La mirada del observador (24 page)

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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

BOOK: La mirada del observador
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—Sí, señor. —Tiró la cuchara. Llevaba puestas las gafas. Tenía la peluca ladeada y el tricornio desprendido. Parecía una caricatura de Betsy Ross.

PRUEBE NUESTROS

PANQUEQUES DE MANZANA DE 1776.

PRUEBE NUESTRO BRUNCH ESPECIAL

DEL VIVAQUE DE MERCER COUNTRY.

—Señorita, señorita —pidió una mujer—. ¿Me puede dar otra servilleta, por favor?

—Sí, señora.

PRUEBE NUESTRAS BEBIDAS DE LA PRIMERA

LUZ DEL ALBA, POR 1,50$

Tiró un cuchillo.

—¡Guapa! —bramó un hombre—. No quiero meterte prisa ni nada por el estilo, pero llevamos aquí sentados casi un cuarto de hora.

—Sí, señor.

Finalmente se acercó a la mesa del Ojo.

—Buenos días.

—Buenas. —Manoseó torpemente el menú—. Tomaré el… el… uhh… los huevos con salchicha y hierbas.

Empezó a temblar como un ahogado otra vez. Era su enésima comida en aquel lugar, pero siempre que ella se ponía a su lado, le entraba el tembleque. Con el tiempo, como le ocurría siempre, los temblores se calmaban, gracias a Dios.

Era junio. Las ventanas estaban abiertas. El sol le calentaba la palma de las manos. ¡Dios! Ella llevaba trabajando en el jodido comedor dos semanas, no, más tiempo, dieciocho días.

¿Qué es lo que estás haciendo, Joanna?

Esperando.

Tiró una pila de menús al suelo.

¿Esperando qué?

Esperando. Esperando.

Recogió los menús.

Esperando…

La encargada llegó aprisa y corriendo a la mesa del Ojo. Era regordeta, melindrosa y maternal, y parecía estar siempre al borde de una crisis.

—Estamos hasta los topes —se quejó—. ¿Le importaría mucho compartir la mesa?

—En absoluto —respondió el Ojo.

—Muchísimas gracias. —Se volvió y llamó—. ¡Aquí, tenientes!

Dos hombres atravesaron la habitación y tomaron asiento junto a él. Eran delgados, fríos, con el cabello corto. Vestían trajes andrajosos. Uno de ellos necesitaba un afeitado.

—Gracias. —El teniente esbozó una sonrisa. El Ojo saludó cortésmente con una inclinación de cabeza. Cogieron los menús y lo ignoraron.

¡Policías!

Cerró la emisión de su radar y le echó la llave. Si comenzaba a retransmitir señales, él sabía que ellos captarían las vibraciones. Eran unos profesionales, veteranos tan afinados ante las ondas como lo era él. Apagó todos los interruptores, diales y botones.

—¿Por qué estaba el sargento tan excitado? —preguntó Mejillas Peludas.

—Por esos yonquis que ha agarrado en la calle State —murmuró el teniente—. Uno de ellos sólo tenía once años.

—Dios mío.

—Su padre es profesor del Junior Three.

—¿Comes aquí a menudo?

—De vez en cuando. Desde que cerraron lo de Louis no hay mucho donde escoger.

El Ojo miró por la ventana. Tenía que decir algo. Si no lo hacía lo notarían. Un espectador inocente simplemente no se quedaba ahí sentado, más callado que un muerto. Tendría que intentar entablar una conversación y dejarles que se lo quitasen de encima.

—Un día muy bonito —señaló. Le sonrieron cansadamente—. Trenton es una ciudad adorable. ¿Ustedes viven aquí?

—Sí.

—Yo estoy sólo de paso. Mi hijo está en Princeton. Subo a verle y…

Joanna se acercó a la mesa y ellos pidieron. El Ojo le pidió una pera. Se alejó, chocándose con otra camarera.

—¡Cuidado! —gritó la chica.

—Perdón —jadeó Joanna.

Entró volando en la cocina. El teniente la observó, soltando una risita sarcástica.

—Una chavala muy atractiva —comentó arrastrando las palabras.

—Espléndida —se mofó el otro—. ¡Ese uniforme! ¡Es que es demasiado!

Engulleron su comida y se marcharon. El Ojo se comió la pera y se bebió dos tazas de café. Cuando ella vino a recoger los platos le susurró.

—Los policías siempre me ponen nervioso.

Ella le miró.

—¿Qué?

—Esos dos; eran policías.

Ella se encogió de hombros, indiferente.

—¡Cojones! —No reaccionaba. Se reclinó en la silla y miró con fijeza el menú.

PRUEBE NUESTRO MELÓN DEL DÍA

DE LA INDEPENDENCIA CON OPORTO Y

POMELO BRASEADO CON MIEL DE TRÉBOL.

Tenía que sacarla de allí. ¿Cómo?

PRUEBE NUESTRO STRUDEL

DEL SOLDADO HESSIAN.

¡Que se jodan! ¿Cómo?

PRUEBE NUESTROS PLATOS FRANCESES

DE PESCADO YANKEE DOODLE.

Filets de sole aux raisins à la Thomas Jefferson.

Médaillons de colin à la Ben Franklin.

Brochet grillé à la John Hancock.

Sólo había una manera de hacerlo.

Cogió un tren a Camden y compró un coche: un Porsche de la Edad de Piedra con una lavadora por motor que sonaba como una carraca. Lo pagó con dinero, sin molestarse en usar una de sus falsas tarjetas de crédito del Bank American. Eso resultó ser una afortunada inspiración, que más tarde lo libraría de una detención, cuando la policía investigó la identidad del propietario del coche.

Lo condujo de vuelta a Trenton, y se mudó a un motel en la autopista de peaje de Washington Crossing.

Luego alquiló otro coche, un Chevette, que también llevó al motel.

Compró seis balas de fogueo en una tienda de artículos deportivos en Greenwood Avenue, y las metió en el cargador de su 45.

Fue al National Bank en la calle Broad, y sacó mil dólares en cheques de viaje. Lió el dinero en un fajo de veinte billetes de cincuenta y lo metió en un maletín.

Luego regresó al The Hessian Barracks para cenar.

Joanna pasaba y volvía a pasar transportando bandejas y menús. La saludó con la mano pero ella no lo vio.

Abrió la maleta, sacó el fajo de billetes, aparentó esconderlos mientras contaba. Los volvió a contar. Luego, otra vez. Y otra.

Finalmente ella se acercó a él, quitándose las gafas y pellizcándose la nariz.

—¿Qué tomará esta noche? —preguntó indiferente.

—No me importa. —Sostuvo el fajo en ambas manos, como una ofrenda—. Nada de nada. Yo… —Estaba temblando. Levantó la vista. Ella miraba por la ventana. Vio cómo su garganta salía del cuello abierto del uniforme. Vio la curva que describía el colorete en sus mejillas. Vio sus ojos verdes que resplandecían sobre él, más allá de él, fuera de él. Bajó la vista y vio su mano en la mesa, el dedo torcido justo a su lado.

Ella se puso las gafas y pestañeó.

—Discúlpeme…

—¿Y qué tal una tortilla? —Dejó caer los billetes de nuevo en el maletín—. Una ensalada o algo así.

—Claro. —Él colocó el maletín en una silla vacía—. Muy bien.

Se alejó andando. Se detuvo, miró la silla por encima del hombro.

¡Vaya!

Hacia las ocho todas las mesas estaban llenas. Entró el agente solo. Se sentó en el extremo opuesto del salón.

—Ha vuelto —dijo.

—¿Quién?

—El policía.

—¿Quiere pedir ahora su postre?

Esperando
, susurró.
Esperando…

La puerta de la cocina se abrió de par en par, tirando al suelo una garrafa que llevaba en la mano, que se rompió en pedazos.

Un fanfarrón gritó:

—¡Déle otra vez!

Ella le trajo su ensalada. Intentó hablar con ella. Pero no pudo.

Todas las mesas estaban llenas. Se estaba formando una línea tras el cordón de entrada.

Ella le sirvió otra ensalada, recubriendo la mesa con una jungla de lechuga.

—¿Dos por el precio de una? —comentó irónico.

—¿El qué? —Miró con una expresión vacía las dos fuentes enormes—. Oh, disculpe…

—No pasa nada. Me las comeré las dos. Me muero de hambre. —Se tragó la verdura con la boca llena—. Estoy famélico.

Trepó a la punta del rascacielos y miró hacia abajo cómo se movían los microbios a miles de kilómetros de distancia. Casi vomitó del vértigo. Luego saltó al vacío.

—¿A qué hora termina de trabajar? —le preguntó.

Ella simplemente se quedó ahí parada.

—¡Camarera! —chilló alguien—. ¡No tengo nada de mostaza!

—Sí, señor.

Y se alejó.

El teniente saltó de su silla de un brinco y alzó la mano como un árbitro. El Ojo se volvió. Dos hombres y una mujer estaban de pie en la entrada.

Se volvió y miró por la ventana; se le encogieron los cojones como si se los hubieran puesto en remojo en agua helada.

Uno de los hombres era Abdel Idfa. El otro era…

—¡Eh! —rebuznó alguien en la mesa de al lado—. ¿Ése no es Duke Foote?

Claro que era Duke Foote. ¿Quién sino podía ser? Vestía pantalones de gacela, una chaqueta Buffalo Bill, botas de serpiente y un sombrero John Wayne.

—¿Qué hay? —cantó a la tirolesa. Y él y Abdel escoltaron a la mujer a la mesa del teniente.

Ella iba vestida con un traje RAF azul de lana muy simple y una cinta en el cabello haciendo juego; llevaba un bolso de cáñamo de rayas. Un medallón de plata con su signo del zodíaco colgaba de su cuello.

Era la doctora Martine Darras, de Boston.

El Ojo los observó helado de espanto. Se negó a aceptar que eso estuviera sucediendo. Era demasiado desolador. Ningún otro desastre podía ser tan colosal.

Se estaban dando la mano con el teniente y se sentaron a la mesa como viejos amigos. A sus espaldas, cubriendo la pared entera desde el suelo hasta el techo, había un brillante mural en el que estaba pintado George Washington cruzando el Delaware con una flota de chalupas llenas de fusileros continentales con el uniforme hecho jirones.

Los soldados encerraban la visión de la mesa, alzándose sobre ellos como un ballet de locos inválidos.

—¿Duke Foote? —estaba preguntando alguien—. ¿Ése no se casó con Michelle Phillips?

—No —intervino alguien más—. Usted está pensando en Denis Hooper.

—Bueno, ¿no estaba en los Mamas & The Papas?

—¿Denis Hooper?

—¡No, Duke Foote!

—No, Duke es un cantautor.

Joanna salió de la cocina transportando una bandeja con platos de helado. El Ojo se acobardó.
¡No tires nada, Joanna…! ¡Por favor, no se te ocurra hacer ningún ruido… por favor!

No lo hizo, pero otra camarera que pasaba tiró una sopera metálica, y ésta rebotó en el suelo produciendo un gong del demonio. Todas las cabezas se volvieron.

¿Viejos amigos? Bueno, ¡mierda! ¡A lo mejor lo eran! Qué coño, quizá la situación no era más que una coincidencia grotesca, una loca colcha de azares que hubiera sido cosida por una costurera de destinos colocada. Sí, ¿por qué no? Iban todos juntos a Princeton, se reunían una vez al año en Trenton para cenar con antiguos alumnos… o quizá la doctora Darras fuera la psicóloga de Duke, y Abdel Idfa, el árabe mamón, era su novio y esa noche estaba en la ciudad para oír un concierto country western de Duke… y Duke era el sobrino del teniente o el teniente era el tío de Martine o algo así… y Abdel se había metido en el negocio discográfico y había contratado a Duke para que le grabara unos álbumes, y simplemente estaban todos picando algo juntos antes de ir al concierto…

¡Oh, Dios! Casi se relajó, todo el horror del desastre lo anestesiaba. ¡No, Jesús! Eso era a todas luces un montaje del FBI. Ahora saldría un federal del escondrijo y los cinco irían a… ¡Sí! Ahí estaba, empujando entre la gente: el mismo andrajoso follamadres con el que él había comido. ¡Ahí estaba! Ahora iba bien afeitado y llevaba una camisa bien limpia, aunque seguía teniendo un aspecto sucio de no lavarse.

De acuerdo. Aquí se acabó. ¡Formidable!

¡Washington estaba al otro lado del jodido Delaware! ¡Los Hessian estaban rodeados!

Duke estaba aquí para identificar a Nita Iqutos de Nashville. Y Abdel Idfa, el condenado sapo, podía identificar a Dorotea Bishop de Chicago. Y Martine a Joanna Eris, del campo de concentración de White Plains. ¡De hecho, por Dios, ella también podía identificarlo a él! Todo lo que tenía que hacer era girar la cabeza y mirar en su dirección y…

Joanna estaba de pie junto a él.

—Salgo a las nueve y media. —Depositó su postre en medio de las hojas de la ensalada.

Él miró su reloj. ¡Sólo eran las 8:30!

—¿No puede salir antes? —le preguntó.

—¡Querida! —se quejó una mujer en la mesa de al lado—. ¡Muñeca, tú me debes de estar tomando el pelo! ¿Dónde están mis almejas?

—Señorita, ¿no tiene usted ninguna influencia en la cocina? —bromeó alguien más.

—Espéreme fuera —murmuró Joanna. Y se alejó a todo correr.

¡Tenía que pasar una jodida hora!

El Ojo observaba el quinteto en la esquina del fondo de la habitación. No la habían visto. Ni a él tampoco. El lugar estaba demasiado lleno y estaban sentados en la esquina inadecuada. Martine encendió un cigarrillo. Duke firmaba autógrafos en los menús. El teniente mascaba su filete, Abdel y J. Edgar Hoover bebían vodka con naranja.

Se había retrasado sólo por una noche. ¡Era exasperante! ¡Ayer hubiera sido perfecto! ¡Perfecto! Estaba violentándose por el capricho y la demoledora inconsistencia de la rueda de la fortuna. ¡Que se jodan!

8:40.

Era cierto, había rachas de suerte ganadoras y había rachas perdedoras, y cuando te caía encima un maleficio no había nada que hacer. ¿O sí?

Consideró una serie de formas desesperadas de resolver el mierdoso punto muerto al que habían llegado. Vio una caja de fusibles junto a la esquina del váter. A lo mejor podía fundir todas las luces, ir a la cocina y sacarla clandestinamente por la puerta trasera… Sí, ¿y luego qué? También podía caer como una fiera encima de la multitud disparando con el 45 balas de fogueo. Eso haría que aquellos gilipollas salieran en desbandada como si fueran novillos, en todas direcciones, y él podría cogerla y correr como un loco… Pero ¿correr adonde?

El teniente y esa pequeña rata de federal tendrían todas las salidas de Trenton cerradas en menos de diez minutos.

Necesitaba al menos tres horas… dos horas… de acuerdo, una hora,
una
hora para sacarla de aquí y de la ciudad. ¡Además, primero tenía que echar una meada!

—Es ésa —susurró el federal.

Martine atravesó con la vista la habitación.

—¿Dónde?

—Allá, junto a la cocina.

—¿Pero qué demonios es un plato francés de pescado Yankee Doodle? —preguntó Abdel Idfa.

El Ojo se levantó y comenzó a andar hacia el servicio de hombres. La encargada lo detuvo.

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