Amerotke recordó a los
amemet
. Echó una última mirada a la inscripción para después, con la antorcha en una mano y el trozo de metal en la otra, seguir a Meneloto a lo largo de la sala de los ahorcados. Meneloto lo empujó más allá de las escaleras y ambos arrojaron las antorchas lo más lejos posible, sólo una fracción de segundo antes de que los
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se deslizaran como espíritus en la sala.
El juez cerró los ojos mientras agradecía a Maat que Meneloto hubiera dejado una de las antorchas sujeta en una grieta de la pared más lejana, porque el resplandor atrajo la atención de los asesinos. Eran ocho o nueve, vestidos como los nómadas del desierto, con prendas negras de los pies a la cabeza. Cada uno sostenía una antorcha y empuñaba una espada. También ellos se detuvieron horrorizados ante el espectáculo de los centenares de esqueletos colgados. Se oyeron unos rápidos cuchicheos. Algunos de los asesinos no parecían muy dispuestos a seguir, pero el jefe
amemet
les ordenó avanzar señalándoles con la espada del lejano fulgor de la antorcha.
—Esperaremos a que se alejen y escaparemos —murmuró Meneloto.
—¡Pero tenemos que mirar lo que hay al otro lado de aquella pared! —protestó Amerotke.
Meneloto meneó la cabeza como única respuesta.
Los
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ya casi se habían perdido de vista. Amerotke comprendió que no podían hacer otra cosa sino escapar cuando antes. Siguió al ex capitán de la guardia escaleras arriba. Cuando se encontraban a medio camino, una figura vestida de negro, con una antorcha en una mano y una espada en la otra, apareció en la entrada. Dio la voz de alarma para después abalanzarse sobre ellos con la espada por delante.
Meneloto intentó esquivarlo, pero la punta de la espada le atravesó el pecho. Cayó hacia atrás, arrastrando al asesino con él, para después chocar contra Amerotke. Los tres rodaron escaleras abajo. El
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fue el primero en ponerse de pie pero había perdido la antorcha. Amerotke le tiró el trozo de metal dentado a la cabeza, y el asesino, en el intento de esquivarlo, chocó violentamente contra uno de los pilares. Se oyó algo que crujía seguido por un chasquido. El
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se abrazó al pilar. Volvió a oírse otro chasquido, y esta vez el pilar cedió seguido por un aluvión de trozos de revoque y cascotes. El grupo de asesinos, que ya habían alcanzado el otro extremo de la sala, echaron a correr pero ahora los pilares se quebraban como palillos mientras se desmoronaba el techo.
Amerotke recogió la antorcha y corrió en auxilio de Meneloto, que yacía al pie de las escaleras. Le dio la vuelta: la espada le había atravesado el corazón, y de un profundo corte en la frente que se había hecho al golpearse la cabeza contra el borde afilado de uno de los escalones le manaba sangre. El juez comprobó que había desaparecido el pulso de la vida. Una nube de polvo le hizo toser, escuchó los gritos de desesperación de los
amemets
aplastados por la lluvia de piedras. Amerotke apoyó una mano en el rostro de Meneloto, musitó una plegaria y corrió escaleras arribas. La cámara superior estaba desierta, iluminada por una solitaria antorcha sujeta en un resquicio de la pared. Amerotke sujetó la argolla de la losa y comenzó a arrastrarla con todas sus fuerzas mientras se ahogaba con el polvo que salía de la abertura. Por fin consiguió meterla en el agujero, acallando los terribles gritos que resonaban en la sala de abajo. Después recogió la antorcha y se alejó corriendo por la galería, atento a la dirección que le marcaban las flechas, hasta que llegó sano y salvo a la salida en la cara norte de la pirámide.
A
merotke apartó la almohada para yacer plano en la cama. Luego libró el brazo con mucho cuidado. Norfret se movió, los párpados de sus hermosos ojos pintados con círculos de trazo negro se agitaron por un momento, y giró el cuerpo bañado en perfume mientras murmuraba algo y sonreía en sueños. El juez escuchó el lento y tranquilo ritmo de su respiración mientras contemplaba la escena pintada en la pared del dormitorio: dos leopardos que jugaban con una pelota como hacían los niños en el mercado ante la atenta mirada de una liebre que hacía de arbitro.
Cerró los ojos; habían pasado dos semanas desde que escapara de aquella espantosa sala en las profundidades de la gran pirámide en Sakkara. Había regresado a los muelles donde se encontraba atracada la flota real, y después de lavarse y atender los cortes y magulladuras, se había cambiado de prendas. Sethos, tan alerta como siempre—, había advertido que algo no iba bien. Durante el desayuno, servido en la popa de la galera real, le había mirado con extrañeza en varias ocasiones. Amerotke se había limitado a menear la cabeza y rehusado cualquier confidencia. Había decidido no mencionarle a nadie lo que había sucedido.
La flota había vuelto a Tebas donde fue recibida por una multitud delirante. Los muelles estaban abarrotados, los ciudadanos y los visitantes ocupaban hasta el último rincón de la avenida de las Esfinges.
«¡Larga vida, salud y prosperidad!», había gritado la muchedumbre mientras Hatasu, ataviada con las prendas del faraón, entraba en la ciudad sentada en su palanquín.
Los sacerdotes habían encabezado la marcha cantando un himno de alabanzas a la reina victoriosa:
¡Ella ha extendido las manos!
¡Ella ha aplastado al enemigo!
¡La tierra a lo largo y a lo ancho,
occidentales y orientales te rinden sumisión!
¡Has vencido a todos los países, tu corazón se alegra!
¡La belleza de Amón está en tu rostro!
¡La gloria de Horus en tu carne dorada!
¡Corazón del fuego!
¡Luz de la luz!
¡Gloria de Amón-Ra!
Hatasu había mantenido la mirada al frente, la expresión imperturbable mientras las tropas auxiliares, negros como el azabache, ayudaban a la guardia real a contener las multitudes. Los grandes abanicos de plumas de avestruz impregnadas con los más finos perfumes habían aromatizado el aire alrededor de la presencia divina. La reina, inmóvil como una estatua, apoyaba los pies calzados con sandalias de oro sobre la corona del rey de los mitanni.
La larga procesión había avanzado lentamente por las calles engalanadas de Tebas. Amerotke había ocupado un puesto en la vanguardia, mientras que su escuadrón de carros de guerra, una resplandeciente formación de arneses lustrados, caballos con tocados de victoria y carromatos cargados con el botín conquistado, seguían al palanquín. Luego, vigilados por tropas de los cuatro regimientos, avanzaban la larga columna de prisioneros sucios y andrajosos.
Se habían abierto las grandes puertas de bronce del templo. Las sacerdotisas habían bajado las escaleras, sacudiendo los sistros en señal de bienvenida a su nuevo faraón, al tiempo que esparcían incienso, mirra y guirnaldas hechas con las flores más hermosas alrededor del palanquín. Hatasu había subido las escaleras sin perder ni un minuto y, después de ofrecer incienso a Amón-Ra, había sacrificado a más prisioneros.
Amerotke se alegró de que terminara la ceremonia oficial. Norfret, sus hijos, Asural, Prenhoe y Shufoy le habían estado esperando en la pequeña capilla cercana a la Sala de las Dos Verdades. ¡Una bienvenida deliciosa! La habían seguido varias noches de celebraciones, fiestas y reuniones. El estómago de Amerotke se había resentido con tantos manjares después de las magras raciones militares. Norfret se había mostrado como la más ardiente y sensual de las esposas, agotándolo noche tras noche, su hermoso cuerpo dorado retorciéndose como una serpiente; a Amerotke le había parecido vivir un sueño. Aún le dolía el cuerpo de los rigores de la campaña, y, mientras dormía, sus sueños eran atormentados por las imágenes de la terrible carga de los mitanni, la carnicería de la batalla, los centenares de ahorcados en la cámara secreta debajo de la pirámide y el cuerpo decapitado del anciano sacerdote que les había esperado en la entrada.
Amerotke se dio la vuelta, se sentía culpable de la muerte de Meneloto y por haber escapado con vida. Pero, ¿qué otra cosa hubiese podido hacer?
Shufoy le había puesto al corriente de todo lo sucedido durante su ausencia. El juez lo había escuchado a medias, pues en realidad le importaba muy poco. Estaba otra vez en su hogar, los horrores eran cosa del pasado. Toda Tebas hablaba de la ascensión al trono de Hatasu. Al niño faraón, que nunca había sido coronado de verdad, lo habían apartado discretamente, relegándolo al rango de príncipe, y se entretenía con sus juegos en la guardería real. Amerotke no había tenido ninguna relación con la intriga. Sus pensamientos volvían una y otra vez a la inscripción en aquella terrible sala debajo de la pirámide. Ahora sabía lo que había descubierto Tutmosis, el motivo por el que Amenhotep había perdido la fe. Si la inscripción era cierta, no había dioses. Los sacerdotes de Egipto habían guiado al pueblo por tortuosos callejones que los apartaban de la verdad. El mensaje no le había sorprendido. ¿Acaso no había sido siempre un hereje, un cínico ante los complicados rituales religiosos de Tebas? Siempre había puesto en duda la veneración a un cocodrilo o a un gato. Su culto a Maat era diferente: la verdad existía más allá de las estatuas y los rituales del templo; había que servirla y serle fiel.
Amerotke se preguntó si debía regresar a la pirámide pero recordó el derrumbe. Cerró los ojos: la sala era un sepulcro adecuado para los
amemet
; que sus espíritus se ocuparan de vigilarla. Haría un sacrificio por el alma de Meneloto. Pero ¿a quién? ¿A los dioses de piedra de Egipto?
Oyó un sonido en el exterior y apartó las sábanas. Se puso una túnica y las sandalias, se lavó el rostro y las manos con agua perfumada y bajó las escaleras. Los sirvientes todavía no se habían levantado. Las primeras luces de la aurora alumbraban el cielo y en la distancia sonaban los toques de trompetas que anunciaban la salida del sol en las torres de la ciudad. Salió al jardín, donde la brisa todavía era fresca, y vio a Shufoy sentado a la sombra de un sicómoro. Amerotke se quitó las sandalias para acercarse sin hacer ruido. Sin embargo, el enano advirtió su presencia y se volvió presuroso mientras adelantaba una mano para tapar los objetos preciosos que tenía sobre una manta. El juez se agachó a su lado.
—¿De dónde los has sacado, Shufoy?
—Los compré —respondió el enano sin vacilar—. Un hombre tiene que trabajar de sol a sol para ganarse un mendrugo de pan.
—No me cabe la menor duda —replicó Amerotke, con un tono seco.
Shufoy se acercó un poco más, mirando a su señor con sus ojos brillantes y sagaces.
—Has cambiado desde tu regreso, amo.
—He visto cosas; ¡auténticos horrores!
—Se irán, amo —afirmó Shufoy—. ¡Al final, todas las cosas mueren!
Amerotke rebuscó entre los objetos.
—Te estás convirtiendo en un hombre muy rico.
—Cuando el ejército marchó de Tebas, amo, estalló el pánico. La gente lo vendía todo a cualquier precio.
Amerotke se fijó en una pequeña copa de oro y la recogió. Alrededor del borde tenía pintada una escena donde aparecía Osiris pesando un alma, Maat estaba arrodillada a su lado y debajo se veían escritos los años del reinado del padre de Hatasu, el faraón Tutmosis I; junto al divino sello, figuraba el nombre del propietario de la copa, fallecido hacía muchos años, un escriba de la Casa de la Plata.
—¿Dónde conseguiste esta copa? —preguntó el juez, interesado.
—La iba a llevar ahora a venderla a la ciudad, amo —contestó Shufoy, eludiendo la pregunta.
—Ésta es una copa funeraria —insistió Amerotke—. Hecha especialmente para este escriba, del tamaño adecuado para ser depositada con un poco de vino en una tumba. —Tendió la mano y sujetó al enano por el hombro.
—¡Amo, juro por la vida de vuestros hijos, que se la compré a un comerciante en Tebas! Un vendedor de platos y copas. El precio era una ganga.
—Es un objeto robado —afirmó el juez—, y tú lo sabes, Shufoy. ¡Esto lo robaron de una tumba! —Cogió las cuatro puntas de la manta y las anudó para hacer un bulto, sin prestar atención a las súplicas y los lamentos del enano—. Ve a la ciudad —le ordenó—, a la Sala de las Dos Verdades. Busca a Asural, que reúna a unos cuantos de sus muchachos. Después, os vais a visitar a todos los vendedores del mercado. No me importa lo que tardéis, quiero saber el nombre de la persona que les vendió estos objetos. Shufoy, esta copa bien podría provenir de la tumba de mi padre. Lo que es tuyo es tuyo, pero ¿qué pasaría si se corre la voz de que Shufoy, el gran vendedor de amuletos, está involucrado en el robo de tumbas?
Shufoy se marchó con el saco y una espada, recitando todos los proverbios que conocía. Amerotke se sentía muy satisfecho con su descubrimiento. Después de asearse, desayunó, y se encontraba en el jardín cuando se presentó un visitante poco antes del mediodía.
Al señor Sethos no parecía haberle afectado en lo más mínimo por la campaña contra los mitanni. Había participado en los combates y Hatasu le confirmó en su cargo aunque era obvio que el fiscal del reino mostraba una animosidad cada vez mayor contra Senenmut. Se sentó en un banco.
—¡Larga vida, salud y prosperidad! —deseó al dueño de casa.
Amerotke sirvió una copa de cerveza y se la alcanzó al visitante. Sethos bebió un trago mientras contemplaba el estanque como si estuviera fascinado por el ibis posado en el borde del agua.
—Vivimos días turbulentos, mi señor Amerotke. —Sethos cogió la flor de loto que llevaba en la faja y la hizo girar entre los dedos—. Su Majestad me la dio esta mañana como una muestra de aprecio. —Olió la flor para después dejarla en el banco—. No te he visto en la reunión del círculo real. —Sethos miró a través del jardín, donde los jardineros se ocupaban de atender las parras sujetas a las espalderas.
—Todavía estoy agotado —replicó Amerotke.
—Rahimere, Bayletos y los demás han sido arrestados —le informó Sethos—. Mis agentes se encargaron de detenerlos anoche cuando salían del palacio.
—¿Cuál es el cargo?
—Alta traición.
—No hay ninguna prueba.
En el rostro impecablemente afeitado del fiscal apareció una expresión burlona y sonrió como si estuviera disfrutando de una broma secreta.
—Tú serás el encargado de juzgarlos en la Sala de las Dos Verdades —señaló Sethos.
—Entonces, desestimaré los cargos por falta de pruebas.