«—Tu padre; tu padre, Lorenzo… ¿Crees…? ¿Crees que se puede aprobar…? No sé, de hombres santos… de verdaderos mártires… »
—Domine non sum dignus…
Tú olerás, en el fondo de tu dolor, ese incienso que no acaba de disiparse y sabrás, detrás de tus ojos cerrados, que las ventanas han sido cerradas también, que ya no respiras el aire fresco de la tarde: sólo el tufo del incienso, el rostro del sacerdote que pasará a darte la absolución, un oficio extremo que tú no pedirás, que aceptarás, sin embargo, para no gratificarlos con tu rebeldía de última hora: querrás que todo suceda sin que tú le debas nada a nadie y querrás recordarte en una vida que a nadie le deberá nada: ella te lo impedirá, el recuerdo de ella la nombrarás: Regina; la nombrarás: Laura; la nombrarás: Catalina; la nombrarás: Lilia— que sumará todos tus recuerdos y te obligará a reconocerla: pero aun esa gratitud la transformarás —lo sabrás, detrás de cada grito de dolor agudo— en compasión de ti mismo, en pérdida de tu pérdida: nadie te dará más, para quitarte más, que esa mujer, la mujer que amaste con sus cuatro nombres distintos: ¿quién más?:
Te resistirás: habrás formulado un voto secreto: no reconocer tus deudas: habrás envuelto en el mismo olvido a Teresa y Gerardo: un olvido que justificarás porque nada sabrás de ellos, porque la muchacha crecerá aliado de su madre, lejos de ti que sólo tendrás vida para tu hijo, porque Teresa se casará con ese muchacho cuyo rostro nunca podrás fijar en la memoria, ese muchacho borroso, ese hombre gris que no deberá gastar y ocupar el tiempo de gracia acordado a tu memoria: y Sebastián: no querrás recordar al maestro Sebastián: no querrás recordar esas manos cuadradas que te halarán las orejas, te pegarán con una regla: no querrás recordar tus nudillos adoloridos, tus dedos blanqueados de tiza, tus horas frente al pizarrón aprendiendo a escribir, a multiplicar, a dibujar cosas elementales, casas y círculos, no querrás: es tu deuda:
gritarás y los brazos te detendrán: querrás levantarte y caminar para calmar tu dolor:
olerás el incienso,
olerás el jardín cerrado,
pensarás que no se puede escoger, que no se debe escoger, que aquel día no escogiste: dejaste hacer, no fuiste responsable, no creaste ninguna de las dos morales que aquel día te solicitaron: no pudiste ser responsable de las opciones que tú no creaste: soñarás, apartado de tu cuerpo que grita y se tuerce, apartado de
ese
machete que se ha clavado en tu estómago hasta arrancarte lágrimas, soñarás en ese ordenamiento de la vida, creado por ti mismo, que nunca podrás revelar porque el mundo no te dará la oportunidad, porque el mundo sólo te ofrecerá sus tablas establecidas, sus códigos en pugna, que tú no soñarás, que tú no pensarás, que tú no vivirás:
el incienso será un olor con tiempo, un olor que se cuenta:
el padre Páez vivirá en tu casa, será
es
condido en el sótano por Catalina: tú no tendrás la culpa, no tendrás la culpa:
no recordarás lo que digan, tú y él, esa noche, en el sótano: no recordarás si él, si tú lo dicen: ¿cómo se llama el monstruo que voluntariamente se disfraza de mujer, que voluntariamente se castra, que voluntariamente se emborracha con la sangre ficticia de un Dios?: ¿quién dirá eso?: pero que ama, se lo juro, porque el amor de Dios es muy grande y habita todos los cuerpos, los justifica: tenemos nuestros cuerpos por gracia y bendición de Dios, para darles los minutos de amor de los que la vida quisiera despojarnos: no sientas vergüenza, no sientas nada y en cambio olvidarás tus penas: que no puede ser pecado porque todas las palabras y todos los actos de nuestro amor breve, apresurado, de hoy y nunca de mañana, son sólo una consolación que nos damos tú y yo, una aceptación de los males necesarios de la vida que después justifique nuestra contrición pues ¿cómo ha de haber contrición verdadera sin el reconocimiento del mal verdadero en nosotros? ¿cómo hemos de darnos cuenta del pecado cuyo perdón hemos de implorar de rodillas si antes no cometemos el mismo pecado?: olvida tu vida, déjame apagar la luz, olvídalo todo y después rogaremos juntos por nuestro perdón y levantaremos una plegaria que borre nuestros minutos de amor: para consagrar este cuerpo que fue creado por Dios y dice Dios en cada deseo incumplido o satisfecho, dice Dios en cada caricia secreta, dice Dios en la entrega de un semen que Dios plantó entre tus muslos:
vivir es traicionar a tu Dios; cada acto de la vida, cada acto que nos afirma como seres vivos, exige que se violen los mandamientos de tu Dios;
hablarás esa noche con el mayor Gavilán en un burdel, con todos los viejos compañeros y no recordarás lo que se dijeron, aquella noche, no recordarás si ellos lo dicen, si tú lo dices, con la voz fría que no será la voz de los hombres: la voz fría del poder y del interés: deseamos el mayor bien posible para la patria: mientras sea compatible con nuestro bienestar personal: seamos inteligentes: podemos llegar lejos: hagamos lo necesario no lo imposible: determinemos de una vez todos los actos de fuerza y crueldad que nos sean útiles de una vez: para no tener que repetirlos: vamos escalonando los beneficios para que el pueblo los saboree: la revolución puede hacerse muy de prisa: pero mañana nos exigirían más y más y más: y entonces no tendríamos nada que ofrecer si ya lo hemos hecho y dado todo: salvo acaso nuestro sacrificio personal: ¿para qué morir si no vamos a ver los frutos de nuestra heroicidad?: tengamos siempre algo en reserva: somos hombres no mártires: todo nos será permitido si mantenemos el poder: pierde el poder y te chingan: date cuenta de nuestra fortuna: somos jóvenes pero estamos nimbados con el prestigio de la revolución armada y triunfante: ¿para qué peleamos?: ¿para morirnos de hambre?: cuando es necesario la fuerza es justa: el poder no se comparte:
¿y mañana? Estaremos muertos, diputado Cruz; que se las arreglen como puedan los que nos sucedan:
domine non sum dignus, domine non sum dignus:
sí, un hombre que puede hablar dolorosamente con Dios un hombre que puede perdonar el pecado porque lo ha cometido, un sacerdote que tiene derecho a serlo porque su miseria humana le permite actuar la redención en su propio cuerpo antes de otorgarla a los demás:
domine non sum dignus:
tú rechazarás la culpa; tú no serás culpable de la moral que no creaste, que te encontraste hecha: tú hubieras querido.
querido
querido
querido
oh, si eran felices aquellos días con el maestro Sebastián al que no querrás recordar más, sentado en sus rodillas, aprendiendo esas cosas elementales de las cuales debe partirse para ser un hombre libre, no un esclavo de los mandamientos escritos sin consultarte: oh, si eran felices aquellos días de aprendizaje, aquellos oficios que él te enseñó para que pudieras ganarte la vida: aquellos días con la forja y los martillos, cuando el maestro Sebastián regresaba cansado e iniciaba esas clases sólo para ti, para que tú pudieras valerte en la vida y crear tus propias reglas: tú rebelde, tú libre, tú nuevo y único: no querrás recordarlo: él te mandó, tú te fuiste a la revolución: no sale de mí este recuerdo, no te alcanzará:
no tendrás respuesta para los dos códigos opuestos e impuestos;
tú inocente,
tú querrás ser inocente,
tú no escogiste, aquella noche.
Él miró con los ojos verdes hacia la ventana y el otro le preguntó si no quería nada y él pestañeó y miró con los ojos verdes hacia la ventana. Entonces el otro, que hasta ese momento había permanecido muy, muy calmado, sacó violentamente la pistola del cinturón y la colocó con un golpe sobre la mesa: él escuchó la reverberación de los vasos y las botellas y alargó la mano pero el otro ya sonreía, antes de que él pudiera darle un nombre a la sensación física que el gesto abrupto, el golpe y su efecto sobre esos vasos de cristal azul, esas botellas blancas, despertó en la boca de su estómago, Pero el otro sonrió y un automóvil pasó velozmente por el callejón, entre rechiflas y mentadas de madre y los faros iluminaron la cabeza redonda del otro. El otro hizo girar la cámara del revólver y le indicó que sólo había dos balas; giró de nuevo, ajustó el gatillo y se colocó la boca del arma junto a la sien. Él trató de desviar la mirada, sólo que ese cuartito no ofrecía un punto fijo para la atención: las paredes desnudas, pintadas de añil y el piso de tezontle parejo y las mesas, las dos sillas, los dos hombres. El otro esperó hasta que los ojos verdes dejaran de circular por el cuarto y regresaran al puño, al revólver y a la sien. Sonreía, pero sudaba, y él también. Trató de distinguir en silencio el tictac del reloj guardado en la bolsa derecha del chaleco. Quizá latía menos que su corazón; daba lo mismo, porque la detonación de la pistola ya estaba en sus oídos, desde antes, y al mismo tiempo el silencio dominaba todos los demás ruidos, incluso el posible —todavía no— de un revólver. El otro esperó. Él lo vio. El otro tiró del gatillo y un clic seco y metálico se perdió en el silencio y afuera la noche seguía idéntica, sin luna. El otro permaneció con el arma apuntada contra la sien y empezó a sonreír, a reír a carcajadas: el cuerpo gordo temblaba desde adentro, como un flan, desde adentro porque no se movía por fuera. Así permanecieron varios segundos y él tampoco se movía; ahora respiraba el olor de incienso que desde esa mañana lo acompañaba a todas partes y sólo a través del humo imaginario pudo distinguir el rostro del otro, que seguía riendo desde adentro antes de volver a colocar la pistola sobre la mesa, alargar los dedos chatos, amarillos y empujar lentamente el arma hacia él. La felicidad turbia en los ojos del otro podría ser un anuncio de lágrimas retenidas; él no quiso averiguar. Le dolía en el estómago el recuerdo, que todavía no lo era, de esa figura obesa con el arma pegada a la sien; el miedo en el otro, sobre todo el miedo dominado, le encogía los intestinos y le impedía hablar: sería el fin: que lo encontraran en este cuarto con el gordo muerto, que hubiera un argumento contra él. Ya había reconocido su propia pistola, guardada siempre en el cajón del armario, sin darse cuenta hasta ahora que el gordo se la acercaba con los dedos cortos, con el puño envuelto en ese pañuelo que quizá se habría desprendido de la mano si el otro… Pero en caso de no desprenderse, el suicidio era evidente. ¿Para quién? Un comandante de la policía muere en una pieza vacía con su enemigo enfrente. ¿Quién dispuso de quién? El otro se aflojó el cinturón y bebió de un golpe hasta el fondo del vaso. El sudor le manchaba las axilas y le corría por el cuello. Los dedos, mochos de tan cortos, insistieron en acercarle la pistola. ¿Qué diría? Que ya estaba todo probado de su parte; ¿él no se iba rajar?; ¿verdad que no? Él preguntó que qué cosa estaba probada y el otro dijo que estaba probado que por su parte no quedaba, que si se trataba de morir él no se rajaba, que no se trataba de seguir dándole vuelo a la hilacha para siempre y que así eran las cosas. Si eso no lo convencía, pues ya no sabía qué podía convencerlo. Era una prueba —le dijo el otro— de que él debía pasarse con ellos; ¿o a poco uno de su bando estaba dispuesto a demostrarle a costa de su vida que lo querían de ese lado? Encendió un cigarrillo y le ofreció otro y él mismo encendió el suyo y acercó el fósforo al rostro café del gordo, pero el gordo lo apagó de un soplido y él se sintió rodeado. Tomó la pistola y dejó el cigarrillo en un equilibrio precario sobre el borde del vaso, sin darse cuenta de que la ceniza cayó dentro del tequila y se depositó en el fondo. Apretó la boca de la pistola contra la sien y no sintió temperatura alguna, aunque imaginó que debía sentir frío y recordó que tenía treinta y ocho años, pero que eso no le importaba a nadie y menos al gordo y menos aún a él mismo.
Y esa mañana se había vestido frente al gran espejo ovalado de su recámara y el incienso había llegado hasta su nariz y él se hizo del olfato gordo. También ascendió del jardín un olor de castaña sobre esa tierra seca y limpia del mes. Vio al hombre fuerte, de brazos fuertes, estómago liso y sin grasa, de músculos firmes plegados en torno al ombligo oscuro donde moría el vello del sexo y del estómago. Se pasó una mano por los pómulos, por la nariz quebrada y volvió a oler el incienso. Escogió una camisa limpia en el armario y no se dio cuenta de que el revólver ya no estaba allí y terminó de vestirse y abrió la puerta de la recámara. «No tengo tiempo; en verdad, no tengo tiempo. Te digo que no tengo tiempo.»
El jardín había sido plantado con hortalizas de adorno dispuestas en herradura y flor de lis, con rosales y arbustos y su franja verde rodeaba la casa de un piso, construida según el estilo florentino, con columnas esbeltas y frisos de yeso a la entrada del pórtico. Los muros exteriores fueron pintados de rosa y en los salones, que él recorrió esta mañana, la luz incierta de la hora aislaba los perfiles tachonados de los candiles, la estatuaria de mármol, los cortinajes de terciopelo, los altos sillones de brocado, las vitrinas y los filetes de oro de los sillones de amor. Pero se detuvo junto a la puerta lateral al fondo del salón, con la mano sobre la manija de bronce y no quiso abrir y descender.
«Era de unos que se fueron a vivir a Francia. La compramos por cualquier cosa pero la restauración nos costó mucho. Le dije a mi marido: déjame hacer todo, déjalo de mi cuenta, yo sé cómo… »
El gordo saltó de la silla, ligero, lleno de aire y desvió la mano que empuñaba la pistola: el tiro no lo escuchó nadie, porque era tarde y estaban solos, sí, quizá fue por eso que nadie lo escuchó, y fue a incrustarse en el muro azul de la pieza mientras el comandante reía y decía que ya estaba bien de juegos por esta vez, y de juego peligrosos: ¿para, qué, si todo podía arreglarse tan fácilmente? Tan fácilmente, pensó él; ya es tiempo de que las cosas se arreglen fácilmente; ¿nunca viviré tranquilo?
—¿Por qué no me dejan en" paz? ¿Por qué no?
—Pero si es de lo más fácil, mi cuate. De ti depende.
—¿En dónde estamos?
No llegó; lo trajeron; y aunque estaban en el centro de la ciudad, el chofer lo mareó, se desvió a la izquierda, se desvió a la derecha, convirtió esa traza española, de rectángulos, en un laberinto de succiones imperceptibles. Todo esto era imperceptible, como la mano corta y frágil del otro, que le arrebató el arma, riendo siempre, y regresó a sentarse, otra vez pesado, gordo, sudoroso, con los ojos chispeantes.
—¿A poco no somos los meros chingones? ¿Sabes? Escoge siempre a tus amigos entre los grandes chingones, porque con ellos no hay quien te chingue a ti. Vamos a beber.