Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
A continuación, deberíamos pasar al turno de explicaciones, esos instantes cruciales en los que el asesino experimenta la necesidad de comunicar a sus víctimas por qué ha hecho lo que ha hecho y por qué hará lo que hará, y trata de describir exactamente la carga de odio, o de fanatismo, o de codicia, o de cinismo, que guía sus actos. Este tipo de discursos son muy importantes porque, mientras se desarrollan, las personas amenazadas tienen tiempo de improvisar una estrategia de combate y aprovechan la distracción y la vehemencia del asesino para sorprenderlo y arrebatarle el arma y salir triunfales e ilesos.
Pero Humberto Querétaro había visto tantas películas como yo y no era partidario de cometer este tipo de errores. Sencillamente, empujó a Ana contra mí y empezó a disparar.
Tuve la sensación de que el mundo se hundía a mi alrededor con estrépito de terremoto o de erupción volcánica.
Humberto Querétaro tenía una pistola grande y rectilínea, una Glock 17 que producía unas explosiones sordas del estilo bum bum bum. No obstante, a la primera detonación, se le sumaron un grito agudo y una retahíla de deflagraciones ensordecedoras, inesperadas, como cañonazos, procedentes de la zona de las columnas y los cipreses.
Vi vagamente, de reojo, que Guillermo de Cádiz iba a parar al suelo violentamente, demasiado violentamente para su edad, como si le hubieran pegado un puñetazo, y me pareció que la mano izquierda del negro rapado y despistado reventaba en sangre, y Humberto Querétaro falló el segundo disparo, y el tercero y el cuarto, porque a nuestro alrededor todo era silbar de balas, fuego cruzado, pero lo cierto es que no me fijé demasiado, porque, desde segundos antes de que sonara el primer disparo, dediqué exclusivamente mi atención al hecho de poner pies en polvorosa.
Agarré a Ana del brazo, la arrastré conmigo hacia la piscina y nos lanzamos a ella de cabeza.
De lo que pasó en el jardín durante mi ausencia no supe nada hasta que me lo relataron los diferentes actores implicados.
Humberto Querétaro y sus dos cómplices fueron conscientes de que les estaban tiroteando incluso antes de que una bala destrozara la mano izquierda de uno de ellos. Fue como si, al apretar el gatillo de la Glock, se hubiera puesto en marcha a su alrededor un espectáculo de pirotecnia. Sobresaltados, los tres se encogieron y giraron sobre ellos mismos mirando en todas direcciones para ver quién disparaba y desde dónde, y dónde podían ponerse a cubierto.
Retrocedieron hacia la casa, disparando a bulto, tropezando los unos con los otros, hasta que pudieron entrar por el ventanal en el vestíbulo de diseño, con la gran escalinata sin barandillas que llevaba a un balcón sobre sus cabezas, y las escaleras que bajaban a niveles inferiores. Por si no habían entendido que estaban en peligro, el cristal del ventanal estalló en cientos de millones de minúsculos fragmentos que les bombardearon como una granizada.
Buscaron refugio tras un enorme aparador vitrina,
art decó
, de más de dos metros y lleno de figuritas de porcelana, que derribaron para utilizarlo como barricada y, durante unos minutos, dos, tres, cuatro, permanecieron allí a la expectativa, sin reaccionar. Humberto Querétaro fue el primero en entender lo que sucedía. No todo, pero sí al menos algo. Ni Ana ni yo salíamos de la piscina. ¿Qué nos había ocurrido? No podíamos estar tanto tiempo sumergidos y aquello sólo podía interpretarse como una manera de escapar.
Se lo dijo a su compañera, que después supimos que se llamaba Lola, Lola Forrester. Ella no dudó ni un instante y, pistola en mano, corrió hacia las escaleras descendentes, en busca del lugar de la casa que pudiera estar comunicado con el fondo de la piscina. Simultáneamente, Humberto Querétaro empezó a disparar a discreción y salió al descubierto, corriendo agachado y en zigzag hacia la piscina y se tiró de cabeza antes de que los francotiradores pudieran replicar.
El negro despistado y herido, que era haitiano y se hacía llamar Dum-Dum, se quedó agachado detrás del mueble-
art-decó-
barricada, gimiendo debido al dolor y dispuesto a disparar contra cualquier cosa que se moviera entre las columnas y los cipreses. Después supimos que, en Fort Worth, Texas, era un mangui de poca monta, ladrón de coches y corredor de apuestas, a quien le habían dicho que aquél sería un trabajo fácil y bien pagado, y que la S & W que empuñaba le venía varias tallas grande.
Lola Forrester, al final de las escaleras, se encontró con una especie de vestuario, con bancos para cambiarse, bicicletas estáticas, colgadores y tres bañeras con jacuzzi en las que cabrían fácilmente una docena de adultos.
En el interior de una de estas bañeras le estaba esperando una mujer muy guapa, desnuda, con una pistola en la mano.
Las dos mujeres vieron las pistolas y abrieron fuego al unísono. El vestuario se llenó de ruido, humo y gritos. Lola retrocedía, subiendo por las escaleras de espaldas, tropezó con los peldaños y cayó de costado, con una bala en el muslo, rodeada de silbidos de bala y detonaciones.
Inesperadamente, sobre el pobre Dum-Dum llovió una cantidad indeterminada de objetos diversos, todos ellos más o menos contundentes: platos de cerámica que reventaban con estrépito, una pequeña escultura de mármol que le hizo mucho daño al impactar sobre su espalda, un trofeo de bronce que abrió brecha en la madera del bufete vitrina
art decó
, algún objeto de cristal que se hizo añicos, algún otro objeto que tintineaba y rebotaba por el suelo. Pillado por sorpresa, asustado y magullado, Dum-Dum se incorporó de un salto y huyó hacia donde le pedía el cuerpo, instintivamente, sin intervención de la razón ni del sentido común. Tembloroso, balbuceante y sollozante, salió al descubierto, hacia el coche azul aparcado, ofreciendo un blanco perfecto a los francotiradores que seguían en el exterior, mucho más cerca de lo que él creía.
Le ensordeció una traca y le abrumó un alud de gente que surgía de detrás del coche, y el mordisco de una bala en el brazo lo tiró al suelo, lloroso y suplicante.
En ese momento se oyó la voz de Octavio resonando por toda la casa:
—¡Rendíos! ¡Policía! ¡Os tenemos rodeados! ¡Ya hemos matado a uno de los vuestros y no dudaremos en mataros a todos si no os rendís!
Para subrayar sus palabras, disparó dos tiros de aviso al aire.
—¡Eh! —gritó mi hija Mónica desde el balcón de arriba—. ¡A ver si nos vas a hacer daño, animal!
Una vez bajo el agua, arrastré a Ana tirándole de la ropa para impedir que volviera a salir a la superficie. Era evidente hacia dónde debíamos nadar. Una de las paredes de la piscina era transparente y permitía ver el interior de la casa, con la luz de una inmensa pantalla de televisión encendida. En aquella pared habían practicado un túnel como los que hay en los acuarios, tal como me había contado Biosca. Nos metimos en él sin dudarlo y con urgencia, porque nuestra capacidad pulmonar era limitada y buceábamos vestidos y calzados, abrumados por la angustia de la falta de aire. Una vocecita interior me insistía en que debía ir más a menudo al gimnasio.
Pasamos, como flotando, por en medio de un salón subterráneo, con tresillos y mueble bar, y aquel televisor de plasma donde estaban pasando publicidad de una entidad bancaria. Al final del túnel transparente, había una piscina convencional. Nadamos hacia arriba, buscando oxígeno y salimos con un grito unánime.
Pero todavía no nos sentíamos fuera de peligro. Subimos por la escalera conscientes de que había gente con pistolas y malas intenciones que nos perseguía, gente que podía aparecer allí mismo de un momento a otro.
—Lo siento, lo siento —decía Ana—. Cuando has llamado, tenía una pistola en la cabeza.
—No pasa nada. Yo habría hecho lo mismo.
En aquella estancia sólo había una puerta y estaba cerrada por fuera.
Claro, no podía ser de otra manera, o los ladrones tendrían acceso a la casa con sólo darse un chapuzón. Forcejeamos con la puerta, zarandeamos la manija y, de repente, al otro lado se desencadenó un tiroteo espantoso que nos dejó aún más helados de lo que estábamos. En aquel momento, de ninguna manera me habría podido imaginar que lo que estábamos oyendo era la banda sonora de un duelo entre Fatmire Zeqiraj (desnuda) y la negra Lola Forrester.
Como allí no había nada que hacer, desviamos nuestra atención hacia el agua, por donde esperábamos que, de un momento a otro, emergiera el monstruo. Sin necesidad de cruzar más palabras, nos separamos. Uno en cada extremo de la piscina. Yo me quedé al lado de la puerta. Ana corrió hacia el otro lado. Los dos buscábamos algún arma y los dos tuvimos la misma idea. Los únicos objetos a los que podíamos recurrir eran unos bancos blancos, estrechos y alargados, como de unos dos metros, que había contra la pared. Cogimos uno cada uno. Pesaban demasiado como para utilizarlos en un combate cuerpo a cuerpo. Pesaban demasiado como para estar allí, como idiotas, sosteniéndolos a pulso y esperando no sé qué, en lugar de utilizarlos como arietes para derribar la puerta.
Oímos los gritos de Octavio («¡Rendíos! ¡Policía! ¡Os tenemos rodeados! ¡Ya hemos matado a uno de los vuestros y no dudaremos en mataros a todos si no os rendís!») y estábamos a punto de bajar la guardia cuando Ana lo vio. El agua estaba limpia, completamente transparente, y permitía distinguir perfectamente la figura vestida con camisa roja y pantalón beige saliendo del túnel y avanzando hacia nosotros. El depredador anfibio venía a cazarnos.
Tanto Ana como yo lanzamos los bancos al agua procurando que cayesen sobre él. Me imagino el susto del americano, que no se lo esperaba. El cataclismo submarino, aquel objeto descomunal cayéndole encima, sobre la espalda, o en la cabeza, y empujándolo hacia el fondo. Y, acto seguido, el otro banco. El susto quizá le hizo abrir la boca, a lo mejor tragó agua y tuvo la sensación de que se ahogaba.
Pero nada más.
El agua amortiguó el golpe de los bancos y les aligeró el peso; no debieron de hacerle mucho daño. Y, finalmente, braceó desesperadamente y podíamos verle el pistolón Glock en la derecha, y salió del agua con un gran surtidor y un bramido salvaje, y sus labios gruesos y el hoyuelo en la barbilla, y miró a un lado y a otro para localizarnos; se fijó en mí, supongo que me estaba diciendo
son of a bitch
o algo parecido, y disparó una vez a bulto, privado como estaba de apoyos para poder apuntar bien, antes de hundirse de nuevo. La bala rebotó en la pared de azulejos blancos, y el techo, y en el suelo, con tres chasquidos y silbidos, provocando una lluvia de piedrecillas y de yeso.
Humberto Querétaro nadaba hacia la orilla de la piscina, Ana y yo corrimos hacia él conscientes de que no llegaríamos a tiempo, de que si se afianzaba en tierra firme podría apuntar mejor y, cuanto más cerca estuviéramos, más fácilmente nos alcanzaría, pero no podíamos evitarlo. Su mano izquierda se agarró a la losa de la piscina y la derecha emergió con la Glock, la maldita pistola que sigue funcionando aunque acabe de salir del agua, o de un bloque de hielo, o calentada en un horno, o de ser enterrada en la arena, y la dirigió contra mí. Yo quise detenerme, correr en dirección contraria, pero resbalé, caí sentado y, al mismo tiempo, vi cómo Ana se lanzaba de cabeza sobre el hombre de la camisa roja; la vi en el aire, volando como un supermán salvador y suicida, con ojos de pánico, como si ella misma se preguntara lo mismo que me preguntaba yo, «caerás sobre él, ¿y qué?, caerás sobre él ¿y qué?», y la estancia se llenó de explosiones, de explosiones y de gritos multiplicados por ecos que salían de todos los rincones, disparos y unos gritos histéricos que decían:
Jo vrasje te tjera! Mjaftojne te vdekurit
!
Humberto Querétaro se sumergió y, en la fracción de segundo inmediata, Ana cayó sobre él con un espectacular salpicón, y se fue con él al fondo. Yo dirigí la vista hacia la puerta, que ahora estaba abierta y en el umbral había una mujer desnuda, extremadamente guapa, con una pistola en la mano y gritando:
Jo vrasje te tjera, vrases
!
Fatmire.
Me volví de nuevo hacia la piscina donde el agua se teñía de rojo, y sé que grité el nombre de Ana, «¡Ana! ¡¡Ana!!», porque entendí que Fatmire había disparado contra Querétaro pero le había dado a Ana, y sé que la furia me cegó, me cagué en todas las pistolas, y en todos los santos y todos los asesinos del mundo, hasta que Ana emergió de nuevo a la superficie, chillando como loca, y pensé que gritaba de dolor, herida de muerte, pero no, gritaba de espanto porque se había encontrado abrazada a un cadáver. Milagrosamente ninguna de las balas disparadas por Fatmire le había alcanzado, pero entendía que podían haberla matado; se había salvado por poco, por muy poco y esa constatación no hacía más que redoblar los chillidos y la histeria.
Corrimos todos hacia ella para sacarla del agua. Y, cuando digo todos me refiero a mí, a Fatmire y a Octavio, Beth, José el cubano y mi hija Mónica. Incluso me extrañó no ver allí a Oriol, a Silvia, a los gemelos, y a Biosca, Tonet, Ferrán y Amelia…
¿Qué demonios hacía allí toda aquella gente?
Tardé en comprenderlo porque tardaron en contármelo. Antes, tuvimos que sacar el cadáver de Querétaro del agua y, mientras los demás atendían las heridas de Dum-Dum y Lola Forrester, corrí a ver qué le había pasado a Guillermo de Cádiz y permanecí unos minutos arrodillado al lado de su cadáver. La dentadura postiza se le había escapado de la boca. Tenía los ojos abiertos y en aquel momento se me ocurrió que las personas que mueren con los ojos abiertos nos están diciendo que no quieren morir, que se aferran al mundo, como si arañasen lo que están viendo para llevárselo al otro mundo. Y tal vez sea una crueldad cerrarles los ojos.
Lo último que había hecho aquel fascista de pistola, legionario vividor y follador aún a su edad, fue contarle a un desconocido la vida de otro entre eppas y zruspas y grumms, hums y silbidos. Y la última frase que dijo en su vida fue «¿Y ahora qué pasa?» Si la vida no es justa, ¿qué decir de la muerte?
Enseguida me reclamaron para que calmase a Ana, que no paraba de llorar porque nunca había estado tan cerca de la muerte («Venga», le decíamos, «que no ha pasado nada, que no ha pasado nada», ¡¡que no había pasado nada!!), y alguien tuvo que encargarse de cubrir a Fatmire con un albornoz, para protegerla de las miradas y las zarpas libidinosas de Octavio («¡Joder, qué buena está, la rusa ésta, pero qué buena está!»). Fatmire, desconcertada, no sabía dónde mirar y hundía las manos en los bolsillos del albornoz. Después, vinieron los abrazos, y los besos de Mónica, que lloraba y reía al mismo tiempo, y la acumulación de preguntas superpuestas: «¿Qué ha pasado?», «¿estás bien?», «¿quién es esta gente?», «¿qué hacéis aquí?», todos hablando al mismo tiempo.