Read La monja que perdió la cabeza Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—¡Eppa! ¡Fuera de aquí, hijoputa!
Salimos al vestíbulo de los mármoles relucientes. Corrimos tanto como lo permitían las piernas del viejo legionario hasta las escaleras que conducían al aparcamiento. Creo que en algún momento resbalé sobre el pavimento encerado, no sé si sin querer y a punto de caerme, o a propósito, para correr más. Bajamos las escaleras.
—¡Y yo me he dejado la cacharra en casa! —¿iba diciendo Guillermo entre resoplidos—. ¡Me cago en la madre que me parió! ¡Para una vez que la necesito, en treinta putos años, voy y me la dejo en la residencia!
Los aparcamientos subterráneos son lugares muy valorados por los asesinos, sus auténticos territorios de caza. Yo temía que el enmascarado apareciera de repente detrás de algún coche.
—¡Allí, el Jaguar!
Ahora me arrepentía de haber escogido precisamente el Jaguar descapotable. Me sentía mucho más vulnerable. Qué fácil, para un motorista, acercarse a nosotros y pegarnos dos tiros, pam pam.
Avanzamos por entre los coches. Yo salté al interior sin abrir la puerta. Guillermo no se lo podía permitir, pero tan pronto como el motor empezó a rugir, ya lo tenía sentado a mi lado.
—¡El cinturón de seguridad! —le exigí.
Salí disparado hacia la salida. Mierda, me había olvidado del tique. No podía embestir la barrera como hacen en las películas, porque me asaltaba la duda de si, al hacerlo, conseguiría el mismo resultado que consiguen en las películas. Clavé los frenos, salté del automóvil, me precipité sobre la máquina cobradora. Un grupo de personas de luto me miraban atemorizadas. Metí el tique y, después, la tarjeta de crédito, y recuperé tarjeta y tique, con la mirada clavada en la gran puerta del aparcamiento, por donde entraba un sol deslumbrante y por donde podía entrar, de un momento a otro, un centauro montado sobre una Harley Davidson con depósito de color granate. Volví al coche. Ya estaba. Me temblaba la mano cuando metí el tique en la ranura correspondiente, cuando se levantó la barrera, cuando puse la primera y cuando salí, por la rampa, hacia el exterior.
Demasiada velocidad para salir de un aparcamiento de un cementerio. La gente se mueve muy lentamente en los cementerios. Surgimos como un caballo desbocado, catapultados, con un estrépito ensordecedor que provocó gritos de espanto a nuestro alrededor.
Enseguida vi la moto. Nos estaba esperando, al acecho. Enfilé el camino adoquinado, hacia la calle, pero un coche nos cortaba el paso. Era un Nissan negro, de lujo, sobre el que se reflejaba el sol como otorgándole luz propia, y al volante vi a una mujer negra, negra como el carbón. Unos ojos que centelleaban, unos dientes blanquísimos y apretados, como de perro a punto de atacar. No era un solo enemigo; había dos.
Pegué un golpe de volante y el Jaguar trepó a la acera, pasó entre un árbol y una farola y corrió por encima del césped, cuesta abajo, hasta la calzada que había cincuenta metros más allá. Saltamos al asfalto, el escalón de la acera golpeó los bajos del coche, irrumpimos en el tráfico derrapando ruidosamente, oímos una bocina y otra clavada de frenos y nos imaginamos un aluvión de insultos, pero no hicimos caso.
Ya corríamos por la avenida de Juan XXIII, ya rodeábamos la pista de hielo del Barça, nos saltábamos un semáforo en rojo causando un cierto follón, Riera Blanca, y enfilábamos la calle de Sants con la ilusión de haber despistado a los perseguidores.
Guillermo de Cádiz, excitado, hacía ruidos extraños con la boca. «¡Epppa, eppa vamosvamosvamosvamos! ¡Zruspa, gruumm!», cosas así. Me hacía pensar en un
cowboy
en un rodeo.
No era tan fácil. La moto estaba en el retrovisor. Había demasiados coches como para correr todo lo que el Jaguar permitiría, y la moto, en cambio, ganaba terreno aprovechándose de su agilidad. El hombre enmascarado, llamémosle Humberto Querétaro, no llevaba la pistola en la mano. No podía, con las manos ocupadas en el manillar. Aquello suponía un consuelo.
—¡Eppa, cuidado, tú, no te distraigas!
Un muro de coches detenidos ante un semáforo me impedía el paso. No podía frenar, porque no podía frenar, porque frenar era como rendirse, entregarse al pistolero que sólo tenía que situarse a nuestro lado y pam pam, de modo que improvisé un brusco golpe de volante a la izquierda, crucé el carril de sentido contrario, por donde afortunadamente no pasaba nadie, y enfilé el Jaguar por una calle muy estrecha con coches aparcados a lado y lado.
—¡Eppa, eppa, eppa! —gritaba Guillermo de Cádiz.
La moto nos imitó. Por desgracia, nadie le embistió en su imprudencia. Venía tras nosotros.
Íbamos demasiado deprisa. Si salía algún peatón despistado entre los coches o un coche en una encrucijada o un camión de Repsol cargado de gasolina, no podría evitar el accidente. Pero no podía frenar porque la Harley Davidson me iba ganando terreno.
Bueno, pues dejaría que me ganara tanto terreno como quisiera. Que viniera.
Levanté discretamente el pie del acelerador. La moto estaba cada vez más cerca. Más cerca. Y el hombre del casco soltaba la mano derecha del manillar para agarrar algo que llevaba a la espalda, a la altura del cinturón. Yo era consciente de que aún no había visto una pistola ni nada parecido en sus manos, pero todo me lo hacía pensar.
Pisé el freno con violencia.
—¡Yeeeeeeeeeepppa! —hizo Guillermo. Menos mal que llevaba puesto el cinturón de seguridad.
Humberto Querétaro no se lo esperaba. La Harley Davidson venía como una flecha hacia nosotros y golpeó contra el maletero del Jaguar. El perseguidor no salió volando por encima de nuestras cabezas para estrellarse contra el suelo, como acostumbra a pasar en las películas y como yo siempre había imaginado. Pudo frenar y desviar la trayectoria de la moto y el impacto no fue tan terrible. Se precipitó de cabeza contra uno de los coches aparcados y me parece que incluso rompió un cristal. No puedo asegurarlo porque yo ya estaba poniendo la primera y arrancando y, con gran estrépito de ruedas, nos alejábamos hasta perderle de vista.
—¡Bien hecho, chaval! —gritó Guillermo—. ¡Eppa, eppa! ¡Grruummmmmmm!
Salimos a velocidad excesiva a la parte posterior de la gran estación ferroviaria de Sants. Un semáforo acababa de dar paso a un rebaño de automóviles que aún estaban arrancando cuando nosotros nos interpusimos en su camino. Hubo frenazos y bocinazos y seguramente muchas imprecaciones en las que se aludía a la memoria de mi madre, que en gloria esté, la pobre.
Guillermo soltó una carcajada cruel.
Detuve el Jaguar al lado de la larga hilera de taxis que esperaban a los pasajeros recién llegados.
—¡Vamos, abuelo! —grité.
Salimos del descapotable. Tuve la precaución de llevarme las llaves.
—¡Eh, no pueden dejar el coche aquí! —gritó alguien.
Agarré al legionario del brazo, y nos metimos en la estación.
—Como vuelvas a llamarme abuelo —jadeaba él—, te aplasto la cabeza con el bastón.
Más allá estaban las escaleras que llevaban al metro. Bajamos. Yo empezaba a sentirme salvado y no paraba de repetirme que no había visto ninguna pistola, y se me ocurría que quizá me había vuelto loco.
Tenía el título multiviajes. No tuvimos que saltar por encima de la barrera. Tampoco lo habríamos logrado, cansados como estábamos.
Buscamos la línea azul y escogimos el andén que iba en dirección a Horta.
El metro tardó siglos en llegar. Siglos durante los cuales buscamos un lugar cerca de una columna, mezclados entre un grupo de turistas, y espiamos la escalera por si, de repente, aparecía nuestro motorista enmascarado.
En cualquier caso, el metro llegó antes que él.
Se cerraron las puertas.
Cuando ya circulábamos por el túnel, Guillermo dijo:
—Y ahora, ¿puedes decirme de qué coño va todo esto?
No podía ir a mi casa. Sabían dónde vivía. Bastaba con recordar que me habían enviado la cabeza incorrupta de Eulalia Gracián.
Bajamos hasta el Hospital Clínico y, a la salida, paramos un taxi para que nos llevara hasta la esquina de la Avenida de Sarriá con Josep Tarradellas, donde está la agencia. A los taxistas les encanta este tipo de trayectos tan corto, porque amortizan mejor la bajada de bandera.
Pagué sin propina y fuimos directamente al aparcamiento subterráneo donde me esperaba mi Volkswagen Golf. Podía haber subido a la agencia, a buscar la protección de Biosca y de Tonet (caso de que estuvieran allí), podía incluso haber ido a la policía, pero mi hija me había dicho «ven» y yo tenía que ir, y no quería arriesgarme a verme retenido toda la tarde. Ni rastro de nuestros enemigos en el aparcamiento. La lógica decía que ya no tenían ninguna posibilidad de pillarnos. Salimos a la calle y enfilé la Diagonal, hacia la Plaza de las Glorias y Meridiana, hacia la salida de Barcelona, en busca de la autopista de Girona. Se me había ocurrido que el Rienvaplí de Biosca era un lugar ideal para escondernos y hablar tranquilamente. Y, al mismo tiempo, podría atender a Mónica.
No obstante, había otra prioridad: llamé a Ana. La avisé de que corría tanto peligro como yo.
—¡Que te marches de tu casa! —resumí.
—Ah, sí, de acuerdo —dijo, cortada.
—Toma un coche o un taxi, lo que te parezca, y ve adonde te diré.
Le describí la manera de llegar al superchalé de la Costa Brava. Figueres, Roses, no había pérdida.
Durante el viaje, también llamé a Biosca para decirle dónde podía encontrar su Jaguar.
—¿Que lo ha abandonado…? —chilló, tartamudeando desconsolado—. ¿Que lo ha abandonado en mitad de la calle? —Le daba igual que me estuvieran persiguiendo para matarme, le daba igual que estuviera resolviendo un caso de asesinato. Él sólo se alarmaba por su coche—. Pero ¿qué me está diciendo, Esquius?
No llamé a la policía porque aún no tenía nada concreto que venderles (¿cómo iban a localizar a Querétaro?), y porque no tenía ganas de hablar con Soriano.
Pero, sobre todo, a lo largo del viaje, desde el mismo instante en que tomamos el metro en la Estación de Sants y mientras corríamos por la autopista, me dediqué a escuchar al viejo Guillermo de Cádiz, que iba añadiendo imágenes y datos concretos al rompecabezas que yo había montado.
Con un relato minucioso, de anciano rico en memoria antigua y acaso pobre en recuerdos recientes, me trasladó hasta finales de los sesenta, cuando Estados Unidos estaba con la mierda al cuello en Vietnam, y ya les habían asesinado al joven Kennedy, y los rusos estaban con la mierda al cuello en Praga y los parisinos estaban en plena revolución de mayo, con la playa bajo los adoquines y prohibiendo prohibir y todas esas cosas. Los Beatles y la Eurovisión de Salomé y toda la pesca. En África, ya hacía años que la mayoría de los países tenían la independencia, Dahomey, Níger, Alto-Volta, Costa de Marfil, Chad, Gabón, Somalia, el Congo, y aquí, en la España de Franco interminable de la postguerra, ponían las barbas a remojar, según palabras textuales de Guillermo.
—… Entonces, eppa, humm, para que vea que tengo memoria, era ministro de Industria don Gregorio López-Bravo —recordaba el ex legionario—, y en el Ministerio del Ejército teníamos a uno que se llamaba Camilo Menéndez Tolosa, y también estaba, eppa, Fraga Iribarne, y aquel, López-Rodó, y Camilo Alonso Vega… Humm, todos estaban acojonados ante la posibilidad de que nuestra Guinea nos quisiera pegar la patada, que se veía venir.
»Precisamente por aquellas fechas, unas compañías petrolíferas americanas, la Gulf y la Mobil, se estaban interesando pero que mucho por el golfo de Guinea, y habían obtenido concesiones de España para explorar, juntamente con la firma Minas de Río Tinto, una gran extensión de la costa septentrional de lo que entonces se llamaba Fernando Poo.
»Debían de tener el culo del tamaño de una aceituna —comentaba Guillermo de Cádiz, sofocado de risa—, porque, eppa, ¿qué pasaría si confirmaban la existencia de petróleo y, de pronto, Guinea se convertía en república independiente? Gruum.
»Armando Gracián Candil, joven ingeniero del Ministerio de Industria, formó parte de la comisión hispano-norteamericana que viajó a Guinea y se instaló en la capital, Santa Isabel, actualmente Malabo, para hacer un estudio sobre el terreno de la situación política. Uno de los miembros de la comisión era Ebenezer Blain, Eb Blain, aquel negro de las gafas y de la corbata psicodélica que salía en la foto con la pequeña Eulalia. Aquel Blain, además de ser ingeniero, tenía acciones e intereses en empresas petrolíferas de su país.
»… Se hizo muy amigo de Armando y los dos se hicieron muy amigos míos porque, eppa, atención, entonces yo era teniente de un destacamento de la Legión en Santa Isabel y tenía muchos contactos y mucha información de primera mano. Humm. Por las noches, íbamos a investigar, supongo que ya sabe qué significa esto: vida nocturna, juergas, putas, alcohol y alguna paliza a algún negrata para que nos contara cuatro cosas para llenar el expediente. Yeeep. Nos lo pasamos en grande los tres, aunque ese Blain iba totalmente a la suya. Zruspa y zrúspita, sí, señor. —De vez en cuando emitía un silbido como de admiración—. A mí me hacía gracia cómo hablaba Blain de los negros, de los «nigros», decía él, eppa, como si él no lo fuera. Claro que era un poco más café con leche, pero de todas formas me hacía gracia…
»Blain y Armando Gracián tenían una preocupación común. Ninguno de los dos, o ninguna de sus mujeres, podían tener hijos. Cuando empinaba el codo, Blain decía que lo daría todo por tener un hijo y más de una vez había comentado que Guinea tal vez fuera un buen sitio para adoptar uno. Con la ventaja que, siendo de Guinea, el hijo sería negro como él y su mujer. O sea, que quería llevarle un regalo sorpresa a la esposa cuando regresara a casa, como quien lleva un oso de peluche o una capa de torero.
»… Armando me pidió que moviera mis influencias. Eppa. Pensaba que si conseguía un hijo para Blain, tendría su eterna gratitud y él podría sacar partido. Veía a Blain en particular y a todos los norteamericanos en general como a gente sumamente rica y generosa que podrían sacarle de su miseria. Chas. Porque, comparados con ellos, los españoles éramos miseria, miseria de boina y alpargata, por muy funcionario del Ministerio de Industria que fuera Armando. Eppa. No era una cosa de bolsillo, sino de cabeza, ¿me entiendes, verdad? En aquella época, eppa, decir que eras español era poco más o menos como decir que eras negro, un pequeño peldaño por encima de los negros, pero no mucho más. Sí, señor. Y, aunque Blain fuera negro, Armando quería que el otro se lo llevara a América, qué sé yo, y que le convirtiera en un ciudadano del mundo, yo qué sé. —Silbido.