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Authors: Marc Behm

Tags: #Novela Negra

La mirada del observador (22 page)

BOOK: La mirada del observador
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—La verdad es que sí.

—¡Joder!

Pasaron tres meses en el lago Tahoe y seis meses en Nueva Orleans. Luego, en un Opel Manta, condujeron por Texas, Colorado, Wyoming, Montana y por el norte de Idaho hasta Washington. En Seattle se quedaron dos meses.

—En la casa de putas de Walterboro —le contó Becky— había un cuarto lleno de juguetes. Muñecas, ositos de peluche, trenes, coches de carreras, lo que quieras. Algunas veces mamá me encerraba ahí dentro todo el día.

Las dos muchachas estaban en una playa nudista cerca de Townsend en Puget Sound, tumbadas en la arena, comiendo peras y tomando el sol. Joanna leía
Beethoven
, de Romain Rolland.

—Pero primero me hacía quitarme la ropa. Me quedaba ahí dentro con el culo al aire, ¿lo pescas? Debía de tener ocho o nueve años. No me gustaba ni pizca. El jodido cuarto me daba miedo. Tenía algo fantasmal. Yo me echaba a llorar y ella entraba y me daba unos cuantos azotes, diciendo: «¡A jugar con tus condenados juguetes, coñito!». Bueno, había agujeros en la pared, ¿entiendes? Luego descubrí que siempre había un par de tipos en el cuarto de al lado mirándome. Yo era parte del espectáculo. ¿Qué te parece?

—¿Alguna vez te ocurrió algo agradable? —preguntó Joanna.

—Sólo tú. —Becky sonrió melancólicamente—. Todo lo demás que me ha ocurrido es pura mierda. Pero la cuestión es que… —Echó una ojeada a su alrededor frunciendo el entrecejo—. La cuestión es que aquí también hay agujeros en la pared. Alguien nos está observando.

—No, no los hay.

—Oh, claro que sí. Y también en Nueva Orleans. Y todo el viaje mientras conducíamos hacia aquí. Y hace tiempo, en Nashville, también. Alguien nos está observando.

—Yo solía pensarlo también todo el tiempo. Pero no es más que un efecto.

—¿Un qué? ¿Qué es eso?

—Una fantasía. —Cerró el libro y encendió un Gitanes—. Nosotros creemos cosas, ¿lo entiendes? Del aire, del viento y de la gente que nos rodea, de las impresiones, las sensaciones y todo eso. Y de nosotros mismos también, de nuestros pensamientos, nuestros miedos y nuestros remordimientos. Y de nuestras oraciones. Y estas cosas adquieren forma y viven a nuestro alrededor, nos miran fijamente, e incluso a veces nos hablan. Escucha. —Y mirando a la multitud, susurró—: ¿Aún sigues ahí, viejo compañero? —Se rió y se incorporó—. ¿Has oído eso? ¡Me ha contestado!

—¿Qué es lo que ha dicho?

—«¡Sí, estoy aquí!»

—¿Qué, estás alucinando o qué?

—¡En absoluto! —exclamó, abrazándola—. Espero que siempre esté ahí. Es reconfortante. Arrodillémonos ante él y démosle las gracias.

—Mierda.

Se fueron a Reno y a Las Vegas y perdieron todo su dinero jugando a la ruleta. Vendieron el Opel y atravesaron el país en avión hasta Portland, Maine. Allí Joanna tenía una reserva escondida, de antes de que el Ojo la conociera, cuatro mil dólares en una caja de seguridad en un banco de Westbrook, alquilada a nombre de la señorita Faye Jacobs (peluca oscura). Y dos mil más al norte en otro banco de Auburn, donde se la conocía como señorita Paula Jason (sin peluca).

Pasaron los diez meses restantes viajando hacia el oeste en un viejo Peugeot 604, sin prisas, pasando tres, cuatro o cinco semanas en cada parada: Siracusa, Toledo, Indianápolis, Des Moines, Omaha, Denver, Salt Lake City (¡ocho semanas!), Carson City.

Para cuando llegaron a California, se habían vuelto a quedar sin blanca.

Dieron un golpe a las afueras de Pasadena; desempaquetaron sus pistolas y sus silenciadores, se pusieron las caretas y sus trajes de hombre y atracaron un ultramarinos en Sierra Madre y una mercería en Azusa. Y una zapatería Hugo (Casa fundada en 1867) en Alta Loma.

Eran las ocho de la tarde, hora de cerrar. Se marchó el último cliente, un ranchero que se llevaba puestas un par de botas nuevas. El chico de detrás del mostrador estaba solo. Tenía veinticinco años, delgado, con el pelo largo y no muy guapo. Se llamaba Finch. Probablemente odiaba su trabajo, odiaba a su jefe, la tienda, Alta Loma, el olor del cuero, de los pies y los calcetines, o esto supuso el Ojo al leer sobre el atraco en los periódicos del día siguiente. En realidad, sin embargo, no había manera de saber lo que Finch pensaba sobre cualquier cosa, si es que pensaba algo. Pero no debía de haber sido muy listo. Sacrificar su vida por una caja llena de dinero de otra persona era algo extremadamente noble y concienzudo, y probaba su dedicación inequívoca a los intereses de su patrón, pero era una estupidez. A lo mejor, de haber sobrevivido, lo hubieran ascendido. Eso pudo haber motivado su actuación. O quizás estaba enamorado de la hija del patrón, y esperaba ganar su mano en recompensa por su heroísmo. Así que, de nuevo, a lo mejor era exactamente lo que aparentaba ser, un estúpido y un esclavo aplicado con un calzador atado a una cuerda alrededor del cuello.

Al tiempo que las dos chicas atravesaban la puerta apuntándole con sus pistolas, él metió la mano bajo el mostrador, abrió un cajón y sacó una Magnum 357.

—¡Mierda y corrupción! —chilló Becky.

Él le disparó en el estómago justo cuando ella apretaba el gatillo y le reventaba las cuerdas vocales.

Joanna vació el contenido de la caja en su bolsa y sacó a Becky fuera al Peugeot. Condujo hacia San Bernardino a 140 kilómetros por hora.

La dejó sangrando y farfullando en el umbral de un hospital en Rialto, luego se registró en un motel cerca de Riverside. Lo mismo hizo el Ojo.

La muerte de Becky fue anunciada en las noticias de las once. Se la identificó por su carné de conducir. El locutor puso una cara convenientemente solemne al mencionar su edad. Tenía diecisiete años.

El Ojo oyó a alguien golpear débilmente la puerta del apartamento de al lado.

—¿Sí? —voceó un hombre—. ¿Qué hay?

—¿Puedo entrar un minuto, por favor? —preguntó Joanna.

El Ojo miró por la ventana. Ella estaba de pie frente a la puerta, con una mano detrás de la espalda. La puerta se abrió y el hombre le sonrió abiertamente.

—¡Vaya, por supuesto, entre! —exclamó—. ¡Venga, adelante!

El Ojo oyó el exaltado ¡poooooof! del silenciador cuando ella le disparó en la cara. El cuerpo cayó hacia atrás con estrépito en la habitación. Fue al apartamento de al lado, y llamó a la puerta.

—¿Qué pasa? —gritó otro hombre.

—Por favor, déjeme pasar —suplicó ella.

Aquella noche mató a siete hombres.

16

Pasaron cinco largos años; cinco Navidades y cinco cumpleaños. Y nueve hombres más… no, diez, once… El Ojo intentó acordarse.

Diez u once.

Se casó con tres de ellos. Uno de los maridos era doctor. (Igual que… ¿cómo se llamaba? Hace muchos, muchos años, justo después de haber matado a Paul Hugo. ¡Brice! ¡El doctor James Brice! Sus huesos seguían enterrados bajo los matorrales, a las afueras de La Jaula.) El doctor número dos fue asfixiado con la almohada mientras dormía bajo los efectos de su champagne de bodas. Después de que Joanna se hubo marchado, el Ojo registró el cuarto y encontró una docena de tarjetas de crédito en una maleta. Se quedó con ellas, y durante el año siguiente pagaron toda su gasolina, sus coches, comidas y billetes de avión. Incluso compró un traje nuevo con una de ellas (su cuarto traje).

Descubrió que era un medio ideal de economizar. Así que, una o dos veces al año, en noches sin luna, descargaba su 45 y, en una calle solitaria o en un aparcamiento a las afueras de un bar o un restaurante, aguardaba emboscado a alguien, lo atracaba y le quitaba todas sus tarjetas. De esa manera siempre estaba abundantemente provisto de crédito.

El juego también le llenaba la cartera. Una Nochevieja, en una ruleta de Reno, apostó al cero y saltó la banca. Ganó todas las fichas que había en la mesa, más treinta y cinco veces su propia
mise
. Aquello solucionó sus problemas financieros para los dos años siguientes.

Joanna no era tan afortunada. Perdía casi continuamente. En un casino de Tulsa, perdió en una sola noche todo lo que había sacado de uno de sus matrimonios. Y estaba bebiendo bastante, demasiado. Aún seguía siendo ágil y encantadora, pero cada vez tenía que pasar más y más tiempo en gimnasios, piscinas y salones de belleza para estar presentable.

Los nombres de Nita Iqutos, Faye Jacobs y Paula Jason fueron añadidos a su lista de alias en su póster de la oficina de correos. Debido a su asociación con Becky, los federales la culparon del asesinato de Finch en Alta Loma y del cataclismo del motel en Riverside. Ahora era una de las cinco mujeres más buscadas de Estados Unidos.

Fueron tras ella lenta y masivamente, como un glaciar en movimiento. Pero no podían cogerla por sorpresa. Aunque ella abría un camino, nunca dejó de huir. Y como no tenía ninguna dirección, eran incapaces de interceptarla.

Fue a Houston, y Houston, como Los Ángeles, pasó una página de su vida.

Era el país de Duke Foote, celebrado aún en su famosa canción
Texas Freeways
.

En la ruta 59

desfallezco y rezo,

llueva o haga buen tiempo.

Un día la voy a encontrar.

¡Señora del amor! ¿Estás en la ruta 45?

¡Señora del amor! ¿Estás viva o muerta?

¡Señora del amor! ¿Estás en Galveston Bay?

Conoció a Chuck Estes, el hijo del petrolero Bertie Estes, que había sido una de las arpías del presidente Johnson. Chuck tenía cuarenta años, de frente estrecha, con la mentalidad de un adolescente perturbado, y varios millones de dólares. Vestía camisas de ante hechas a medida, trajes de cowboy para turistas, un sombrero descomunal y espuelas. Sus amigos lo llamaban Chuck Wagon.

Ligó con ella en una barbacoa de Liberty. La trajo de vuelta a Houston en su Thunderbird rayado como una cebra, y tomaron unas copas en el Longhorn Grill.

—¿Así que eres de Los Ángeles? —Su conversación era tan plana y estéril como una pradera—. Es un pueblo movidillo de puta madre. Ahora tenemos oficina allí. Todo el piso de un edificio en Sunset Boulevard. Fui allí el mes pasado. Volé a San Diego y me dije: «Bueno, qué demonios, más vale que suba a Los Ángeles y que vea un poco de acción». Me quedé dos semanas y media. Me alojé en el hotel Beverly Wilshire. Vi una movida de puta madre. Las paredes no paraban de temblar. «¿Qué es eso?», le pregunté a un muchacho del ascensor. «Un terremoto», me contestó. «Un día de estos la ciudad entera se va a partir por la mitad como una sandía.» ¡Y, toma ya! ¡Abajo, en el vestíbulo, va y se cae al suelo un enorme pedazo del techo! Me dije: «¡Eh!». Subí a un taxi y me dirigí volando a la oficina. Sin embargo, allí estaba todo en orden, excepto… ¡Eh, camarero! ¡Dos más aquí, por favor! Excepto todas las ventanas, que estaba hechas polvo. Nos costó mil quinientos dólares instalar nuevos cristales. Los Ángeles; no, gracias. Nueva York es mi ciudad. ¡Ése sí que es un lugar de primera! ¡Cualquier cosa, a cualquier hora, en cualquier lugar! «Nueva York y Los Ángeles», solía decir mi padre. «Dos apoyalibros para el vacío.» ¿Qué es esto que fumas? ¿María? Giitans. Déjame probar uno. —Luego su atención vagó hacia el otro lado de la habitación, hasta una chica sentada en el bar con un vestido con la espalda al aire—. Discúlpame —le dijo—. Y fue hacia ella.

Y así es como sucedió; de una forma casual y cruel. Comenzaron a reírse juntos. Él la invitó a una copa.

Joanna esperó a que él regresara a la mesa. No lo hizo. Se quedó allí sentada durante tres cuartos de hora. Él ni siquiera la miró una sola vez. Simplemente se olvidó de que estaba allí. Los labios se le habían puesto blancos de la rabia. Pidió otro coñac. Las parejas que estaban sentadas en las otras mesas la miraban sonriendo.

El Ojo también la observaba, esperando que no se emborrachara y montara un escándalo. No lo hizo. Simplemente se marchó.

Y pasó página.

Señora del amor en la autopista,

señora del amor en el camino apartado,

señora del amor, es que nunca vas a salir a mi encuentro

en las largas, largas carreteras solitarias.

Viajó por Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia y Carolina del Norte, soltando un par de miles en cada parada en clubes de juego y mesas de póker entre bastidores y, de vez en cuando, en hipódromos. ¿Cuánto dinero le quedaba? El Ojo no estaba seguro. ¿Cuánto le quedaba de cualquier cosa? ¿Cuánto ánimo y energía? ¿Cuánto aguante? Él observaba espantado mientras el abismo se abría ante ella.

Se le averió el coche en Burnsville, N. C., y repararlo costó cuatrocientos dólares. Se quedó en la ciudad de Linville intentando su vieja travesura del autostop en el Blue Ridge Parkway; simplemente no funcionó. El primer día se quedó en la cuneta de la autopista durante tres horas. Pasaron cientos de coches. Ninguno paró. Comió en un café de camioneros, luego, por la tarde, regresó a la carretera y se quedó allí hasta las nueve moviendo el dedo gordo como una autómata.

El segundo día llovió. Un gorila que llevaba un Alfa la recogió, la condujo a un descampado cerca de Deep Sap e intentó violarla. Consiguió librarse de él sólo con un ojo morado y una lentilla perdida y anduvo bajo el azote de la tormenta hasta Bloming Rock, donde tenía aparcado su coche. Se pasó una semana en cama con gripe, leyendo
Homeward, Angel
, de Thomas Wolfe.

Cuando se marchó a Carolina del Norte llevaba gafas. Fue a Virginia, vendió su coche en Portsmouth, intentó cobrar un cheque falso en un banco en Virginia Beach, pero en el último minuto le entró pánico y huyó. En mayo su patrona la expulsó de la pensión de huéspedes en Norfolk, y le embargó el equipaje.

En Newport News comenzó a birlar en las tiendas: robaba jabón, pasta de dientes, sopa enlatada y peras en los supermercados. Sólo la pillaron una vez… intentando mangar una botella de scotch. El dependiente la dejó marchar; incluso le permitió quedarse con la botella. Durante días estuvo atontada por la bebida, durmiendo en coches aparcados y en las casetas de baño de la playa. Una azafata de Pan Am que estaba de vacaciones ligó con ella en Hampton, y durante tres semanas vivieron juntas en un camping de caravanas. Cuando la azafata regresó a su trabajo, Joanna subió en un barco con rumbo a Yorktown, donde vivió en una choza abandonada en las dunas, manteniéndose limpia a base de baños de mar. Robó un vestido en un tendedero y un par de tejanos en un velero anclado en la bahía.

En Williamsburg la policía no la molestó, ya que en pleno verano la península era un hervidero de vagabundos. Se mudó a un viejo cobertizo en el río James. El Ojo no sabía qué hacer por ella. Compró una caja de comestibles y por la noche la dejó en el embarcadero, pero dos chicos que pasaban en una canoa arramblaron con todo. Otra noche dejó caer una pila de tarjetas de crédito en el buzón del cobertizo, pero Joanna nunca lo abrió.

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