La Muerte de Artemio Cruz (13 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La Muerte de Artemio Cruz
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—No tengo nada que perdonarte.

—¿Me perdonarás que yo no te perdone el olvido en que va cayendo el otro, el que me gustaba de verdad? Si sólo pudiera recordar bien su cara… Por eso te odio también, porque me has hecho olvidar su cara… Si sólo hubiera tenido
ese
amor primero, ya podría decir que viví… Trata de entenderme; lo odio a él más que a ti, porque se dejó asustar y nunca volvió… Puede que te diga estas cosas porque no puedo decírselas a él… sí, dime que es una cobardía pensar así… no sé; yo… yo soy débil… y tú, si quieres, puedes amar a muchas mujeres, pero yo estoy atada a ti. Si él me hubiera tomado a la fuerza, hoy no tendría que recordarlo y odiarlo sin poder recordar cómo era su cara. Me quedé insatisfecha para siempre, ¿me entiendes?… Óyeme, no te alejes… y como no tengo el valor de culparme a mí misma de todo lo que ha pasado y tampoco lo tengo a él cerca para odiarlo, te echo la culpa a ti, y te odio a ti, que eres tan fuerte, que puedes cargar con todo… Dime si me perdonas esto, porque yo no podré perdonarte mientras no me perdone a mí misma y a él, que se fue… tan débil… Pero no quiero pensar ni hablar; déjame vivir en paz y pedirle perdón a Dios, no a ti…

—Cálmate. Te prefería con tus silencios taimados.

—Ya lo sabes. Puedes herirme cuantas veces quieras. Hasta esa arma te he dado. De repente porque quiero que tú me odies también y se nos acaben de una vez las ilusiones… —Sería más sencillo olvidarlo todo y empezar de nuevo.

—No estamos hechos así.

La mujer inmóvil recordó su primera decisión, cuando don Gamaliel le advirtió lo que pasaba. Sucumbir con fuerza. Dejarse victimar para poder desquitarse.

—Nada me puede detener, ¿ves? Dime una razón que me pueda detener.

—Es que esto es más fácil.

—¡Te digo que no me toques, no me acaricies!

—Es más fácil el odio, te digo. El amor es más difícil y exige más…

—Esto es lo natural. Es lo que me sale.

—No hace falta cultivarlo y quererlo. Sale solo.

—¡Que no me toques!

No miró más a su marido. La ausencia de palabras borraba la cercanía de ese hombre alto y oscuro, de bigote espeso, que sentía las cejas y la nuca oprimidas por un dolor de piedra. Adivinó algo más en los ojos hermosos y nublados de su esposa. Esa boca cerrada le echaba en cara, con un rictus de desprecio disimulado, las palabras que nunca diría.

«¿Crees que después de hacer todo lo que has hecho, tienes todavía derecho al amor? ¿Crees que las reglas de la vida pueden cambiarse para que, encima de todo, recibas esas recompensas? Perdiste tu inocencia en el mundo de afuera. No podrás recuperarla aquí adentro, en el mundo de los afectos. Quizá tuviste tu jardín. Yo también tuve el mío, mi pequeño paraíso. Ahora ambos lo hemos perdido. Trata de recordar. No puedes encontrar en mí lo que ya sacrificaste, lo que ya perdiste para siempre y por tu propia obra. No sé de dónde vienes. No sé qué has hecho. Sólo sé que en tu vida perdiste lo que después me hiciste perder a mí: el sueño, la inocencia. Ya nunca seremos los mismos.»

Él quiso leerlas en el rostro inmóvil de su esposa. Involuntariamente, se sintió cerca de la razón que ella no expresaba. La palabra regresó a su temor oculto. Cainita: esa palabra atroz no debía brotar, jamás, de los labios de la mujer que, aunque se perdiera la esperanza de amor, sería sin embargo su testigo —mudo, receloso— durante los años por venir. Apretó las mandíbulas. Sólo un acto podría, quizá deshacer este nudo de la separación y el rencor. Sólo unas palabras, dichas ahora o nunca más. Si ella las aceptaba, podrían olvidar y empezar de nuevo. Si no las aceptaba…

«Sí, estoy vivo y a tu lado, aquí, porque dejé que otros murieran por mí. Te puedo hablar de los que murieron porque yo me lavé las manos y me encogí de hombros. Acéptame así, con estas culpas, y mírame como a un hombre que necesita… No me odies. Tenme misericordia, Catalina amada. Porque te quiero; pesa de un lado mis culpas y del otro mi amor y verás que mi amor es más grande… »

No se atrevía. Se preguntaba por qué no se atrevía. ¿Por qué no le exigía ella la verdad —a él, incapaz de revelarla, consciente de que esta cobardía los alejaba aún más y lo hacía a él, también, responsable del amor fracasado— para que los dos se limpiaran de la culpa que, para ser redimido, este hombre quería compartir?

«Solo no; solo no puedo.»

Durante
ese
breve minuto íntimo y silencioso…

«Yo ya soy fuerte. Mi fuerza es aceptar sin lucha estas fatalidades.»

… él aceptó también la imposibilidad de remontarse, de regresar… Ella se incorporó murmurando que el niño dormía solo en la recámara. Él quedó solo e imaginó, la imaginó de hinojos, frente al crucifijo de marfil, cumpliendo el último acto que la desprendía

«de mi destino y de mi culpa, aferrada a tu salvación personal, rechazando esto, esto que debió ser nuestro, aunque te lo ofreciera en silencio; ya no regresarás… »

Cruzó los brazos y salió a la noche del campo, levantando la cabeza para saludar la brillante compañía de Venus, la primera estrella de una bóveda que se poblaba velozmente de luces. Otra noche pasada había mirado hacia los astros; nada ganaba con recordarlo. Ya no era aquél, ni los astros eran los mismos que su mirada juvenil contempló.

La lluvia había cesado. El huerto desprendía un olor profundo de guayaba y tejocote, ciruelo y perón. Él había plantado los árboles del jardín. Él había levantado la cerca que deslindaba la casa y la huerta, su dominio íntimo, de las tierras de labranza.

Cuando las botas pisaron la tierra húmeda, clavó las manos en las bolsas del pantalón y caminó lentamente hacia la verja. La abrió y siguió hacia el caserío vecino. Durante el primer embarazo de su esposa, esa joven india le había recibido ocasionalmente, con un silencio inerte y una ausencia total de preguntas o previsiones.

Entró sin avisar, empujando la puerta de golpe, a la casucha de adobes rotos. La tomó del brazo, levantándola del sueño, tocando ya el calor de la carne oscura, dormida. La muchacha miró con susto la cara descompuesta del amo, el pelo rizado que le caía sobre los ojos de vidrio verdoso, los gruesos labios rodeados de un vello revuelto y áspero.

—Ven, no te asustes.

Ella levantó los brazos para pasarse la blusa blanca y alargó una mano para recoger el rebozo. Él la condujo hacia afuera. Ella mugía bajo, como un becerrillo lazado. Y él levantó el rostro hacia el cielo, tapizado esta noche con todas sus lumbres.

—¿Ves aquella estrellota brillante? Parece que está a la mano, ¿no es cierto? Pero si hasta tú sabes que nunca la vas a tocar. Hay que decirle que no a lo que no podemos tocar con las manos. Ven; vas a vivir conmigo en la casa grande.

La joven entró con la cabeza baja a la huerta.

Los árboles lavados por el aguacero brillaron en la oscuridad. La tierra fermentada se llenó de olores gruesos y él respiró hondo.

Y arriba, en la recámara, ella dejó la puerta entreabierta y se recostó. Encendió la veladora. Dio la cara a la pared, cruzó las manos sobre los hombros y recogió las piernas. Un instante después, las alargó y buscó a tientas las zapatillas en el piso. Se levantó y caminó a lo largo del cuarto, levantando y bajando la cabeza. Arrulló, sin darse cuenta, al niño dormido en la cama pequeña. Se acarició el vientre. Volvió a recostarse y ya permaneció así esperando que los pasos del hombre se escucharan en el corredor.

Yo dejo que hagan, yo no puedo pensar ni desear; yo me acostumbro a este dolor: nada puede durar eternamente sin convertirse en costumbre; el dolor que siento debajo de las costillas, alrededor del ombligo, en los intestinos, ya es mi dolor, un dolor que roe: el sabor de vómitos en mi lengua es mi sabor; el abultamiento de mi vientre es mi parto, lo asemejo al parto, me da risa. Trato de tocarlo. Lo recorro del ombligo al pubis. Nuevo. Redondo. Pastoso. Pero el sudor frío cede. Ese rostro sin color que alcanzo a ver en los vidrios sin simetría de la bolsa de mano de Teresa, que pasa junto a mi cama, nunca se desprende de su bolsa, como si hubiera ladrones en la recámara. Yo sufro ese colapso. Yo ya no sé. El médico se ha ido. Dijo que iba a buscar otros médicos. No quiere hacerse responsable de mí. Yo ya no sé. Pero los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Han entrado. Ah, hay una ventana. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar…

—Abran la ventana…

—No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo. —Abran…

— Domine non sum dignus…

—Me cago en Dios…

—… porque crees en él…

Muy listo. Eso fue muy listo. Me calma. Ya no pienso en esas cosas. Sí, ¿para qué voy a insultarlo, si no existe? Me hace bien esto. Voy a admitir todo esto porque rebelarme es conceder que existen esas cosas. Eso voy a hacer. No sé en qué pensaba. Perdón. El cura me entiende. Perdón. No voy a darles razón rebelándome. Así es mejor. Debo poner una cara de tedio. Es la que conviene. Cuánta importancia se le está dando a todo esto. A un hecho que para el más interesado, para mí, significa el fin de la importancia. Sí. Así vamos bien. Así. Cuando me doy cuenta de que todo dejará de tener importancia, los demás tratan de convertirlo en lo más importante: el propio dolor, la salvación del alma ajena. Lanzo este sonido hueco por las ventanillas de la nariz y los dejo hacer y cruzo los brazos sobre el estómago. Oh, lárguense todos, déjenme oír. A ver si no me entienden. A ver si no comprenden lo que quiere decir un brazo doblado así…

«—… alegan que aquí en México se pueden fabricar esos mismos carros.
Pero
nosotros vamos a impedirlo, ¿verdad? Veinte millones de pesos son un millón y medio de dólares…

«—Plus our commissions…

«—No le va a sentar muy bien el hielo con ese catarro.

«—Just hay fever. Well, I'll be…

«—No termino. Además, dicen que los fletes cobrados a las compañías mineras por el transporte del centro de la República a la frontera son bajísimos, que equivalen a un subsidio, que cuesta más caro transportar legumbres que acarrear los minerales de nuestras compañías…

«—Nasty, nasty…

«—Cómo no. Usted comprende que si aumentan los fletes, nos será incosteable trabajar las minas…

«—Less profits, su re, lessprofitsure lesslesslesss …
. »

¿Qué pasa, Padilla? Hombre, Padilla. ¿Qué cacofonía es ésa? Hombre, Padilla.

—Se acabó el carrete. Un instante. Sigue del otro lado.

—Él no escucha, licenciado.

Padilla ha de sonreír como él sabe. Padilla me conoce. Yo escucho. ¡Oh, yo escucho, ay! Ese ruido me llena de electricidad el cerebro. Ese ruido de mi propia voz, mi voz reversible, sí, que vuelve a chillar y puede escucharse corriendo hacia atrás, con un chillido de ardilla, pero mi voz como mi nombre que sólo tiene once letras y puede escribirse de mil maneras Amuc Reoztrir Zurtec Marzi Itzau Erimor pero que tiene su clave, su patrón, Artemio Cruz, ah mi nombre, me suena mi nombre que chilla, se detiene, corre en sentido contrario:

«—Sea usted amable, mister Corkery. Telegrafíe todo esto a las matrices interesadas en los Estados Unidos. Que muevan a la prensa de allá contra los ferrocarrileros comunistas de México.

«—Sure, ifyou say they're commies, Ifeel it my duty to uphold by any means our. …

«—Sí, sí, sí. Qué bueno que nuestros ideales coinciden con nuestros intereses, ¿verdad que sí? Y otra cosa: hable usted con su embajador, que ejerza presión sobre el gobierno mexicano, que está recién estrenado y medio verdecito todavía.

«—Oh, we never intervene.

«—Perdone mi brusquedad. Recomiéndele que estudie el asunto serenamente y ofrezca su opinión desinteresada, dada su natural preocupación por los intereses de los ciudadanos norteamericanos en México. Que les explique que es necesario mantener un clima favorable para la inversión, y con estas agitaciones…

«—O.K., O.K.»

Oh, qué bombardeo de signos, de palabras, de estímulos para mi oído cansado; oh, qué fatiga; oh, qué lenguaje sin lenguaje; oh, pero lo dije, es mi vida, debo escucharla; oh, no entenderán mi gesto porque apenas puedo mover los dedos: que lo corten ya, ya me aburrió, qué tiene que ver, qué lata, qué lata… Tengo algo que decirles:

—Lo dominaste y me lo arrancaste.

—Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.

—Te echo la culpa. A ti. Tú eres el culpable.

Teresa deja caer el diario. Catalina dice al acercarse al lecho, como si yo no pudiera escucharla: —Se ve muy mal.

—¿Ya dijo dónde está? —pregunta Teresa en voz más baja.

Catalina niega con la cabeza. —Los abogados no lo tienen. Debe estar escrito a mano. Aunque él sería capaz de morir intestado, con tal de complicarnos la vida.

Las escucho con los ojos cerrados y disimulo, disimulo.

—¿El padre no pudo sacarle nada?

Catalina ha debido negar. Siento que se arrodilla junto a la cabecera y dice con la voz lenta y quebrada: —¿Cómo te sientes?… ¿No tienes ganas de platicar un poquito?… Artemio… Hay algo muy grave… Artemio… No sabemos si has dejado testamento. Quisiéramos saber dónde…

El dolor va pasando. Ellas no ven el sudor frío que desciende por mi frente, ni mi inmovilidad tensa. Escucho las voces, pero sólo ahora vuelvo a distinguir las siluetas. Todo regresa a su foco normal y las distingo enteras, con sus rostros y ademanes, y quiero que el dolor regrese a mi vientre. Me digo, me digo lúcido que no las quiero, que nunca las he querido.

—… quisiéramos saber dónde…

Imagínense ante un tendero que no fía, cabronas, ante un desahucio de domicilio, ante un abogado chicanero, ante un médico estafador, imagínense en la pinche clase media, cabronas, haciendo cola, haciendo cola para comprar leche adulterada, pagar impuestos prediales, obtener audiencia, conseguir un préstamo, haciendo cola para soñar que pueden llegar más alto, envidiando el paso de la mujer y la hija de Artemio Cruz en su automóvil, envidiando una casa en las Lomas de Chapultepec, envidiando un abrigo de
mink,
un collar de esmeraldas, un viaje al extranjero, imagínense en un mundo sin mi orgullo y mi decisión, imagínense en un mundo en el que yo fuera virtuoso, en el que yo fuera humilde: hasta abajo, de donde salí, o hasta arriba, donde estoy: sólo allí, se lo digo, hay dignidad, no en el medio, no en la envidia, la monotonía, las colas: todo o nada: ¿conocen mi albur? ¿lo entienden?: todo o nada, todo al negro o todo al rojo, con güevos, ¿eh?, con güevos, jugándosela, rompiéndose la madre, exponiéndose a ser fusilado por los de arriba o por los de abajo; eso es ser hombre, como yo lo he sido, no como ustedes hubieran querido, hombre a medias, hombre de berrinchitos, hombre de gritos destemplados, hombre de burdeles y cantinas, macho de tarjeta postal, ¡ah, no, yo, no! yo no tuve que gritarles a ustedes, yo no tuve que emborracharme para asustarlas, yo no tuve que golpearlas para imponerme, yo no tuve que humillarme para rogarles su cariño: yo les di la riqueza sin esperar recompensa, cariño, comprensión y porque nada les exigí ustedes no han podido abandonarme, se han prendido a mi lujo, maldiciéndome como quizá no hubieran maldecido mi pobre sueldo envuelto en papel manila, pero obligadas a respetarme como no hubieran respetado mi mediocridad, ah viejas ojetes, viejas presumidas, viejas impotentes que han tenido todos los objetos de la riqueza y siguen teniendo la cabeza de la mediocridad: si al menos hubieran aprovechado lo que les di, si al menos hubieran comprendido para qué sirven, cómo se usan las cosas del lujo: mientras yo lo tuve todo, ¿me oyen?, todo lo que se compra y todo lo que no se compra, tuve a Regina, me oyen, amé a Regina, se llamaba Regina y me amó, me amó sin dinero, me siguió, me dio la vida allá abajo ¿me oyen?: te oí, Catalina, escuché lo que le dijiste un día:

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