber incinerado toda Suzail, tejado a tejado, pared a pared, o hundido la mitad de los barcos fondeados en el puerto de Marsember, o...

Empezaba a resultarle insufrible el no saber nada de lo que estaba sucediendo. Azoun había dejado atrás la edad en que a uno le sorprenden fácilmente las cosas, e incluso había superado la edad en que había mirado con buenos ojos un desafío más, sumado a las dificultades existentes. Empezaba a sentirse como un león aguerrido pero cansado, siempre con sueño, al que le dolían todas las articulaciones: un león que amaba el territorio propio.

Empezaba a sentirse viejo.

Azoun respondió al siguiente grito procedente de la garganta de un capitán con un gruñido quedo que arrancó un respingo del oficial y le hizo murmurar unas palabras a modo de disculpa. Azoun restó importancia al hecho con un gesto, y ni siquiera se volvió para mirarlo. El rey de Cormyr moriría allí, acero en mano, lejos de Filfaeril. Su cuerpo se enfriaría en la frontera del reino sin poder sentarse siquiera de nuevo en el trono, ni ver a los jóvenes vestidos de punta en blanco dar su primera vuelta a caballo después de hincar la rodilla ante él. Pero en aquel momento, cogido con fuerza a la perilla de la silla, levantada la mirada por encima de los interminables árboles y las lejanas montañas de color púrpura que se recortaban en el horizonte, esa perspectiva no le disgustaba. Si al menos pudiera emplear un poco de magia para que él y Filfaeril pudieran mirarse a los ojos por última vez, despedirse apropiadamente, decir y oír lo que tenían que decirse y... no habría problema. De veras. No le importaría morir, si es que debía. Después de todo, así era como actuaba el león... y le gustara o no, él era un león anciano.

La llamada de otro cuerno resonó procedente del borde, y Azoun olvidó sus pensamientos funestos y la muerte que estaba al acecho. Era la señal que habían acordado para indicar que habían divisado unidades de su bando. Tan sólo podía tratarse de Alusair, y lo mucho o lo poco que hubiera logrado salvar de su destacamento de nobles aceros.

Otro cuerno, más lejano aún, respondió a la llamada, alto y claro. Era Alusair en persona: anunciaba a todos que se acercaba a toda prisa, perseguida de cerca por el enemigo. Todos los que estaban reunidos alrededor del rey desenvainaron las armas o comprobaron si las dagas estaban desembarazadas, con una especie de satisfacción en sus rostros. La princesa de acero siempre traía consigo la batalla o la diversión, y estos hombres se sentían a sus anchas con cualquiera de ellas.

Casi con toda seguridad la perseguían los orcos, quizás acompañados por el dragón. Había llegado el momento de salvar de nuevo a Cormyr.

—Cualquiera diría que, después de todos estos años, ya me he acostumbrado —comentó Azoun sin dirigirse a nadie en particular, lo cual atrajo más de una mirada de curiosidad de quienes le rodeaban. Un rey aquejado de locura no era algo que uno quisiera admitir ni espolear, a menos que la desesperación se afianzara de los corazones de sus súbditos—. Me pregunto si estoy loco. Ya veremos, ya veremos...

Al cabo de un momento la vio coronar la cima. La armadura de Alusair reflejaba la luz del sol, y su pelo caía sobre sus hombros con el desorden habitual en ella, perdido el yelmo (algo que tampoco le extrañó). La princesa de acero agitaba la espada igual que los capitanes de Azoun, comandando, dirigiendo y exhortando a sus hombres como haría cualquier capitán de infantería.

La prudencia aconsejaba a un ejército advertido de la situación de que lo más conveniente era adoptar una posición defensiva y esperar al enemigo, pero todos los que rodeaban a Azoun echaron a correr entre gritos y demás muestras de júbilo, sin poder disimular su alegría. La princesa de acero producía ese efecto en los hombres de Cormyr que marchaban a la guerra. Era como si los dioses la hubieran hecho de fuego, hoguera hacia quien se volvían las miradas, hoguera que reconfortaba: un faro que en aquel momento corría hacia él, con los brazos abiertos para abrazarlo, y con un brillo en la mirada al que tan sólo podían seguir las lágrimas. Azoun pensó que quizá nunca volvería a ver lágrimas en sus ojos.

—¡Padre! —gritó mientras corría—. Dioses, cuánto me alegra verte.

—¿A mí? Pero si soy un saco de huesos —replicó Azoun, que la abrazó dando pie al clamor metálico de las corazas.

Fuertes eran los brazos de la princesa de acero, y ambos se zarandearon de un lado a otro en una especie de baile improvisado, antes de que la sonriente Alusair se apartara de él, llorando.

—¡Basta! Acabarás rompiéndome las costillas. Reconozco tu fuerza sin necesidad de que me des más pruebas.

—Pero tú, moza —murmuró Azoun, que atrajo su rostro hacia sí con un largo e insistente brazo—, aún podrías levantar la moral de todo un ejército. ¡El mío te seguiría en un abrir y cerrar de ojos!

—Me alegra saberlo —dijo con el semblante serio y sereno—, porque según parece he perdido el mío.

—Ese peso nunca desaparecerá de tus hombros —admitió Azoun, también en voz baja—. Tendrás que aceptar que siempre que lleves a la muerte a tus hombres, lo haces por el bien de Cormyr, por un buen propósito; puedes aferrarte a ello. Las vidas que sirvan para proteger al reino nunca se considerarán malgastadas... aunque no puedo decir lo mismo por quienes mueren debido a un error real.

—¿Soy ahora culpable de semejante error? —preguntó Alusair, que miró a su padre de soslayo, a través de un mechón de pelo rebelde que le tapaba la frente. Mientras pronunciaba esas palabras, movió la cabeza en un gesto desafiante, pese a lo cual la princesa parecía muy interesada en conocer la respuesta que su padre pudiera darle.

Azoun no se detuvo a sopesar lo que iba a decir, sabedor de que su silencio hubiera bastado a Alusair para sacar sus propias conclusiones, conclusiones que no habría podido subsanar por mucho que se hubiera esforzado.

—La única locura real de la que ambos podamos considerarnos culpables, desde que el caos se ha abatido sobre el reino —dijo, convencido—, es la de reclutar ejércitos para enfrentarnos a nuestros enemigos en ordenadas formaciones, cuando dichos enemigos se abaten desde el cielo para hacer una carnicería entre los nuestros, arrasar la tierra cuando los perseguimos y quemar todas las granjas que encuentran a su paso.

Alusair asintió sabiamente, como cualquiera de los veteranos maestros estrategas que habían impartido sus conocimientos a Azoun.

—Espero que eso suponga que no intentaremos perseguir a un centenar de trasgos que dejen un centenar de huellas en distintas direcciones, ni que intentemos atraer a estas tierras a los orcos o los trasgos para celebrar una batalla en toda regla.

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