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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (36 page)

BOOK: La mejor venganza
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—¿Dónde está el príncipe? ¿Dónde está Ario?

—¡Que alguien me ayude!

—¡Atrás! —exclamó Cosca.

—¿Eh? —era Escalofríos, que acababa de llamarle sin estar seguro de que fuera Cosca. Un cuchillo brilló en la oscuridad y se abrió paso por entre los cadáveres caídos.

—¡Atrás! —Cosca se echó hacia un lado para evitar una espada y movió en redondo su bastón, extrayendo de él una larga hoja muy delgada que clavó en el cuello de su contrincante con una rápida estocada. Intentó repetir aquello con otro individuo, pero falló y a punto estuvo de herir a Escalofríos cuando éste se acercó hasta él. Uno de los caballeros de Ario, cuya máscara tenía la forma de un tablero de damas, casi alcanza a Cosca con su espada. Gurpi apareció por detrás y estrelló su laúd en la cabeza del guardaespaldas. La caja de madera se partió, y el hacha que se encontraba dentro le rajó el hombro derecho hasta el pecho, de suerte que el despojo en que se convirtió quedó tirado encima de los adoquines.

Apareció otra llamarada, y algunos echaron a correr, empujándose como locos mientras su excitación se transmitía como una ola a los demás. Se apartaron de repente, y el Increíble Ronco se dirigió derecho hacia Escalofríos, circundado por un halo de fuego blanco, como si fuera algún diablo que el infierno acabase de vomitar. Escalofríos se echó hacia atrás y le golpeó con su escudo para alejarlo. Ronco retrocedió hasta la pared, rebotó en ella y llegó a otra, lanzando bolas de fuego líquido y haciendo que la gente huyera a gatas, mientras los aceros herían a todos los que encontraban a su paso. Las llamas prendieron en la hiedra seca, primero fue un chasquido y luego un rugido, y lamieron el muro de madera, bañando el agitado patio con una luz que parpadeaba de manera salvaje. Estalló una ventana. Las cerradas puertas retumbaron cuando los de dentro se agarraron a ellas, pidiendo a gritos que les dejasen salir. Escalofríos apagó las llamas de su escudo en la pared. Ronco rodaba por el suelo, todavía ardiendo, haciendo un sonido parecido al siseo de la tetera que ha comenzado a hervir, arrojando con sus llamas un resplandor de locura sobre las estremecidas máscaras de invitados y artistas… Adondequiera que Escalofríos mirase sólo veía las retorcidas caras de mil monstruos.

No había tiempo para darle un sentido a todo aquello. Lo único que importaba era quién vivía y quién moría, y él no pensaba formar parte de estos últimos. Retrocedió, pegándose a la pared, rechazando con su escudo chamuscado a los que le agarraban.

Dos de los guardias que llevaban placas de acero se abrían paso entre el gentío. Uno de ellos acababa de matar a Barti o a Kummel (era imposible distinguirlos) de un espadazo y, de rebote, de partirle el cráneo a uno de los caballeros de Ario, que se tambaleó, chilló y se llevó una mano a la cabeza mientras la sangre corría entre sus dedos, por encima de su máscara dorada y por su rostro en regueros negros. Barti o Kummel (el que hubiera sobrevivido de los dos) le clavó al espadachín un cuchillo en la coronilla, justo hasta la empuñadura, lanzando luego un gran grito al ver el extremo de la hoja que le salía por el pecho.

Otro guardia armado se abrió camino hacia Escalofríos con la espada en alto, exclamando algo que sonaba al idioma de la Unión. Poco importaba de dónde fuese, pues era más que evidente que tenía ganas de matar, y en los planes de Escalofríos no entraba permitirle dar el primer golpe. Mientras bajaba la espada, lanzó un grito enardecido, pero el guardia se apartó de su trayectoria. Con el sonido apagado de la carne al ser cortada, la hoja de Escalofríos cayó sobre el pecho de una mujer que pasaba por allí en aquel momento. Ella chocó contra la pared y su grito se tornó en gorgoteo cuando se deslizó hacia abajo de la hiedra, la máscara casi rota, uno de sus ojos fijos en él, la sangre goteándole de la nariz, de la boca, cayéndole por el blanco cuello.

El patio era un sitio de locura iluminado por las llamas. Un retazo de batalla nocturna en la que no había bandos, propósito ni vencedores. El aterrorizado gentío pataleaba todos los cuerpos que encontraba, ya fueran de vivos o de muertos, hechos trizas o ensangrentados. Gurpi se debatía entre los restos de su laúd, con los que se había enredado, porque no podía sacar el hacha de la maraña de cuerdas rotas y astillas de madera. Mientras Escalofríos le miraba, uno de los guardias le alcanzó, provocando una ducha de sangre que parecía negra por la luz de las antorchas.

—¡El salón de fumadores! —dijo Cosca entre dientes, apartando con su espada a alguien que se cruzaba en su camino. A Escalofríos le pareció que era uno de los malabaristas, aunque no hubiera podido asegurarlo. Entró por la puerta abierta en pos del viejo mercenario y juntos comenzaron a cerrarla. Una mano se interpuso, haciendo fuerza contra el marco. Escalofríos la golpeó con el pomo de su espada hasta que retrocedió temblorosa por el hueco. Cosca empujó la puerta para cerrarla y luego le echó la llave, que arrojó encima de las baldosas con un tintineo.

—¿Y ahora qué?

El viejo mercenario se le quedó mirando con ojos furibundos y dijo:

—¿Qué te hace suponer que tengo la maldita respuesta?

El salón era amplio y de techo bajo, salpicado de cojines, tabicado por ondeantes cortinas, iluminado por lámparas de tulipa, perfumado por el aroma dulzón del humo de las cáscaras. Los sonidos de la violencia que acontecía en el patio se escuchaban amortiguados. Alguien roncaba. Alguien reía como un idiota. Un hombre se sentaba en el suelo, apoyado en la pared de enfrente, con un antifaz de forma picuda, una sonrisa de oreja a oreja y una pipa a punto de caérsele de la mano.

—¿Dónde están los demás? —preguntó en voz baja Escalofríos mientras entornaba los ojos en la penumbra.

—Creo que hemos alcanzado el momento del sálvese quien pueda, ¿no te parece? —Cosca se afanaba por arrastrar una vieja cómoda hasta la puerta, que comenzaba a estremecerse por los golpes que le atizaban los de fuera—. ¿Dónde está Monza?

—Supongo que querrán salir por el salón de juego, ¿no crees? Pero no… —algo se estrelló contra una ventana y entró por ella, esparciendo trocitos brillantes de cristal por la habitación. Escalofríos arrastró los pies en medio de la oscuridad mientras los latidos que sentía dentro de la cabeza le parecían tan fuertes como martillazos—. ¿Cosca? —Pero sólo veía humo y sombras, la luz parpadeante que entraba por las ventanas y la luz de las lámparas dispuestas encima de las mesas, que parpadeaba igual. Se enredó con una cortina y se la quitó de encima, arrancando parte del raíl que la sujetaba y de yeso. El humo comenzaba a picarle en la garganta. Humo de lo que fumaban allí dentro, humo del fuego que había fuera, que cada vez era mayor. El aire estaba cubierto por una especie de neblina.

Pudo distinguir unas voces. A su izquierda había gritos y ruidos de cosas que caían al suelo, como si dentro de aquel edificio que ardía hubiesen encerrado a un toro y éste se hubiese vuelto loco.

—¡Mis dados! ¡Mis dados! ¡Bastardos!

—¡Socorro!

—¡Que alguien vaya… en busca de alguien!

—¡Por la escalera de arriba! ¡El rey! ¡Por la escalera de arriba!

Alguien golpeaba una puerta con algo pesado, porque podía oír cómo se estremecía la madera por efecto de los golpes. Una figura le dominó:

—Discúlpeme, ¿podría…?

Escalofríos le atizó con su escudo en la cara y lo mandó a volar, luego retrocedió, al recordar vagamente que estaba buscando las escaleras. Monza estaba escaleras arriba. La planta superior. Escuchó cómo abrían violentamente la puerta que antes habían cerrado, dejando pasar la luz, el humo marrón y unas siluetas retorcidas que comenzaron a llenar el salón, cuyas espadas relucían en medio de la penumbra. Una de ellas señaló en su dirección:

—¡Ahí! ¡Ahí está!

Escalofríos cogió una lámpara con la mano que sujetaba el escudo y la lanzó, no acertando al hombre que marchaba en cabeza, aunque sí a la pared. La lámpara estalló, enviando una rociada de aceite ardiente a una cortina. Los individuos se separaron y uno de ellos comenzó a gritar, con los brazos en llamas. Escalofríos tomó el otro camino y se adentró en el edificio, estando a punto de caerse por los cojines y las mesas con los que tropezaba en la oscuridad. Cuando sintió que una mano le cogía por un tobillo, lanzó una cuchillada. Avanzó titubeante entre las sofocantes sombras hasta encontrar una puerta. Como una luz mortecina se filtraba por la rendija inferior del marco, la abrió de un golpe con el hombro, esperando que en cualquier momento le clavasen una espada entre los omóplatos.

Subió de dos en dos los peldaños de la escalera de caracol, resollando por el esfuerzo; las piernas le ardían mientras se dirigía a las habitaciones donde entretenían a los invitados. O donde se los follaban, según se mirase. En el pasillo con artesonados que nacía justo en un descansillo, el hombre que salía en tromba por él se dirigió derecho hacia Escalofríos nada más verle. Al final se quedaron mirando sus respectivas máscaras. Era uno de los bastardos que llevaban aquellas planchas de acero tan relucientes. Aunque sonriera con una mueca, agarró por el hombro a Escalofríos con una mano e intentó desenvainar la espada con la otra para herirle con ella, pero sólo consiguió darle un codazo a la pared que tenía detrás.

Más por instinto que por cualquier otra cosa, Escalofríos le largó un puñetazo a la cara, sintiendo cómo le aplastaba la nariz. Luego le atizó en una cadera con el borde del escudo, le soltó una patada en las pelotas que le hizo lanzar un alarido y, finalmente, le zarandeó y lo mandó a rodar escaleras abajo, viendo con el rabillo del ojo cómo iba cayendo, todo ello con el acompañamiento metálico que hacía su espada. Escalofríos siguió subiendo y, como ni siquiera se había detenido para respirar, comenzó a toser.

Podía escuchar más gritos a su espalda, golpes y alaridos:

—¡El rey! ¡Proteged al rey!

Siguió subiendo los escalones, pero con más precaución, de uno en uno, con la mano dolorida por apretar con fuerza la espada, y el escudo colgándole de su brazo inútil. Se preguntó quién seguiría vivo. Se preguntó por la mujer a la que había matado en el patio, por la mano que había aplastado en la puerta. Entró tambaleándose en el pasillo que se encontraba al final de la escalera, levantando el escudo por delante de su cara para despejar la penumbra.

Allí había cuerpos, formas negras dispersas bajo las grandes ventanas. Quizá ella estuviera muerta. Cualquiera podía estar muerto. Incluso todos. Escuchó que alguien tosía. El humo se arremolinaba alrededor del techo, dirigiéndose hacia el pasillo por encima de las ventanas. Entornó los ojos para ver mejor: había una mujer inclinada, con los brazos desnudos echados hacia delante y la negra cabellera colgándole.

Monza.

Corrió hacia ella, intentando no respirar, agachándose para no llegar hasta el humo. La cogió por la cintura y ella se agarró a su cuello con un gruñido. Tenía salpicaduras de sangre por todo el rostro y hollín alrededor de boca y nariz.

—Fuego —dijo con voz cascada.

—Vayamos hacia allí —se volvió para regresar por donde había llegado y entonces se detuvo en seco.

En el extremo del pasillo, dos de los hombres que se protegían con las placas metálicas subían los últimos escalones. Uno le señaló con la mano.

—Mierda —intentó acordarse de la maqueta. La trasera del Cardotti daba al Octavo Canal. Levantó una pierna y pegó una patada a una de las ventanas. Había un largo trecho hasta abajo, fuera del humo que se agitaba. Incluso la inquieta agua estaba atareada con los reflejos que el fuego creaba en ella.

—Siempre mi peor y maldito enemigo —dijo entre dientes.

—Ario ha muerto —le decía Monza al oído. Escalofríos dejó caer la espada y la agarró más fuerte—. ¿Qué estás…? —la arrojó por la ventana. Al momento escuchó su chillido sofocado al darse cuenta de que caía. Se quitó el escudo del brazo y lo lanzó a los dos hombres que ya corrían tras él por el pasillo, se agarró al alféizar de la ventana y saltó.

El humo le rodeó, acariciándole el rostro. El aire impetuoso le tiró de los cabellos, hizo que le escocieran aún más los ojos, le irritó los labios. Cayó de pie en el agua y se hundió. Las burbujas subieron hacia arriba en medio de la negrura. El frío le atenazó, casi obligándole a respirar una bocanada de agua. Como apenas sabía por dónde estaba la superficie, se movió sin ton ni son hasta que se golpeó en la cabeza con algo.

Una mano le agarró por debajo de la barbilla y tiró de ella, de suerte que su cabeza emergió en medio de la noche para tomar una bocanada de aquel aire tan frío. Le arrastraban a lo largo del canal y él no dejaba de toser por el humo que había en el aire, por el agua que tragaba, por el olor a podrido del agua que había metido en sus pulmones. Se agitó y se estremeció, ahogándose, quedándose sin aire.

—¡Detente, bastardo!

Una sombra cruzó por encima de su rostro cuando se raspó un hombro con la roca. En uno de los manotazos que daba, una de sus manos encontró una vieja anilla de hierro, lo suficientemente recia para agarrarse a ella y sacar la cabeza fuera del agua mientras vaciaba sus pulmones del agua del canal. Monza apretaba su cuerpo contra el suyo, metida en el agua, con un brazo alrededor de su cuello, sujetándole. La respiración de ella, rápida, asustada, desesperada, se juntó con la suya, para fundirse ambas con el lamido del agua y reverberar bajo el arco de un puente.

Al otro lado del oscuro arco podía ver la parte trasera de la Casa del Placer de Cardotti, el fuego que subía hasta el cielo por los edificios colindantes, las llamas que crepitaban y rugían, los enjambres de chispas que siseaban y daban chasquidos, las cenizas y las astillas que volaban, el humo que ya formaba una nube de color marrón oscuro. La luz parpadeaba y bailoteaba en las aguas y en la mitad del pálido rostro de Monza… roja, naranja y amarilla, los colores del fuego.

—Mierda —dijo Escalofríos con un susurro, estremeciéndose por el frío, por el lacerante desenlace del combate, por todo lo que había hecho entre tanta locura. Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. No podía dejar de llorar. Comenzó a temblar, a sollozar, casi aflojando la presa que mantenía en la anilla—. Mierda… mierda… mierda…

—Shhh —la mano de Monza le tapó la boca. Las pisadas volvían a sonar en la calle que pasaba por encima del puente, los gritos iban y venían. Ambos se quedaron encogidos, apretándose contra la mampostería llena de cieno—. Shhh —apenas unas horas antes, él habría dado lo que fuera por apretarse tan fuerte contra ella. Bueno, no estaba mal, aunque en aquellos momentos no tuviera ganas de comenzar nada.

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