¡Ha descargado el puño!
¡Ha dispersado a sus enemigos con el poder de su brazo!
¡La tierra, a su largo y su ancho, está sometida a él!
¡Aplasta a sus enemigos como las uvas debajo de sus pies!
¡Es glorioso en su majestad!
El canto se vio apagado por una tremenda ovación de triunfo. El faraón había llegado a la Vía Sagrada y muy pronto desembocaría en el templo. En los patios interiores, los altos mandos y las filas de sacerdotes enmascarados dejaron de susurrar y permanecieron en un silencio nervioso. Su faraón regresaba triunfal, Amón-Ra había glorificado su majestad, pero también habría una revisión. Se abrirían los libros, se repasarían las cuentas, los jueces y los escribas serían llamados a la presencia real. Como susurró uno de ellos: «El gato real retorna a su cojín».
Hatasu se acercó al final de las escaleras, y las sacerdotisas se desplegaron detrás de la reina. En ese momento, todos miraron hacia las grandes puertas de bronce que guardaban los patios interiores del templo. Escucharon los gritos de: «¡Vida! ¡Prosperidad! ¡Salud!». Un toque de trompeta, que sonó como un bramido, impuso silencio. Se oyó el anuncio de un heraldo: «¡Cuan espléndido es nuestro señor que regresa victorioso!».
Se abrieron las grandes puertas de bronce y entró la vanguardia del desfile: los sacerdotes con las túnicas blancas, los oficiales de la guardia real con sus altos tocados de plumas, los resplandecientes collares de oro y los brazaletes, las puntas de las lanzas señalando el cielo. Hatasu vio a los miembros del consejo de su marido. El cortejo se detuvo, sonó otro toque de trompetas y entró el faraón. Precedido por los portadores de sus estandartes, Tutmosis viajaba en un palanquín de oro y plata cargado a hombros por doce nobles. El palanquín se detuvo y todos los presentes se prosternaron. Se oyó entonces un nuevo toque de trompeta. Hatasu se levantó con mucha gracia, al tiempo que las sacerdotisas pasaban a su lado para bajar las escaleras, sacudiendo los sistros y cantando el himno de bienvenida. Bajaron el palanquín, los oficiales se apiñaron y Tutmosis descendió del trono. Los sacerdotes formaron una muralla a su alrededor, mientras se arreglaba las vestiduras y preparaba para subir las escaleras. Hatasu se puso de rodillas y juntó las manos como si fuera a rezar. Contempló la sombra de su marido que subía lentamente y cerró los ojos. ¡Si pudiera sentir la alegría de este momento! ¡Si pudiera decirle a su marido cómo el
ahket
, la crecida del Nilo, había sido la más provechosa en muchos años! Que los informes de los nomarcas, los gobernadores de los nomos, sólo hablaban de cosas buenas.
Cuando abrió los ojos, una sombra caía sobre ella. Hatasu inclinó la cabeza, pero la mano de su marido le levantó la barbilla y ella le miró. Tutmosis sonrió; sin embargo, su rostro, debajo de la pintura ceremonial, se veía pálido y descompuesto. El trazo negro alrededor de los ojos sólo realzaba su cansancio. A la reina la asaltó un pensamiento terrible: aquí estaba su esposo, preferido de los dioses, conquistador de sus enemigos, y sin embargo tenía el aspecto de haber cruzado el río de la muerte y no haber encontrado nada sino polvo. Tutmosis inclinó un poco la cabeza, con una mirada de placer. Susurró: «¡Cuánto te he echado de menos! ¡Te quiero!», luego abrió la mano para mostrarle una flor de loto de oro, tachonada con piedras preciosas, que colgaba de una cadena de plata. Colocó la joya alrededor del cuello de la reina y la ayudó a levantarse. El faraón de Egipto y su reina se volvieron, con las manos extendidas, para recibir las aclamaciones y los aplausos de la muchedumbre.
Sonaron las trompetas, chocaron los címbalos, se elevaron grandes nubes de incienso, que perfumaban el aire y purificaban a todos los allí reunidos. El faraón no hablaría: su boca era sagrada, sus palabras preciosas. Aún debía comunicarse con los dioses. Volvieron a sonar las trompetas y los miembros de la guardia real se apresuraron a formar un pasillo. Por allí avanzaron tambaleantes los más importantes prisioneros de guerra del faraón: cautivos de pelo oscuro y piel cobriza, desprovistos de sus armaduras y ornamentos, y con las manos atadas por encima de las cabezas. Les obligaron a arrodillarse al pie de las escaleras. Hatasu cerró los ojos, pues sabía lo que estaba a punto de suceder. El faraón hizo un gesto cortante y los verdugos reales se adelantaron. Los prisioneros, amordazados además de maniatados, no pudieron gritar mientras les cortaban las gargantas. Los cadáveres bañados en sangre fueron desparramados en el patio, delante de los dioses de Egipto y el poder del faraón.
—Se ha acabado —susurró Tutmosis.
Hatasu abrió los ojos pero no se atrevió mirar abajo. El aire tenía otro olor, el hedor de la muerte y de la sangre. Sólo deseaba que su marido no se entretuviera y que entrara en el templo para rociar con incienso la gran estatua de Amón-Ra. Suspiró más tranquila cuando Tutmosis se volvió y, con las aclamaciones de la muchedumbre resonando en los oídos, entraron en la frescura del peristilo y avanzaron por el suelo de mármol, entre las hileras de columnas pintadas. La gran estatua de Amón-Ra, sentada en su gloria, se alzaba ante ellos. El faraón se detuvo, contemplando las llamas en el gran brasero delante de la estatua. Se adelantó un sacerdote con un cuenco de oro en la mano y, con la mirada gacha, ofreció el cuenco y una cuchara al faraón. Tutmosis no se movió. Hatasu lo miró expectante. ¿Qué le pasa?, se preguntó. Había conseguido grandes victorias en el norte y ahora, como su padre, debía dar las gracias. ¿O es que ya lo sabía? ¿Habían enviado a un soplón a su campamento en el norte? Tutmosis exhaló un suspiro, dio un paso al frente y echó una cuchara de incienso sobre la estatua. Hatasu, detrás de su marido, esperó a que Tutmosis se arrodillara en el cojín rojo con borlas doradas, pero no lo hizo. Se quedó mirando el rostro de granito negro del dios. Levantó las manos, con las palmas hacia adelante, igual que quien va a rezar una plegaria, pero las bajó con un gesto de cansancio, como si le faltaran las fuerzas.
—¡Mi señor, mi majestad! —susurró Hatasu—. ¿Qué pasa?
Tutmosis miraba hacia el patio con los ojos casi desorbitados. Habían cesado las aclamaciones, y en su lugar se oía un murmullo de descontento, de furiosa protesta. Un sacerdote entró a la carrera. Se prosternó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tutmosis.
—Un presagio de mal agüero, majestad; una paloma ha volado sobre el patio.
—¿Y?
—¡Tenía el cuerpo herido, roció con su sangre a la multitud antes de caer muerta del cielo!
Tutmosis se tambaleó, comenzó a temblarle la barbilla, se le torció la mandíbula, se llevó una mano a la garganta. Echó la cabeza hacia atrás y la gran corona roja y blanca cayó al suelo. Hatasu soltó un alarido y lo sujetó mientras caía, intentando contener las terribles convulsiones de su marido. Lo bajó suavemente hasta el suelo, el cuerpo rígido, los ojos en blanco. Una baba espumosa apareció en la comisura de los labios pintados con carmín.
—¡Amado mío! —susurró Hatasu.
Tutmosis se relajó entre sus brazos, levantó la cabeza y abrió los ojos.
—¡No es más que una máscara! —gimió.
Hatasu se agachó para escuchar los susurros. Tutmosis, el preferido de Ra, sufrió un último estertor y murió.
Durante el mes de Mechir, en la estación de la siembra, después del duelo oficial que siguió a la muerte repentina del faraón Tutmosis II, Amerotke, juez supremo de Tebas, dictaba sentencias en la Sala de las Dos Verdades en el templo de Maat, le señora de las divinas palabras, la divina portavoz de la verdad. Amerotke se sentaba en una silla baja hecha de madera de acacia. La tela del cojín era sagrada y los jeroglíficos bordados ensalzaban la gloria de la diosa Maat. Los bajorrelieves tallados en las paredes de la sala representaban a los cuarenta y dos demonios, extrañas criaturas con las cabezas de serpientes, halcones, buitres y carneros. Cada uno empuñaba una daga. Debajo de cada uno aparecía el nombre pintado en rojo brillante: «tintorero de sangre», «devorador de sombras», «tuercecuello», «ojo de fuego», «quebrantahuesos», «aliento de fuego», «pierna ardiente», «colmillo blanco». Estas criaturas rondaban las salas de los dioses, dispuestas a devorar las almas que eran sopesadas en la sagradas balanzas de la justicia divina y no daban el peso. Delante de Amerotke estaban las tablas de cedro con las leyes de Egipto y los decretos del faraón. Detrás se encontraban las grandes estatuas de granito negro del dios Osiris sosteniendo la balanza de la vida o la muerte eternas, y Horus, el siempre vigilante.
La sala tenía columnas pintadas de colores brillantes, y, entre ellas, si miraba a un lado, Amerotke podía contemplar si lo deseaba el jardín de Maat, una amplia extensión de hierba verde donde los rebaños de la diosa pastoreaban a la sombra de árboles frondosos y los pájaros de alegres colores revoloteaban alrededor de las fuentes que descargaban sus aguas en grandes estanques. Sin embargo, Amerotke, sentado con las piernas cruzadas, estudiaba los papiros desplegados en el suelo mientras el resto de la corte esperaba en silencio. A un lado se sentaban los escribas con las cabezas afeitadas y vestidos con túnicas blancas. En las mesas pequeñas sobre las que se inclinaban afanosos, tenían los utensilios para escribir: potes de tinta roja y negra, cuencos con agua, estilos, cañas huecas con un extremo aguzado, pinceles, piedra pómez, potes de cola y unas navajas pequeñas para cortar el papiro.
Prenhoe, el más joven de los escribas, miró al juez con una expresión expectante. Amerotke era pariente suyo y Prenhoe le admiraba y envidiaba. A los treinta y cinco años, Amerotke había ascendido a juez supremo en la Sala de las Dos Verdades. Hombre inteligente y sagaz, nacido y criado en la corte, Amerotke se había ganado fama de ser justo e íntegro. Parecía más joven de lo que era. Llevaba la cabeza afeitada, excepto un mechón de lustroso pelo negro que, trenzado con hilos dorados y rojos, colgaba sobre su oreja derecha. Su cuerpo era nervudo y esbelto como el de un atleta, y vestía con elegancia la túnica blanca con ribetes rojos. Prenhoe, en cambio, se sentía incómodo: quería quitarse la túnica, salir y bañarse en el estanque sagrado, para limpiarse el sudor. Afortunadamente, el caso que atendían estaba a punto de cerrarse. Amerotke le había advertido a Prenhoe que ese sería un día oscuro, pues se dictaría una sentencia de muerte.
Amerotke se acomodó en el cojín. La luz se reflejó en el pectoral de Maat hecho de oro y sujeto a una cadena dorada que le rodeaba el cuello. El juez jugó con el pectoral mientras contemplaba furioso al prisionero arrodillado. Miró a la derecha, donde una pareja de mediana edad se abrazaba con los rostros bañados en lágrimas. Un poco más allá, apretujados entre dos columnas, estaban los testigos. Amerotke inspiró con fuerza, miró los capiteles color rojo oscuro y tallados con la forma del loto que remataban las columnas. Todo estaba preparado. A un extremo de la sala, junto a la puerta de la verdad, esperaban los guardias, vestidos con faldellines de cuero y cascos de bronce, y armados con porras y escudos. El comandante, el jefe de la guardia del templo, estaba con ellos: un hombre calvo, bajo y fornido, un primo lejano del juez.
—¿Queda algo más por decir? —preguntó Amerotke, levantando una mano.
—No hay nada más, mi señor —respondió el jefe de los escribas, inclinado sobre su mesa—. El caso ha sido expuesto, se ha interrogado a los testigos, se han tomado los juramentos.
—¿Hay alguien entre vosotros que —Amerotke miró a los escribas— en presencia de la señora Maat, pueda dar algún motivo por el que no se deba dictar una sentencia de muerte?
Los escribas permanecieron en silencio y algunos menearon la cabeza, Prenhoe con mucho vigor. Su pariente le miró y esbozó una sonrisa. Amerotke apoyó las manos sobre las cajas de tapas curvas que había a cada lado de su asiento. Las cajas, construidas con madera de acacia y sicómoro, guardaban pequeños relicarios de Maat. Prenhoe contuvo el aliento, se iba a dictar sentencia.
—¡Bathret! —Amerotke se inclinó hacia adelante y miró directamente al acusado—. ¡Levanta la cabeza!
El prisionero obedeció.
—Ahora daré a conocer mi sentencia. Aquí, en presencia de los dioses de Egipto. Que el señor Tot y la señora Maat sean mis testigos. ¡Eres un hombre cruel y perverso! Tus actos fueron una abominación a los ojos de todos. ¡Un hedor apestoso en las narices de los dioses! Trabajabas en la necrópolis, la ciudad de los muertos. Tu tarea era preparar los cadáveres de los fallecidos para la sepultura, ayudar en los ritos de purificación para que el Ka de los muertos pueda viajar a las grandes salas de la justicia divina. Se depositó una gran confianza en ti y has abusado de ella. —Amerotke señaló al hombre y a la mujer a su derecha, que lloraban con desesperación—. Su única hija murió de una fiebre. Te entregaron su cadáver y tú abusaste de ella, utilizando su pobre cuerpo para tus propios placeres. Los miembros de tu cofradía te sorprendieron copulando con el cadáver de la joven. ¡Un acto vil y blasfemo! ¡Sólo el hecho de que te entregaran a la justicia del faraón —Amerotke miró al grupo de purificadores y embalsamadores— les ha permitido escapar de todo el peso de la ley! —El juez dio una palmada y los anillos centellearon—. Ahora ésta es mi sentencia: serás llevado a las Tierras Rojas al sur de la ciudad, nadie te acompañará excepto los guardianes de esta corte, cavarán una tumba y te bajarán a su interior. ¡Te enterrarán vivo! —Amerotke dio otra palmada—. ¡Que se registre la sentencia y se ejecute inmediatamente!
El condenado se resistió furioso, insultando a Amerotke a gritos, mientras los policías lo sujetaban para sacarlo de la Sala de las Dos Verdades. Amerotke ordenó con un ademán que se acercara el grupo de embalsamadores y los padres agraviados. Los hombres estaban asustados, los rostros pálidos y los ojos muy abiertos ante la presencia de este juez y su terrible sentencia. Cayeron de rodillas y extendieron las manos.
—¡Piedad, señor! —suplicó el jefe de cabeza afeitada y mejillas fofas—. ¡Piedad y perdón!
—Era uno de los vuestros —señaló Amerotke, con voz impasible—; debe pagarse una compensación.
—Se pagará, señor. En oro y plata de la mejor calidad —sollozó el hombre—; con el sello del aquilatado bien claro y nítido.
Amerotke lo miró con dureza, los ojos grandes y oscuros del juez casi traspasaron el alma del hombre.
—¿Hay algo más? —gimió el jefe de los embalsamadores.