—¡Eres muy testarudo, Amerotke!
—¿Equivale eso a no ser corrupto? Mi señora Hatasu sabe que no hay pruebas de traición contra Rahimere. ¿A cuántos más han arrestado?
—A unos diez en total. El divino faraón —Sethos recalcó la palabra—, el divino faraón cree que, si no son responsables de traición, no hay ninguna duda de que lo son de las muertes de Tutmosis II, Ipuwer y Amenhotep, sacerdote privado de Tutmosis. Ella espera que tú, mi señor Amerotke, consideres las pruebas.
—¿Qué es lo que tenemos? —replicó Amerotke—. Es cierto que su marido murió mordido por una víbora pero ¿cómo y cuándo? —El juez se encogió de hombros—. No lo sé. También es cierto que alguien puso una víbora en el bolso de Ipuwer, pero eso es algo que pudo hacer cualquiera de los miembros del círculo real. En cuanto a Amenhotep, está muy claro que se reunió con alguien del círculo muy poco antes de morir. —Hizo una pausa para después preguntar—: ¿Cómo se encuentra el general Omendap?
—Se recupera rápidamente, dice que el ánfora de vino envenenado pudo ser preparada en Tebas o por alguien en el campamento. Él también cree que fue obra de Rahimere. De haber tenido éxito el atentado, habría cundido la confusión en el ejército y el resultado de la campaña hubiese sido otro muy distinto.
—Pero no fue así, ¿verdad?
Amerotke se levantó para servirse otra copa de cerveza. Le ofreció a Sethos un plato con rebanadas de pan y trozos de queso, pero el fiscal rechazó la comida con un gesto amable.
—¿Qué pasaría, mi señor juez, si Hatasu o su nuevo visir Senenmut, juntos o por separado, hubieran planeado dichas muertes? Ya has visto lo despiadada que es. Las tropas la adoran, la ven como una combinación de Sekhmet y Montu.
—Mi señor Sethos, tú eres un sacerdote de Amón-Ra, consejero de la casa divina y fiscal del reino. Eres despiadado pero ¿te convierte eso en un asesino? Hay algo más, alguna cosa que hemos pasado por alto. La divina señora no nos ha dicho todo lo que sabe. Comprendo el humor de Tutmosis cuando regresó a Tebas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sethos vivamente.
—Comienzo a ver un perfil oscuro. Sin embargo, si queremos atrapar al asesino, la señora tendrá que ser mucho más clara y sincera. Enviarme, como si fuese un vulgar recadero, a escarbar entre la basura, no desenterrará la verdad. ¡Ah!
Amerotke soltó la exclamación al ver llegar a Shufoy. Lo escoltaban Asural, Prenhoe y un puñado de agentes de la guardia del templo. El enano saludó a Sethos con mucha deferencia.
—¿Tienes el nombre? —preguntó Amerotke.
Shufoy le entregó a su amo un fragmento de papiro. Amerotke lo desplegó y esbozó una sonrisa al leer el nombre.
—Mi señor Sethos —dijo el juez levantándose—, creo que deberías acompañarme: esto os parecerá muy interesante. Peay —murmuró, recordando la imagen del pomposo médico que se escurría presuroso por las callejuelas de la necrópolis, con su monito al hombro. Se le ocurrió una idea.
—¡Mi señor! —llamó Prenhoe.
—¿Qué quieres?
Prenhoe se acercó con un rollo de papiro.
—Anoche tuve un sueño, mi señor. Creo que deberíais…
—¡Ahora no! —le interrumpió Amerotke, sin contemplaciones—. Asural, ¿vuestros hombres están preparados.
El jefe de la guardia del templo asintió.
—Bien, entonces ahora mismo iremos a hacerle una visita a nuestro buen médico.
Peay descansaba en el bello jardín de su lujosa casa, construida junto a uno de los canales de riego que traían agua del Nilo.
Asural no perdió el tiempo en ceremonias sino que abrió el portillo de un puntapié, apartó violentamente al portero y se dirigió hacia el pórtico. Amerotke, Sethos y los demás le siguieron. El médico, temblando como una hoja, les acompañó a través del suntuoso vestíbulo con el suelo de cedro. Entraron en las habitaciones privadas de Peay. El médico les invitó a sentarse y después se sentó en una silla de respaldo recto, arreglándose la túnica.
—Me siento muy honrado por vuestra visita —dijo, con voz ahogada.
Como si lo hubieran llamado, el mono se coló ágilmente por la ventana que daba al jardín, cargado con la copa de plata de su amo.
—¡Ah! —exclamó Amerotke—. Aquí llega vuestro cómplice.
—¿Qué queréis decir? —farfulló Peay, con el rostro pálido.
El mono saltó sobre el regazo del médico y le puso la copa entre los dedos regordetes.
—Sois un ladrón de tumbas, ¿no es así? —añadió Amerotke—. Como médico que sois, conocéis perfectamente a todos los ricos y poderosos que mueren en Tebas. Incluso os invitan a los funerales, para que os unáis a los afligidos deudos que se congregan en la tumba. Al cabo de unas pocas semanas, regresáis con vuestro pequeño amigo. Lo metéis en cualquiera de los conductos de ventilación y él se encarga de todo lo demás. Está enseñado para que recoja los objetos preciosos de tamaño pequeño: una copa, un anillo, un pote de porcelana, una jarra, un collar. Después sale por donde entró y os los entrega.
Peay miró al juez, boquiabierto. Parecía horrorizado.
—No hace tanto os vi en la necrópolis donde sois muy conocido por todo el mundo —prosiguió Amerotke, implacable—. Los robos redondean vuestros ingresos. Pero, cómo lo diría yo, durante la reciente crisis, comprendisteis que quizá tendríais que escapar de Tebas, así que vendisteis todo el botín a los comerciantes del mercado donde mi sirviente compró algunas piezas.
El médico intentó levantarse pero Amerotke se lo impidió sin muchos miramientos.
—¿Cuál es la pena que se aplica a un ladrón de tumbas, mi señor Sethos? ¿Se le crucifica? ¿Se le ahorca? ¿Se le entierra vivo en las Tierras Rojas? ¿O quizá se le permite que tenga una muerte rápida y beba una copa de veneno en la Casa de la Muerte?
Peay cayó de rodillas, con las manos unidas en una actitud de súplica, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas regordetas.
—¡Piedad! —rogó—. ¡Piedad, mis señores!
Amerotke miró a Sethos, que le devolvió la mirada, enarcando las cejas.
—Sí, podéis suplicar mi piedad —manifestó Amerotke—, porque sabéis que está disponible. Vuestro astuto cerebro ya se está preguntando: ¿por qué ha venido ha arrestarme el señor Amerotke en persona? ¿Por qué no ha enviado a Asural para que me detenga en mitad de la noche? Os concederé una oportunidad para obtener mi perdón. Podréis marcharos de Tebas con un caballo y todo lo que podáis cargar en un carro. Esta casa y su contenido, junto con cualquier otra posesión y sus rentas, quedan confiscadas ahora mismo para ser entregadas a la Casa de la Vida en el templo de Amón-Ra.
—¡Gracias, gracias por vuestra misericordia! —dijo Peay, feliz de haber salido tan bien librado.
—¡Con una condición! —puntualizó Amerotke—. Atendisteis al divino Tutmosis. ¿Le había mordido una víbora?
—Sí, mi señor.
A Amerotke se le cayó el alma a los pies. Se inclinó hacia adelante y sujetó a Peay por un hombro.
—¿Ésa es la verdad?
—No lo sé, mi señor. Tenía las marcas justo por encima del talón. Pero…
—Pero, ¿qué?
—La pierna estaba hinchada. Sospeché… —La voz del médico se apagó por un momento. Luego, añadió entre sollozos—: ¡Tengo miedo!
—Es mucho peor ser enterrado vivo en las arenas ardientes de la Tierras Rojas —le recordó Amerotke.
—La mordedura de la víbora se veía bien clara —declaró Peay, enjugándose las lágrimas—. Sin embargo, el veneno no se había movido. El divino faraón mostraba todos los síntomas de haber muerto de un ataque de epilepsia.
—¿Qué estáis diciendo?
Peay levantó la cabeza para mirar al magistrado.
—Mi señor, lo que os digo es la verdad. Parecía como si al divino faraón la víbora lo hubiese mordido después de muerto.
Sethos y Amerotke subieron las escaleras que conducían a la Casa del Millón de Años, que Hatasu había escogido como residencia, cerca de los grandes muelles del Nilo. Los artistas se ocupaban de decorar las columnas y las grandes paredes de la entrada, con impresionantes escenas de la famosa victoria de Hatasu en el norte. Los esclavos, guiados por los maestros de obras, transportaban sobre rodillos los enormes bloques de granito.
—La divina reina faraón —comentó Sethos—, quiere asegurarse de que ninguno de nosotros olvidemos su victoria o su gloria. A cada lado de la entrada colocarán un obelisco, las leyendas proclamarán su origen divino y sus grandes victorias, y los vértices estarán recubiertos de oro para que todo el pueblo sepa que cuenta con el favor de Amón-Ra.
Amerotke se tapó la boca para protegerse de la nube de polvo y se pasó el pulgar por el labio. Le había dado órdenes a Asural y Prenhoe de que vigilaran que Peay abandonara Tebas antes de la medianoche. No obstante, seguía furioso. Si Tutmosis estaba muerto cuando lo mordió la serpiente, la divina señora tenía que saberlo, sin embargo, ¿cómo podría plantearle el tema a la reina-faraón, a esta reina guerrera adorada por el pueblo? Cogió a Sethos por un brazo.
—Iré solo.
Sethos abrió la boca dispuesto a protestar.
—Iré solo —insistió Amerotke.
El capitán de la guardia real reconoció a Amerotke, y lo saludó con mucha reverencia antes de acompañarle por los pasillos de mármol hasta el pequeño jardín privado que ahora utilizaba la reina. Era un hermoso paraíso verde con la hierba esponjosa, flores de un perfume delicioso, árboles umbríos, glorietas cubiertas de flores y, en el centro, un estanque de mármol pulido con el agua tan clara que Amerotke veía con toda claridad los peces dorados. Aves de plumaje multicolor picoteaban la hierba en busca de larvas e insectos. Los ruiseñores, encerrados en las jaulas de oro y plata colgadas en las ramas de los árboles, cantaban dulcemente en este lujoso y exuberante paraíso.
Hatasu y Senenmut estaban sentados como dos chiquillos en el borde del estanque, muy entretenidos intentando coger los peces con las manos, las cabezas juntas, riéndose alegremente. La reina volvió la cabeza y sonrió al ver a Amerotke. Vestía una túnica de lino tan fino que casi era transparente. Llevaba una peluca de pelo corto y unos ligeros toques de trazo negro realzaban sus ojos. Iba descalza. Senenmut, por su parte, sólo vestía un faldellín blanco, y tenía empapado el torso desnudo con el agua que Hatasu le había echado en sus juegos.
—¡Amerotke! —Hatasu se levantó de un salto y corrió alrededor del estanque para acercarse al juez y cogerle las manos—. ¿Estás enojado? ¿Por qué no has asistido a las reuniones del círculo real? —Se puso de puntillas mientras lo miraba con una expresión de picardía—. ¿Ya no me quieres?
—Acabo de estar con Peay —replicó Amerotke—. Tu marido y hermanastro ya estaba muerto cuando le mordió la víbora, ¿verdad?
Hatasu le soltó las manos y se apartó.
—¿Te gustan los peces de colores, Amerotke? ¡Ven! ¡Quítate las sandalias!
—Tengo los pies sucios. —Amerotke se sentía confuso por la respuesta de Hatasu. Miró a Senenmut por encima del hombro de la reina, que le devolvió la mirada con expresión grave.
—Vaya, no te preocupes por él —le susurró Hatasu. Unió las manos—. Somos una misma carne, una sola alma, un único corazón y una sola mente.
El magistrado vio brillar la pasión en los ojos de la soberana.
—Quieres que descubra la verdad —manifestó—, pero no puedo hacerlo si no confías en mí.
Hatasu se arrodilló a los pies de Amerotke y le desabrochó los cordones de las sandalias.
—Ven, lávate los pies.
Amerotke se vio un tanto ridículo, sentado en el borde del estanque, los pies sumergidos en el agua fresca, con Hatasu a su derecha y Senenmut a la izquierda. Hatasu chapoteaba con los pies en el agua. Al juez la situación le resultaba irreal: ella era la leona, la mujer que había acabado sin piedad con sus enemigos, tanto en su reino como en el extranjero. Ahora, en cambio, estaba sentada aquí como una niña esperando que le cuenten una historia.
—Amaba a Tutmosis —comenzó la reina—. Era hombre bondadoso, débil y enfermo pero de buen corazón. Padecía de epilepsia y afirmaba tener visiones. A veces le resultaba difícil, Amerotke, creer en todos los extraños dioses de Egipto, adorar a un cocodrilo, y se preguntaba por qué el señor Amón-Ra tenía la cabeza de un estúpido carnero. Discutía con los sabios; no. era un ateo pero buscaba algo más. —Exhaló un suspiro—. Marchó al norte contra la gente del mar. Al mismo tiempo, recibió una carta de Neroupe, el guardián de las pirámides de Sakkara. Al parecer, Tutmosis acudió allí en el viaje de regreso. Neroupe había muerto, pero no sin dejar instrucciones secretas para Tutmosis explicándole cómo entrar en determinados túneles que lo llevarían hasta la biblioteca perdida de Kéops, el gran faraón que vivió hace centenares de años.
Hatasu hizo una pausa que aprovechó para refrescarse el cuello con un poco de agua.
—Me escribió después de la visita a la pirámide. Destruí la carta pero recuerdo que dedicaba unas pocas líneas al tema: anunciaba que a su regreso a Tebas actuaría en representación del único dios contra los falsos ídolos en nuestros templos. —Se encogió de hombros—. No presté mucha atención a Tutmosis el místico. —Inspiró con fuerza mientras volvía a chapotear con los pies en el agua—. Sólo esperaba con ansia su regreso. El resto de sus oficiales llegaron a Tebas para preparar la entrada victoriosa de Tutmosis.
—Díselo —intervino Senenmut—. Háblale de las cartas del chantajista.
—Mientras esperaba su regreso —añadió Hatasu, apresuradamente—, comencé a recibir unos mensajes, pequeños rollos de papiro escritos por una mano educada. —Meneó la cabeza—. Me convertí en la víctima de un chantaje.
—¡Chantaje! —exclamó Amerotke.
Hatasu levantó una mano y apoyó un dedo contra los labios del juez; la uña, pintada de color rojo vivo, se hundió en la carne.
—Lo que te diré, Amerotke, no debes repetírselo nunca a nadie. Cuando era una niña, mi madre me dijo que yo había sido concebida por el dios Amón-Ra, que la había visitado en su dormitorio. —Se llevó una mano a la peluca y retorció un mechón hasta que comenzó a gotear el aceite perfumado que lo impregnaba—. Yo era una niña y mi madre estaba tan inmersa en sus historias de dioses, que lo consideré una fábula. Las cartas del chantajista recuperaron el tema: afirmaban que mi madre había sido infiel a su esposo y que había yacido con un sacerdote del templo de Amón-Ra. Yo no pertenecía a la línea de sangre del faraón sino que era una bastarda, una hija ilegítima. Debía cumplir con todo lo que se me ordenaba o enfrentarme a las consecuencias. No tenía elección, el chantajista afirmaba tener pruebas para demostrar su historia.